—Siento no tener mucho tiempo para ti —dice Heinz el lunes.
—No importa.
—Aquí siempre hay algo que hacer.
—Lo entiendo.
—Estamos contentos contigo. Los huéspedes hablan bien sobre todo de tus habitaciones. Uno dice que todo está tan limpio que se podría comer del suelo, impecable, no hay ni un solo pero.
—Me alegro.
—¿Siempre te quedas más? ¿Haces horas extra?
—Sí, me gusta.
—¿Por qué? No se pagan.
—¿Qué hago yo en casa?
—¿También limpias las habitaciones que están desocupadas?
—Si no se echan a perder.
—Pero no hace falta que las limpies a diario.
—Sólo si tengo tiempo.
—¿Vas a ir a algún sitio? Pronto tendrás vacaciones.
Lynn recuerda vagamente la reunión con la gobernanta y las otras camareras, muy al principio, en la que se habló de las vacaciones. Por aquel entonces Lynn dijo que no le hacía falta coger vacaciones, que le gustaba trabajar, las otras camareras revolvieron un poco los ojos, pero la gobernanta insistió en que Lynn fijara una fecha, Lynn se encogió de hombros y eligió un día lo más lejano posible. Ya ni sabe cuándo con certeza.
—Dentro de ocho semanas —aclara Heinz, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
—¿Vas a ir a algún sitio?
—Ya veremos.
—Te sentaría bien. Salir de aquí. Trabajas demasiado.
—Ajá.
—Y bien, ¿adónde?
—Puede que al Caribe.
—Suena bien.
El martes Lynn está sentada en el vestíbulo. Desde el vestíbulo puede ver la recepción. La habitación 304 no está ocupada, el cliente de Chiara aún no ha llegado. Lynn espera. A nadie le llama la atención que espere. A decir verdad a nadie le llama la atención que esté allí. Abandona su puesto a las seis, coge el ascensor, sube, abre la habitación 304, que permanece intacta, cierra la puerta y se desliza debajo de la cama. El hombre llega a las ocho. Pone fin a una conversación telefónica al entrar en el cuarto y apaga el móvil. Después se desviste y se mete en el baño. La ducha. Lynn abandona su escondite. En la mesa están el móvil, una cartera, una alianza con la inscripción Silvia y Ludwig, un calendario de hace diez años. Lynn hurga en la cartera. Encuentra la foto de una pareja: hombre, mujer. Éste es él, piensa Lynn, y ésta su mujer. Luego lo deja todo en su sitio y vuelve bajo la cama. Al poco llama Chiara, el hombre le abre, ella entra en el cuarto y comienza su humillación. Le dice al hombre lo que es, lo que quiere, lo que necesita, lo que él debe darle. Y Lynn ahí, desligada de lo que pasa. Desligada, piensa. Si las palabras se desligan de su sonido, quedan palabras que podrían turbar a las personas: ser, querer, necesitar, dar.
Todo es muy distinto de la primera vez.
Lynn permanece allí inmóvil.
Lo que sucede arriba la deja fría. Las imágenes que recrea Lynn bajo la cama son vivas y pesadas. Les falta la frescura de lo intacto. Se alimentan de lo visto, no de lo imaginado, responden a la realidad, no a la fantasía. Lynn lo conoce todo: conoce al hombre, sabe qué aspecto tiene, torso vigoroso bajo el traje, estatura imponente, Lynn conoce su corte de pelo, su barba, y Lynn también conoce a Chiara, a esas alturas la conoce bien, conoce el cuerpo de Chiara, conoce su voz.
Lynn permanece allí, sola bajo la cama.
Aguanta pacientemente lo que sucede en la cama. No le preocupa. Después termina.
Algo cae al suelo, junto a la cama. Lynn se estremece. Ladea la cabeza. Son unas esposas. Chiara las busca a tientas, la mano de Chiara no las quiere encontrar a propósito, uñas largas, rojas, Chiara sigue buscando, su torso se aparta de la cama, el cabello es víctima de la gravedad, y de pronto Lynn ve el rostro de Chiara al revés, ve una cabeza que casi toca la moqueta, ve unos orificios nasales, sobre los cuales oscila una cadenita, ve el labio inferior arriba y el superior abajo, ve una frente lisa y un mentón arrugado, ve unos ojos como platos. Lynn se lleva un dedo a los labios.
—¿Qué pasa? —pregunta el hombre.
—Las esposas —responde Chiara, y vuelve a la cama.
Lynn piensa: no me ha delatado, podría haberme delatado, pero no lo ha hecho, le dije que me metía bajo la cama, en el Edén, no me creyó, sólo ha mirado bajo la cama para convencerse de que le había mentido, pero dije la verdad. La verdad: qué palabra más fea. Una palabra tan grande que uno se esfuerza día tras día por destruirla, aniquilarla, hacerla pedazos.
Chiara se ha levantado de la cama, se ha duchado y se ha vestido. Ahora coge el dinero de la mesa y se despide con dos besitos, probablemente en la mejilla del cliente.
—¿Tienes una amiga? —inquiere el hombre.
—¿Qué?
—Alguien a quien puedas traer la próxima vez.
—¿Alguna preferencia?
—Sorpréndeme.
—Y ¿cuándo?
—Te llamo.
—Vale.
—Chao —dice Chiara.
—Chao —responde el hombre.
—Bueno —añade ella.
—¿Qué? —pregunta él.
—Nada —replica Chiara.
Lynn contiene la respiración.
Bueno.
El hombre entra en el cuarto de baño.
Lynn sale de su escondrijo.
No se queda en el pasillo. Ha tomado una decisión, una decisión desatinada. Algo la empuja a hacerlo. Algo que tiene que ver con la gran palabra Verdad. Como si la palabra fuese un lobo que la persigue y la atrapa y la arrincona y le enseña los dientes y dice: por delante de mí no pasas, no por delante de mí. Lynn consulta el reloj, alberga una sospecha, sabe que sólo es una sospecha, pero se aferra a ella y espera no equivocarse. Abandona el Edén por la puerta de atrás, pero no tuerce como de costumbre por la calle Maria-Hilf-Strasse, sino que da la vuelta al hotel, hasta la entrada principal. Allí, enfrente, hay un oscuro callejón sin salida en el que puede ocultarse, sin que nadie la vea, puede permanecer allí esperando, es una cueva, la boca de una ballena. A esas alturas a Lynn se le da bien esperar. Ha aprendido a esperar, esperar a gente que se adentra en la noche despacio. Que habla consigo misma y refunfuña y ve la televisión y bebe agua. Y mientras Lynn está allí, «esperando, piensa en la alianza, Silvia y Ludwig, piensa en la mujer de la foto, piensa que Silvia estará en casa sin saber que su vida no es como ella cree.
El hombre abandona el hotel. La sospecha de Lynn se confirma: no pernocta en el Edén, sólo ha reservado la habitación para pasar la tarde. Debe de ser rico. Para él el dinero no es importante. Nada de putas callejeras, sino Chiara; nada de casas de citas, sino el Edén. El hombre se llama Ludwig Maurer, según el carné. Ludwig, dice Lynn a la noche. Ludwig, Ludwig Maurer. Ahora todo se desarrolla como en el cine, piensa Lynn, igual que lo que he visto tantas veces, debería desarrollarse exactamente igual, sé lo que hay que hacer y la frase que he de decir, al igual que los actores sé resaltar la frase que he de decir, y por eso no me será difícil hacerlo. Van a sacar el coche de Ludwig del aparcamiento del hotel. El viejo Kunz se baja, con su uniforme rojo, le tiende a Ludwig la llave y coge discretamente la propina. Ludwig arranca, Lynn se sube a uno de los taxis que aguardan ante el hotel y pronuncia la cinematográfica frase:
—Siga a ese BMW azul.
El taxista resuella.
—¿De qué va esto?
Lynn no responde, el taxista sacude la cabeza y acelera. Ludwig Maurer, ese nombre, piensa Lynn, ese estúpido nombre. Cuando Ludwig se mete en una autovía que sale de la ciudad, el taxista señala el taxímetro y dice: una persecución de éstas puede salir bastante cara si uno no sabe dónde va. Lynn mira por el parabrisas como si pudiera retener a Ludwig con la mirada. En un momento determinado sus ojos se cansan. Lynn se recuesta. Cuando cierra los ojos es como si se sumergiera en un mundo submarino. Sólo cuando oscurece, ante ella, en ella, ve las cosas como son.
El taxímetro marca 22 cuando el taxista apremia a Lynn para que abra los ojos. Ludwig Maurer deja atrás el letrero amarillo con el nombre de un municipio. El BMW se aproxima a una casa. En la planta superior se ve luz. Ludwig recorre el camino de entrada, el garaje se abre automáticamente, el BMW desaparece. Ludwig no sale, pero se encienden más luces. Lynn ve sombras tras las cortinas.
—¿Piensa pasarse aquí toda la noche? —pregunta el taxista.
Entretanto se ha detenido a la derecha.
—Sólo un momento —replica Lynn.
—Esto corre —advierte el taxista al tiempo que señala con el mentón los verdes números que tiene delante.
Al cabo de diez minutos una mujer, tiene que ser Silvia, sale al balcón, en albornoz, el cabello corto. Expulsa humo a la noche y entorna los ojos en la oscuridad. Lynn no sabe si Silvia Maurer puede ver el coche desde allí. La siguiente farola está algo lejos. Lynn aguarda un instante y a continuación le dice al taxista que arranque. Se encienden las luces largas, el motor ronronea. Silvia, Lynn lo ve ahora con claridad, sigue con la mirada el taxi y se extrañará, piensa Lynn, un taxi aquí, a estas horas, no es normal.
—¿Y ahora? —pregunta el taxista—. ¿Dónde vamos?
—Volvemos. Kohlhaldenstrasse, 7. ¿Me llegará con cincuenta?
—Puede.
Echaré en falta los cincuenta, piensa Lynn. El sábado, cuando le pague a Chiara. Tengo que empeñar el reloj.
El taxista gruñe.
—¿Qué? —inquiere Lynn.
—Menuda cruz.
—¿Qué?
—Todo —responde el hombre.