Los días siguientes la limpieza transcurre a trompicones. Lynn remolonea. Tendría que darse prisa. En lugar de limpiar más deprisa limpia más despacio. Enjuaga dos veces los vasos para el cepillo de dientes. En una ocasión se le cae uno al suelo, se rompe, ella ha de recoger los pedazos e ir a por otro. Lynn ve por todas partes manchas invisibles en el suelo de los cuartos de baño. No se cansa de limpiar. Habría que arrancar las baldosas del suelo y limpiar debajo, piensa Lynn, habría que quitarlo todo y hacerlo nuevo, entonces estaría limpio, aunque quizá no, quizá quedara hecho un asco, por el polvo que levantarían los obreros. Lynn limpia bien con los guantes bajo los bordes de los inodoros, ahí hay sitios que no se ven, siempre hay sitios que no se ven, le desconcierta, ¿cómo sé yo, piensa Lynn, que esos sitios que no se ven están realmente limpios? Quizá debiera hacerme con un espejo como los que usan los dentistas para poder ver también los bordes de dentro, un espejo para rebordes de retrete para detectar hasta el más mínimo resto de excrementos o salpicaduras de orín, pero ¿qué hay de las bacterias? Las bacterias no se pueden ver, sólo se puede intentar acabar con las bacterias con productos de limpieza para el váter, hay que creerse lo que pone en las etiquetas de los productos: elimina las bacterias y asegura una higiene total, de ahí la imagen de un joven arrodillado ante el inodoro cuyos dientes lucen el mismo brillo que el blanco esmalte del retrete.
El sábado Lynn sale del hotel a las cuatro. Una vez en casa mira el monedero, como tantas otras veces ese día, cuenta los billetes, coge dos, los deja en la mesa del salón. Coloca la botella de agua sobre el borde de los billetes para que no se vuelen, por si Chiara quiere abrir la ventana, pues sopla un fuerte viento estival. Lynn consulta el reloj cada minuto y su nerviosismo aumenta. Se seca las manos en los muslos. Entonces suena el timbre, Lynn pulsa el interfono y espera a que aparezca Chiara.
—Hola —dice Lynn—. Pasa.
—Hola —responde Chiara, alargando la o, una o arqueada, oscura, insondable. Esa voz, piensa Lynn, no le pega a Chiara, esa voz corresponde a una persona que habita en lo más profundo de su ser y espera ver la luz del mundo algún día. Chiara roza a Lynn al pasar. Hace lo que hace con naturalidad, espontáneamente. Es guapa, piensa Lynn, y cierra la puerta. Tan sólo el tinte del pelo es excesivo. Una falda corta, medias negras, zapatos de tacón, top, pechos pequeños, Chiara no lleva sujetador, Lynn se da cuenta en el acto, tendrá veintitantos, piensa Lynn, el maquillaje es todo menos discreto, y los ojos de Chiara, Lynn lo ha visto enseguida, son almendrados, castaños, no pegan con el cabello rubio.
—¿Por qué te tiñes el pelo? —pregunta Lynn.
Chiara se vuelve, mira a Lynn de arriba abajo un instante.
—¿Quién te dio mi número? —insiste Chiara.
—¿Cuántos años tienes? —quiere saber Lynn.
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Desde cuándo haces esto?
—¿Qué?
Lynn calla. Chiara se sienta en el sofá. Cruza las piernas. Bajo la falda Lynn ve el liguero.
—Crees que soy una puta —suelta Chiara—. Pues no lo soy. No soy ninguna puta.
—Si te digo que te desnudes, te desnudas —dice Lynn.
—Eso depende de que quiera hacerlo.
—¿Y si pago? —dice Lynn al tiempo que señala el dinero.
—Escojo a mis clientes, tengo clientes, no voy por ahí vendiéndome, ¿me entiendes? Sólo follo cuando me apetece.
—Lo haces por dinero.
—No tengo chulo, no hago la calle. Las putas están obligadas a hacer lo que se les dice y yo sólo hago lo que quiero hacer. —Chiara se levanta—. Dime quién te dio mi número.
—Espera —pide Lynn—. Espera.
Chiara vuelve a sentarse. Lynn coge la botella de agua y la abre, sisea brevemente, se lleva la botella a la boca y bebe un sorbo. Se la ofrece a Chiara.
—El número —insiste ésta.
Lynn da otro trago, porque tiene la boca seca, polvorienta, habría que inventar un trapo del polvo para la boca, para esta clase de situaciones, piensa, cuando la boca está sequísima, habría que tener un trapo para limpiar así el polvo de dentro de la boca, para que uno pueda volver a hablar sin hacer esos ruiditos que se producen cuando la boca está demasiado seca y la saliva ya no es líquida, sino una masa viscosa.
—Estuviste en el Edén —cuenta Lynn—. Hace poco. Con un hombre. Habitación 304. Yo estaba debajo de la cama. Apunté tu número. De la tarjeta. La dejaste en la mesa.
Lynn piensa: no me cree.
—Trabajo allí, soy camarera —añade.
—¿En el Edén? —pregunta Chiara.
—Sí.
Lynn le lee el pensamiento a Chiara, que cuadra con su verdad, una camarera que al limpiar se encuentra una tarjeta y apunta el número porque al menos una vez en su vida debería vivir algo emocionante.
—¿Disfrutas más con mujeres? —inquiere Lynn.
Chiara frunce el ceño. Se para a pensar un instante y a continuación hace un gesto en el aire, como si quisiera espantar una mosca.
—Claro —responde Chiara, y Lynn sabe que Chiara dice justo lo que Lynn quiere oír—. ¿No te quieres sentar? —pregunta Chiara—. ¿Tienes miedo?
—¿Qué?
—¿Estás nerviosa?
Lynn se sienta en el sofá junto a Chiara. Chiara rodea su espalda con ambos brazos.
—¿Cómo puedes tocar a alguien a quien no conoces? —quiere saber Lynn.
—Todos tenemos dos piernas y dos brazos y una cabeza y todo lo demás. Por ejemplo, una espalda.
Chiara atrae un tanto a Lynn hacia sí, no se trata de un acto erótico, permanece sentada allí, a su lado, abrazando a Lynn con fuerza. Lynn intenta ser realista, piensa: Chiara sabe lo que hace, y acto seguido se percata de que Chiara empieza a acariciarla muy despacio, por la espalda, arriba y abajo, oye que Chiara emite un sonido, una exhalación leve, como si le gustara lo que hace, quizá también le guste a ella, piensa Lynn, eres muy guapa, dice Chiara, me gusta tu nariz, los rostros se acercan, me van las mujeres, susurra Chiara, no de manera seductora, ni falsa, su tono, piensa Lynn, suena a verdad, ha de ser verdad, y tú, pregunta Chiara, ¿has estado alguna vez con una mujer?, no, replica Lynn, y Chiara le acaricia la mejilla con el dorso de la mano, sus dedos desplegados recorren el cabello de Lynn mientras la boca de Chiara se abre, toma el mentón de Lynn entre los labios, hace tiempo que Lynn ha cerrado los ojos, la mano de Chiara sube despacio por el muslo de Lynn, y ese pulgar, que no parece saber dónde quiere ir, Lynn respira agitadamente, ha olvidado las preguntas que quiere hacer, ha olvidado todo cuanto la rodea, dice: sigue, y después no dice más, no es más que un cuerpo que siente y pierde el control, y sólo cuando Lynn oye la ducha se da cuenta de que yace en el sofá desnuda, sola, el cuerpo sudoroso. Lynn clava la vista en el techo. Chiara sale del baño, está vestida.
—Son casi las siete —comenta. Coge el dinero de la mesa—. ¿Vas a volver a llamarme?
—Claro —responde Lynn.
—¿El próximo sábado?
—Sí.
—Chao.
—Chao.
—¿Qué tal ha estado? —pregunta Lynn, pero la puerta ya se ha cerrado, Lynn está sola y el dinero ha desaparecido, sin embargo Chiara no ha exigido más dinero, aunque se ha quedado más tiempo, se ha quedado casi una hora más, ha salido de ella, piensa Lynn, también habrá disfrutado, si no ¿por qué iba a quedarse tanto?, ha disfrutado, seguro que ha disfrutado, si no habría dicho: dame otro tanto, una hora entera gratis, piensa Lynn, y se resiste a pensar en descuentos, en publicidad, en servicio al cliente, se resiste a pensar que la primera vez hay que contentar al cliente, la cabeza de Lynn lucha con todas sus fuerzas contra sus pensamientos, no puede ser, no después de lo que ha pasado. Y sabe que volverá a hacerlo, que ha de hacerlo, sabe que ha encontrado algo. Todos los sábados, piensa Lynn, lo haré todos los sábados.
Continua repetición del movimiento. Humedecer la bayeta. Dejarla caer. Frotar. Lynn se pone de rodillas, escupe en el suelo del cuarto de baño, extiende la saliva lentamente con el índice, coge el trapo, lo mete en el cubo, en la tela se forma una espuma color gris marengo, Lynn lo escurre despacio, lo pasea por el suelo, dos, tres veces, el agua salpica a su antojo, le salpica en la rodilla, Lynn hunde la mano en el trapo, acaricia el suelo, lo que más le gustaría sería quitarse el uniforme y arrodillarse desnuda, agita el detergente, lo agita hasta que le duele la muñeca, le echa el aliento al espejo, pasa la lengua por el espejo, lo rocía por completo, le pasa una bayeta chirriante, se arrodilla en la bañera, limpia, mata bacterias, gérmenes, transforma la suciedad en nada.
El martes está bajo la cama de una mujer enferma, una gripe de verano, tose, estornuda, se suena la nariz, se queja de vez en cuando. Tendrá la frente caliente. Algo sisea, la mujer bebe, respira por la boca, ve la tele. Es todo lo que hace. A la tierra caen estrellas azules. Por las mañanas la temperatura oscila entre los 20 y los 26 grados. El viento arrecia. Los frentes cálidos alternan con los fríos. Una capa de nubes se desplaza a otro lugar.