9

Mientras esperábamos en la entrada del aeropuerto la llegada del vuelo de Seattle, me pregunté en qué diferiría Barrows del resto de la gente. El Boeing 900 aterrizó y recorrió la pista. Se colocaron las escalerillas, las puertas se abrieron, las azafatas ayudaron a la gente a salir, y al pie de cada escalerilla los empleados de las líneas aéreas se aseguraban que los pasajeros no tropezaran y se cayeran al suelo de asfalto. Mientras tanto, los vehículos encargados del equipaje corrían como insectos enormes, y a un lado había aparcado un camión de Standard Stations con las luces rojas encendidas. Todo tipo de pasajeros empezaron a salir por ambas puertas del avión y bajaron rápidamente por las escalerillas. A nuestro alrededor, amigos y parientes se abrían paso y empujaban todo lo que podían. Junto a mí, Maury se sacudió incómodo.

—Vamos a salir a saludarle.

Pris y él echaron a andar, así que tuve que seguirles. Un oficial de las líneas aéreas, con su uniforme azul, nos hizo señas para que nos detuviéramos. Sin embargo. Maury y Pris le ignoraron; yo también lo hice, y llegamos al pie de la escalerilla de primera clase. Allí nos detuvimos. Los pasajeros bajaron uno a uno. Algunos sonriendo, los hombres de negocios sin ninguna expresión en la cara. Algunos parecían cansados.

—Ahí está —dijo Maury.

Un hombre delgado bajó la escalerilla de primera clase, sonriendo ligeramente, con el abrigo en el brazo. A medida que se nos acercaba, me pareció que su traje le sentaba mejor que a cualquier otra persona. Sin duda estaba hecho a medida, probablemente en Londres o en Hong Kong. Y parecía más relajado. Llevaba gafas de sol verde, sin montura; su pelo, como en las fotos, estaba rapado muy corto, casi estilo soldado. Tras él venía una mujer de aspecto alegre a la que reconocí: Colleen Nild, con una carpeta y papeles bajo el brazo.

—Son tres —observó Pris.

Había otro hombre, muy bajo, corpulento, con un traje marrón con las mangas y las perneras demasiado largas, que le sentaba fatal. Era un tipo de cara roja con una nariz estilo Doctor Doolitte y el pelo oscuro peinado cruzándole el cráneo. Llevaba un alfiler en la corbata, y la forma en que caminaba detrás de Barrows me convenció de que era abogado; los abogados caminan de esa forma en los juicios como el entrenador de un equipo de béisbol que sale al campo para protestar una decisión. El gesto de protesta, decidí mientras le observaba, es el mismo en todas las profesiones; uno sale ahí, andando y agitando los brazos.

El abogado se movía alerta. Hablaba a gran velocidad con Colleen Nild; parecía un hombre amistoso, alguien con enorme energía de reserva, el tipo de abogado que había esperado que Barrows tuviera en nómina. Colleen, como antes, llevaba un vestido azul marino que parecía de plomo. Esta vez llevaba todo el conjunto con sus complementos: guantes, sombrero y un bolso de cuero. Escuchaba al abogado; mientras hablaba, el hombre hacía gestos en todas direcciones, como el decorador interior o el capataz de un equipo de construcción. Algo en él me comunicó una sensación agradable y me noté menos tenso.

Decidí que el abogado parecía un gran bromista. Sentí que le entendía.

Barrows llegó al pie de la escalerilla, los ojos invisibles tras las gafas oscuras, la cabeza ligeramente inclinada como para ver lo que hacían sus pies. Estaba escuchando al abogado. Maury se adelantó cuando pisó el suelo.

—¡Señor Barrows!

Barrows se volvió y se detuvo, apartándose graciosamente para que los que le seguían pudieran continuar su camino, y tendió la mano.

—¿Señor Rock?

—Sí, señor —dijo Maury, estrechándole la mano. Colleen y el abogado les rodearon; lo mismo hicimos Pris y yo—. Ésta es Pris Frauenzimmer. Y mi socio, Louis Rosen.

—Encantado, señor Rosen. —Barrows me estrechó la mano—. La señorita Nild, mi secretaria. Este caballero es el señor Blunk, mi consejero. —Todos nos estrechamos las manos—. Hace frío aquí, ¿no?

Barrows se dirigió a la entrada del edificio. Se movía tan rápidamente que todos tuvimos que galopar tras él como una manada de animales. Las cortas piernas del señor Blunk se movían como en una película acelerada; sin embargo, aquello no parecía importarle. Continuaba irradiando alegría.

—Boise —declaró, mirando a su alrededor—. Boise, Idaho. ¿Qué pensarán después?

Colleen Nild, a mi lado, me saludó.

—Me alegra volver a verle, señor Rosen. Encontramos a la criatura Stanton deliciosa.

—Un mecanismo fabuloso —nos dijo Blunk, que caminaba ante nosotros—. Pensamos que era de la Oficina de Renta Interna.

Me dirigió una cálida sonrisa personal.

Barrows y Maury caminaban por delante; Pris se había quedado rezagada porque la puerta era demasiado estrecha. Barrows y Maury entraron y Pris les siguió a continuación, luego el señor Blunk, después Colleen Nild y por fin yo, a la cola. Cuando atravesamos el edificio y volvimos a la entrada que daba a la calle, donde esperaban los taxis, Barrows y Maury ya habían localizado el coche: el chofer uniformado tenía abierta una de las puertas traseras y Barrows y Maury entraron en ella.

—¿Equipaje? —le dije a la señorita Nild.

—No. Se pierde demasiado tiempo esperando. Sólo vamos a estar aquí unas pocas horas y luego regresaremos. Posiblemente esta noche. Si decidimos quedarnos, compraremos lo que necesitemos.

—Hum —dije, impresionado.

Los demás entramos también en el coche; el conductor dio la vuelta y pronto nos sumamos al tráfico, de camino a Boise.

—No veo cómo el Stanton puede establecer un bufete en Seattle —le decía Maury al señor Barrows—. No tiene licencia para practicar la ley en el Estado de Washington.

—Sí, creo que volverá a verlo usted un día de éstos.

Barrows ofreció primero a Maury, y luego a mí, un cigarrillo de su pitillera.

Resumiendo, decidí que Barrows difería del resto de nosotros en que parecía que había hecho crecer su traje gris de lana inglesa de la forma en que un animal se deja crecer la piel; era simplemente parte de él, como sus uñas y sus dientes. Él era completamente inconsciente de ellos, como de su corbata, sus zapatos, su pitillera… era inconsciente de todo lo referente a su aspecto.

Así que esto es ser multimillonario.

Todo un salto desde donde yo estoy, donde está la preocupación, me pregunto si tengo la bragueta abierta. Ésa es la diferencia. La gente como yo mira hacia abajo. Sam K. Barrows siempre lleva la cabeza bien alta. Ojalá fuera rico, me dije.

Me sentí deprimido. Mi condición era desesperanzada. Ni siquiera había llegado al punto de preocuparme del nudo de la corbata, como hacen otros hombres. Probablemente no lo haría nunca.

Y para colmo, Barrows era un tipo de aspecto realmente atractivo, estilo Robert Montgomery. No tan guapo como Montgomery, a decir verdad, pues ahora que Barrows se había quitado las gafas oscuras pude ver que tenía bolsas de arrugas bajo los ojos. Pero tenía una auténtica constitución atlética, probablemente obtenida tras jugar al balonmano en una pista privada de cinco mil dólares. Y seguro que tiene un médico de primera fila que no le deja beber licor barato ni cerveza de ningún tipo; nunca come en bares… probablemente nunca come grasa, sólo chuletitas de cerdo y filetes a la plancha.

Naturalmente, con una dieta como ésa, no tenía ni un gramo de grasa superflua. Me sentí aún más deprimido.

Ahora pude ver que aquellos cuencos de ciruelas estofadas que desayunaba a las seis de la mañana y las cuatro millas de carrera a través de las calles desiertas a las cinco servían para algo. El joven millonario excéntrico cuya foto aparecía en Look no se iba a caer muerto a los cuarenta años de un ataque al corazón; pretendía vivir y disfrutar de su dinero.

Ninguna viuda lo heredaría al contrario de la pauta nacional.

¿Excéntrico? Diablos, no.

Listo.

Eran poco más de las siete cuando nuestro coche entró en Boise y el señor Barrows y sus dos acompañantes anunciaron que no habían cenado. ¿Conocíamos algún buen restaurante en Boise?

No hay ningún buen restaurante en Boise.

—Sólo un sitio donde podamos encontrar gambas fritas —dijo Barrows—. Una cena ligera de ese tipo. Tomamos unas cuantas bebidas en el avión, pero ninguno de nosotros cenó. Estábamos demasiado entretenidos charlando.

Encontramos un restaurante pasable. El maitre nos condujo a una mesa en forma de herradura al fondo; nos quitamos los abrigos y nos sentamos.

Pedimos las bebidas.

—¿Ganó realmente su primera fortuna jugando al póquer en el Servicio? —le pregunté a Barrows.

—No, fue a los dados. Una partida de seis meses. El póquer requiere habilidad; yo tengo suerte.

—No fue la suerte lo que le llevó a invertir en bienes inmobiliarios —dijo Pris.

—No, eso fue debido a que mi madre solía alquilar habitaciones en nuestra vieja casa de Los Angeles.

Barrows la miró.

—No fue la suerte —dijo Pris con la misma voz tensa—, lo que le ha convertido en el Don Quijote que ha desafiado con éxito al Tribunal Supremo de los Estados Unidos para que falle en contra de la Agencia Espacial y su codicioso monopolio de la Luna y los planetas.

Barrows asintió.

—Es generosa con su descripción. Poseía lo que creía eran títulos valiosos de parcelas en la Luna, y quería comprobar su validez de manera que nunca fuera cuestionada de nuevo. Oiga, ¿no nos hemos visto antes?

—Sí —dijo Pris, con los ojos brillantes.

—No logro situarla.

—Fue sólo durante un momento. En su oficina. No le reprocho el que no se acuerde. Sin embargo, yo sí me acuerdo de usted.

Ella no le había quitado los ojos de encima.

—¿Es usted la hija de Rock?

—Sí, señor Barrows.

Esta noche, Pris parecía mucho más guapa. Se había arreglado el pelo, y el maquillaje ocultaba su palidez, pero no tanto como para darle el aspecto de máscara que yo había notado en el pasado. Ahora que se había quitado el abrigo vi que llevaba un atractivo jersey de lana, de mangas cortas, con una pieza de oro (un alfiler en forma de serpiente), sobre el pecho derecho. Por Dios, también llevaba sujetador, del tipo que crea bulto donde no hay ninguno. Para esta extraordinaria ocasión, Pris había conseguido pecho. Y, cuando se levantó para colgar su abrigo, vi que con aquellos altos zapatos de tacón parecía tener bonitas piernas. De modo que, cuando la ocasión lo requería, podía arreglarse más que correctamente.

—Déjeme ayudarla —dijo Blunk, cogiéndole el abrigo y acercándose a la percha, donde lo colgó. Regresó, hizo una reverencia, le sonrió alegremente y volvió a sentarse—. ¿Está segura que este viejecillo sucio es su padre de verdad? —Indicó a Maury—. ¿No será éste el caso en que está cometiendo un pecado, señor, el pecado de violación de menores? —Señaló cómicamente con el dedo a Maury—. ¡Qué vergüenza, señor!

Nos sonrió a todos.

—Sólo la quieres para ti —dijo Barrows, mordiendo la cola de una gamba y poniéndola a un lado—. ¿Cómo sabes que no es otra de esas cosas simulacro, como el Stanton?

—¡Pediré una docena como ella! —exclamó Blunk, con los ojos brillantes.

—Es mi hija de verdad. Ha estado en el colegio —aseguró Maury.

Parecía incómodo.

—Y ha vuelto… —Blunk bajó la voz. Susurró exageradamente a Maury—. En el estilo familiar, ¿verdad?

Maury sonrió incómodamente.

—Me alegra volver a verla, señorita Nild —dije cambiando de tema.

—Gracias.

—Ese robot Stanton nos dio un susto de muerte —nos dijo Barrows, apoyando los codos sobre la mesa, los brazos cruzados. Había acabado con las gambas y parecía saciado y satisfecho.

Para ser un hombre que empezaba el día con ciruelas estofadas parecía disfrutar mucho de la comida. Personalmente, tuve que aprobar eso; me parecía un signo alentador.

—¡Hay que felicitarles! —dijo Barrows—. ¡Han creado a un monstruo! —Se rió en voz alta divertido de sí mismo—. ¡Matemos a esa cosa! ¡Busquemos una multitud con antorchas! ¡Adelante!

Todos tuvimos que reírnos con esto.

—¿Cómo murió finalmente el monstruo de Frankenstein? —preguntó Colleen.

—Con hielo —dijo Maury—. El castillo ardió y lo rociaron con mangueras y el agua se convirtió en hielo.

—Pero en la película siguiente encontraron al monstruo congelado —dije yo—. Y lo revivieron.

—Desapareció en un pozo de lava burbujeante —dijo Blunk—. Yo estaba allí. Tengo un botón de su abrigo. —Sacó un botón del bolsillo que nos mostró a cada uno—. Pertenece al mundialmente famoso monstruo de Frankenstein.

—Es de tu chaqueta, Dave —dijo Colleen.

—¿Qué? —Blunk bajó la mirada, el ceño fruncido—. ¡Sí que lo es! ¡Mi propio botón!

Volvió a reírse.

Barrows, hurgándose los dientes con la uña del pulgar, nos dijo a Maury y a mí:

—¿Cuánto le costó construir el robot Stanton?

—Unos cinco mil —dijo Maury.

—¿Y cuánto sería si se construyeran en serie? Digamos, varios miles a la vez.

—Diablos —dijo Maury rápidamente—. Diría que unos seiscientos dólares. Eso suponiendo que sean idénticos, tengan las mismas leyes de gobierno y se les apliquen las mismas cintas.

—Lo que esto representa —le dijo Barrows—, es una versión tamaño real de las muñecas parlantes que fueron tan populares en el pasado, corríjame si…

—No —dijo Maury—. No exactamente.

—Bueno habla y anda —dijo Barrows—. Cogió el autobús para Seattle. ¿No es eso el principio de automoción un poco más complejo? —Continuó antes de que Maury pudiera responder—. Lo que quiero decir es que no hay nada realmente nuevo en todo esto, ¿o sí?

Silencio.

—Claro —dijo Maury.

No parecía muy feliz. Y advertí que Pris también parecía bruscamente seria.

—Bien, si quiere explicarse, por favor —dijo Barrows, aún con su tono amable y su informalidad. Cogió su vaso de Green Hungarian y bebió—. Adelante, Rock.

—No es un autómata —dijo Maury—. ¿Conoce los trabajos de Grey Walter en Inglaterra? ¿Las tortugas? Es lo que llaman un sistema homeostático. Se nutre de su entorno; produce sus propias respuestas. Es como la fábrica completamente automatizada que se autorrepara. ¿Sabe a lo que se refiere el término «feedback»? En los sistemas eléctricos hay…

Dave Blunk puso su mano sobre el hombro de Maury.

—Lo que el señor Barrows quiere saber se refiere a la patente, si puedo usar un término tan difícil para sus robots Lincoln y Stanton.

Pris habló con voz lenta y controlada.

—Estamos plenamente cubiertos en la oficina de patentes. Tenemos una representación legal experta.

—Eso está bien —dijo Barrows, sonriéndole mientras se hurgaba los dientes—. Porque de otra manera no hay nada que comprar.

—Muchos principios nuevos están relacionados —dijo Maury—. El simulacro electrónico Stanton representa el trabajo desarrollado durante un período de muchos años por muchos equipos investigadores dentro y fuera del Gobierno, y si puedo decirlo, todos estamos plenamente satisfechos, incluso sorprendidos, de sus magníficos resultados… como pudieron ver ustedes por sí mismos cuando el Stanton se bajó del autobús Greyhound en Seattle y tomó un taxi para llegar a su oficina.

—Caminó —dijo Barrows.

—¿Cómo dice?

—Digo que fue caminando hasta mi oficina desde la estación de autobuses Greyhound.

—En cualquier caso —dijo Maury—, lo que hemos logrado no tiene precedentes en el campo de la electrónica.

Después de cenar, nos dirigimos a Ontario. Llegamos a la oficina de SAMA ASOCIADOS a las diez en punto.

—Qué ciudad tan curiosa —dijo Dave Blunk tras observar las calles vacías—. Todo el mundo está en la cama.

—Espere a ver al Lincoln —dijo Maury mientras salíamos del coche.

Se habían detenido ante el escaparate y estaba leyendo el cartel referido al Lincoln.

—Bien, que me aspen —dijo Barrows. Pegó la cara al cristal y echó un vistazo—. No se ve ni rastro de él. ¿Qué es lo que hace? ¿Dormir por las noches? ¿O hacen que lo asesinen todas las tardes a las cinco, cuando las aceras están abarrotadas?

—El Lincoln está probablemente en el taller —dijo Maury—. Vamos a bajar.

Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarnos pasar. Nos quedamos a la entrada del taller oscuro mientras Maury buscaba el interruptor de la luz. Finalmente, lo encontró.

Allí, sentado y meditando, estaba el Lincoln. Había estado sentado tranquilamente en la oscuridad.

—Señor presidente —dijo Barrows inmediatamente.

Le vi hacer una seña a Colleen Nild. Blunk sonrió, entusiasmado, con el calor ansioso y complaciente de un gato hambriento pero confiado. Claramente, se divertía muchísimo con todo esto. La señorita Nild estiró el cuello y abrió un poco la boca, obviamente impresionada. Barrows, por supuesto, había entrado en el taller sin ninguna duda, sabiendo exactamente qué hacer. No le tendió la mano al Lincoln, se detuvo a unos pocos pasos de él, en actitud respetuosa.

El Lincoln volvió la cabeza y le miró con expresión melancólica. Yo nunca había visto tanta desesperación en una cara anteriormente, y me eché atrás; lo mismo hizo Maury. Pris no reaccionó; simplemente se quedó de pie en la puerta. El Lincoln se puso en pie, dudó, y luego la expresión de dolor se desvaneció lentamente de su cara.

—Sí, señor —dijo con voz quebrada y aguda, completamente contrastada con su alto porte.

Inspeccionó a Barrows con amabilidad e interés; sus ojos chispeaban un poco.

—Me llamo Sam Barrows. Es un gran honor conocerle, señor presidente.

—Gracias, señor Barrows —dijo el Lincoln—. ¿No quieren ustedes y sus amigos entrar y acomodarse?

Dave Blunk me dirigió una mirada silenciosa de sorpresa y de temor. Me palmeó en la espalda.

—Vaya —dijo suavemente.

—¿Me recuerda, señor presidente? —le dije al simulacro.

—Sí, señor Rosen.

—¿Y a mí? —dijo Pris secamente.

El simulacro hizo una leve y formal reverencia.

—Señorita Frauenzimmer. Y usted es el señor Rock, la persona a cargo de este edificio, ¿verdad? —El simulacro sonrió—. El propietario o copropietario, si no estoy equivocado.

—¿Qué ha estado haciendo? —le preguntó Maury.

—Estaba reflexionando sobre una observación de Lyman Trumbull. Como sabe, el juez Douglas se reunió con Buchanan y hablaron de la Constitución Lecompton y Kansas. El juez Douglas salió y combatió a Buchanan a pesar de las amenazas, siendo una medida administrativa. Yo no apoyé al juez Douglas, como hicieron cierto número de personas cercanas a mí entre mi propio partido, los republicanos y su causa. Pero en Bloomington, donde estaba hacía finales de mil ochocientos cincuenta y siete no vi a ningún republicano apoyar a Douglas, como vi una vez en el Tribune de Nueva York. Le pedí a Lyman Trumbull que me escribiera a Springfield para que me dijera si…

Barrows interrumpió en este punto al simulacro Lincoln.

—Señor, si nos disculpa, tenemos negocios que atender y luego este caballero, el señor Blunk, la señorita Nild y yo tenemos que volar de vuelta a Seattle.

El Lincoln hizo una reverencia.

—Señorita Nild. —Extendió la mano, y con una risita nerviosa, Colleen Nild se adelantó para estrecharla—. Señor Blunk. —Estrechó gravemente la mano del gordinflón abogado—. No será usted pariente de Nathan Blunk de Cleveland, ¿verdad?

—No, no lo soy —contestó Blunk, estrechando la mano del simulacro vigorosamente—. Fue usted abogado en su tiempo, ¿verdad, señor Lincoln?

—Sí señor —replicó el Lincoln.

—Mi profesión.

—Ya veo —dijo el Lincoln, con una sonrisa—. Tiene usted la habilidad divina de discutir sobre cosas triviales.

Blunk se rió de todo corazón.

Barrows se acercó a Blunk y se dirigió al simulacro:

—Hemos venido desde Seattle para discutir con el señor Rosen y el señor Rock una transacción financiera relacionada con un contrato económico entre SAMA ASOCIADOS y Empresas Barrows. Antes de terminarlo quisimos conocerle y charlar. Hemos conocido al Stanton hace poco; vino a visitarnos en autobús. Podríamos adquirirles a usted y al Stanton como pertenecientes a SAMA ASOCIADOS así como patentes básicas. Como ex abogado, estará familiarizado probablemente con transacciones de este tipo. Me gustaría preguntarle unas cuantas cosas. ¿Cuál es su sentido del mundo moderno? ¿Sabe lo que es una vitamina, por ejemplo? ¿Sabe en qué año estamos?

Observó al simulacro con suspicacia.

El Lincoln no respondió inmediatamente, y mientras aún reflexionaba Maury llevó a Barrows a un lado. Me uní a ellos.

—Eso no tiene sentido —dijo Maury—. Sabe perfectamente bien que no se le construyó para que tratara temas como ése.

—Cierto —coincidió Barrows—. Pero siento curiosidad.

—Pues olvídese. No le haría ninguna gracia si quemara algunos de sus circuitos primarios.

—¿Tan delicado es?

—No, pero lo está forzando.

—No lo creo. Es tan convincente que quiero saber hasta qué punto es consciente de su nueva existencia.

—Déjelo en paz —dijo Maury.

Barrows gesticuló bruscamente.

—Muy bien. —Llamó a Colleen Nild y a su abogado—. Demos por concluido nuestro asunto y regresemos a Seattle. Dave, ¿te satisface lo que ves?

—No —contesto Blunk mientras se unía a nosotros. Colleen se quedó junto a Pris y el simulacro; le estaban preguntando algo sobre los debates con Stephen Douglas—. En mi opinión, parece que no funciona tan bien como el Stanton.

—¿Cómo es eso? —preguntó Maury.

—Es… muy lento.

—Acaba de empezar a funcionar —dije yo.

—No, no es eso —dijo Maury—. Es una personalidad diferente. Stanton es más inflexible, más dogmático. —Se dirigió a mí—. Sé muchísimas cosas sobre esos dos. Lincoln era así. Yo hice las cintas. Tenía períodos de depresión, estaba meditando aquí cuando entramos. Otras veces es más alegre —se volvió a Blunk—. Ése es su carácter. Si se queda por aquí, lo verá de otra manera. Es melancólico. No es como el Stanton, que es positivo. Quiero decir que no es un fallo eléctrico; se supone que tiene que ser así.

—Ya veo —dijo Blunk, pero no parecía convencido.

—Sé a lo que te refieres —dijo Barrows—. Parece burdo.

—Cierto —dijo Blunk—. No estoy seguro de que lo hayan perfeccionado. Puede que haya un montón de errores por repasar.

—Y toda esa coartada de no preguntarle temas contemporáneos…, ¿te has dado cuenta?

—Claro que sí.

—Sam —le dije a Barrows, entrometiéndome en la conversación—, no comprende el tema. Tal vez es porque acaba de bajarse del avión de Seattle y luego ha tenido que soportar todo ese largo trayecto desde Boise. Francamente, pensé que había entendido el principio subyacente al simulacro, pero dejemos correr el tema por bien de la amistad, ¿de acuerdo?

Sonreí.

Barrows me observó sin contestar. Lo mismo hizo Blunk. En el rincón, Maury se apoyó en una banqueta, con el cigarrillo exhalando nubes de humo azul y solitario.

—Comprendo su decepción con el Lincoln —dije—. Simpatizo con ustedes. Para ser sinceros, el Stanton era un ensayo.

—Ah —dijo Blunk, los ojos brillantes.

—No fue idea mía. Mi socio se puso nervioso y quiso arreglarlo todo. —Indiqué con la cabeza en dirección a Maury—. Se equivocó al hacerlo, pero de todas formas es un asunto muerto; con lo que queremos tratar es con el simulacro Lincoln porque ésa es la base del genuino descubrimiento de SAMA ASOCIADOS. Volvamos atrás y examinémoslo de nuevo.

Los tres nos acercamos al lugar donde la señorita Nild y Pris estaban escuchando al simulacro alto y barbudo.

—… me citó al efecto que los negros estaban incluidos en esa cláusula de la Declaración de la Independencia que dice que todos los hombres fueron creados iguales. El juez Douglas dice que manifesté eso en Chicago, y luego que en Charleston dije que los negros pertenecían a una raza inferior. Y que mantuve que no era un tema de moral, sino una cuestión de grado, y que en Galesburg me eché atrás y dije que era una cuestión moral una vez más. —El simulacro nos sonrió gentilmente—. En eso, alguien entre el público dijo «¡Tiene razón!». Me alegré de que alguien pensara así, porque me pareció que el juez Douglas me tenía atrapado.

Pris y la señorita Nild se rieron apreciativamente. Los demás permanecimos en silencio.

—Los mejores aplausos que obtuvo el juez Douglas fueron cuando dijo que todo el Partido Republicano en la parte norte del Estado seguía la doctrina de no tener más Estados esclavistas, y que esta misma doctrina es repudiada por los republicanos de la otra parte del Estado… y el juez se preguntó si el señor Lincoln y su partido no eran el ejemplo que aparece en las Escrituras, que una casa dividida no puede permanecer en pie. —La voz del simulacro había adquirido una cualidad jocosa—. Y el juez se preguntó si mis principios eran los mismos que los del Partido Republicano. Por supuesto, no tuve oportunidad de contestarle hasta octubre, en Quincy. Pero allí le dije que podía discutir que un caballo castaño es lo mismo que una castaña del tamaño de un caballo. Ciertamente yo no tenía intención de introducir equidad política y social entre las razas blanca y negra. Hay una diferencia física entre las dos que, en mi opinión, prohibirá eternamente que vivan juntas en perfecta igualdad. Pero sostengo que el negro tiene tanto derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad como el blanco. No es mi igual en muchos aspectos, ciertamente no en el color, quizá no en cualidades morales e intelectuales, pero en el derecho a comer el pan que él mismo gane con sus propias manos, sin depender de nadie más, es mi igual y el igual del juez Douglas y de cualquier otro hombre. —El simulacro hizo una pausa—. Recibí un montón de aplausos en este momento.

—Hay una cinta que habla desde el interior de esa cosa, ¿verdad? —me preguntó Sam Barrows.

—Es libre de decir lo que quiera —le contesté.

—¿Cualquier cosa? ¿Quiere decir que es capaz de hacer un discurso? —Barrows, obviamente, no me creía—. No veo que sea diferente al hombre mecánico clásico, con todos los datos históricos. Lo mismo se demostró en la Feria Mundial de San Francisco en mil novecientos treinta y nueve, con Pedro el Volador.

Esta discusión entre Barrows y yo no había pasado inadvertida al simulacro Lincoln. De hecho, tanto Pris, como la señorita Nild y él nos estaban mirando.

—¿No le oí expresar hace un rato el concepto de que iba a «adquirirme» como parte de un trato? —le dijo el Lincoln al señor Barrows—. ¿Tengo razón? Si es así, me pregunto cómo puede adquirirme a mí o a nadie más, cuando la señorita Frauenzimmer me dice que hoy hay más imparcialidad entre las razas que nunca anteriormente. Estoy un poco confuso con todo esto, pero creo que hoy en día ya no se «adquiere» más a ningún ser humano, ni siquiera en Rusia, donde parecería monótono.

—Eso no incluye a los hombres mecánicos —le dijo Barrows.

—¿Se refiere usted a mí? —preguntó el simulacro.

—Claro que sí —contestó Barrows con una risita.

Junto a él, el abogado Dave Blunk se frotaba la mandíbula pensativamente, mirando de Barrows al simulacro y viceversa.

—¿Podría decirme, señor, qué es un ser humano? —preguntó el simulacro.

—Sí, podría —dijo Barrows. Miró a Blunk a los ojos; obviamente, el abogado estaba disfrutando con esto—. Un hombre es un rábano hendido —añadió—. ¿Le es familiar esa definición, señor Lincoln?

—Lo es —dijo el simulacro—. Shakespeare por boca de Falstaff, ¿no es cierto?

—Cierto. Y yo añadiría que un hombre puede ser definido como un animal que usa pañuelo. ¿Qué le parece? Shakespeare no dijo eso.

—No, señor. No lo hizo —coincidió el simulacro. Se rió de buena gana—. Aprecio su sentido del humor, señor Barrows. ¿Puedo usar esa observación cuando haga un discurso?

Barrows asintió.

—Gracias —dijo el simulacro—. Ha definido al hombre como un animal que usa pañuelo. Pero ¿qué es un animal?

—Puedo decirle que usted no lo es —dijo Barrows, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones; parecía completamente confiado—. Un animal tiene una herencia biológica y una estructura de la que usted carece. Usted tiene válvulas y cables e interruptores. Es una máquina. Como… —lo consideró—, como una tricotosa. Como un motor de vapor. —Le hizo un guiño a Blunk—. ¿Puede un motor de vapor considerarse con derecho a acogerse a la cláusula de la Constitución de la que hablaba? ¿Tiene derecho a comer el pan que produce, como un hombre blanco?

—¿Puede hablar una máquina? —preguntó el simulacro.

—Claro. Radios, fonógrafos, grabadoras, teléfonos… todos hablan como locos.

El simulacro lo consideró. No sabía lo que eran todas esas cosas, pero pudo hacerse una idea; había tenido tiempo para pensar mucho. Todos pudimos apreciarlo.

—Entonces, señor, ¿qué es una máquina? —le preguntó el simulacro a Barrows.

—Usted es una. Estos tipos le construyeron. Les pertenece.

La cara larga y arrugada mostró diversión cuando el simulacro miró a Barrows.

—Entonces, señor, usted es una máquina, pues tiene también un Creador. Igual que «estos tipos». Él le hizo a Su imagen. Creo que Spinoza, el gran erudito judío, sostuvo esa opinión referente a los animales; que eran máquinas listas. Creo que el punto crítico es el alma. Una máquina puede hacer cualquier cosa que pueda hacer el hombre… estará de acuerdo con eso. Pero no tiene alma.

—No existe el alma —dijo Barrows—. Eso es una paparrucha.

—Entonces una máquina es lo mismo que un animal —dijo el simulacro con paciencia—. Y un animal es lo mismo que un hombre. ¿Correcto o no?

—Un animal está hecho de carne y hueso, y una máquina está hecha de cables y tubos, como usted. ¿Qué sentido tiene todo esto? Sabe perfectamente bien qué es una máquina. Cuando entramos aquí estaba sentado en la oscuridad pensándolo. ¿Y qué? Sé qué es una máquina. No me importa. Lo único que me importa es si funciona o no. Por lo que a mí respecta, no funciona lo suficientemente bien como para interesarme. Tal vez más adelante, cuando tenga menos defectos. Todo lo que puede hacer es hablar sobre el juez Douglas y un montón de asuntos políticos y sociales que no interesan a nadie.

Su abogado, Dave Blunk, se volvió para mirarle pensativo. Aún se frotaba el mentón.

—Creo que deberíamos volver a Seattle —le dijo Barrows. Se volvió hacia nosotros—. Ésta es mi decisión. Nos interesa, pero tenemos que tener un interés controlado para que podamos dirigir la política de la empresa. Por ejemplo, esa idea de la Guerra Civil es un absurdo.

—¿Q-qué? —tartamudeé, pillado por sorpresa.

—El esquema de la Guerra Civil sólo podría tener sentido de una forma. Nunca se les ocurriría ni en un millón de años. Volver a librar la Guerra Civil con robots, sí. Pero los beneficios están en que se pueda apostar sobre el resultado.

—¿Qué resultado?

—Ver cuál de los dos bandos vence —dijo Barrows—. Los azules o los grises.

—Como en los campeonatos mundiales —dijo Dave Blunk, frunciendo el ceño pensativo.

—Exactamente —asintió Barrows.

—El sur no podía ganar —dijo Maury—. No tenía industria.

—Entonces preparen un sistema con compensaciones —dijo Barrows.

Maury y yo nos quedamos sin palabras.

—No habla en serio —conseguí decir por fin.

—Hablo en serio.

—¿Una gesta nacional convertida en una carrera de caballos? ¿Una carrera de perros? ¿Una lotería?

Barrows se encogió de hombros.

—Les he dado una idea que vale un millón de dólares. Pueden rechazarla; es su privilegio. Le digo que no hay otra manera en que pueda utilizar a sus muñecos para ganar dinero con la idea de la Guerra Civil. Yo los utilizaría de modo completamente distinto. Sé de dónde procede Robert Bundy, su ingeniero; soy consciente de que anteriormente fue empleado de la Agencia Federal Espacial diseñando circuitos para sus simulacros. Después de todo, es para mí de la mayor importancia saber todo lo posible sobre la tecnología empleada en la investigación espacial. Soy consciente de que su Stanton y su Lincoln son modificaciones menores de los sistemas del Gobierno.

—Modificaciones mayores —corrigió Maury roncamente—. Los simulacros del gobierno son simplemente máquinas móviles que deambulan sobre superficies carentes de aire donde los seres humanos no pueden vivir.

—Le diré lo que tengo pensado —ofreció Barrows—. ¿Pueden producir simulacros que sean amistosos?

—¿Qué? —preguntamos Maury y yo al mismo tiempo.

—Podría usar cierto número de ellos diseñados para tener el mismo aspecto exacto de la familia de la puerta de al lado. Una familia amistosa y servicial que fuera un buen vecino. Gente a la que uno quisiera tener cerca, gente como la que uno recuerde de su infancia en Omaha, Nebraska.

—Quiere decir que va a vender montones —dijo Maury tras una pausa—. Para que puedan construir.

—No, vender no —dijo Barrows—. Dar. La colonización tiene que empezar; ha sido postergada demasiado tiempo. La Luna está desierta. La gente va a sentirse sola allí. Hemos descubierto que es difícil dar el primer paso para emigrar. Compran la tierra pero no se establecen en ella. Queremos que empiecen a florecer ciudades. Para hacerlo posible, tendremos que ofrecer incentivos.

—¿Sabrán los pobladores reales que sus vecinos son simples simulacros? —pregunté.

—Por supuesto —dijo Barrows suavemente.

—¿No intentará engañarlos?

—Demonios, no —intervino Dave Blunk—. Eso sería un fraude.

Miró a Maury; me miró a mí.

—Podría ponerles nombre —le dije a Barrows—. Buenos nombres norteamericanos. La familia Edwards, Bill y Mary Edwards y su hijo Tim, que tiene siete años. Van a ir a la Luna; no tienen miedo del frío, de la falta de aire ni de las zonas desoladas.

Barrows me miró.

—Y a medida que más y más gente se va enganchando —dije yo—, puede empezar a retirar tranquilamente los simulacros. La familia Edwards y la familia Jones y todas las demás… venderán sus casas y se trasladarán. Hasta que finalmente las casas sean pobladas por personas auténticas. Y nadie lo sabría nunca.

—Yo no contaría con que diera resultado —dijo Maury—. Algún colono auténtico podría intentar acostarse con la señora Edwards y entonces lo descubriría. Ya sabe cómo se vive en las casas adosadas.

Dave Blunk se echó a reír.

—¡Muy bien!

—Creo que funcionaría —dijo Barrows plácidamente.

—Es lógico —dijo Maury—. Tiene usted todas esas parcelas de tierra ahí arriba. Así que la gente se verá forzada a emigrar… pensaba que había un clamor constante, y todo lo que les retenía eran las leyes tan estrictas…

—Las leyes son estrictas —dijo Barrows—, pero seamos realistas. Ahí arriba hay un entorno que en cuanto lo ves… bueno, pongámoslo de esta manera. Diez minutos son suficientes para la mayoría de la gente. He estado allí una vez. No volveré.

—Gracias por ser tan sincero con nosotros, señor Barrows —dije.

—Sé que los simulacros del gobierno han funcionado bien en la superficie de la Luna. Sé qué es lo que tienen ustedes: una buena modificación de esos simulacros. Sé cómo consiguieron esa modificación. La quiero, y modificada una vez más, esta vez según mi propio concepto. Cualquier otro trato está fuera de toda discusión. Excepto para la exploración planetaria, sus simulacros no tienen ningún valor genuino en el mercado. La idea de la Guerra Civil es una quimera. No haré negocios con ustedes excepto en estos términos. Y lo quiero por escrito.

Se volvió hacia Blunk, y éste asintió sobriamente.

Miré a Barrows, sin saber si creerle o no. ¿Hablaba en serio? ¿Simulacros haciéndose pasar por seres humanos, viviendo en la Luna para crear una ilusión de prosperidad? Simulacros hombres, mujeres y niños viviendo en casas, comiendo cenas falsas, yendo a cuartos de baño falsos… era horrible. Era una forma de distraer al hombre de los problemas en los que se había metido; ¿queríamos meternos en un asunto como ése?

Maury estaba sentado, aspirando tristemente su cigarro; sin duda pensaba en lo mismo que yo.

Con todo, podía ver la postura de Barrows. Tenía que persuadir a la gente de que emigrar a la Luna era un acto deseable; sus necesidades económicas lo forzaban a ello. Y tal vez el fin justificara los medios. La raza humana tenía que conquistar sus miedos, sus resquemores, y lanzarse a un entorno extraño por primera vez en su historia. Esto podría ayudarla a conseguirlo; había comodidad en la solidaridad. Se construirían cúpulas para proteger las viviendas… la vida no sería físicamente mala, sólo la realidad psicológica era terrible, el aura del paisaje lunar. Nada viviendo, nada creciendo, eternamente estable. Una casa iluminada al lado, con una familia sentada ante la mesa, charlando y divirtiéndose: Barrows podría proporcionarlos, y proporcionaría también aire, calor, vivienda y agua.

Tuve que admitirlo. Desde mi punto de vista, estaba bien si no fuera por una cosa. Obviamente, habría que hacer todos los esfuerzos posibles para mantenerlo en secreto. Pero si los esfuerzos eran un fracaso, si la noticia se hacía pública, Barrows acabaría probablemente arruinado, posiblemente incluso le procesarían y le enviarían a la cárcel. Y nosotros iríamos con él.

¿Cuánto en el imperio de Barrows ha sido conseguido de esta manera? Apariencias cubriendo la realidad…

Conseguí sacar a colación el tema de los problemas que entrañaba volver a Seattle aquella noche; persuadí a Barrows para que llamara a un hotel cercano y reservara allí habitaciones. Él y su grupo podrían quedarse hasta mañana y luego regresar.

El interludio me dio oportunidad de hacer una llamada particular. Telefoneé a mi padre en Boise cuando nadie podía oírme.

—Nos está metiendo en algo que es demasiado gordo para nosotros —le dije a mi padre—. No sabemos qué hacer. No podemos manejar a ese tipo.

Naturalmente, mi padre ya estaba acostado. Parecía medio dormido.

—Ese Barrows, ¿está ahí ahora?

—Sí. Y tiene una mente brillante. Incluso discutió con el Lincoln y creo que ganó. Tal vez ganó; citó a Spinoza, algo sobre que los animales eran máquinas listas en vez de cosas vivas. No Barrows… Lincoln. ¿Dijo eso Spinoza de verdad?

—Lamentablemente he de confesar que sí.

—¿Cuándo puedes venir aquí?

—Esta noche no —dijo mi padre.

—Mañana, entonces. Van a quedarse aquí. Nos iremos a dormir y volveremos a negociar mañana. Necesitamos tu gentil humanismo para estar seguros.

Colgué y volví al grupo. Los cinco (seis, si contamos al simulacro), estaban charlando juntos en la oficina principal.

—Vamos a salir a tomar un trago antes de retirarnos —me dijo Barrows—. Usted viene con nosotros, por supuesto. —Hizo un gesto hacia el simulacro—. Me gustaría que él también viniera.

Gruñí para mis adentros, pero exteriormente estuve de acuerdo.

Poco después, estábamos sentados en un bar y el camarero nos servía las bebidas.

El Lincoln había permanecido en silencio mientras pedíamos, pero Barrows había pedido un Tom Collins para él. Barrows le tendió el vaso.

—Salud —le dijo Dave Blunk al simulacro, alzando su whisky.

—La verdad es que soy un hombre templado —dijo el simulacro con su voz fría y aguda—. Rara vez bebo.

Examinó su bebida dubitativo, luego la sorbió.

—Habrían estado ustedes en un terreno más firme si hubieran reflexionado sobre la lógica de su posición un poco más —dijo Barrows—. Pero ya es demasiado tarde. Valga lo que valga este muñeco suyo como elemento vendible, la idea de utilizarlo en la exploración espacial vale lo mismo… tal vez incluso más. Así que las dos se anulan mutuamente. ¿No están de acuerdo?

—La idea de la exploración espacial fue del Gobierno Federal —dijo.

—Mi modificación sobre esa idea, entonces —dijo Barrows—. Mi punto es que es un negocio seguro.

—No veo lo que quiere decir, señor Barrows —dijo Pris—. ¿Qué es?

—Su idea, el simulacro que se parece tanto a un ser humano que no se le puede diferenciar, y la nuestra, ponerlo en la Luna en un rancho estilo californiano con dos dormitorios y llamarlo familia Edwards.

—¡Esa idea fue de Louis! —exclamó Maury desesperado—. ¡Lo de la familia Edwards! ¿No es cierto, Louis?

—Sí —contesté yo.

Al menos, pensé que lo era. Tenemos que salir de aquí, me dije. Nos están poniendo cada vez más contra la pared.

El Lincoln sorbió su Tom Collins.

—¿Qué le parece la bebida? —le preguntó Barrows.

—Sabe bien. Pero embota los sentidos —contestó el simulacro, pero continuó bebiendo.

Eso es todo lo que nos hacía falta, pensé. ¡Sentidos embotados!