4
Cuando entramos en nuestra oficina, mi hermano Chester llamaba desde Boise para recordarnos que habíamos dejado al Edwin M. Stanton en el salón de casa y nos pedía que por favor nos lo lleváramos.
—Bien, intentaremos acercarnos por allí hoy —le prometí.
—Está sentado donde lo dejaste —dijo Chester. Papá lo conectó unos minutos esta mañana para ver si daba las noticias.
—¿Qué noticias?
—Las de la mañana. El noticiario, como David Brinkley.
Quería decir dar las noticias de verdad. Así que mi familia había decidido que yo tenía razón, era una máquina después de todo, no una persona.
—¿Las dio? —pregunté.
—No —contestó Chester—. Se puso a hablar de la imprudencia antinatural de los comandantes en el campo de batalla.
Cuando colgué el teléfono, Maury dijo:
—Tal vez Pris debería ir a recogerlo.
—¿Tiene coche?
—Puede usar el Jaguar. Sin embargo, creo que deberías ir con ella, por si tu padre aún se interesa.
Más tarde Pris apareció por la oficina, y pronto estuvimos de camino a Boise.
Durante la primera parte del viaje permanecimos en silencio. Pris conducía.
Me miró.
—¿Tienes contactos con alguien que esté interesado en el Stanton? —dijo súbitamente.
—No. Qué pregunta más extraña.
—¿Cuál es tu motivo real para hacer este viaje? Tienes un motivo oculto… irradia por cada poro de tu piel. Si por mí fuera, no te dejaría acercarte a cien metros del Stanton.
Mientras continuaba mirándome, supe que aún me esperaba la sesión de disección.
—¿Por qué no estás casado? —preguntó ella.
—No lo sé.
—¿Eres homosexual?
—¡No!
—¿Te encontró demasiado feo alguna chica de la que te enamoraste?
Gruñí.
—¿Qué edad tienes?
Aquello parecía bastante razonable. Sin embargo, en vista a la actitud general que tenía, no me atreví a contestarlo.
—Hum —murmuré.
—¿Cuarenta?
—No. Treinta y tres.
—Pero tu pelo es gris en las sienes y tienes unos dientes graciosos.
Deseé estar muerto.
—¿Cuál fue tu primera reacción ante el Stanton?
—Pensé: «Vaya caballero de aspecto más distinguido tenemos aquí».
—Estás mintiendo, ¿no?
—¡Sí!
—¿Qué pensaste realmente?
—Pensé: «Vaya caballero de aspecto más distinguido tenemos aquí envuelto en papel de periódico».
—Probablemente eres un viejo chiflado —dijo Pris pensativa—. Así que tu opinión no cuenta para nada.
—Escucha, Pris, alguien va a darte con un canto en los dientes un día de éstos. ¿Comprendes?
—Apenas puedes contener tu hostilidad, ¿no? ¿Es porque has fracasado? Tal vez eres demasiado exigente contigo mismo. Cuéntame tus sueños y tus aspiraciones infantiles y te diré si…
—Ni lo pienses.
—¿Te da vergüenza? —Continuó estudiándome intensamente—. ¿Hacías cosas sexuales vergonzosas, como pone en los libros?
Me sentí a punto de desfallecer.
—Obviamente he tocado un tema sensible —dijo Pris—. Pero no te avergüences. Ya no lo haces, ¿no? Supongo que aún podrías hacerlo… No estás casado, y las normales vías de escape sexual te están negadas. —Reflexionó sobre esto—. Me pregunto qué es lo que hace Sam respecto al sexo.
—¿Sam Vogel? ¿Nuestro conductor que ahora está en Reno, estado de Nevada?
—No. Sam K. Barrows.
—Estás obsesionada —dije—. Tus pensamientos, tu forma de hablar, la manera en que embaldosas el baño, tu relación con el Stanton.
—El simulacro es brillantemente original.
—¿Qué diría tu analista sobre él?
—¿Milt Horstowski? Se lo conté. Ya lo dijo.
—Cuéntamelo. ¿No dijo que era una compulsión maníaca de algún tipo?
—No. Estuvo de acuerdo en que debería hacer algo creativo. Cuando le hablé del Stanton me alabó y deseó que saliera bien.
—Probablemente le mentiste.
—No. Le conté la verdad.
—¿Le hablaste de volver a librar la Guerra Civil con robots?
—Sí. Dijo que era atractivo.
—Jesucristo. Están todos locos.
—Todos menos tú, amiguito —dijo ella, alargando una mano y revolviéndome el pelo—. ¿Verdad?
No pude decir nada.
—Te tomas las cosas demasiado en serio —acusó Pris—. Relájate y disfruta de la vida. Eres un tipo anal. Encadenado al deber. Deberías aflojar esos esfínteres por una vez y ver cómo te sientes. Quieres ser malo; ése es el deseo secreto del tipo anal. Sin embargo, siente que tiene que cumplir con su deber por eso es tan pedante y tiene tantas dudas todo el tiempo. Como esto; tienes dudas sobre esto.
—No tengo dudas. Sólo tengo una sensación de amenaza absoluta.
Pris se echó a reír y me alborotó el pelo.
—Es gracioso —dije—. Mi peor miedo.
—No es un miedo abrumador lo que sientes —dijo Pris casualmente—. Es simplemente un poco de ansia carnal y natural. En parte por mí. En parte por el dinero. Un poco por el poder. Un poco por la fama. —Indicó una cantidad pequeña con los dedos—. Aproximadamente esto es el total. Éste es el tamaño de tus grandes emociones abrumadoras.
Me miró perezosamente, disfrutando.
Seguimos viajando.
En Boise, en casa de mis padres, recogimos el simulacro, lo volvimos a envolver con periódicos y lo metimos en el coche. Regresamos a Ontario y Pris me dejó en la oficina. Charlamos poco durante el viaje de vuelta; Pris estaba retraída y yo hervía de ansiedad y resentimiento hacía ella. Mi actitud parecía divertirla. Sin embargo, fui lo bastante listo para mantener la boca cerrada.
Cuando entré en la oficina, encontré a una mujer morena, bajita y regordeta esperándome. Llevaba un grueso abrigo y un maletín.
—¿Señor Rosen?
—Sí —contesté, preguntándome si traía alguna citación judicial.
—Soy Colleen Nild. De la oficina del señor Barrows. El señor Barrows me pidió que viniera a verle, si dispone de un momento.
Tenía una voz baja e insegura y pensé que parecía la sobrina de alguien.
—¿Qué quiere el señor Barrows? —pregunté cautelosamente, indicándole una silla.
Me senté frente a ella.
—El señor Barrows me ha dado una copia para usted de una carta que ha preparado para la señorita Pris Frauenzimmer.
De hecho, sacó tres hojas de papel cebolla. Me parecieron un poco confusas, pero obviamente era correspondencia comercial mecanografiada muy correctamente.
—Son ustedes la familia Rosen de Boise, ¿verdad? ¿Los que proponen la construcción de los simulacros?
Al echar un vistazo a la carta, vi que la palabra Stanton aparecía una y otra vez, Barrows contestaba a una carta de Pris que tenía que ver con el tema. Pero no pude comprender los pensamientos de Barrows; todo era demasiado confuso.
De pronto lo capté todo.
Barrows, obviamente había malinterpretado a Pris. Pensaba que la idea de volver a librar la Guerra Civil con simulacros electrónicos, manufacturados en nuestra fábrica de Boise, era una empresa cívica, un esfuerzo patriótico de buena voluntad para mejorar la educación, no una propuesta de negocios. Eso es, me dije. Sí, tenía razón; Barrows le estaba dando las gracias por su idea, por pensar en él en conexión con ella… pero, decía, recibía solicitudes de este tipo diariamente, y ya estaba muy ocupado con otras cosas. Por ejemplo, gran parte de su tiempo lo dedicaba a luchar para condenar una empresa de material bélico en alguna parte de Oregon… La carta se volvía tan vaga en este punto que perdí el hilo por completo.
—¿Puedo quedarme con esto? —le pregunté a la señorita Nild.
—Hágalo, por favor. Y si quisiera hacer algún comentario, estoy segura de que al señor Barrows le interesará lo que diga.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando usted para el señor Barrows?
—Ocho años, señor Rosen.
Parecía feliz por ello.
—¿Es multimillonario, como dicen los periódicos?
—Supongo que sí, señor Rosen.
Sus ojos marrones parpadearon, aumentados por sus gafas.
—¿Trata bien a sus empleados?
Ella sonrió sin contestar.
—¿De qué trata ese proyecto inmobiliario de Green Peach Hat del que habla el señor Barrows en la carta?
—Ése es un término empleado para describir a Gracious Prospect Heights, uno de los mayores desarrollos de casas múltiples en el noroeste del Pacífico. El señor Barrows siempre lo ha llamado así, aunque originalmente fue un término despectivo. La gente que quería derribarlo inventó el término y el señor Barrows lo tomó (el término, quiero decir), para proteger a la gente que vivía allí, para que no se sintiera discriminada. Lo apreciaron. Enviaron una carta dándole las gracias por su ayuda en bloquear los procedimientos de condena, hubo casi dos mil firmas.
—Entonces ¿la gente que vive allí no quiere que lo derriben?
—Oh no. Son fieramente leales. Un grupo de santurrones, amas de casa y miembros de algunas sociedades se han puesto en contra, pero lo que se proponen es incrementar el valor de sus propiedades. Quieren que la tierra se use para hacer un club de campo o algo por el estilo. Se han bautizado como Comité de Ciudadanos del Noroeste para una Mejor Vivienda. Los lidera una tal señora Devorac.
Recordé que había leído algo sobre ella en los periódicos de Oregon, se movía en los círculos de moda, siempre relacionada con causas para defender. Su foto aparecía regularmente en primera página de la segunda sección.
—¿Por qué quiere salvar el señor Barrows esa casa?
—Le irrita la idea de que los ciudadanos norteamericanos sean privados de sus derechos. La mayoría son gente pobre. No tienen dónde ir. El señor Barrows comprende cómo se sienten porque él vivió en casas de una sola habitación durante años… ¿Sabe que su familia no tenía más dinero que cualquier otra? ¿Que él ganó su dinero con su propio trabajo y esfuerzo?
—Sí —respondí. Parecía esperar que continuara, así que dije—: Es hermoso que aún pueda identificarse con la clase trabajadora, aunque ahora sea multimillonario.
—Ya que la mayor parte de su dinero lo ganó con bienes inmobiliarios, es muy consciente de los problemas a los que la gente se enfrenta en su esfuerzo por conseguir una casa digna.
Para las damas de sociedad como Silvia Devorac, Green Peach Hat es simplemente un feo conglomerado de viejos edificios; ninguna de ellas ha entrado en uno; nunca se les ocurriría hacerlo.
—Sabe —dije—, oír hablar así del señor Barrows me hace pensar que nuestra civilización no se está hundiendo.
Ella me dirigió una sonrisa cálida e informal.
—¿Qué sabe sobre el simulacro electrónico Stanton? —le pregunté.
—Sé que se ha construido uno. La señorita Frauenzimmer lo mencionó en sus contactos con el señor Barrows, tanto por carta como por teléfono. Creo que el señor Barrows me dijo que la señorita Frauenzimmer quería meter el simulacro electrónico Stanton en un autobús Greyhound y que viajara solo hasta Seattle, donde está normalmente el señor Barrows. Ésa sería su manera de demostrar gráficamente su habilidad para mezclarse con los seres humanos sin hacerse notar.
—Excepto por su graciosa perilla y sus ropas pasadas de moda.
—No conocía esos detalles.
—Posiblemente el simulacro podría discutir con un taxista cuál es el camino más corto desde la estación de autobuses a la oficina del señor Barrows —le dije—. Eso sería una prueba adicional de su humanidad.
—Se lo mencionaré al señor Barrows —dijo Colleen Nild.
—¿Conoce el órgano electrónico Rosen o nuestras espinetas?
—No estoy segura.
—La fábrica Rosen de Boise produce los mejores órganos electrónicos que existen. Son muy superiores al Órgano Hammerstein, que emite un sonido no más adecuado que el de una flauta modificada.
—Tampoco sabía eso —dijo la señora o señorita Nild—. Se lo mencionaré al señor Barrows. Siempre ha sido un amante de la música.
Aún estaba leyendo la carta de Barrows cuando regresó mi socio de tomar el café del mediodía. Se la mostré.
—Barrows le escribe a Pris —dijo, sentándose para observarla—. Tal vez lo hemos conseguido, Louis. ¿Podría ser? Supongo que esto no es una creación de la mente de Pris. Cielos es difícil entender a este tipo. ¿Está diciendo que le interesa el Stanton o no?
—Barrows parece decir que de momento está completamente ocupado con un proyecto propio, esa casa de vecinos llamada Green Peach Hat.
—Yo viví allí —dijo Maury—. A finales de los cincuenta.
—¿Cómo es?
—Louis, es el infierno. Tendrían que pegarle fuego. Sólo una cerilla, nada más, ayudaría a ese sitio.
—Algunos tipos coinciden contigo.
—Si quieren que alguien encienda la cerilla, yo lo haré personalmente —dijo Maury con voz tensa—. Puedes venir conmigo. Sam Barrows es el dueño de ese lugar.
—Ah.
—Está ganando una fortuna con los alquileres. El alquiler de suburbios es uno de los mejores negocios que existen hoy día; sacas de un quinientos a un seiscientos por ciento del valor de tu inversión. Bueno, supongo que no podemos dejar que una opinión personal se entrometa en el negocio. Barrows sigue siendo un hombre de negocios y es la mejor persona para avalar los simulacros, aunque sea un ricachón rompehuelgas. Pero ¿dices que en la carta está rehusando la idea?
—Puedes llamarle por teléfono y averiguarlo. Parece que Pris lo ha hecho.
Maury cogió el teléfono y marcó.
—Espera —dije.
Me miró.
—Tengo un mal presentimiento.
—Con el señor Barrows —dijo Maury al teléfono.
Le quité el aparato y colgué.
—¡Qué cobarde! —acusó Maury, lleno de furia. Cogió el auricular y marcó una vez más—. Operadora, se ha cortado la comunicación.
Buscó la carta; tenía el número telefónico en la cabecera. Cogí la carta e hice con ella una pelota y la arrojé al otro lado de la habitación.
Maldiciéndome, Maury colgó.
Nos miramos uno al otro, respirando pesadamente.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó Maury.
—Creo que no deberíamos relacionarnos con un hombre como ése.
—¿Cómo qué?
—¡A quién los dioses destruyen primero le vuelven loco!
Eso le sacudió.
—¿Qué quieres decir? —murmuró, ladeando la cabeza y mirándome como un pájaro—. ¿Crees que estoy loco por llamar? ¿Que debería estar en una Clínica? Tal vez. Pero de todas formas, lo intentaré.
Pescó el pedazo de papel, lo alisó, memorizó el número y volvió junto al teléfono. Marcó otra vez.
—Es nuestro fin —dije.
Hubo una pausa.
—Hola —dijo Maury de repente—. Póngame con el señor Barrows, por favor. Soy Maury Rock, de Ontario, Oregon.
Otra pausa.
—¿Señor Barrows? Soy Maury Rock. —Sonrió de oreja a oreja; se echó hacia adelante, apoyando el codo en el muslo—. Tengo una carta suya dirigida a mi hija, señor, Pris Frauenzimmer… referente a nuestro invento que conmocionará al mundo, el simulacro electrónico personificando al encantador Secretario de la Guerra de Lincoln, Edwin MacMasters Stanton. —Otra pausa y luego me miró—. ¿Le interesa, señor?
Otra pausa, esta vez mucho más larga.
No vas a vendérselo, Maury, me dije.
—Señor Barrows —dijo Maury—. Sí, comprendo lo que quiere decir. Es cierto, señor. Pero déjeme aclarárselo, por si lo ha pasado por alto.
La conversación continuó durante lo que me pareció una eternidad. Por fin, Maury dio las gracias a Barrows, dijo adiós y colgó.
—No cuela —dije.
Él me miró atentamente.
—¡Guau!
—¿Qué dijo?
—Lo mismo que en la carta. Aún no lo ve como una aventura comercial. Cree que somos una organización patriótica. —Parpadeó y sacudió la cabeza, intrigado—. No cuela, como dices.
—Lástima.
—Tal vez sea lo mejor —dijo Maury, pero parecía simplemente resignado, no como si lo creyera.
Algún día lo intentaría de nuevo. Aún tenía esperanza.
Estábamos tan lejos como siempre.