El domingo se siente inquieta. No sabe si podrá aguantar hasta el martes. Le quedan otras dos noches en su propia cama. Otras dos noches sola. Y cuando se plantea la posibilidad de meterse el mismo lunes bajo la cama del huésped de la habitación 307, una anciana que se hospedará una semana y curiosamente tiene una dentadura postiza que flota en el vaso del cuarto de baño como una sonrisa olvidada, justo cuando Lynn acaba de escurrir la bayeta y escucha el leve gotear del agua, Heinz entra en la habitación 302, en la que ella está limpiando.
—Lynn —dice.
Lynn se pone en pie y lo mira.
—Hemos recibido una llamada —dice Heinz.
—¿Qué llamada? —pregunta Lynn.
—Tu madre.
Lynn se quita el uniforme. Maquinalmente. El domingo es azul claro, Lynn se sube a un taxi para ir a la estación, al tren que la llevará a casa, un trayecto de cuatro horas, en la estación de su lugar natal toma un taxi hasta el hospital, donde vacila, fuma e intenta retener el humo todo lo posible, aplasta el cigarrillo en el recipiente dispuesto a tal efecto. A su lado fuma un hombre que tiene un grueso vendaje en la cabeza, sonríe. En recepción Lynn averigua el número de habitación: 118. Uno más uno, dos; dos más dos, cuatro; cuatro más cuatro, ocho. 118. Su madre está despierta. Las primeras palabras pretenden ser tranquilizadoras. No es grave, dice la madre, por suerte llegué al hospital a tiempo, la operación salió bien, un bypass, dentro de dos o tres semanas volveré a casa, cambiaré de hábitos, menos grasas y demás, pero me alegro de verte, Linda. Lynn acerca una silla a la cama. El ruido le pone la carne de gallina. En la habitación hay otra mujer, durmiendo, junto a la cama un montón de revistas.
—¿Cómo pasó? —pregunta Lynn.
—Cuando cortaba el césped.
Su madre empujaba la cortadora por la gran extensión de césped y de repente se le escapó de las manos y ella cayó de bruces en la hierba. Un vecino que estaba trabajando en la conejera lo vio, no vaciló un segundo y saltó la cerca, puso a su madre de lado para estabilizarla, era bombero voluntario, llamó a una ambulancia por el móvil, sostuvo la mano de su madre y les resumió lo sucedido a los enfermeros. Incluso la acompañó al hospital, bromeó cuando su madre volvió en sí y todo parecía estar más o menos bien.
Bueno, dijo el vecino, ya ves que mala hierba nunca muere.
—¿Por qué no has venido a verme? —musita la madre.
—No sé —responde Lynn.
—¿Cuánto llevas ya fuera?
—Tres meses.
—Podrías haber venido a verme.
—Ya —dice Lynn.
—¿Es que te he hecho algo?
—No —niega Lynn.
—Pero ¿por qué no…?
—Madre —la interrumpe Lynn, y la mira de tal modo que la hace callar.
Lynn saca unos cigarrillos del bolsillo, echa un vistazo, cambia de idea y los guarda. Casi no me aguanto a mí misma, le habría gustado decir a Lynn, ¿cómo iba a visitarte si casi no me aguanto a mí misma? Pero no dice nada. Guarda silencio. Sobre mis hombros ya no hay sitio para ti, le habría gustado decir a Lynn, casi no hay sitio para mí, me arrastro como puedo. Si tuviera que llevarte a hombros, me derrumbaría.
—Me alegro de que estés aquí —dice la madre.
—No puedo quedarme mucho.
—Ya.
Procura que no se le note nada, piensa Lynn. Se deshace por rehacerse. ¿Cómo puede uno deshacerse por rehacerse?, piensa Lynn, y mira a la madre sin verla. Deshacer siempre es desgarrar, desgarrar siempre es destruir. Nos desgarramos a diario. A diario hacemos algo que no encaja. Vivimos en un espacio de opuestos simultáneos.
—¿Me das un poco de agua?
Lynn vierte agua en el vaso, poco gas, la mujer de al lado despierta, poco antes de despertar emite un ronquido, se sobresalta levemente, saluda a la visita, Lynn asiente, su madre hace caso omiso de la mujer, sigue hablando con Lynn, habla de flores que ha plantado, de malas hierbas que ha arrancado, de figuritas que ha hecho, de cosas que ha planeado. En otoño irá a la Toscana, un viaje en grupo.
—Me alegro —dice Lynn.
—¿Tienes monedas?
—¿Para qué?
—Aquí hay máquinas expendedoras de bebidas.
Lynn vacía el monedero en la mesa.
—¿Y el trabajo? —pregunta la madre.
—Todavía no he mangado nada.
—No me refería a eso. ¿Qué haces durante el día?
—Limpiar.
—¿Qué primero?
—El baño.
—¿Siempre?
—Primero el baño, luego la habitación. Paso el aspirador.
—¿Limpias el polvo?
—A diario.
—Pero ¿es que hay polvo al cabo de un solo día?
—Apenas lo veo. Sólo a contraluz.
—Pero a pesar de todo lo limpias, ¿no?
—Sí, claro.
—¿Con un trapo del polvo?
—Con un paño húmedo.
—¿Y las camas?
—Las hago.
—¿Cambias las sábanas a diario?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que se queden los huéspedes. Si sólo se quedan un día, tengo que cambiarlas a diario.
—¿Y si se quedan más?
—Entonces no.
—¿Si uno se queda tres días?
—Entonces no.
—¿Si se queda una semana?
—En ese caso al cuarto día.
—¿Siempre al cuarto día?
—Sí.
—Entonces si uno se queda dos semanas, cambias las sábanas cuatro veces, ¿no?
—Y una más al final. Para el nuevo huésped.
—¿Y los zapatos?
—Debo limpiarlos.
—¿Siempre?
—Cuando el huésped los deja.
—¿Qué hay de las toallas?
—Se cambian.
—¿Todos los días?
—Depende.
—¿De qué?
—De si están en el suelo o colgadas.
—Y ¿qué tal te fue en la clínica? —pregunta la madre.
—Supongo que me curaron.
—¿Qué hacías allí, todo el tiempo?
—Me voy dentro de nada, madre. El tren.
—Pero algo habrás hecho, los seis meses.
—Terapias.
—¿Por qué no querías visitas?
—Formaba parte de la terapia.
La madre calla. Ambas están agotadas. Como después de un combate. Hacía tiempo que no hablaban tanto, piensa Lynn. Bebe un trago de agua del vaso de su madre.
—¿Vas a volver a verme? —pregunta la madre.
—Está lejos.
Una tiene un hijo, piensa Lynn, lo cría, lo mima, se ocupa de sus necesidades cotidianas, lo deja salir de casa, que se le escurra de las manos, lo deja salir al mundo y después el niño vive en el mundo, con los demás, y una quiere que esté cerca y no puede ser, le arranca unas palabras, eso es todo, antes de que desaparezca. Lynn se levanta. No sabe cómo despedirse. La madre agarra la mano de Lynn y se la lleva al rostro como si fuese una manopla de crin, como si quisiera lavarse la mejilla con ella. Lynn la deja hacer. Lynn no puede verse a sí misma desde fuera, en la habitación no hay espejo, y no sabe si su boca dibuja una sonrisa o sencillamente permanece recta, una línea inexpresiva, horizontal en el paisaje al que ella, desde que puede hablar, llama rostro, pero nunca ha llegado a ver salvo en el espejo, entonces ya no es ella misma.
Cuando la puerta se cierra y la madre queda atrás y el hospital desaparece tras ella, Lynn busca los cigarrillos, pero lo que saca del bolsillo no son cigarrillos, sino una cajita con pastillas azules y blancas, tiene tres compartimentos, mañana, mediodía, tarde. Lynn no sabe cómo ha llegado la cajita al bolsillo de su chaqueta, no sabe cuándo la ha cogido de la mesa, sólo ve el resultado, y como no sabe qué hacer, la abre y se traga una pastilla blanca del compartimento destinado a la tarde, ya que hace tiempo que es por la tarde, y poco a poco cae la oscuridad sobre el mundo, piensa Lynn, si es que es posible que algo pueda caer poco a poco sobre algo, pero no tiene otra palabra para expresar lo que siente.