El miércoles la eternidad del día libre, limpiar el piso, cansancio, dormir, dormir, dormir, por la tarde a la casa de empeños, ¿y ahora? ¿Ir a ver a Silvia? ¿Contarle la verdad? No, piensa Lynn, hoy no, ahora no, sigo estando demasiado cansada, más tarde, más tarde, en otro momento, otro día.
El jueves la llamada a su madre, el ritual. Lynn bebe vino, sentada en el sillón, juega con el teléfono, se enreda un tanto, Lynn sabe que las conversaciones se parecen, pero no lo hace por su madre, es Lynn quien lo quiere así, quiere oírla, a su madre, quiere averiguar algo y sin embargo sabe que no averiguará nada, siempre espera oír una frase distinta de las frases que tan bien conoce y sabe que no la oirá, su esperanza es duda y desesperación a un tiempo, pero no puede dejarlo estar.
—¿Madre?
—Linda.
—¿Va todo bien?
—Me alegro de que hayas llamado.
—¿Qué tal el corazón?
—Todavía late.
—Pronto será tu cumpleaños.
—Lo sé.
—¿Qué quieres de regalo?
—Que vengas.
—Tengo que trabajar, madre.
—Está bien que vuelvas a trabajar.
—¿Qué haces durante el día? —pregunta Lynn.
—¿Yo? No mucho.
—¿Qué es lo último que has leído?
—Ah, una novela rosa.
—¿No sales?
—No.
—Podrías ir al cine. Con Ilse.
—¿Con Ilse?
—¿Por qué no?
—Si tú lo crees.
—Hay una película sobre la Tierra. Un documental. Dicen que es muy buena. Naturaleza, paisajes…
—¿Animales?
—Claro.
—¿Y tú? —se interesa la madre.
—Ajá.
—¿Como siempre?
—Ajá.
—Hay un detergente nuevo —dice su madre—, ya lo he probado. Por ti. Huele a verano, todo el día, pensé, en un hotel, en el hotel entero, vamos, olería a verano, tienes que comprarlo ya mismo, tienes que probarlo.
—Lo haré, madre.
—¿Cómo quitas los restos de orina?
—Con pastillas.
—¿Qué pastillas?
—Unas que se disuelven en el inodoro, son sustancias químicas.
—¿De qué tamaño son?
—Como las pastillas del lavaplatos.
—¿De qué marca?
—No sé, lo miro y te lo digo.
—¿Y los espejos?
—¿Qué les pasa?
—¿Usas papel de periódico?
—Una rasqueta.
—¿Y no deja marcas?
—Las marcas las seco siempre con una toalla.
—¿Y los retretes? Tantos retretes ajenos, ¿no te da asco?
—No se utilizan tanto.
—Pero anda que no hay cerdos. ¿No los hay en el hotel, auténticos cerdos?
—Pues utilizo primero la escobilla. No pasa nada.
—¿Y las gotas de orina en el suelo?
—Nada.
—¿También tienes que limpiar las ventanas?
—No, eso lo hace una empresa.
—¿Cada cuánto?
—Cada pocas semanas.
—¿Y si un huésped le pone los dedos?
—En ese caso me encargo yo.
—Entonces sí las limpias.
—Muy pocas veces.
—¿Cómo sacas brillo?
—Con un abrillantador. Un tapón en el cubo.
El abrillantador, piensa Lynn, no deja ni rastro de grasa ni marcas, es como si no hubiera ventanas, como si se pudiera atravesarlas, saltar sin hacerlas pedazos.
—Escucha —dice Lynn—, debo irme.
—¿Me llamarás?
—Claro.
—¿No quieres saber cómo se llama el detergente?
—¿Qué detergente?
—El que he probado.
—Ah, claro, sí.
—Brisa de Verano.
—Gracias.
—Bueno.
—Bueno.
Lynn aprieta el botón.
El viernes es rojo carmesí, redondo como un balón, da botes todo el día, no para, se respira por todas partes el ajetreo, los preparativos para el fin de semana, los viernes las personas están inquietas, corren más que andan, esperan impacientes lo que se avecina, apuran el tiempo con premura, de un trago, para que llegue deprisa la tarde y así hacer lo que uno quiere hacer, para deslizarse por fin de la noche del viernes al sábado, con vistas a disfrutar de dos días libres, dos días de suspensión de la vida tal y como uno la conoce. Los viernes Lynn visita al terapeuta, Wilhelm Schlick. Qué nombre más feo, piensa Lynn. El viernes Lynn se inventa un sueño. Le gusta hacerlo. Siempre inventa sueños que satisfagan a Schlick.
El sábado es negro terciopelo, la gente viste con desenfado, se mete hasta los tobillos en el tiempo libre, hace lo que quiere hacer, ha dejado el Deber en el guardarropa. El sábado, Chiara. Si Lynn supiera la verdad, le iría mejor.
—Conque era cierto —dice Chiara.
—¿Qué?
—Que te metes bajo las camas.
—Ya te lo dije.
—Creí que mentías.
—¿Por qué no me delataste?
—¿Por qué iba a hacerlo?
Lynn guarda silencio.
—¿Y tú? —pregunta Chiara.
—¿Qué?
—¿Lo haces mucho?
—Todos los martes.
—¿Y qué sacas con eso?
Lynn le pone un dedo a Chiara en la boca.
Es la primera vez que lo hace. Dejan de hablar. Cuando han terminado, se quedan tumbadas. Chiara tiene los ojos cerrados.
Bueno, piensa Lynn.
Bueno.
Chiara lo sabía.
Debo de haberle hablado de mi madre, piensa Lynn. No tengo idea de cuándo. ¿Cómo habré llegado a hablarle de mi madre? Nunca le había hablado a nadie de mi madre.
Bueno.
Chiara abre los ojos.
Ambas se miran.
Ninguna desvía la mirada.
Al cabo de un rato Chiara se levanta y se va del piso. Coge el dinero de pasada, como de costumbre. En lugar del Bueno, Lynn escucha el habitual Chao. Luego vuelve a estar sola.
Con ella, piensa Lynn.
¿Por qué no?
Quizá se venga.
Si tengo que ir a algún sitio, será con ella. Dos semanas de vacaciones, debería ser posible, dirá que sí, si se lo pregunto, Chiara no tiene nada que perder, sólo puede salir ganando, yo lo pagaré todo, para ella sería un trabajo, Chiara sería tonta si lo rechazara, tendría que odiarme mucho para decir no, pero no todo lo que hace Chiara tiene por qué cuadrar. Y si nos vamos de vacaciones, llegaremos a conocernos. Yo llegaré a conocerme y Chiara llegará a conocerse. Y nos pondremos delante del espejo y ya no necesitaremos carné.