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Ha abierto la puerta y dado el último paso. Se detiene de nuevo, se vuelve, el viento le echa el cabello en el rostro. El edificio se alza allí, imponente, aunque la fachada es de cristal. Demasiado cristal, pensó Lynn seis meses antes, cuando vio por vez primera el edificio, demasiado cristal y esas siluetas de pájaros pegadas: ¿por qué no muros, piedra, cemento? ¿O rejas? La parada del autobús no está lejos. Un taxi saldría demasiado caro. ¿Y ahora? Conoce el punto de destino y no lo conoce. Sabe lo que hay que hacer y no lo sabe. Sigue el camino fijado. Se deja la mochila puesta, en la parada tiene que sentarse en el borde del banco, pues de lo contrario detrás no le queda sitio para la mochila. Se mira las zapatillas de deporte, deshilachadas, levanta la vista, en la parada hay gente que ella no conoce, esperando. Un hombre da caladas de vez en cuando a un cigarrillo. Otro va arriba y abajo. Una anciana estudia el horario de la marquesina y va pasando un dedo a medida que lee. En las paradas de los autobuses a Lynn le gusta jugar a un juego: ¿Qué pasaría si…? Imagina: ¿Qué pasaría si nadie me viera? La gente no repararía en mí, me atravesaría. Como si yo no existiera. Sería bonito y espeluznante al mismo tiempo. Si nadie me ve, ya no tengo ninguna obligación; si nadie me ve, me desvanezco en una solución de calma y vivo como debajo del agua. Pero si nadie me ve, también dejo de existir, no soy nadie, tan sólo espíritu, no, no espíritu, tan sólo una porción de aire que ni siquiera puede volver a soplar, condenado para siempre a permanecer inmóvil.

Cuando llega el autobús Lynn se levanta, la mochila roza la pared de la casita, un ruido apenas audible. En los autobuses siempre esa peste a vómito. No se va de los asientos. No se puede eliminar. El autobús acelera, una carretera, la curva se deja sentir en el estómago de Lynn. A su derecha alguien lee el periódico. A cada minuto pasa la página juntando las manos ante la nariz. Si no tuviera el periódico, parecería un ejercicio gimnástico. Tan deprisa, piensa Lynn, es imposible que pueda leer. Lynn no coge un periódico desde hace años, le da demasiado asco la tinta de imprenta. Poco a poco, a medida que el autobús se acerca a la ciudad, Lynn se va impacientando. Cuatro filas por delante un hombre bebe una lata de cerveza y, de pronto, sin motivo, hace la señal de la victoria. Pero ella no consigue distraerse. Se acerca ese punto en el tiempo en el que deberá levantarse y abandonar el autobús y salir de la estación a la calle y torcer de nuevo y abrir la puerta del portal y subir la escalera, abrir la puerta de casa y entrar en su casa, que no pisa desde hace seis meses. La casa estará a oscuras. A oscuras y fría. Las persianas estarán bajadas. Eso fue lo último que hizo Lynn antes de marcharse: bajar las persianas. El aire estará viciado. Olerá a polvo. A plantas secas. Lynn estornudará. Tal vez haya algún insecto muerto en el antepecho.

El autobús tuerce por la calle Remigiusstrasse, pasa por delante de la iglesia. Cada domingo el alboroto de las campanadas. Ahora el autobús frena, chirría, Lynn se pone en pie y se dirige hacia la puerta, el autobús se orilla al sesgo mientras las puertas se abren con un chasquido, Lynn está fuera, el sol ilumina como un reflector justo allí donde Lynn se encuentra, el resto permanece sumido en las sombras de los árboles. Lynn echa a andar sin más, ve por el rabillo del ojo a una niñita que tira una piedra en unos recuadros dispuestos en forma de cruz, va saltando por ellos a la pata coja y recoge la piedra del suelo. A la niña le cae por la cara un cabello largo, negro. Luego llega el número 7, escalones, llave, primer piso, segundo, tercero, cuarto, en el último su puerta, Lynn abre y todo está como se figuraba. Pero Lynn no vacila. Despierta en ella una faceta que conoce bien y le gusta. Lynn sube las persianas, abre las ventanas, airea la casa y se pone a limpiar, trabaja sin descanso, pasa el aspirador, quita el polvo, friega, se arrodilla, se tumba en el suelo, introduce el plumero en los rincones, se sube en las sillas, limpia las partes altas, pasa una gamuza chirriante por el cristal, trae un agua espumosa del baño al salón y tira el agua sucia, baja a rastras las bolsas de la basura con las plantas muertas, echa las bolsas en los contenedores, va hasta la cabina telefónica, pide una pizza, devora la pizza, se deja caer en el sillón, enciende un cigarrillo, fuma, contempla su trabajo desde el sillón.

Lynn no soporta esa quietud mucho tiempo, ha de seguir, todavía queda un sinfín de cosas por hacer, sabe perfectamente que nada ha cambiado desde que ingresara en la clínica, sabe perfectamente lo importante que es tener algo que hacer y que corre el peligro de sufrir una recaída si no hace nada, si se limita a estar mano sobre mano, si con tanto tiempo libre le da por pensar y pensar le hace sentir que nada tiene sentido y sentir que nada tiene sentido la incita a buscar estímulos y, buscar estímulos la arrastra a lo prohibido hasta que ya no puede hacer otra cosa que ir al encuentro de lo prohibido. Ha de seguir refugiándose en la actividad, sale de casa, baja las escaleras, no se ha quitado las zapatillas de deporte mientras limpiaba, el calor que siente en los pies le desagrada, Lynn camina deprisa. El mundo de ahí fuera, pensaba Lynn ayer cuando aún estaba en la clínica y miraba por la ventana, el mundo de ahí fuera, cuando vuelva a tenerme, ¿me absorberá y me tragará como siempre ha hecho? ¿Habrá cambiado algo? ¿Seguirá siendo todo como era hace medio año? ¿Medio año? Como si el año se cortara por la mitad, piensa Lynn. Con una hachuela. Medio cerdo, medio año. Ambos sangran si se los corta. También sangro yo cuando pienso que en ese medio año nadie ha entendido nada, sobre todo no me han entendido a mí, como paciente sólo soy un historial andante, no se me escucha, ése es el problema, que no se me escucha, y si digo algo que no encaja en el historial, significa automáticamente que no quiero admitirlo, quiero reprimirlo, no quiero posicionarme, tengo que ser más perspicaz, no es nada malo, lo curaremos, eso tiene nombre, he de admitirlo, reconocerlo, asumirlo, y yo digo: no hay nada que asumir, es algo muy distinto de lo que ustedes piensan, pero ellos se limitan a asentir circunspectos y anotan algo, posiblemente: Resistencia. Pero la he abandonado, la resistencia, no tiene sentido resistirse a lo que quieren ver en mí, la resistencia se desmorona, se desintegra, la resistencia se tambalea, deja de sostenerse, se paraliza, se tiende, la resistencia yace.

Ahora vienen los extractos de cuenta. Lynn está en el banco, saca la tarjeta, la introduce en la ranura, 1.006,56. Debe. No puede sacar nada.

Sin trabajo, sin dinero, a su madre no quiere pedirle, porque ya le paga el alquiler. Pese a ello va hacia la cabina.

—He vuelto a casa.

—Me alegro de que me llames —dice su madre.

—Sí.

—¿Qué tal estás? Quiero decir, cómo…

—Bien, estoy bien.

—¿Necesitas algo?

—No, nada.

—¿Vas a venir a verme?

—Está lejos, no sé, primero tengo que volver a adaptarme, buscar trabajo.

—¿Necesitas dinero?

—No, no.

—¿Te las arreglas?

—¿Y tú? ¿Qué tal todo?

—Por ahora, bien.

—¿El jardín?

—Sí, tengo que ponerme a ello.

—Escucha, tengo que colgar, no me quedan más monedas.

—¿Y el teléfono?

—Volveré a tener pronto.

—Ya sabes que puedes decirme si…

—No, esto se acaba, madre. Te llamo el jueves.

—Bueno.

—Bueno.

Siempre con ese Bueno, piensa Lynn, y cuelga. ¿Qué es eso de Bueno? Debería ser Que te vaya bien, su madre sólo dice Bueno, y Lynn también, pero sólo a su madre.

¿Y ahora? Durante los próximos días Lynn podría intentar lo que todos intentan, podría superar el asco que le dan los periódicos y hojearlos, podría recorrer con la yema del dedo anuncios de ofertas de empleo, podría apuntar números de teléfono y marcarlos desde la cabina con el dinero que le queda, podría recibir negativas, podría navegar por Internet en un cibercafé, podría acudir a la oficina del paro, podría poner anuncios en los tablones de anuncios de la ciudad, podría pasarse por la bolsa de empleo, podría hacer esto o aquello, pero sabe que sólo sería trajinar, sabe que sólo tiene una posibilidad: antes o después acabará yendo a ver a Heinz, tendrá que ir a ver a Heinz, es ineludible, no se puede evitar, piensa Lynn. La decisión es firme. Aplasta el cigarrillo.

Lynn sabe perfectamente lo que él quiere. Sabe perfectamente cómo funciona. Responde a cierto vocabulario, basta con esas palabras que entroncan con su fantasía. No es nada difícil. Hay que dar 1.748 pasos. Lynn ha hecho el camino mil veces. Heinz estará en casa, no tendrá nada que hacer, estará descansando de las hostilidades propias de los negocios, sentado delante del televisor, abrirá la puerta, al menos esto es cierto. Los pasos de Lynn son cada vez más cortos. Por eso son más que de costumbre. Cada día acorta el tiempo, cada paso acorta el camino. En el cielo aún hay algo de luz, una penumbra que lo cubre todo, todavía no se puede hablar de oscuridad, aún hay gente en la calle, por la calle, callejeando. Pero hace frío, al sol le falta fuerza. El último recodo, mirar una vez más atrás para calcular la distancia a la que se encuentran los coches, cruzar una calle sin ser atropellada, una farola, después su casa. Se alza sola y aislada, no es un adosado, Lynn pulsa el timbre, la luz del pasillo se enciende, Heinz abre.

—¿Tu?

—Yo.

Escucha, se acabó, querrá decir él, ella sabe que se acabó hace tiempo, no quiero nada de ti, dirá ella, no lo que crees que quiero. Ella no le deja hablar, lo obliga a entrar en casa, en el pasillo, sabe perfectamente lo que debe hacer, sabe perfectamente lo que quiere oír él, Lynn encarna sus fantasías, y nadie puede hacer nada contra sus fantasías. Si se logra desentrañar las fantasías, se desentraña a la persona, y nadie conoce las fantasías de Heinz mejor que ella, Lynn Zapatek. Ojalá pudiera hacerse crecer una flor tan deprisa como crece esa cosita entre mis labios, piensa ella. Lynn sabe que después deberá esfumarse deprisa, no debe importunarlo con su presencia, ha de encargarse de que de ella sólo quede fugacidad, recuerdo, sueño, ya está en la puerta y le dice: ya sabes dónde puedes encontrarme, y acto seguido está fuera, no espera a oír si él dice algo, lo he hecho todo bien, piensa, le he dado lo que quería, disponibilidad es lo que él desea, tendré noticias de él, estoy segura.

En casa, Lynn se queda un buen rato en el cuarto de baño. Ante los espejos nunca es ella. Siempre ha odiado los espejos. Cuando se planta delante de un espejo nunca se ve. Sólo ve unos ojos grandes, una piel tersa, un cabello recogido atrás, unos labios carnosos, unos hombros y unos lunares. ¿Quién es ésa?, piensa, sale del baño y saca el carné del bolso. Linda Maria Zapatek, lee, nacida en 1975, un metro sesenta y cinco de estatura, cabello castaño, ojos verdes. ¿Ésa soy yo?, piensa.