8

Lynn está ante el espejo mirando su carné de identidad, que ha pegado allí. Linda Zapatek, piensa, ésa soy yo. El miércoles libra; el jueves llama a su madre; el viernes tiene terapeuta.

El sábado, Chiara.

Para pagarle Lynn vende el portátil y el equipo de música.

Segundo sábado.

Tercer sábado.

Son las pequeñas cosas las que fascinan a Lynn. La distancia entre el diminuto lunar y el ombligo. El brillo de los labios cuando ya se ha borrado el rojo cereza. Ese sabor a almendra y coco detrás de la oreja de Chiara. Cómo hace Chiara mmmm cuando su boca se aparta del cuerpo de Lynn. El inesperado tirón que da del pelo de Lynn hacia atrás. El mordisquito en el cuello. Los hilos de saliva que Chiara deja en el pecho de Lynn. Las manos de Chiara, que a veces ni siquiera tocan la piel de Lynn, sino tan sólo el aire que flota sobre la piel, de forma que los pelillos se yerguen hacia Chiara.

Yacen una junto a otra, el sofá cama abierto. Chiara no fuma. Lynn fuma.

—¿Te supuso, vamos, que si te costó?

—¿Estás loca?

—¿Hay gente con la que te cueste?

—Ya te he dicho que escojo a mis clientes.

—¿Clientes?

—Clientes, nada de ir por ahí vendiéndome.

—Me refiero a si también yo soy una clienta.

—Bueno, sí, pero especial.

—¿Cómo de especial?

—Muy especial.

—Pero sólo has estado tres veces conmigo.

—Eso se nota a la primera.

—¿En qué?

—¿Es que tú no lo notas?

—¿Cuánto tiempo vas a seguir haciéndolo?

—¿Qué?

—Esto.

—¿Contigo?

—En general.

—Algún día seré demasiado vieja.

—¿Y entonces?

—Qué sé yo.

—¿Te irás?

—¿Adónde iba a ir?

—Al Caribe.

Chiara esboza una sonrisa cansada.

A Lynn lo que más le gusta de todo son las conversaciones que mantiene con Chiara. A decir verdad sólo son fragmentos de conversación. Preguntas, respuestas. Lynn escucha atentamente el tono de Chiara y trata de averiguar qué piensa en realidad, trata de tender puentes entre las palabras y su sentido. Si Chiara habla en serio, si miente, si es ironía, si es burla disimulada, si es desdén soterrado, si es cariño verdadero, cercanía, lejanía, distancia, angostura, Lynn se enreda en la maraña de posibilidades. Observa la boca de Chiara: con algunas palabras le ve los dientes, con otras sólo los labios, de vez en cuando se podría pensar que Chiara va a sonreír, pero en el último momento la sonrisa desaparece y se forma una palabra nueva, su boca es como un escenario en el que siempre aparecen nuevos actores, y a veces a Lynn le gustaría sentarse atrás del todo, en la faringe, para observar, para escudriñar a los actores antes de que salgan a escena.

—Por cierto —dice Chiara—. El próximo martes volveré al Edén. El tipo me ha llamado.

—¿Cómo es?

—Ni idea.

—¿Habitación 304?

—Sí.

—¿Más golpes? —pregunta Lynn.

—Pásame los zapatos.

—¿El próximo sábado?

—¿A la misma hora?

—En el mismo sitio.

—Será un placer.

—Chao.

—Chao.

El domingo, sola. Lynn no libra. También el domingo hay huéspedes en el hotel, justo el domingo, aunque no son hombres de negocios, sino turistas, invitados a bodas, gente que acude al spa. Lynn se siente intranquila. Lo único que le calma es limpiar, los pensamientos, las imágenes que se empeñan en asaltarla una y otra vez, el recuerdo de la piel, las manos, las palabras de Chiara. Lynn decidió hace tiempo limpiar el polvo de los colchones sistemáticamente, los quita y los sacude con un sacudidor, nubes de polvo se arremolinan en torno a la tela, limpia la cama por dentro, coloca en su sitio los colchones como buenamente puede y contempla cómo se asienta el polvo lentamente. Mientras tanto se acerca a la ventana y fuma uno de sus seis cigarrillos diarios —seis, ni más ni menos, cada mañana Lynn mete exactamente seis cigarrillos en un paquete de Marlboro vacío—, se acerca a la ventana, pues, y fuma de cara a la habitación, revisa la habitación para ver si se le ha pasado algo por alto. El vade de la mesa: antes Lynn siempre lo levantaba para limpiar debajo, pero ahora también limpia el vade por debajo, limpia la mesa por debajo, limpia el sillón y la silla por debajo, se arrodilla ante la mesa y frota con un paño húmedo los topes de las patas de la mesa, también la base de la lámpara de pie por debajo, la cama pesa demasiado, intenta levantarla, pero no lo consigue, y por un instante se plantea pedir ayuda al conserje y al ascensorista para alzar la cama, pero desecha la idea, se reirían de mí, piensa Lynn. Saca los cajones de la mesilla y los limpia por debajo, se tumba en el suelo y limpia el armario por debajo, y mientras hace todo esto piensa: es importante que lo haga, hay que tener el polvo a raya, hay que quitar el polvo de allí donde aparezca, y que uno no lo vea no significa que no esté. Se pone de rodillas en el umbral y examina la moqueta con la esperanza de que allí esté levantada para poder enrollarla poco a poco y pasar el aspirador por el suelo, pero la moqueta está bien pegada, y Lynn se imagina lo que podría haber debajo y recuerda cuando entró a vivir en su pisito, hace años, y arrancó las malolientes losetas marrones, que casi se desmenuzaron entre sus manos, y sorprendió a una araña gorda que se había escondido bajo la moqueta y salió corriendo, pero no llegó muy lejos, ya que Lynn le tiró uno de los trozos marrones y acto seguido saltó encima y la espachurró, y el terapeuta dijo que la araña era un símbolo que representaba a la madre, la relación que ella mantenía con su madre, y Lynn dijo que era ridículo, que ella no le tenía miedo a su madre, que les tenía miedo a las arañas, que una araña sólo era una araña y el miedo a las arañas sólo miedo a las arañas y no miedo a su madre, que había que acabar de una vez de dotar de significado a las cosas y los animales y que ella, Lynn, llamaba a su madre todos los jueves, qué madre podía decir que su hija la llamaba una vez a la semana, que eso era más de lo que se podía esperar. El terapeuta asintió, y ésa precisamente fue la única vez que Lynn le espetó al terapeuta que dejara de asentir de una vez. Y ahora, mientras Lynn está de rodillas junto a la puerta, intentando despegar la moqueta, cosa que no logra, aprovecha la postura para limpiar la puerta de madera por debajo, para lo cual envuelve la hoja de un cuchillo en un paño y lo pasa por debajo de la puerta, que está suspendida muy cerca del suelo, y Lynn saca un paño que está negro allí donde debe estarlo, un descubrimiento que le produce una extraña alegría y tranquilidad, y lava el paño en el cubo y repite la operación hasta que finalmente el paño sale blanco.

El domingo, azul claro, Lynn no tiene demasiada prisa por llegar a casa, ya que el sábado olvidó sacar una película, así que se queda hasta las ocho de la tarde en el salón de desayunos, limpiando todas las sillas, los sillones y las mesas por debajo. Después se quita el uniforme y va al cine, donde ve una película que no le interesa demasiado. Sólo cuando alguien se viste con premura, arrancándose un botón de la chaqueta que da unos saltos por la sala de estar y desaparece, sólo entonces cierra Lynn los ojos e imagina adonde habrá ido a parar el botón, si debajo del armario o debajo de la silla o al ruidoso intersticio del sillón de cuero o bajo el borde de la alfombra, sólo entonces recobra Lynn la calma poco a poco, sólo cuando imagina dónde buscaría ella el botón de no estar allí, en la butaca del cine, sino en la película, tras la pantalla.