Séptimo martes, habitación 304, Lynn está debajo de la cama de un hombre que ha entrado en el baño. Llaman a la puerta. Con ganas. Lynn ve unas piernas que salen del baño, los descalzos pies dejan manchas de agua en la moqueta, el hombre abre, dice: ah, pasa, lo dice en un tono duro, como si quisiera sonar especialmente soez, cierra la puerta, Lynn oye una voz de mujer. Bajo la cama no hace frío. Lynn mete las manos bajo las caderas, arquea un tanto el sexo, hacia la parte inferior de la cama, busca una postura cómoda, contiene la respiración.
—¿Cómo te llamas? —pregunta el hombre.
—Chiara —responde ella.
Esa voz, piensa Lynn, la voz de Chiara, suena casi como si alguien tocara un violoncelo en ella.
—Desnúdate —dice el hombre—, ahora mismo vuelvo.
Chiara se sienta en la cama. Lynn ladea la cabeza, ve unos zapatos de mujer de tacón alto, medias negras, bajo las medias un tatuaje en un tobillo, Chiara se quita los zapatos, las medias, el liguero, la faldita, la parte de arriba, la ropa interior, ven aquí, cerdo. La cosa va deprisa. Lynn tiembla levemente. Se levanta polvo. Lynn se tapa la nariz para no estornudar. Cuando se limpia, piensa, no se deberían descuidar los colchones. Habría que sacudir los colchones a diario. Con un sacudidor. Arriba los gritos se vuelven más fuertes. La mano izquierda de Lynn busca, palpa, separa, la derecha da unos toquecitos, señales en morse, los dedos desaparecen, los dientes obligan a callar a los labios, en la cama hay desenfreno, ahora también Lynn gime, muy suavemente, sus gemidos se mezclan con los gemidos de arriba. Lynn oye golpes.
—¡Más! —pide el hombre.
Chasquidos.
—¡Vas a saber lo que es bueno! —exclama Chiara—. ¡Te voy a follar a muerte!
Lynn se retuerce bajo la cama. La respiración se ha descontrolado hace tiempo, ahora mismo es tan ruidosa que ellos podrían oírla, y sin embargo tan suave que no la oyen. El cuerpo de Lynn se estremece. Sus manos se agarran a la cama por debajo. Arriba las garras del hombre se hunden en el colchón. A escasos centímetros. Después termina. Lynn ha perdido el hilo. Está sudorosa. Por un instante teme que dos cabezas invertidas se asomen y la vean bajo la cama. Pero no sucede. Sólo jadeos exhaustos.
Y la respiración de Lynn, que ahora vuelve a ser silenciosa. No se han dado cuenta de nada.
—¿Cuánto? —pregunta el hombre.
—Con consolador, 250 —responde Chiara.
—Apúntame otra vez tu número.
—Te doy mi tarjeta.
—Déjala en la mesa.
—Voy a darme una ducha rápida.
Lynn ve los tobillos, las pantorrillas, vuelve a arrastrarse hasta el borde de la cama, ve las corvas, las caderas, la espalda, el cabello le cae por los hombros, es rubio teñido. Lynn oye la ducha. Vuelve al centro. Durante unos minutos no pasa nada. El hombre yace inmóvil. No se puede leer el pensamiento. El ambiente se apaga. Cuando algo termina el aire se enturbia. El final de una cosa siempre huele a niebla. Chiara sale de la ducha, se viste despacio, enrolla las medias y desliza pies y piernas en ellas. Mientras él la observa, piensa Lynn.
—Pues ya te llamaré —dice el hombre.
Chiara rodea la cama taconeando.
—Chao.
Se cierra una puerta.
El hombre se mete en el cuarto de baño.
Lynn se figura que está en la ducha, borrando el sexo del cuerpo, manos desconocidas, lengua desconocida. Se limpiará los dientes y se echará colonia y desodorante. Se secará el pelo con el secador. Hará todo para volver a ser quien no es.
Lynn sale de debajo de la cama. No quiere pasar ahí la noche. No ese día, no después de lo que ha ocurrido. Se adecenta un instante. Aún se oye la ducha. Antes de salir de la habitación, su mirada se detiene en la tarjeta de Chiara. Lynn coge el lápiz del hotel, garabatea el número de teléfono en el bloc blanco que luce el logotipo del Edén y arranca la hoja. En el pasillo hay un sillón en el que se deja caer. Se mete en el bolsillo la hoja. Piensa de pasada: es la primera vez que cojo algo que no es mío. Está sentada en el pasillo, las manos ante la cara, exhausta. Al cabo de diez minutos se levanta y se pone a limpiar el pasillo. Lynn conoce bien el pasillo. Lo conoce a fondo. Se conoce sus rincones oscuros y las esquinas altas de las paredes. Sabe que ha de subirse a una silla para llegar con el plumero a todas partes. Sabe que ha de descolgar el espejo del pasillo y quitar el polvo de detrás, el polvo que se cuela por arriba. Sabe que el pasillo es más oscuro que las habitaciones porque no tiene ventanas y la luz artificial apenas alumbra. Sabe que no puede ver la suciedad tan bien como en las habitaciones, iluminadas por luz natural. Sabe que a veces sólo barrunta la mugre. Lynn limpia hasta que sale el hombre de la habitación 304. Lynn lo saluda con la cabeza. El hombre le devuelve el saludo de igual forma, va hacia el ascensor. Nadie dice nada.
Ya en casa Lynn se baña. Se masturba otra vez. Aún perduran finos hilos de fantasía. Está animada, no tiene apetito, deja en la mesa la hoja con el número de Chiara.
Lynn no se atreve.
Ronda el teléfono.
Durante una semana.
Si levantara el auricular y marcara el número, algo cambiaría. Lo que Lynn no sabe es si quiere que eso ocurra. Lo que no sabe es si ello le traerá buena o mala suerte. Al menos escucharía de nuevo la voz de Chiara.
Martes siguiente.
No pasa gran cosa. A decir verdad no pasa nada. El huésped llega a la habitación de madrugada, fuera ya clarea, se deja caer en la cama vestido y empieza a roncar. Puede que esté borracho. A las once todavía duerme. Cuando, a las doce, se mete bajo la ducha, Lynn se escabulle.
Estoy cansada, piensa, estoy tan cansada que no puedo hacer nada más, estoy tan cansada que sólo puedo meterme en la cama, en la mía. Pero ocurre algo muy distinto a eso: cuando llega a casa su mano coge el auricular y sus ojos leen los números que hay en la hoja del Edén arrancada y su oído escucha el agudo tono y su cabeza le dice que se trata de un móvil y su lengua habla con Chiara, que coge el teléfono a la tercera, y esa voz pone nerviosa a Lynn, no sabe muy bien qué decir, pero se serena, sólo balbucea un momento, Chiara le quita la timidez, no parece resultarle extraño que llame una mujer, Lynn no ha preparado nada, ninguna frase, ninguna pregunta, habla sin más, de pronto quiere ver como sea el rostro al que pertenece esa voz y le pregunta a Chiara si puede ir a su casa, y para Chiara nada es un problema, por qué iba a serlo, piensa Lynn, probablemente Chiara ya haya recibido un millar de llamadas así, conoce la retahíla de preguntas y respuestas, al final un murmullo que casi sale solo.
—¿Puedes el sábado? —pregunta Lynn.
—¿A qué hora?
—¿A las cinco?
—¿Dónde vives?
—Kohlhaldenstrasse, 7.
—¿Dónde llamo?
—Zapatek. Lynn Zapatek.
—¿Quién te ha dado mi número?
—¿Importa eso?
—¿Un cliente?
—Sí.
—¿Quién?
—¿Es necesario?
—Sí.
—Te lo diré el sábado.
—¿Alguna petición especial?
—No.
—Pues hasta entonces.
—Hasta entonces.
—Hasta las cinco.
—A las cinco.
—Chao.
—Chao.
Lynn suda. Experimenta un estado de ánimo que podría confundirse con la viveza. La mirada de Lynn se detiene en el auricular, que aún sostiene en la mano. Auricular, dice a la habitación. Auricular, dice Lynn, ¿por qué auricular?
De pequeña una vez encontró una caracola[*] en la playa, se la llevó a su madre, que estaba tumbada en bañador, blanca como la pared, bajo la sombrilla, con su libro.
Una caracola, dijo Lynn, he encontrado una caracola.
La madre le dijo: tienes que ponértela en la oreja.
Y Lynn se puso la caracola en la oreja.
¿Qué oyes?, le preguntó la madre.
Un murmullo, respondió Lynn.
Es el murmullo del mar, le explicó la madre, las olas que están atrapadas en la caracola.
¿El mar?, preguntó Lynn.
El mar, confirmó la madre, y siguió leyendo.
¿Cómo, pensó Lynn, cómo es posible que una caracola atrape al mar? ¿Cómo puede algo tan pequeño y frágil como una caracola atrapar a algo tan grande e indestructible como el mar, las olas del mar, el murmullo del mar? Y se llevó la caracola a la habitación y la dejó en la mesilla, y como no podía dormir volvió a ponerse la caracola en la oreja, la mirada fija en la oscuridad, escuchando el sonido de las olas. Cogió el vaso del agua y se bebió el agua de un sorbo, y como cogió el vaso y se bebió el agua pudo sostener el vaso vacío en la mano, y como sostenía el vaso vacío en la mano se lo llevó de sopetón a la oreja, y como tenía el vaso en la oreja escuchó el mismo murmullo que salía de la caracola, las mismas olas, el mismo viento. Y Lynn dejó el vaso en su sitio y tiró la caracola a la papelera, pues de pronto intuyó que en la vida todo es engaño.