El domingo es azul claro; el lunes, blanco sucio; el martes, color cáscara de huevo; el miércoles, marrón grisáceo; el jueves, azul cobalto; el viernes, rojo carmesí; el sábado, negro terciopelo. El domingo, sola; el lunes, con Heinz; el martes, debajo de la cama; el miércoles, libre. Ahora, hoy, el miércoles, podría ir a ver a Silvia Maurer y contarle la verdad. Podría irrumpir en su casa y decir: sé algo que usted no sabe, y si se lo digo su vida se derrumbará como un castillo de naipes. Pero Lynn no lo hace. Algo se lo impide. Ahora no. Todavía no. Tal vez más tarde. En vez de eso Lynn lleva su inservible Ford rojo, sin matrícula, al establecimiento de vehículos de ocasión que hay a la vuelta de la esquina, el Ford de su madre, como lo llama Lynn, regalo de su madre, el año pasado, lo veo demasiado grande, le dijo su madre, y se compró un Golf. El jueves, llamar a casa; el viernes, terapeuta; el sábado, Chiara.
Primer sábado.
Segundo sábado.
Tercer sábado.
Lynn no le pregunta a Chiara.
Sólo tendría que hacer una sencilla pregunta: vacaciones, juntas, ¿te vienes? Pero Lynn teme que le diga que no. Cada vez que va Chiara, Lynn se hace el propósito de preguntarle. Cada vez que se dispone a hacerlo le falta el valor.
Cuarto sábado.
Lynn se lo ha tomado libre. Chiara llama a las doce. Se va a las dos. Lynn se echa por encima cualquier cosa y la sigue. Lynn no sabe por qué lo hace, pero lo hace. Chiara se dirige a la parada de taxis, esquina con la estación de autobuses, pero mira hacia arriba, al aire, hacia el cielo, hacia el sol, un día de finales de verano, cambia de idea, pasa ante los taxis, se quita el ligero abrigo, se lo cuelga del brazo, continúa andando, Lynn siempre tras ella, ve que un taxista le mira las piernas a Chiara, y Chiara va en dirección al parque, cruza la calle Leopoldstrasse en rojo porque no vienen coches, entra en el parque, se detiene un instante y se apoya en un árbol, sólo con la mano derecha, por lo demás no pasa nada. ¿Por qué, piensa Lynn, no podrá seguir también sus pensamientos? ¿Colarme en ellos y saber en qué piensa? Puede que piense en mí, en Lynn Zapatek, todavía no le he preguntado cuál es su verdadero nombre. Chiara continúa andando. Lynn se mantiene a una distancia prudencial, no la pierde de vista, procura ser invisible. En el café Hamilton Chiara se sienta a esperar, un sitio elegante, allí está, sola, Lynn la ve por la ventana, ve el rostro de Chiara, ve cómo cavila, Lynn está detrás de una columna publicitaria, observando el perfil de Chiara, que sonríe burlona, que se echa demasiado azúcar en el café, está abstraída. Al poco se acerca un hombre trajeado, se disculpa, probablemente por retrasarse, Chiara se levanta, el hombre paga, Chiara lo coge del brazo, ambos salen del café, el hombre abre la portezuela de un descapotable, Chiara sube y se va.
Lynn se queda donde está un rato.
Ahora.
Ahora es el momento.
Va a la estación de autobuses, espera, se sube en el autobús que va al municipio. La tarde cae, cubre de amarillo los campos, después la autovía que Lynn conoce, que ya ha recorrido, en el taxi, por qué ahora, piensa Lynn, por qué he esperado tanto, por qué no lo hice entonces, al día siguiente, el día libre: Silvia, debo contarte la verdad. Lynn se adentra en el lugar. Baja en la estación, toma un bocado en un café de la calle Schneeweihergasse. Y se pone en camino. Son las cuatro. Lynn va directa a la casa de los Maurer, Ludwig y Silvia Maurer, sólo vacila un instante antes de abrir la puertecita del jardín y enfilar el camino de grava para hacer de una vez lo que tiene en mente. No sabe si Silvia está en casa. Puede que le abra Ludwig.
Lynn llama. Por toda respuesta le llegan ladridos. Luego oye gritos, los ladridos cesan. La puerta se abre. Silvia es algo distinta de la de la foto, tiene el cabello teñido de rojo, pecas, lleva chanclas, pantalones anchos, tendrá unos cuarenta y pocos, delgada, atlética, Silvia sonríe, no es antipática, de no ser por el perro, incluso es posible que hiciera ademán de invitarla a entrar en la casa, pero quizá me equivoque, piensa Lynn, ¿quién invita a pasar a alguien que no conoce?
—¿En qué puedo ayudarla? —pregunta Silvia.
El perro quiere abalanzarse sobre ella, Silvia lo sujeta por el collar.
Lynn dice:
—Disculpe. Busco la calle Schneeweihergasse.
—Aquí no es, espere, que le indico.
Silvia sale de casa con el perro, echa a andar por el camino del jardín, rododendros, señala con la mano al otro lado de la cerca, le indica la dirección, le explica cómo llegar, el perro salta por el césped, husmea lo que él mismo ha marcado, Lynn se plantea cómo reunir el valor necesario para pronunciar las palabras decisivas, las palabras que destrozarían toda una vida sin más ni más. Necesito tiempo, piensa Lynn, necesito tiempo.
—Escuche —dice.
—¿Sí?
—Esto… me da vergüenza, pero ¿podría ir un momento al servicio? Es que…
—Pues claro —responde Silvia—. Venga.
Y ambas entran en casa, el perro a la zaga.
En el baño de invitados Lynn va arriba y abajo, se frota las manos, coge deprisa la toalla y, con ayuda del índice, la humedece con agua tibia y acomete contra los rincones, las zonas difíciles, y mientras limpia, sin detergente alguno, se va tranquilizando y rumia las posibilidades que la aguardan tras la puerta si hace lo que ha venido a hacer. Silvia, piensa Lynn, no me creerá, me pondrá de patitas en la calle, educada, pero enérgicamente, no, no me creerá, cómo iba a hacerlo, cómo creer a alguien que afirma meterse bajo la cama de extraños, no, no me creerá hasta que no lo oiga por sí misma, hasta que no se meta ella misma bajo la cama, habitación 304, y allí, Silvia, bajo la cama, está duro, pero uno se siente a gusto; allí, bajo la cama, es estrecho, pero uno siente desahogo; allí, bajo la cama, ves cosas que nunca has visto; allí, bajo la cama, se abre la cara oculta del mundo, y antes de que me metiera bajo las camas creía que hombres y mujeres se besaban al despertar por la mañana, pero ahora sé que uno le dice al otro: Cepíllate los dientes, te huele el aliento.
Lynn oye que llaman a la puerta, con fuerza, vigorosamente.
Silvia pregunta:
—¿Va todo bien?
Lynn tira de la cadena, deja la toalla en su sitio, abre la puerta, sale al pasillo, donde está Silvia.
—Ha tardado un montón —comenta.
—Lo siento —se disculpa Lynn.
—Tengo visita.
—Ya me voy.
En las películas el perro acabaría abalanzándose sobre Lynn, y Lynn caería al suelo de espaldas, Silvia se asustaría y la sobaría apocada, preguntaría inquieta cómo está, no la dejaría marchar, la llevaría al sofá, haría café, la curaría, encerraría al perro y las dos mujeres se conocerían, pasarían la tarde juntas, hablarían de sus respectivas vidas, seguirían viéndose, tal vez los miércoles, primer miércoles, segundo miércoles, tercer miércoles, hasta que el miércoles dejara de ser un día libre para llenarse de las confidencias de Silvia, y sólo entonces, en un momento determinado, Lynn diría lo que quería decir desde el principio, sólo entonces estaría Lynn dispuesta a meterse bajo la cama, habitación 304, pero ahora, allí, en la realidad de la casa de los Maurer, no salta ningún perro, sólo jadea con insolencia, y a Lynn no le queda más remedio que salir, dar las gracias y despedirse de Silvia Maurer sin decir nada de lo que pretendía decir.
Y Lynn se queda sola en la carretera.
Quiere parar un taxi, pero allí, a las afueras, no hay ninguno, como es natural, de manera que desanda lo andado, despacio, sin darse cuenta de que va por mitad de la carretera, apenas transitada, y entonces, a escasa distancia de ella, suena un claxon y un coche se ve obligado a parar, gris metalizado, al otro lado del parabrisas un hombre joven enarca las cejas, levanta las manos del volante y hace un gesto de pero-qué-haces, Lynn se gira a un lado, el coche pasa de largo, Lynn lo sigue con la mirada, se detiene cerca de la casa de Silvia Maurer, el hombre se baja, cruza la carretera a buen paso, empuja la puertecita del jardín y Lynn no ve más, pero de pronto piensa: tal vez todo sea distinto de como yo creo, tal vez la vida de Silvia no sea como yo imaginaba, tal vez en este instante esté abrazando al hombre en la puerta y lo meta en casa y encierre al perro en la despensa y se muera de ganas de pasar un fin de semana sin alianza. Lynn continúa andando, hacia el centro. En la estación se sube al autobús, que permanece inmóvil unos minutos antes de partir.