5
Durante las dos semanas siguientes, las predicciones de Maury sobre la caída de los órganos electrónicos Rosen parecieron cumplirse. Todos los camiones reportaron pocas ventas. Y vimos que los de Hammerstein empezaban a anunciar uno de sus órganos por menos de mil dólares. Por supuesto, su precio no incluía gastos de envío ni del banco, pero seguía siendo una mala noticia para nosotros.
Mientras tanto, el Stanton entraba y salía de nuestra oficina. A Maury se le ocurrió la idea de construir un salón de ventas y hacer que el Stanton mostrara las espinetas. Me pidió permiso para llamar a un contratista que reconstruyera la planta baja del edificio; el trabajo empezó, mientras el Stanton ayudaba a Maury con el correo y escuchaba lo que iba a tener que hacer cuando se terminara el salón de ventas. Maury le sugirió que se afeitara la barba, pero después de una discusión, olvidó su idea y el Stanton continuó como siempre, con sus largas patillas blancas.
—Más adelante —me explicó Maury cuando el Stanton no estaba presente—, voy a demostrárselo. Estoy en proceso de acabar un contrato de ventas a ese efecto.
Me explicó que tenía la intención de introducir la técnica de ventas en el cerebro del Stanton en forma de una cinta de instrucciones. De esa manera no habría discusiones, como había sucedido con las patillas.
Todo el tiempo Maury se encargó de preparar un segundo simulacro. Estaba en un camión-taller de reparaciones de SAMA, en una de las carreteras, en proceso de ensamblaje. El jueves, las fuerzas que decretaron nuestra nueva dirección me permitieron verlo por primera vez.
—¿Quién va a ser? —pregunté, estudiándolo con pesadumbre.
No era más que un gran conjunto de solenoides, cables, circuitos y similares, todos montados sobre paneles de aluminio. Bundy estaba atareado probando una mónada central; tenía un voltímetro en mitad de los cables, y estudiaba las lecturas del aparato.
—Éste es Abraham Lincoln —dijo Maury.
—Te has vuelto loco.
—En absoluto. Quiero algo realmente grande para llevarlo a Barrows cuando le visite el mes que viene.
—Oh, ya veo. No me has hablado de eso.
—¿Creías que iba a rendirme?
—No —admití—. Sabía que no te rendirías; te conozco.
—Tengo instinto —dijo Maury.
La tarde siguiente, tras algunas sombrías reflexiones, busqué en la guía el número del doctor Horstowski. La consulta del psiquiatra externo de Pris estaba en la mejor zona residencial de Boise. Le llamé y le pedí una cita lo antes posible.
—¿Puedo preguntar quién le recomendó? —dijo su enfermera.
—La señorita Priscilla Frauenzimmer —contesté con disgusto.
—Muy bien, señor Rosen. El doctor Horstowski puede verle mañana a la una y media.
Técnicamente, se suponía que yo tenía que estar en la carretera de nuevo, buscando comunidades donde mandar nuestros camiones. Se suponía que tenía que estar haciendo mapas e insertando anuncios en los periódicos. Pero desde la llamada que Maury había hecho a Barrows algo había cambiado en mi interior.
Tal vez tenía que ver con mi padre. Desde el día que puso los ojos en el Stanton y descubrió que no era más que una máquina que parecía un hombre, se había debilitado progresivamente. En vez de acudir a la fábrica todas las mañanas se quedaba en casa, normalmente pegado al televisor; las veces que le vi tenía una expresión preocupada y sus facultades parecían mermadas.
Se lo mencioné a Maury.
—Pobre hombre —dijo Maury—. Louis, odio tener que decirlo, pero Jerome está chocheando.
—Me doy cuenta.
—No podrá seguir compitiendo mucho tiempo.
—¿Qué sugieres que haga?
—Apártale de los sobresaltos y la pugna del mercado. Consulta con tu madre y con tu hermano; descubre qué afición ha querido tener siempre Jerome. Tal vez montar maquetas de los aviones de la primera guerra mundial, como el Fokker Triplano o el Spad. Deberías averiguarlo, Louis, por el pobre hombre. ¿Te parece bien, amigo?
Asentí.
—En parte es culpa tuya —dijo Maury—. No te has preocupado por él adecuadamente. Cuando un hombre llega a su edad necesita apoyo. No me refiero a apoyo financiero. Quiero decir…, demonios, quiero decir espiritual.
Al día siguiente fui a Boise y, a la una y veinte, aparqué ante el moderno edificio de oficinas del doctor Horstowski.
Cuando el doctor Horstowski apareció en el recibidor para acompañarme a su despacho, me encontré frente a un hombre que parecía un huevo. Su cuerpo era redondo; su cabeza era redonda; llevaba gafitas redondas, no había ninguna línea recta en él, y cuando andaba avanzaba como si estuviera rodando. Su voz era también leve y suave. Y, sin embargo, cuando entré en su despacho y me senté y le miré de cerca, vi que había otro rasgo en él que no había advertido: tenía una nariz grande y ganchuda como el pico de un loro. Y ahora que me daba cuenta, pude oír en su voz un sorprendente tono de gran rudeza.
Se sentó con una libreta de papel de rayas y una pluma, cruzó las piernas y empezó a hacerme una serie de preguntas tontas y rutinarias.
—¿Para qué deseaba verme? —preguntó por fin, en una voz que apenas llegaba al límite de lo audible, pero que al mismo tiempo era claramente inteligible.
—Bueno, tengo el siguiente problema. Soy socio de la firma SAMA ASOCIADOS. Y creo que mi socio y su hija están contra mí y planean a mis espaldas. Especialmente siento que están dispuestos a degradar y destruir a mi familia, en particular a mi anciano padre, Jerome, que ya no tiene fuerzas suficientes para aceptar ese tipo de cosas.
—¿Qué «tipo de cosas»?
—Esta destrucción deliberada y despiadada de la fábrica de órganos electrónicos y espinetas y nuestro sistema de ventas en favor de un esquema loco y grandioso para salvar a la humanidad de ser derrotada por los rusos o algo por el estilo. No puedo averiguar de qué se trata, para ser sincero.
—¿Por qué no puede «averiguarlo»?
Su pluma arañó el papel.
—Porque cambia de un día a otro. —Hice una pausa. La pluma también—. Parece que está diseñado para dejarme indefenso. Como resultado, Maury se hará cargo del negocio y tal vez de la fábrica. Y están mezclados con un personaje increíblemente rico y poderoso, Sam K. Barrows, de Seattle, cuya foto pudo ver usted posiblemente en la portada de la revista Look.
Me callé.
—Vamos. Continúe —anunció él, como si fuera un instructor de retórica.
—Bueno, además, he notado que la hija de mi socio, que es quien lleva las riendas en todo esto, es una expsicótica peligrosa de la que sólo se puede decir que es dura como el hierro y carece de escrúpulos.
Miré al psiquiatra con expectación, pero él no dijo nada ni mostró ninguna reacción visible.
—Pris Frauenzimmer —dije.
Él asintió.
—¿Cuál es su opinión? —pregunté.
—Pris es una personalidad dinámica —dijo el doctor Horstowski, chasqueando la lengua y mirando sus notas.
Esperé, pero eso fue todo.
—¿Cree que es mi mente? —pregunté.
—¿Cuál cree que es su motivo para hacer todo esto? —me preguntó.
Eso me cogió por sorpresa.
—No lo sé. ¿Es asunto mío averiguarlo? Demonios, quieren venderle los simulacros a Barrows y hacerse de oro, ¿qué más? Supongo que ganar un montón de prestigio y poder, tienen sueños maníacos.
—¿Y usted se interpone en su camino?
—Eso es.
—Usted no tiene sueños así.
—Soy realista. O al menos intento serlo. En lo que a mí respecta, ese Stanton… ¿lo ha visto usted?
—Pris vino una vez con él. Se quedó en la sala de espera mientras la atendía.
—¿Qué hizo?
—Leyó la revista Life.
—¿No le puso la piel de gallina?
—Creo que no.
—¿No le asustó pensar que esos dos, Maury y Pris, pudieran imaginar una cosa tan antinatural y peligrosa como ésa?
El doctor Horstowski se encogió de hombros.
—¡Cristo! —dije amargamente—, está usted aislado. Está a salvo en su consulta. ¿Qué le puede importar lo que suceda en el mundo?
El doctor Horstowski me dirigió lo que parecía ser una sonrisa fugaz pero relamida. Aquello me puso furioso.
—Doctor, Pris está jugando con usted de manera cruel. Me envió aquí. Soy un simulacro, como el Stanton. Se suponía que no podía descubrir el pastel, pero no puedo continuar más. Sólo soy una máquina, hecha de circuitos e interruptores. ¿Ve lo siniestro que es todo esto? Se lo ha hecho incluso a usted. ¿Qué le parece?
—¿Me dijo usted si está casado? —dijo el doctor Horstowski tras escribir esto—. En ese caso, ¿cuál es el nombre de su esposa, qué tiene y a qué se dedica? ¿Y dónde nació?
—No estoy casado. Tuve una novia, una chica italiana que cantaba en un club nocturno. Era alta y tenía el pelo negro. Se llamaba Lucrezia, pero nos pedía que la llamáramos Mimi. Más tarde murió de tuberculosis. Eso fue después de que rompiéramos. Nos peleábamos mucho.
El psiquiatra anotó cuidadosamente todos estos hechos.
—¿No va a contestar a mi pregunta? —dije.
Fue inútil. El psiquiatra, si es que reaccionó de alguna manera al ver el simulacro sentado en su consulta leyendo Life, no iba a revelarlo. O tal vez no tuvo ninguna; tal vez no le importaba a quién pudiera encontrar leyendo sus revistas: tal vez había aprendido hacía mucho tiempo a aceptar a cualquiera que encontrara allí.
Pero al menos pude conseguir que me diera una respuesta sobre Pris, a quien yo consideraba aún peor que al simulacro.
—Tengo mi revólver del cuarenta y cinco y las balas —dije—. Es todo lo que necesito, ya llegará la ocasión. Es sólo cuestión de tiempo antes de que ella intente la misma crueldad con alguien más como hizo conmigo. Considero que es mi sagrado deber eliminarla.
Tras escrutarme, Horstowski dijo:
—Su problema real, como usted lo ha nombrado, y yo le creo, es la hostilidad que siente, una hostilidad silenciosa y contenida hacia su socio y su hija, que tiene dificultades propias y que está buscando activamente soluciones a su modo lo mejor que puede.
Dicho así, no parecía tan bien. Eran mis propios sentimientos los que me acuciaban, no el enemigo. No había ningún enemigo. Sólo estaba mi propia vida emocional, suprimida y negada.
—Bien, ¿qué puede hacer por mí? —pregunté.
—No puedo hacer que le guste su situación actual. Pero puedo ayudarle a comprenderla. —Abrió un cajón de su escritorio; vi cajas y botellas y sobres de píldoras, un nido de muestras médicas amontonadas. Tras rebuscar, Horstowski sacó un frasquito y lo abrió—. Puedo darle esto. Tome dos al día, una cuando se levante y otra cuando se vaya a la cama. Hubrizina.
Me tendió el frasquito.
—¿Qué es lo que hace?
Me metí el frasquito en el bolsillo.
—Puedo explicárselo porque está usted familiarizado profesionalmente con el Órgano de sensaciones. La Hubrizina estimula la porción anterior de la región espetal del cerebro. La estimulación en esa zona, señor Rosen, le proporcionará mayor sentido de la alerta, más alegría y alivio. Es comparable al Órgano de sensaciones Hammerstein.
Me tendió un pequeño impreso de papel doblado; vi que tenía las instrucciones de Hammerstein en él.
—Pero el efecto de la droga es mucho más intenso; como sabe, la amplitud del postshock producida por el Órgano de sensaciones está severamente limitada por la ley.
Leí críticamente el prospecto. Por Dios, traducido a notas era similar a la Obertura del Cuarteto Dieciséis de Beethoven.
«¡Qué reclamo para los entusiastas del Tercer Período de Beethoven! —pensé—. Con sólo mirar los números me siento mejor.»
—Casi puedo tararear esta droga —dije—. ¿Quiere que lo intente?
—No, gracias. Comprenda que si la drogoterapia no es aplicable en su caso, siempre podremos intentar la extracción de los lóbulos temporales; nos basaremos, naturalmente, en un extenso estudio cerebral que tendrá que realizarse en el Hospital V. C. de San Francisco o en Monte Sión. No tenemos instalaciones aquí. Prefiero que lo evite en la medida de lo posible, ya que frecuentemente se considera que la sección de los lóbulos temporales no puede perderse. El Gobierno ha abandonado su uso en las Clínicas, ya sabe.
—Prefiero no ser intervenido —coincidí—. Tengo amigos que han pasado por eso… pero personalmente me da escalofríos. Déjeme preguntarle una cosa. ¿Tiene por casualidad una droga que, en términos del Órgano de sensaciones, corresponda a fragmentos del Movimiento Coral de la Novena de Beethoven?
—No, que yo sepa —dijo Horstowski.
—Me siento particularmente bien en un Órgano de sensaciones cuando interpreto la parte en que el coro canta Mus’ ein Lieber Vater wohnen, y luego muy alto, como los ángeles, los violines y la soprano cantan como respuesta Ubrem Sternenzelt.
—Debo decir que no estoy familiarizado con todo eso —admitió Horstowski.
—Se están preguntando si existe un Padre Celestial, y entonces la respuesta muy alta es sí, sobre el reino de las estrellas. Esa parte, si puede encontrar la correspondencia en términos de farmacología, podría beneficiarme muchísimo.
El doctor Horstowski sacó una gruesa libreta y empezó a hojearla.
—Me temo que no puedo localizar una píldora que corresponda a eso. Sin embargo, puede consultar con los ingenieros Hammerstein.
—Buena idea.
—Ahora, en lo referente a Pris. Creo que se pasa un poco viéndola como una amenaza. Después de todo, es usted libre de no asociarse con ella para nada, ¿no?
Me miró astutamente.
—Eso creo.
—Pris le ha desafiado. Es una personalidad provocativa… la mayoría de las personas que la conocen, imagino, tienen la misma sensación que usted. Ésa es la forma que tiene Pris de hacerles reaccionar. Probablemente está relacionado con su bagaje científico… es una forma de curiosidad; quiere ver qué es lo que pone nerviosa a la gente —sonrió.
—En ese caso —dije yo—, casi mató al espécimen cuando empezó a investigarlo.
—¿Cómo dice? —Se frotó la oreja—. Sí, un espécimen. A veces percibe a las otras personas de esa manera. Pero yo no dejaría que eso me molestara. Vivimos en una sociedad donde el despegue es casi esencial.
Mientras lo decía, el doctor Horstowski no dejaba de escribir en su libro de citas.
—¿En qué piensa cuando imagina a en Pris? —murmuró.
—En leche.
—¡Leche! —Abrió mucho los ojos—. Interesante. Leche…
—No voy a volver —le dije—, así que no tiene sentido que me dé esa tarjeta.
Sin embargo, la acepté.
—¿Se acabó el tiempo por hoy?
—Lamentablemente, sí —dijo el doctor Horstowski.
—No bromeaba cuando le dije que era uno de los simulacros de Pris. Antes había un Louis Rosen, pero ya no. Ahora sólo estoy yo. Y si algo me pasa, Pris y Maury tienen las cintas de instrucciones para crear otro. Pris hace el cuerpo con azulejos. Está muy bien hecho, ¿verdad? Le engañó a usted, y a mi hermano Chester, y casi a mi padre. Ésa es la razón real por la que se siente tan infeliz, se imaginó la verdad.
Tras decir esto, me despedí con un gesto y salí del despacho, crucé el recibidor y me dirigí a la calle.
Pero usted nunca lo imaginará, doctor Horstowski. Ni en un millón de años. Soy lo bastante bueno para engañarle a usted y al resto de los que son como usted.
Entré en mi Chevrolet Magic Fire y conduje lentamente de regreso a la oficina.