6

Después de haberle dicho al doctor Horstowski que yo era un simulacro, no pude quitarme la idea de la cabeza. Una vez había existido un auténtico Louis Rosen pero ahora había muerto y yo ocupaba su lugar, engañando a casi todos, incluido yo mismo.

La idea persistió durante la semana siguiente, remitiendo cada día, pero sin desaparecer del todo.

Y, sin embargo, a otro nivel, sabía que era una idea absurda, sólo un montón de tonterías que se me habían ocurrido por causa de mi resentimiento hacia el doctor Horstowski.

El efecto inmediato de tal idea fue hacerme estudiar el simulacro de Edwin M. Stanton. Cuando llegué a la oficina después de mi visita al médico, le pregunté a Maury dónde podía encontrar aquella cosa.

—Bundy le está suministrando una nueva cinta de datos. Pris apareció con una biografía de Stanton con material nuevo —dijo Maury, y siguió leyendo sus cartas.

Encontré a Bundy en el taller con el Stanton; ya había terminado y lo estaba ensamblando. Ahora le hacía preguntas.

—Andrew Johnson traicionó a la Unión por su incapacidad de concebir los Estados rebeldes como… —Al verme, Bundy se interrumpió—. Hola, Rosen.

—Quiero hablar con esa cosa, ¿de acuerdo?

Bundy se marchó, dejándome solo con el Stanton. Estaba sentado en un sillón tapizado de marrón y tenía un libro abierto en el regazo. Me miró fijamente.

—Señor —le dije—, ¿me recuerda?

—Sí, señor. Le recuerdo. Es usted el señor Louis Rosen de Boise, Idaho. Recuerdo una velada muy interesante con su padre. ¿Se encuentra bien?

—No tan bien como desearía.

—Lástima.

—Señor, me gustaría hacerle una pregunta. ¿No le parece extraño que aunque nació usted hacia el mil ochocientos esté aún vivo en mil novecientos ochenta y dos? ¿Y no le parece extraño ser desconectado de vez en cuando? ¿Y que esté hecho de transistores y relés? Antes no lo era, porque en mil ochocientos no existían transistores ni relés.

Hice una pausa esperando.

—Sí —coincidió el Stanton—, son cosas extrañas. Tengo aquí un volumen —levantó su libro— que trata de la nueva ciencia de la cibernética y esta ciencia ha vertido un poco de luz sobre mi perplejidad.

Eso me excitó.

—¡Su perplejidad!

—Sí, señor. Durante mi estancia con su padre discutí materias sorprendentes de esa naturaleza con él. Cuando considero la brevedad de mi vida, consumida en la eternidad, y el pequeño espacio que ocupo en la infinita inmensidad de espacios que no conozco y que no me conocen, tengo miedo.

—Yo pensaría lo mismo —dije.

—Tengo miedo, señor, y me pregunto por qué estoy aquí y no allí. Porque no hay razón para que tenga que estar aquí en vez de allí, ahora en vez de entonces.

—¿Ha llegado a alguna conclusión?

El Stanton se aclaró la garganta, sacó un pañuelo de lino y se sonó cuidadosamente la nariz.

—Me parece que el tiempo debe de moverse en extraños saltos, pasando sobre épocas intermedias. Pero no sé por qué tengo que hacer una cosa, o incluso cómo. En un cierto punto, la mente no puede llegar más lejos.

—¿Quiere oír mi teoría?

—Sí, señor.

—Sostengo que ya no hay ningún Edwin M. Stanton ni ningún Louis Rosen. Los hubo una vez, pero están muertos. Somos máquinas.

El Stanton me miró, con la cara redonda y arrugada, contraída.

—Es posible que haya algo de verdad en eso —dijo por fin.

—Y Maury Rock y Pris Frauenzimmer nos diseñaron y Bob Bundy nos construyó —dije—. Y ahora mismo están trabajando en el simulacro de Abraham Lincoln.

La cara redonda y arrugada se ensombreció.

—El señor Lincoln está muerto.

—Lo sé.

—¿Quiere decir que le harán regresar?

—Sí.

—¿Por qué?

—Para impresionar al señor Barrows.

—¿Quién es el señor Barrows?

La voz del anciano se apagó.

—Un multimillonario que vive en Seattle, Washington. Fue la influencia que hizo que los corredores de fincas empezaran a vender parcelas en la Luna.

—Señor, ¿ha oído hablar de Artemus Ward?

—No —admití.

—Si el señor Lincoln es revivido usted estará sujeto a interminables selecciones humorísticas de los escritos del señor Ward.

Frunciendo el ceño, el Stanton recogió su libro y se puso a leer una vez más. Tenía la cara roja y sus manos temblaban. Obviamente había dicho algo erróneo.

Realmente no sabía mucho sobre Edwin M. Stanton. Ya que todo el mundo hoy adora a Abraham Lincoln, no se me había ocurrido que el Stanton sintiera de otro modo. Pero uno vive y aprende. Después de todo, la conducta del simulacro se había formado hacía más de un siglo, y no se puede hacer gran cosa para cambiar una conducta tan antigua.

Me excusé —el Stanton apenas levantó la vista y asintió—, y me dirigí a la biblioteca calle abajo. Quince minutos más tarde tenía la Enciclopedia Británica desplegada sobre una mesa. Busqué información sobre Lincoln y Stanton y luego sobre la Guerra Civil.

El artículo sobre Stanton era breve, pero interesante. Stanton había odiado a Lincoln; el viejo había pertenecido al Partido Demócrata, y odiaba y desconfiaba del Partido Republicano. Describía a Stanton como una persona áspera, cosa que yo ya había advertido, y hablaba de muchas pugnas con generales, especialmente con Sherman. El artículo decía, además, que el viejo fue bueno en su trabajo a las órdenes de Lincoln, despidió a contratistas fraudulentos y mantuvo a las tropas bien equipadas. Y al final de las hostilidades pudo desmovilizar a 800.000 hombres, algo nada fácil después de una sangrienta Guerra Civil.

El problema no había empezado hasta la muerte de Lincoln. Había estado en el aire cierto tiempo, entre Stanton y el Presidente Johnson; en realidad, parecía que el Congreso iba a hacerse cargo y sería el único cuerpo gobernante. Mientras leía el artículo empecé a hacerme una idea bastante buena del viejo. Era un auténtico tigre. Tenía un temperamento violento y una lengua afilada. Casi expulsó a Johnson y estuvo a punto de proclamarse dictador militar.

Pero la Británica también añadía que Stanton era completamente honesto y un patriota genuino.

El artículo sobre Johnson decía claramente que Stanton era desleal a sus jefes y estaba coligado con sus enemigos. Llamaba repugnante a Stanton. Era un milagro que Johnson no hubiera despedido al viejo.

Cuando devolví los volúmenes de la Británica en sus estantes suspiré aliviado: sólo en aquellos artículos se podía respirar la atmósfera de puro veneno que reinaba en aquellos días, las intrigas y los odios, como algo salido de la Rusia medieval. En realidad, todos los complots al final de la vida de Stalin eran muy parecidos.

Mientras regresaba lentamente a la oficina, pensé: «¿Un amable anciano? ¡Un cuerno!». La combinación Rock-Frauenzimmer había despertado a algo más que a un hombre; había despertado a alguien que había sido una fuerza horrible y temible en la historia de este país. Mejor podrían haber hecho un simulacro de Zachary Taylor. No había duda de que había sido Pris y su mente perversa y nihilista quienes habían forjado este plan, este tipo concreto de entre todos los miles y millones posibles. ¿Por qué no Sócrates? ¿O Gandhi?

Y ahora esperaban tranquila y felizmente dar vida a un segundo simulacro: alguien hacia quien Edwin M. Stanton había sentido gran animosidad. ¡Idiotas!

Allí, a no más de una docena de metros de distancia, en la más grande de las mesas de trabajo de SAMA estaba la masa de circuitos medio terminados que un día sería el Lincoln. ¿Le había hecho algo el Stanton? ¿Había relacionado esta confusión electrónica con lo que yo había dicho? Eché una ojeada al nuevo simulacro. No parecía que nadie hubiera estado manoseándolo de manera inadecuada. Se notaba el cuidadoso trabajo de Bundy, nada más. Seguramente, si el Stanton hubiera hecho algo en mi ausencia se notarían algunos segmentos rotos o quemados. No vi nada así.

Pensé que Pris probablemente estaría en casa, poniendo los últimos detalles en las mejillas hundidas del caparazón del Abraham Lincoln que albergaría todas esas partes. Aquello, en sí, era un trabajo delicado. La barba, las manos grandes, las piernas huesudas, los ojos tristes. Un campo para que su creatividad, su alma artística tuvieran rienda suelta. No aparecería hasta que hubiera hecho un trabajo superior.

Volví a subir la escalera y me enfrenté a Maury.

—Escucha, amigo. Esa cosa, Stanton, va a pegarle un tiro al Honesto Abe en la cabeza. ¿O no te has molestado en leer los libros de historia? —Y entonces lo comprendí—. Tuviste que leer los libros para hacer las cintas de instrucciones. ¡Así que sabes mejor que nadie lo que siente el Stanton hacia Lincoln! ¡Sabes que está dispuesto a lanzarse al cuello de Lincoln en cualquier momento!

—No me mezclo con la política. —Maury soltó sus cartas por un momento, suspirando—. El otro día fue mi hija, ahora es el Stanton. Siembre hay algún horror oculto. Tienes la mente de una criada vieja, ¿lo sabías? Lárgate y déjame trabajar.

Bajé la escalera y volví al taller.

Allí, como antes, estaba sentado el Stanton, pero ahora ya había terminado su libro. Estaba reflexionando.

—Joven —me llamó—, deme más información sobre ese Barrows. ¿Dijo que vive en el Capitolio?

—No, señor, en el Estado de Washington. Le expliqué dónde estaba.

—¿Y es cierto, como me ha dicho el señor Rock, que ese Barrows hizo que la Feria Mundial se celebrara en esa ciudad debido a su gran influencia?

—Eso he oído. Naturalmente, cuando un hombre es tan rico y excéntrico se inventan todo tipo de leyendas en torno a su persona.

—¿Se celebra aún la Feria?

—No, eso fue hace años.

—Lástima —murmuró el Stanton—. Quería ir.

Aquello me conmovió. Una vez más reexperimenté mi primera impresión de que en muchos aspectos era más humano que nosotros, Dios nos ayude, que Pris o Maury o incluso yo, Louis Rosen. Sólo mi padre le superaba en dignidad. El doctor Horstowski…, otra criatura sólo parcialmente humana, empequeñecido por este simulacro electrónico. ¿Qué me dices de Barrows? ¿Cómo será al compararlo cara a cara con el Stanton?

¿Y el Lincoln? Me preguntaba cómo nos sentiríamos ante él y qué aspecto tendríamos.

—Me gustaría conocer su opinión sobre la señorita Frauenzimmer, señor —le dije al simulacro—. Si puede concederme unos minutos.

—Puedo hacerlo, señor Rosen.

Me senté en un neumático de camión frente a su silla.

—Conozco a la señorita Frauenzimmer desde hace algún tiempo. No estoy seguro de cuánto precisamente. Pero no importa. Nos conocemos. Ella ha salido recientemente de la Clínica Médica Kasanin en Kansas City, Missouri, y ha vuelto con su familia. De hecho, vivo en la casa de los Frauenzimmer. Tiene los ojos de color gris claro y mide un metro setenta. Me han dicho que ha perdido peso. No puedo decir sino que me parece hermosa. Ahora, en cuanto a temas más profundos, aunque sea emigrante es de lo más valioso, pues está embebida de la visión norteamericana, es decir que una persona sólo está limitada por su capacidad y puede llegar adonde quiera en la vida gracias a esa capacidad. Eso no quiere decir, sin embargo, que todos los hombres puedan promocionarse de la misma manera; lejos de eso. Pero la señorita Frauenzimmer tiene bastante razón al no aceptar cualquier trabajo que niegue la expresión de esas habilidades y siente cualquier intrusión con un destello de fuego en sus ojos grises.

—Parece que ha reflexionado usted mucho —dije.

—Señor, es un tema que merece cierta consideración. Usted mismo lo ha sacado a colación, ¿no? —Sus fríos ojos chispearon un instante—. La señorita Frauenzimmer es básicamente buena de corazón. Es un poco impaciente, y tiene mucho temperamento. Pero el temperamento es el yunque de la justicia, sobre el cual deben forjarse los duros hechos de la realidad. Los hombres sin temperamento son como animales sin vida; es la chispa que vuelve un montón de pelo, piel, carne y grasa en una expresión viva del Creador.

Tengo que admitir que me impresionó la arenga del Stanton.

—Lo que me preocupa de Priscilla —continuó el Stanton— no es su fuego y su espíritu. Cuando confía en su corazón, lo hace correctamente. Pero Priscilla no oye siempre los dictados de su corazón. Lamento decirlo, señor, a menudo presta atención a los dictados de su cabeza. Y aquí empiezan las dificultades.

—Ah —dije.

—Pues la lógica de una mujer no es la lógica del filósofo. De hecho, es una sombra viciada y pálida del conocimiento del corazón y, como sombra más que como entidad, no es una guía apropiada. Las mujeres, cuando oyen a su mente y no a su corazón, se equivocan rápidamente, y esto puede verse fácilmente en el caso de Priscilla Frauenzimmer. Pues cuando se deja guiar por esto, se vuelve mala.

—¡Ah! —exclamé, excitado.

—Exactamente —asintió el Stanton, y me señaló con el dedo—. Usted también, señor Rosen, ha advertido esa sombra, esa frialdad especial que emana de la señorita Frauenzimmer. Y veo que eso le ha llenado de preocupación, igual que a mí. No sé cómo se enfrentará con esto en el futuro, pero debe hacerlo. Pues el Creador quiso que estuviera en paz consigo misma, y en este mismo momento no lo está con esa faceta fría, impaciente y abundantemente razonable y calculadora de su personalidad. Ella tiene lo que muchos de nosotros hemos encontrado en nuestro interior: una tendencia a permitir la insidiosa entrada de una filosofía pobre y ciega en nuestras transacciones diarias, aquellas que tenemos con nuestros amigos, con nuestros vecinos… y nada es más peligroso que este compendio pueril, antiguo, y venerado de opinión, creencia, prejuicio y las ciencias del pasado ahora descartadas… Todos esos frutos del racionalismo forman una fuente estéril y truncada para sus hechos; mientras que si simplemente se plegara y escuchara oiría la expresión individual y completa de su propio corazón, de su propio ser.

El Stanton dejó de hablar. Había terminado su discurso sobre el tema de Pris. ¿De dónde lo había sacado? ¿Se lo había inventado? ¿O Maury había colado el discurso allí en una cinta de instrucciones, dispuesto a ser usado en una ocasión semejante? Desde luego, no sonaba a Maury. ¿Era responsable la propia Pris? ¿Insertar en la boca de este artilugio mecánico este penetrante análisis de ella misma era alguna extraña ironía suya? Tenía la sensación de que sí. Demostraba el gran proceso esquizofrénico aún activo en ella. No pude dejar de comparar esto con las breves respuestas que me había dado el doctor Horstowski.

—Gracias —le dije al Stanton—. Tengo que admitir que estoy muy impresionado por sus observaciones sobre la marcha.

—Sobre la marcha —repitió él.

—Sin haberlas meditado.

—Pero si las he meditado muchísimo, señor. Me he preocupado enormemente por la señorita Frauenzimmer.

—Yo también.

—Y ahora, señor, le estaría muy agradecido si me hablara del señor Barrows. Tengo entendido que ha mostrado interés hacía mi persona.

—Tal vez pueda conseguirle el artículo de Look. La verdad es que no le conozco personalmente. Hablé hace poco con su secretaria, y tengo una carta suya.

—¿Puedo ver la carta?

—La traeré mañana.

—¿Tuvo también la impresión de que el señor Barrows está interesado en mí?

El Stanton me miró con intensidad.

—Eso… eso me pareció.

—Parece que duda.

—Debería hablar con él usted mismo.

—Tal vez lo haga —reflexionó el Stanton, rascándose la nariz con un dedo—. Le pediré al señor Rock o a la señorita Frauenzimmer que me lleven allí y me dejen asistir a una reunión cara a cara con el señor Barrows.

Meneó la cabeza. Evidentemente había tomado su decisión.