8

Se tardó varios días en rebobinar el simulacro Lincoln. Durante esos días, salí de Ontario y atravesé las Sierras de Oregon y la pequeña ciudad maderera de John Day, que siempre ha sido mi favorita al oeste de los Estados Unidos. Sin embargo, no me paré aquí; estaba demasiado descansado. Seguí hasta el oeste hasta que llegué a la autopista norte-sur. Esa carretera recta, la vieja ruta 99, atraviesa cientos de millas de bosques. En California, uno atraviesa montañas volcánicas, negras, sombrías y cenicientas, restos de la edad de los gigantes.

Dos pequeños pinzones amarillos que jugaban y peleaban en el aire, chocaron contra el morro de mi coche; lo oí y no sentí nada, pero sabía que habían muerto y noté el repentino silencio que habían producido tras chocar contra la parrilla del radiador. Cocidos y muertos al instante, me dije, frenando el coche. Y naturalmente en la siguiente estación de servicio el encargado los encontró. Amarillo brillante, pegados a la parrilla. Los envolví con un par de Kleenex, los llevé al arcén y los tiré a la basura formada por las latas de cerveza y los papeles de envolver que allí había.

Por delante se extendía el Monte Shasta y la estación fronteriza de California. No me apetecía continuar. Aquella noche dormí en un motel de Klamath Falls y al día siguiente emprendí el camino de regreso por la costa.

Eran sólo las siete y media de la mañana y había poco tráfico en la carretera. Vi en el cielo algo que me hizo alargar el cuello y observar. Había visto esas cosas antes y siempre me hacían sentir profundamente humilde y al mismo tiempo molesto. Una nave enorme, de camino a la Luna o a alguno de los planetas, pasaba lentamente por encima rumbo a su lugar de aterrizaje en alguna parte del desierto de Nevada. Unos cuantos reactores de las Fuerzas Aéreas la acompañaban. Junto a ella, no parecían más que unos puntitos negros.

Los pocos coches que había en la carretera se detuvieron también para mirar. La gente se había bajado y un hombre estaba tomando fotografías. Una mujer y un niño pequeño saludaban. El gran cohete continuó su marcha, sacudiendo el suelo con sus estupendos retropropulsores. Pude ver que su casco estaba arañado y quemado por su reentrada en la atmósfera.

Ahí va nuestra esperanza, me dije, protegiéndome los ojos con la mano para seguir su rumbo. ¿Qué lleva a bordo? ¿Muestras de terreno? ¿La primera vida no terrestre descubierta? ¿Vasijas rotas encontradas en las cenizas de un volcán extinguido… la evidencia de alguna raza civilizada?

Probablemente, un atajo de burócratas. Oficiales federales, congresistas, técnicos, observadores militares, científicos de regreso, posiblemente algunos reporteros y fotógrafos de Look y Life y tal vez equipos de la NBC y la CBS. Pero aun así era impresionante. Saludé, como la mujer y el niño. Y regresé a mi coche y pensé que algún día habría casitas en la superficie lunar. Antenas de televisión, tal vez espinetas y pianos Rosen en los salones…

Tal vez dentro de una década o algo así estaría poniendo anuncios de venta en los periódicos de otros mundos.

¿No es heroico? ¿No ata eso nuestro negocio a las estrellas?

Pero teníamos una atadura mucho más directa. Sí, podía ver la pasión que dominaba a Pris, su obsesión con Barrows. Él era el enlace moral, físico y espiritual entre nosotros, los simples mortales, y el universo sideral. Él se extendía por ambos reinos, un pie en la Luna, el otro en Seattle, Washington, y Oakland, California. Sin Barrows todo era un sueño; él lo hacía tangible. Tuve que admirarle también. No le daba miedo la idea de poner gente en la Luna; para él, no era más que una oportunidad financiera. Una oportunidad para ganar en sus inversiones, aún más que con el alquiler de suburbios.

De vuelta a Ontario me dije: «Y acepta el simulacro, nuestro nuevo producto diseñado para deslumbrar al señor Barrows, para que nos vea. Para que nos convierta en parte del nuevo mundo. Para que nos haga vivir».

Cuando llegué a Ontario fui directamente a SAMA ASOCIADOS. Mientras recorría la calle buscando un sitio para aparcar, vi una multitud congregada en torno a nuestro edificio. Estaban mirando el nuevo salón expositor que había construido Maury. «Ah, eso», me dije con profundo fatalismo.

En cuanto aparqué, salí corriendo para unirme a la multitud.

Allí, en el interior del escaparate, estaba la figura alta, barbuda, encorvada de Abraham Lincoln. Se hallaba sentado ante un viejo escritorio de nogal que me pareció familiar: pertenecía a mi padre. Lo habían traído desde la fábrica de Boise para que el simulacro Lincoln pudiera utilizarlo.

Aquello me enfureció. Sin embargo, tuve que admitir que era apropiado. El simulacro, que llevaba el mismo tipo de ropas que el Stanton, estaba muy atareado escribiendo una carta con una pluma. Me quedé pasmado por la apariencia tan realista que tenía el simulacro; si no lo hubiera sabido, habría pensado que era Lincoln reencarnado de alguna manera antinatural. Y, después de todo, ¿no era eso precisamente? ¿No tenía razón Pris, después de todo?

Entonces advertí un cartel en el escaparate; rotulado profesionalmente, explicaba a la muchedumbre lo que pasaba.

ÉSTA ES UNA RECONSTRUCCION AUTÉNTICA DE ABRAHAM LINCOLN, DECIMOSEXTO PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS. FUE MANUFACTURADO POR SAMA ASOCIADOS EN UNIÓN CON LA FABRICA ROSEN DE ÓRGANOS ELECTRÓNICOS DE BOISE, IDAHO. ES EL PRIMERO DE SU CLASE. TODA LA MEMORIA Y EL SISTEMA NERVIOSO DE NUESTRO GRAN PRESIDENTE HA SIDO FIELMENTE REPRODUCIDA EN LA ESTRUCTURA GUÍA DE ESTA MAQUINA. Y ES CAPAZ DE REALIZAR TODO TIPO DE ACCIONES, DE HABLAR Y DE TOMAR TODAS LAS DECISIONES DEL DECIMOSEXTO PRESIDENTE HASTA UN GRADO ESTADÍSTICAMENTE PERFECTO. ENTRE A PREGUNTAR

La redacción anunciaba que aquello era obra de Maury.

Furioso, me abrí paso entre la multitud y traté de abrir la puerta del salón expositor. Estaba cerrada, pero como tenía llave, la abrí y entré.

En el extremo de un sofá nuevo estaban sentados Maury, Bob Bundy y mi padre. Observaban al Lincoln en silencio.

—¡Hola, amigo mío! —me dijo Maury.

—¿Qué? ¿Ya has recuperado tu inversión? —le pregunté.

—No. No estamos cobrando nada a nadie. Sólo hacemos una demostración.

—Has escrito ese cartel infantil, ¿no? Sé que lo has hecho. ¿Qué tipo de cliente esperas que entre a preguntar? ¿Por qué no haces que esa cosa venda latas de cera para coches o jabón lavavajillas? ¿Por qué has hecho que se siente y escriba? ¿O es que está presentándose a algún concurso?

—Está escribiendo su correspondencia diaria —dijo Maury. Mi padre, Bundy y él parecían sobrios.

—¿Dónde está tu hija?

—Ya volverá.

—¿No te importa que use tu escritorio? —le dije a mi padre.

—No, mein Kind —contestó—. Háblale; se muestra tan tranquilo cuando se le interrumpe que me asombra. Bien podría yo aprender de él.

Nunca había visto a mi padre tan tranquilo.

—Muy bien —dije, y me acerqué al escritorio y a la figura.

Fuera del escaparate, la multitud abrió la boca llena de asombro.

—Señor presidente —murmuré. Tenía la garganta seca—. Señor, odio tener que molestarle.

Me sentía nervioso, y al mismo tiempo sabía perfectamente bien que le hablaba a una máquina. El hecho de dirigirme a él y hablarle me puso en la ficción, en el drama, me convirtió en un actor como la propia máquina; nadie me había dado una cinta con instrucciones, no hacía falta. Yo representaba voluntariamente mi parte en aquella locura. Y, sin embargo, no podía evitarlo. ¿Por qué no llamarle «Señor Simulacro»? Después de todo, era la verdad.

¡La verdad! ¿Qué significa eso? Como un niño que va a ver a Santa Claus en unos grandes almacenes, saber la verdad era caerse muerto. ¿Quería hacer eso? En una situación como ésta, encarar la verdad significaría el final de todo, mi final antes que nada. El simulacro no sufriría. Maury, Bob Bundy y mi padre ni siquiera se habrían dado cuenta. Así que continué, porque era a mí mismo a quien protegía; y lo sabía mejor que nadie en la habitación, incluyendo a la gente que miraba al otro lado del escaparate.

Alzando la vista, el Lincoln soltó su pluma y dijo, con una voz aguda y agradable:

—Buenas tardes. Supongo que es usted el señor Louis Rosen.

Y entonces la habitación me estalló en la cara. El escritorio voló en un millón de pedazos y cerré los ojos y caí al suelo. Ni siquiera alargué las manos. Noté que me golpeaba; me hice pedazos contra él y la oscuridad me cubrió.

Me había desmayado. Era demasiado para mí. Me quedé tieso.

Lo siguiente que sé es que estaba en la oficina de arriba, tumbado en un rincón. Maury Rock estaba sentado a mi lado, fumando uno de sus Corina Larks, mirándome y sosteniendo una botella de amoníaco bajo mi nariz.

—Cristo —dijo cuando advirtió que había recuperado el conocimiento—. Tienes un chichón en la frente y un labio partido.

Alargué la mano y me toqué el chichón; parecía tener el tamaño de un limón. Y pude sentir la magulladura en mi labio.

—Me desmayé —dije.

—Sí, lo hiciste.

Vi que mi padre también estaba allí. Y también estaba —desagradablemente— Pris Frauenzimmer, con su largo abrigo gris, recorriendo la habitación de un lado a otro, mirándome con exasperación y con cierto aire de divertido desdén.

—Una palabra suya y seguro que te desmayas —me dijo—. ¡Santo cielo!

—¿Y qué? —conseguí decir débilmente.

—Eso demuestra lo que dije —le comentó Maury a su hija—. Es efectivo.

—¿Qué… qué hizo el Lincoln cuando me desmayé?

—Se levantó, te recogió y te trajo aquí —dijo Maury.

—Jesús —murmuré.

—¿Por qué te desmayaste? —preguntó Pris, agachándose para mirarme intensamente—. Qué golpe. Idiota. Tendrías que haber oído a la multitud. Yo estaba fuera con ellos, intentando abrirme paso. Se podría pensar que habíamos creado a Dios o algo por el estilo; estaban rezando de veras y un par de viejas se persignaban. Y había algunos que…

—Vale —interrumpí.

—Déjame acabar.

—No. Cierra el pico, ¿quieres?

Nos miramos y entonces Pris se puso en pie.

—¿Sabes que tienes una herida en el labio? Sería mejor que te pusieran un par de puntos.

Me toqué el labio con los dedos y descubrí que aún sangraba. Tal vez tenía razón.

—Te llevaré a ver a un médico —dijo Pris. Se dirigió hacia la puerta y se detuvo, esperándome—. Vamos, Louis.

—No me hacen falta puntos —dije, pero me levanté y la seguí tambaleándome.

—No eres muy valiente, ¿verdad? —preguntó Pris cuando estábamos esperando el ascensor.

No respondí.

—Reaccionaste peor que yo, peor que ninguno de nosotros. Me sorprende. Tiene que haber algo mucho más inestable en ti de lo que sabemos. Y apuesto que algún día, bajo el estrés, aparecerá. Algún día vas a descubrir que tienes graves problemas psicológicos.

La puerta del ascensor se abrió; entramos y las puertas se cerraron.

—¿Es tan malo reaccionar? —dije.

—En Kansas City aprendí a no reaccionar a menos que me interesara hacerlo. Eso fue lo que me salvó y me sacó de allí y me libró de mi enfermedad. Eso fue lo que hicieron por mí. Siempre es un mal signo cuando hay efecto, como en tu caso. Siempre es síntoma de que algo falla. En Kansas City lo llaman parataxis; es la emoción lo que se mete en las relaciones interpersonales y las complica. No importa si es odio o envidia o miedo, como en tu caso; todos son parataxis. Y cuando toman el control, tienes esquizofrenia, como tenía yo. Eso es lo peor.

Me puse un pañuelo en el labio magullado y me toqué el corte. No había manera de poder explicar mi reacción a Pris. No lo intenté.

—¿Te doy un beso para que se ponga bien? —dijo Pris.

La miré, pero entonces vi que en su cara había una vibrante preocupación.

—¡Demonios! —dije, ruborizado—. Me pondré bien. —Era embarazoso y no podía mirarla. Me sentí otra vez como un niño pequeño—. Los adultos no se hablan así —murmuré—. Besar y ponerse bien, ¿qué clase de tontería es ésa?

—Quiero ayudarte. —Su boca tembló—. Oh. Louis… se acabó.

—¿Qué se acabó?

—Está vivo. Ya no puedo tocarlo. ¿Qué voy a hacer ahora? No tengo ya ningún objetivo en la vida.

—Cristo —dije.

—Mi vida está vacía… lo mismo daría que estuviera muerta. Todo lo que he hecho ha sido el Lincoln. —La puerta del ascensor se abrió y Pris salió al vestíbulo del edificio—. ¿Tienes preferencia por algún médico? Supongo que sólo te he sacado a la calle.

—Muy bien.

Cuando entrábamos en el Jaguar blanco, Pris dijo:

—Dime qué hago, Louis. Tengo que hacer algo inmediatamente.

—Sal de esta depresión —dije sin pensarlo demasiado.

—Nunca me había sentido así antes.

—Estoy pensando. Podría presentarte a Papá.

Fue la primera cosa que se me ocurrió; era una tontería.

—Ojalá fuera un hombre. Las mujeres tienen tantas barreras… Podrías ser cualquier cosa, Louis. ¿Qué puede ser una mujer? Ama de casa, dependienta, mecanógrafa o maestra.

—Sé médico —dije—. Cose labios heridos.

—No puedo soportar a las criaturas enfermas, lastimadas o defectuosas. Lo sabes, Louis. Por eso te llevo al médico. Hasta me da reparo mirarte, mutilado como estás.

—¡No estoy mutilado! ¡Sólo tengo un corte en el labio!

Pris puso el coche en marcha y nos unimos a la corriente de tráfico.

—Voy a olvidar al Lincoln. Nunca pensaré en él como en un ser vivo; va a ser sólo un objeto para mí a partir de este minuto. Algo que hay que vender.

Asentí.

—Voy a ver si Sam Barrows lo compra. No tengo otra aspiración en la vida, sólo ésa. De ahora en adelante todo lo que piense o haga tendrá a Sam Barrows como centro.

Me entraron ganas de reír por lo que decía. Sólo había que mirar su cara: su expresión era tan aguda, tan falta de felicidad, alegría o incluso humor, que sólo pude asentir. Mientras me llevaba al médico para que me suturaran el labio, Pris había dedicado su vida entera, su futuro y todo en él. Era una especie de impulso maniático, y pude ver que había salido a la superficie fruto de la desesperación. Pris no soportaba estar con los brazos cruzados un solo instante, tenía que fijarse una meta. Era su manera de obligar al universo a tener sentido.

—Pris, el problema contigo es que eres racional.

—No lo soy; todo el mundo dice que me comporto exactamente como siento.

—Te dejas llevar por una lógica inflexible. Es terrible. Tienes que deshacerte de ella. Díselo a Horstowski; dile que te libere de tu lógica. Funcionas como si tu vida estuviera manejada por una prueba geométrica. Cambia de ritmo, Pris. Sé descuidada, alocada y estúpida. Haz algo que no tenga sentido. ¿De acuerdo? No me lleves ni siquiera al médico; déjame caer delante de un limpiabotas y haz que me limpien los zapatos.

—Tus zapatos ya están limpios.

—¿Ves? ¿Por qué tienes que ser lógica todo el tiempo? Para el coche en el próximo cruce bajemos y dejémoslo ahí, o vamos a una floristería a comprar flores y arrojémoslas a los otros conductores.

—Déjame pensarlo.

—¡No pienses! ¿No has robado nunca cuando eras una niña? ¿O roto algo por el simple placer de hacerlo, tal vez algo público como una farola?

—Una vez robé una barra de caramelo de un almacén.

—Vamos a hacerlo ahora. Busquemos un almacén y seamos niños de nuevo —dije—. Robaremos una barra de caramelo cada uno y buscaremos un sitio a la sombra y nos tumbaremos para comérnoslas.

—No puedes hacerlo. Tienes el labio herido.

—De acuerdo, lo admito —dije con voz razonable y urgente—. Pero tú sí puedes, ¿no es verdad? Admítelo. Podrías entrar en un almacén ahora mismo y hacerlo, incluso sin mí.

—¿Vendrías conmigo de todas formas?

—Si tú quieres, sí. O podría quedarme dentro del coche con el motor en marcha y arrancar en cuanto aparecieras. Así podrías huir.

—No —dijo Pris—. Quiero que entres en el almacén conmigo y estés a mi lado. Podrías decidir qué barra de caramelo me llevo; necesito tu ayuda.

—Lo haré.

—¿Cuál es la pena por hacer algo así?

—Cadena perpetua.

—Te estás burlando de mí.

—No. Hablo en serio.

Y era verdad. Hablaba completamente en serio.

—¿Te burlas de mí? Ya veo que sí. ¿Por qué lo haces? ¿Porque soy ridícula por eso?

—Sabe Dios que no.

Pero ella ya había decidido.

—Sabes que siempre me lo creo todo. Se burlaban de mí en el colegio por mi credulidad.

—Entremos en el almacén, Pris, y te lo enseñaré. Déjame probártelo. Para salvarte.

—¿Salvarme de qué?

—De la certeza de tu mente.

Ella tembló; la vi deglutir, luchar consigo misma, intentar ver lo que debería hacer y si había cometido un error.

—Louis, te creo —dijo cuando se volvió hacia mí—. Sé que no te burlarías de mí; podrías odiarme (me odias, a muchos niveles), pero no eres el tipo de persona que disfruta martirizando a los débiles.

—Tú no eres débil.

—Lo soy. Pero tú no tienes instintos para verlo. Yo soy al revés, Louis. Tengo ese instinto y no soy buena.

—Bueno, basta —dije en voz alta—. Acaba con todo esto, Pris. Estás deprimida porque has terminado tu trabajo creativo en el Lincoln, estás temporalmente sin nada que hacer, y como muchas otras personas creativas sufres una recaída entre una…

—Aquí es el médico —dijo Pris frenando el coche.

Después de que el médico me hubiera examinado y me echara sin ver la necesidad de suturar mi herida, pude persuadir a Pris de que se detuviera en un bar. Sentía que necesitaba un trago. Le expliqué que era una especie de celebración, algo que había que hacer; era lo que se esperaba de nosotros. Habíamos visto al Lincoln cobrar vida y aquello era un gran momento, quizá el momento más importante de nuestras vidas. Y, sin embargo, por grande que fuera, había algo ominoso y triste, algo que nos alarmaba, algo demasiado grande para que pudiéramos manejarlo.

—Tomaré una cerveza —dijo Pris mientras cruzábamos la acera.

En el bar, pedí una cerveza para ella y un café irlandés para mí.

—Veo que te sientes como en casa en un sitio como éste —dijo Pris—. Pasas mucho tiempo haraganeando en los bares, ¿no?

—Hay algo que he estado pensando sobre ti que tengo que preguntarte —dije—. ¿Crees las observaciones cortantes que haces sobre la gente? ¿O las haces sólo con la intención de que se sientan mal? De ser así…

—¿Tú que crees? —preguntó Pris en voz baja.

—No lo sé.

—¿Y qué te importa de todas formas?

—Soy insaciablemente curioso respecto a ti, en todos los detalles.

—¿Por qué?

—Tu historia es fascinante. Esquizoide a los diez años, neurótica compulsivo-obsesiva a los trece, esquizofrénica total a los diecisiete e internada por el Gobierno Federal, ahora medio curada y de vuelta entre los seres humanos, pero aún… —Me interrumpí. Aquélla no era la razón—. Te diré la verdad. Estoy enamorado de ti.

—Estás mintiendo.

—Podría estar enamorado de ti —dije, intentando corregir mi frase.

—¿Y qué?

Ella parecía terriblemente nerviosa; su voz temblaba.

—No lo sé. Algo me retiene.

—El miedo.

—Tal vez. Tal vez sea miedo puro y simple.

—¿Te estás burlando de mí, Louis? ¿Cuándo has dicho eso? Me refiero a lo de amarme.

—No. No estoy bromeando.

Ella se rió, nerviosa.

—Si pudieras vencer tu miedo podrías conquistar a una mujer; no a mí, sino a cualquier otra mujer. No te imagino diciéndome eso a mí. Louis, tú y yo somos opuestos, ¿no lo ves? Tú muestras tus sentimientos. Yo siempre retengo los míos. Yo soy mucho más profunda. Si tuviéramos un hijo, ¿cómo sería? No comprendo a las mujeres que están siempre teniendo hijos, son como perras… una camada cada año. Debe de ser hermoso ser así de biológica y terrenal. —Me miró por el rabillo del ojo—. Eso es un libro cerrado para mí. Ellas se realizan a través de su sistema reproductor, ¿no? Dios, he conocido mujeres así, pero nunca podría ser de esa forma. Nunca me siento feliz a menos que esté haciendo cosas con mis manos. Me pregunto por qué será.

—No lo sé.

—Tiene que haber una explicación; todo tiene una causa. Louis, no puedo recordarlo con claridad, pero no creo que ningún chico me dijera antes que estaba enamorado de mí.

—Oh, deben de habértelo dicho. En el colegio.

—No. Tú eres el primero. Apenas sé cómo reaccionar… ni siquiera estoy segura de que me guste. Es extraño.

—Acéptalo.

—Amor y creatividad —musitó Pris, casi para sí—. Lo que hemos estado haciendo con el Stanton y el Lincoln es hacerles nacer; amor y nacimiento, las dos cosas van juntas, ¿no? Amas lo que te hace nacer, y ya que me amas, Louis, quieres unirte a mí para traer algo nuevo a la vida, ¿no?

—Supongo que sí.

—Somos como dioses en lo que hemos hecho, en esta gran tarea nuestra. Stanton y Lincoln, la nueva raza… Y, sin embargo, al darles vida nos vaciamos nosotros. ¿No te sientes vacío ahora?

—Demonios, no.

—Bueno, eres tan diferente a mí… No entiendes el sentido real de esta tarea. Venir aquí a este bar… fue un impulso momentáneo que te sacudió. Maury, Bob y tu padre están allá en SAMA con el Stanton… no eres consciente de ello porque quieres estar sentado en un bar tomando un trago.

Me sonrió tolerante.

—Supongo que es así —dije yo.

—Te estoy aburriendo, ¿verdad? Realmente no tienes ningún interés en mí; sólo estás interesado en ti mismo.

—Eso es. Me doy cuenta de que tienes razón.

—¿Por qué dijiste que querías conocerlo todo sobre mí? ¿Por qué dijiste que casi estabas enamorado de mí excepto que el miedo te retenía?

—No lo sé.

—¿No intentas nunca mirarte a la cara y comprender tus propios motivos? Yo siempre me estoy analizando.

—Pris, sé sensata por un momento —dije—. Sólo eres una persona entre muchas, ni mejor ni peor. Miles de norteamericanos van a Clínicas Mentales, están allí ahora, contraen esquizofrenia y están recluidas por el Acta McHeston. Eres atractiva, lo admito, pero cualquier actriz de cine sueca o italiana lo es más que tú. Tu inteligencia es…

—Estás tratando de convencerte a ti mismo.

—¿Cómo? —dije, tomado por sorpresa.

—Eres el que me idolatra y está luchando contra la idea —dijo Pris tranquilamente.

Retiré mi bebida.

—Volvamos a SAMA.

El alcohol hacía que la herida de mi labio escociera.

—¿He dicho algo malo? —Por un momento pareció desconcertada; estaba pensando en lo que le había dicho, aumentándolo, mejorándolo—. Quiero decir, tienes sentimientos ambivalentes hacia mí…

La cogí por el brazo.

—Acaba tu cerveza y vayámonos.

Cuando salíamos del bar, ella dijo lánguidamente.

—Estás enfadado otra vez conmigo.

—No.

—Intento ser agradable contigo, pero siempre trato mal a la gente cuando hago un esfuerzo deliberado por ser amable con ellos y decirles lo que debo decir… no va conmigo ser artificial. Te dije que no aceptaría un juego de pautas de conducta que son falsas para mí. Nunca funciona.

Hablaba acusándome, como si hubiera sido idea mía.

—Escucha —le dije cuando entramos en el coche y volvimos a zambullirnos en el tráfico—, regresaremos y reemprenderemos nuestra tarea dedicada a convertir a Sam Barrows en el centro de todo lo que hagamos, ¿de acuerdo?

—No —dijo Pris—. Sólo yo puedo hacerlo. No está dentro de tus posibilidades.

La palmeé en el hombro.

—¿Sabes?, siento mucha más simpatía hacia ti que antes. Creo que empezamos a entablar una relación estable y muy buena.

—Tal vez —dijo Pris, ignorando cualquier tono sarcástico. Me sonrió—. Eso espero, Louis. La gente debería comprenderse mutuamente…

Cuando regresamos a SAMA, Maury nos saludó excitado.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —Sacó un trozo de papel—. Envié un telegrama a Sam Barrows. Léelo.

Me lo puso en las manos.

Incómodo, desdoblé el papel y leí lo escrito por Maury.

AVISE A SU AVIÓN QUE LE TRAIGA INMEDIATAMENTE. SIMULACRO LINCOLN ÉXITO INCREÍBLE. ESPERAMOS SU DECISIÓN. GUARDAMOS MATERIA PARA SU PRIMERA INSPECCIÓN COMO QUEDAMOS POR TELÉFONO. EXCEDE LAS ESPERANZAS MÁS DESQUICIADAS. ESPERO QUE ME LLAME HOY MISMO.

MAURY ROCK,

SAMA ASOCIADOS

—¿Ha contestado ya? —pregunté.

—Todavía no, pero acabamos de enviar el telegrama.

Hubo una conmoción y apareció Bob Bundy.

—El señor Lincoln me pidió que le expresara su preocupación y averiguara cómo está —me dijo.

Parecía bastante nervioso él también.

—Dile que estoy bien. Y dale las gracias.

—De acuerdo.

Bundy se marchó; la puerta se cerró tras él.

—Tengo que admitirlo, Rock —le dije a Maury—. Has conseguido algo. Estaba equivocado.

—Gracias por reconocerlo.

—Estás malgastando su agradecimiento —dijo Pris.

—Nos queda mucho trabajo por delante —dijo Maury, aspirando agitadamente su Corina—. Sé que ahora conseguiremos que Barrows se interese. Pero con lo que tenemos que tener cuidado… —Bajó la voz—. Un hombre como él podría jugarnos una mala pasada y dejarnos a un lado, ¿tengo razón, amigo?

—Tienes razón —respondí.

Yo también lo había pensado.

—Probablemente lo habrá hecho a otras pequeñas empresas ya un millón de veces. Tenemos que cerrar filas los cuatro; los cinco, si incluimos a Bob Bundy. ¿De acuerdo?

Nos miró a Pris, a mi padre y a mí.

—Maury, tal vez deberías llevar esto al Gobierno Federal —dijo mi padre. Me miró tímidamente—. Hab Ich nicht Recht, mein Sohn?

—Ya ha contactado con Barrows —dije—. Por lo que sabemos, Barrows viene de camino.

—Podríamos decirle que no aunque aparezca —dijo Maury—, si creemos que deberíamos dirigirnos a Washington DC.

—Pregúntale al Lincoln —dije.

—¿Qué? —exclamó Pris bruscamente—. Oh, por el amor de Dios.

—Hablo en serio. Pedidle consejo.

—¿Qué podría saber un político del siglo pasado de Sam K. Barrows? —me dijo Pris sardónicamente.

—Tranquila, Pris —dije con voz lo más calmada posible—. En serio.

—No nos peleemos —dijo Maury rápidamente—. Todos tenemos derecho a expresar nuestras opiniones. Creo que deberíamos continuar y enseñarle el Lincoln a Barrows, y si por alguna loca razón…

Se detuvo. El teléfono estaba sonando. Lo cogió.

—SAMA ASOCIADOS. Maury Rock al habla.

Silencio.

Volviéndose hacía nosotros, Maury formó con los labios una palabra: Barrows.

Ya está, me dije. La suerte está echada.

—Sí, señor —decía Maury al teléfono—. Le recogeremos en el aeropuerto de Boise. Sí, le veremos allí.

Su cara brillaba; me guiñó un ojo.

—¿Dónde está el Stanton? —le pregunté a mi padre.

—¿Qué, mein Sohn?

—El simulacro Stanton… no lo veo.

Al recordar su expresión de hostilidad hacia el Lincoln, me levanté y me dirigí hacia donde se encontraba Pris, que intentaba oír la conversación telefónica de Maury.

—¿Dónde está el Stanton? —le dije en voz alta.

—No lo sé. Bundy lo puso por alguna parte. Probablemente está abajo en el taller.

—Espere un momento. —Maury apartó el auricular. Se dirigió hacia mí con una expresión extraña en la cara—. El Stanton está en Seattle. Con Barrows.

—Oh, no —oí decir a Pris.

—Tomó el autobús Greyhound anoche —dijo Maury—. Llegó allí esta mañana y le buscó. Barrows dice que ha tenido una charla muy interesante con él. —Maury cubrió el auricular con una mano—. No ha recibido nuestro telegrama todavía. Está interesado en el Stanton. ¿Le hablo del Lincoln?

—Lo mismo da —dije yo—. Va a recibir el telegrama…

—Señor Barrows —dijo Maury al teléfono—, acabamos de enviarle un telegrama. Sí. Tenemos el simulacro electrónico Lincoln funcionando y es un éxito increíble, aún más que el Stanton. Señor, ¿le acompañará el Stanton en el avión? Estamos ansiosos por verlo de vuelta. —Silencio, y entonces Maury bajó el teléfono una vez más—. Barrows dice que el Stanton le dijo que tiene intención de quedarse en Seattle un día o dos y ver el panorama. Tiene la intención de cortarse el pelo y visitar la biblioteca y si le gusta la ciudad tal vez incluso piense en abrir un bufete de abogado y establecerse allí.

—Por el amor de Dios —dijo Pris, cerrando los puños—. ¡Dile a Barrows que hable con él y lo traiga aquí!

—¿Puede convencerle de que venga con usted, señor Barrows? —dijo Maury al teléfono. Otra vez silencio—. Se ha ido —nos dijo, esta vez sin cubrir el auricular—. Se despidió de Barrows y se marchó.

Frunció el ceño, profundamente inquieto.

—De todas formas, ultima los detalles del vuelo —le dije.

—De acuerdo. —Maury tomó fuerzas y una vez más se dirigió al teléfono—. Estoy seguro de que esa maldita cosa estará bien; tenía dinero, ¿no? —Silencio—. Y usted le dio veinte dólares, además; bien. De todas formas, nos veremos. El Lincoln es aún mejor. Sí, señor. Gracias. Adiós.

Colgó y se quedó mirando al suelo, con los labios fruncidos.

—Ni siquiera me di cuenta de que se había marchado. ¿Crees que estaba molesto por lo del Lincoln? Tal vez, tiene un temperamento endiablado.

—No vale la pena lamentarse en vano —dije yo.

—Cierto —murmuró Maury, mordiéndose el labio—. ¡Y tiene batería para seis meses! Puede que no le veamos hasta el año que viene. Dios mío, hemos invertido miles de dólares en él… ¿y si Barrows nos está mintiendo? Tal vez lo tiene encerrado en algún sótano.

—Si lo tuviera, no vendría a vernos —dijo Pris—. A lo mejor todo esto es para bien; tal vez Barrows no vendría si no fuera por el Stanton, por lo que dijo e hizo… tuvo que verlo y tal vez el telegrama no le habría hecho venir. Y si no hubiera ido a verle, tal vez él no nos habría hecho caso y no tendríamos nada, ¿no?

—Sí —asintió Maury lentamente.

—El señor Barrows es digno de confianza, ¿verdad? —dijo mi padre—. Un hombre con tantas preocupaciones sociales como demuestra esa carta que me enseñó mi hijo sobre la casa de pobres que está protegiendo.

Maury volvió a asentir lentamente.

—Sí, Jerome —dijo Pris, palmeando a mi padre en el brazo—. Es un tipo con un gran sentido cívico. Le gustará.

Mi padre miró a Pris y luego a mí.

—Parece que todo está saliendo bien, nicht Wahr.

Todos asentimos con una mezcla de alegría y miedo. La puerta se abrió y en ella apreció Bob Bundy con una hoja de papel doblado.

—Una carta del señor Lincoln —me dijo.

La desplegué. Era una breve nota de simpatía.

Sr. Louis Rosen

Mi querido señor:

Desearía informarme sobre su estado, con la esperanza de que haya experimentado una mejoría. Sinceramente suyo,

A. LINCOLN

—Iré a darle las gracias —le dije a Maury.

—Hazlo —me contestó él.