3

Todavía con la esperanza de que mi padre cambiara de opinión, Maury le dejó al Stanton (en depósito, como si dijéramos), y regresamos a Ontario. Ya era casi medianoche, y ya que los dos estábamos deprimidos por la falta de entusiasmo y la testarudez de mi padre, Maury me invitó a pasar la noche en su casa. Acepté contento: sentía la necesidad de compañía.

Cuando llegamos, encontramos a su hija, Pris, a quien yo suponía aún en la Clínica Kasanin en Kansas City, bajo custodia de la Oficina Federal de Salud Mental. Pris, según me ha contado Maury, había estado en custodia del Gobierno Federal desde su tercer año en la escuela; los tests aplicados rutinariamente en las escuelas públicas habían descubierto su «dinamismo de dificultad», como los psiquiatras lo llaman ahora… En lenguaje llano, su condición esquizofrénica.

—Ella te levantará el ánimo —dijo Maury cuando me eché atrás—. Es lo que ambos necesitamos. Ha crecido mucho desde la última vez que la viste; ya no es una niña. Vamos.

Y me tomó del brazo y me hizo entrar en la casa.

Ella estaba sentada en el suelo del comedor vestida con un pijama rosa. Tenía el pelo muy corto y en los años que habían pasado desde la última vez que la vi había perdido peso. A su alrededor había losas de colores; estaba reduciéndolas a trocitos pequeños con un par de grandes alicates.

—Ven a ver el cuarto de baño —dijo, incorporándose de un salto.

La seguí alerta.

En las paredes del baño había dibujado todo tipo de peces y monstruos marinos, incluso una sirena; ya lo había enlosado parcialmente con todos los colores imaginables. La sirena tenía azulejos rojos por pechos, una brillante losa en el centro de cada pecho.

El panorama me repelió y me interesó por igual.

—¿Por qué no le pones bombillitas por pezones? —dije—. Cuando venga alguien y conecte la luz, los pezones se encenderán y le mostrarán el camino.

No había duda de que decidió dedicarse a esta orgía enlosadora debido a los años de terapia ocupacional en Kansas City; los encargados de la Salud Mental promovían cualquier cosa creativa. El Gobierno tiene literalmente cientos de miles de pacientes en varias clínicas por todo el país, todos muy atareados empapelando, pintando, bailando, haciendo joyas, encuadernando libros o cosiendo disfraces. Y todos los pacientes están allí involuntariamente, obligados por la ley. Como Pris, muchos de ellos habían sido recluidos durante la pubertad, que es el momento en que tiende a aparecer la psicosis.

Indudablemente, Pris estaba ahora mucho mejor. O de otro modo no la habrían dejado salir. Pero aún no me parecía normal ni natural. Mientras regresábamos juntos al salón la miré más de cerca; vi una carita pequeña en forma de corazón, pelo negro y, gracias a su extraño maquillaje, los ojos remarcados en negro, produciendo un efecto de Arlequín; los labios casi púrpura. El conjunto de los colores la hacían parecer irreal, casi una muñeca, algo perdido tras la máscara en que había convertido su cara. Y la delgadez de su cuerpo ponía la guinda a todo el conjunto; me parecía una danza de la muerte animada de alguna forma, probablemente no a través de la asimilación normal de alimento sólido y líquido…, tal vez sólo masticaba cáscaras de castaña. Pero, de todas formas, parecía estar bien, aunque un poco extraña. Para mí, sin embargo, parecía menos normal que el Stanton.

—Nenita —le dijo Maury—, dejamos el Edwin M. Stanton en casa del papá de Louis.

—¿Está desconectado? —preguntó ella, alzando la mirada.

Sus ojos ardían con una llama intensa y salvaje que me asustaba y me impresionaba.

—Pris —dije—, los encargados de Salud Mental rompieron el molde cuando te liberaron. Qué chica tan linda y extraña te has vuelto, ahora que has crecido y salido de allí.

—Gracias —dijo ella, sin sentirlo en absoluto. Su tono, en otros tiempos, había sido totalmente llano, no importaba en qué situación se encontrara. Incluyendo las grandes crisis. Y así continuaba.

—Prepárame la cama para que pueda acostarme —le dije a Maury.

Arreglamos juntos la cama de la habitación de invitados: le pusimos sábanas, mantas y una almohada. Su hija no hizo ningún movimiento para ayudarnos; se quedó en el salón cortando azulejos.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en ese mural del cuarto de baño? —pregunté.

—Desde que volvió de K. C., hace ya bastante. Durante las dos primeras semanas tuvo que presentarse a los encargados de Salud Mental de esta zona. No está libre del todo: está a prueba y recibe terapia externa. En realidad podríamos decir que se halla en custodia.

—¿Está mejor o peor?

—Mucho mejor. Nunca te llegué a contar lo mal que estaba antes de que en el instituto la localizaran con el test. No sabíamos qué le pasaba. Francamente, le doy gracias a Dios por el Acta McHeston; si no la hubieran descubierto, si hubiera seguido enfermando, se habría convertido en una paranoica esquizofrénica total o una hebefrénica dilapidadora. Seguramente tendría que estar hospitalizada de modo permanente.

—Parece tan extraña…

—¿Qué te parece el trabajo que está haciendo?

—No aumentará el valor de la casa.

—Claro que sí —replicó Maury.

—He preguntado si está desconectado —dijo Pris, apareciendo en la puerta de la habitación.

Nos miró como si supiera que estábamos hablando de ella.

—Sí —dijo Maury—, a menos que Jerome lo haya vuelto a conectar para discutir con él sobre Spinoza.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté—. ¿Tiene muchos más trucos ocultos? Porque si no, mi padre no va a interesarse mucho tiempo.

—Hace lo mismo que el Edwin M. Stanton original —dijo Pris—. Investigamos su vida a fondo.

Les hice salir a los dos de mi habitación y luego me quité la ropa y me metí en la cama. Al rato oí a Maury dándole las buenas noches a su hija y dirigiéndose a su dormitorio. Y luego no oí nada… excepto, como había esperado el clap-clap de las losas al ser recortadas.

Pasé una hora intentando conciliar el sueño, daba una cabezada y luego me despertaba por causa del ruido. Por fin me levanté, encendí la luz, volví a vestirme, me peiné, me froté los ojos y salí de la habitación. Ella estaba sentada exactamente en el mismo sitio donde la había visto el día anterior, estilo yogui, con un montón enorme de azulejos rotos alrededor.

—No puedo dormir con ese ruido —le dije.

—Es una lástima.

Ella ni siquiera alzó la mirada.

—Soy un invitado.

—Vete a otra parte.

—Sé lo qué significa utilizar los alicates —le dije—. Castrar a miles y miles de machos, uno detrás de otro. ¿Por eso saliste de la Clínica Kasanin? ¿Para estar sentada aquí toda la noche haciendo esto?

—No. Voy a conseguir un empleo.

—¿En qué? El mercado está saturado.

—No me da miedo. No hay nadie como yo en el mundo. Ya he recibido una oferta de una compañía que se encarga de procesar la emigración. Hay una cantidad enorme de trabajo estadístico por hacer.

—Así que es alguien como tú quien decide cuál de nosotros puede salir de la Tierra.

—Lo rechacé. No tengo intención de ser otro burócrata más. ¿Has oído hablar de Sam K. Barrows?

—No —dije.

Pero el nombre me sonaba familiar.

—Salió un artículo sobre él en Look. Cuando tenía veinte años se levantaba todos los días a las cinco de la mañana, comía un cuenco de ciruelas estofadas, corría dos millas por las calles de Seattle, luego regresaba a su habitación para afeitarse y tomar una ducha fría. Y cuando salía, se ponía a estudiar leyes.

—Entonces es abogado.

—Ya no. Mira en la estantería. El ejemplar de Look está por ahí.

—¿Y a mí qué me importa? —dije, pero me puse a buscar la revista.

Naturalmente, en la portada, a color, aparecía la foto de un hombre con el texto:

SAM K. BARROWS,

EL MÁS EMPRENDEDOR DE LOS JÓVENES MILLONARIOS

DE NORTEAMÉRICA

Estaba fechada el 18 de junio de 1981, así que era bastante reciente. Y obviamente allí estaba Sam, corriendo por las calles de Seattle, con unos pantalones caqui y una camiseta gris, sudando felizmente. Era un hombre con la cabeza brillante, los ojos como botones de la cabeza de un muñeco de nieve: sin expresión, pequeños. No había emoción en ellos: sólo la mitad inferior de la cara parecía sonreír.

—Si le vieras en la tele… —dijo Pris.

—Sí. Le he visto —dije. Lo recordé porque hacía más o menos un año me había desagradado. Su forma de hablar era monótona: se acercaba al reportero y le murmuraba las respuestas rápidamente—. ¿Por qué quieres trabajar con él? —pregunté.

—Sam Barrows es el mayor especulador de terrenos que existe. Piénsalo.

—Eso es probablemente porque nos estamos quedando sin tierra. Todos los corredores de fincas se están arruinando porque no hay nada que vender. Sólo hay gente y no hay sitio donde meterla.

Y entonces recordé.

Barrows había resuelto el problema de la especulación de terreno. En una serie de acciones legales de largo alcance, había conseguido que el Gobierno de los Estados Unidos permitiera especular con terrenos de otros planetas. Sam Barrows había abierto él solito el camino para los corredores en la Luna, Marte y Venus. Su nombre pertenecía a la historia para siempre.

—Así que ése es el hombre para el que quieres trabajar —dije—. El hombre que contamina los mundos intactos.

Sus vendedores se dedicaban a vender a lo largo de todos los Estados Unidos sus deslumbrantes solares lunares.

—«Contamina los mundos intactos» —repitió Pris—. Un eslogan de esos conservacionistas.

—Pero es cierto. Escucha, ¿cómo se puede usar el terreno que se compra? ¿Cómo vivir en él? No hay agua, ni aire, ni calor, ni…

—Ya se proveerá —dijo Pris.

—¿Cómo?

—Eso es lo que convierte a Barrows en el hombre más grande que existe. Su visión. Empresas Barrows trabaja día y noche…

Guardamos un silencio forzado.

—¿Has hablado alguna vez con Barrows? —pregunté—. Una cosa es tener un héroe: eres joven y es natural que adores a un tipo que aparece en las portadas de las revistas y en la tele y es rico y él solo ha abierto la Luna a los tiburones y a los especuladores de terreno. Pero hablabas de conseguir un empleo.

—Solicité trabajo en una de sus compañías —dijo Pris—. Y les dije que quería verle personalmente.

—Y se rieron.

—No, me enviaron a su despacho. Él me escuchó durante un minuto entero. Luego, naturalmente, tuvo que encargarse de otros asuntos; me enviaron a la oficina del encargado de personal.

—¿Qué le dijiste en ese minuto?

—Le miré. Me miró. No le has visto en persona. Es increíblemente guapo.

—En la tele es un adefesio.

—Le dije que podía cribarle los intrusos. Nadie que le hiciera perder el tiempo podría pasar si yo fuera su secretaria. Sé ser dura y a la vez nunca rechazo a nadie que interese. Verás, puedo abrir el paso y cerrarlo. ¿Comprendes?

—Pero ¿sabes abrir cartas? —pregunté.

—Tienen máquinas que lo hacen.

—Tu padre lo hace. Ése es el trabajo de Maury con nosotros.

—Y por eso nunca he intentado trabajar para vosotros —dijo Pris—. Porque sois patéticamente pequeños. Apenas existís. No, no sé abrir cartas. No puedo hacer trabajos rutinarios. Te diré qué es lo que puedo hacer. Fue idea mía construir el simulacro de Edwin M. Stanton.

Me sentí profundamente incómodo.

—A Maury no se le habría ocurrido —dijo—. Bundy es un genio. Tiene inspiración. Pero es un idiota: el resto de su cerebro está totalmente deteriorado por el proceso hebefrénico. Yo diseñé el Stanton y él lo construyó, y es un éxito; ya lo has visto. Ni siquiera quiero o necesito el éxito, fue divertido. Mira esto. —Volvió a su trabajo de cortar azulejos—. Trabajo creativo.

—¿Qué hizo Maury? ¿Atarle los cordones de los zapatos?

—Maury fue el organizador. Se encargó de que consiguiéramos nuestros suministros.

Tuve el terrible presentimiento de que lo que decía era la pura verdad. Naturalmente, lo comprobaría con Maury. Y sin embargo… no me parecía que esta chiquilla supiera ni siquiera mentir; era casi lo contrario de su padre. Tal vez salía a su madre, a quien yo no había llegado a conocer. Se habían divorciado mucho antes de que yo conociera a Maury y me convirtiera en su socio.

—¿Qué tal te va con tu psicoanálisis? —le pregunté.

—Muy bien. ¿Cómo te va con el tuyo?

—No lo necesito —dije.

—Ahí es donde te equivocas. Estás realmente enfermo, igual que yo —me sonrió—. Acepta los hechos.

—¿Quieres dejar de recortar y hacer ruido para que me pueda ir a dormir?

—No —contestó ella—. Quiero terminar el pulpo esta noche.

—Si no duermo me caeré muerto.

—¿Y qué?

—Por favor…

—Otras dos horas —dijo Pris.

—¿Los tipos que salen de las Clínicas Federales son todos como tú? —le pregunté—. ¿Los jóvenes que devuelven al camino recto? No me extraña que tengamos problemas para vender órganos.

—¿Qué clase de órganos? Personalmente, tengo todos los órganos que quiero.

—Los nuestros son electrónicos.

—Los míos no. Son de carne y hueso.

—¿Y qué? —dije—. Sería mejor que fueran electrónicos y que te fueras a la cama y dejaras dormir a tus invitados.

—No eres mi invitado, sino de mi padre. Y no me hables de ir a la cama o te arruinaré la vida. Le diré a mi padre que me has hecho proposiciones y eso acabará con SAMA ASOCIADOS y con tu carrera, y entonces desearás no haber tenido nunca un órgano de cualquier clase, electrónico o no. Así que vuélvete a la cama, amigo, y alégrate de que no tengas problemas peores que no poder conciliar el sueño.

Y volvió a su trabajo.

Me quedé pasmado un instante, preguntándome qué hacer. Por fin, me di la vuelta y volví a la habitación de invitados, sin encontrar nada más que decir.

«Dios mío —pensé—. Comparado con ella, el simulacro Stanton es todo concordia y amistad.»

Y sin embargo, no sentía ninguna hostilidad hacia mí. No era consciente de que hubiera dicho algo cruel o duro: simplemente continuó con su trabajo. Desde su punto de vista, no había pasado nada. Yo no le importaba.

Si yo la hubiera disgustado realmente… pero ¿cómo podía hacer eso? ¿Significaba algo para ella una palabra así? Tal vez sería lo mejor, pensé mientras echaba el cerrojo a mi puerta. Sería algo más humano, más comprensible. Pero ser ignorado a propósito, para que no la molestara y pudiera continuar y acabar con su trabajo como si yo fuera una molestia, una posible interferencia y nada más…

Decidí que ella sólo veía la parte más desagradable de la gente. Debía de ser consciente de los demás únicamente a partir de los efectos coactivos o no coactivos sobre ella… Pensando esto, me tumbé con una oreja pegada contra la sábana, con el brazo sobre la otra, tratando de apagar el sonido de la interminable procesión de recortes que pasaban uno a uno a la eternidad.

Pude ver por qué se sentía atraída hacia Sam K. Barrows. Tal para cual. Al verle en el programa de televisión, y otra vez ahora, al verle en la portada de la revista…, era como si la parte cerebral de Barrows, la cúpula afeitada de su cráneo, hubiera sido recortada y sustituida habilidosamente por un servo sistema o algún circuito de solenoides y relés que se operasen a distancia. U operado por algo que estuviera sentado arriba, ante los controles, conectando los interruptores con pequeños movimientos juguetones y convulsivos.

Y qué extraño era que esta muchacha hubiera ayudado a crear un simulacro electrónico casi plausible, como si en algún nivel subconsciente se diera cuenta de la deficiencia masiva que tenía, su vacío central, y estuviera compensándolo…

A la mañana siguiente, Maury y yo desayunamos juntos en una cafetería cercana al edificio SAMA.

—Escucha —le pregunté—, ¿hasta qué punto está enferma tu hija ahora? Si aún se encuentra a cargo de los tipos de salud mental, debería estar aún…

—Un estado como el suyo no puede curarse —dijo Maury, sorbiendo su zumo de naranja—. Es un proceso que dura toda la vida y oscila en estadios más o menos difíciles.

—¿Se la clasificaría aún como esquizofrénica bajo el Acta McHeston si le hicieran el Test de Proverbios de Benjamin en este momento?

—No sería el Test de Proverbios de Benjamin; usarían el test soviético, el test de los Bloques de Colores de Vigotsky-Luria. No te das cuenta de lo distanciada que está de la norma, si es que se pudiera decir que formas parte de la «norma».

—En el colegio aprobé el Test de Proverbios de Benjamin.

Ésa era la condición imprescindible para establecer la norma, ya desde 1975, y en algunos Estados incluso antes.

—Yo diría, por lo que manifestaron en Kasanin cuando fui a recogerla —continuó diciendo Maury—, que ahora mismo no podría clasificarse como esquizofrénica. Lo fue solamente durante tres años, más o menos. Han devuelto su estado a un momento anterior a ese punto, al nivel de integración que tenía con doce años. Y eso es un estado no-psicótico y, por tanto, no lo cubre el Acta McHeston… así que es libre de ir adónde quiera.

—Entonces es una neurótica.

—No. Es lo que llaman un desarrollo atípico o latente, o psicosis limítrofe. Puede convertirse en una neurosis de tipo obsesivo o puede llegar a ser una esquizofrenia completa, cosa que sucedió, en el caso de Pris, durante su tercer año en el instituto.

Mientras tomaba su desayuno, Maury me contó su historia. Originalmente había sido una niña retraída, lo que llaman encapsulada o introvertida. Se mostraba poco comunicativa y tenía todo tipo de secretos, cosas como un diario y escondites privados en el jardín. Luego, cuando tenía unos nueve años, empezó a experimentar terrores nocturnos, miedos tan grandes que a los diez años se pasaba toda la noche gritando por la casa.

A los once años se interesó por la ciencia: tenía un juego de química y no hacía más que juguetear con él después del colegio. No tenía amigos, ni parecía querer a ninguno.

Los problemas auténticos empezaron en el instituto. Tenía miedo de entrar en los edificios grandes, en las clases, e incluso en los autobuses. Cuando se cerraban las puertas del autobús, pensaba que se asfixiaba. Y no podía comer en público. Con que una sola persona la estuviera mirando ya era suficiente y tenía que retirarse y comer a escondidas, como un animal salvaje. Y al mismo tiempo se había vuelto compulsivamente limpia. Todo tenía que estar en su sitio exacto. Recorría la casa todo el día, incansable, asegurándose de que todo estaba limpio. Se lavaba las manos diez y quince veces seguidas.

—Y recuerda que se estaba poniendo muy gorda —añadió Maury—. Cuando la conociste estaba rellenita. Entonces empezó a hacer régimen. Se moría de hambre para perder peso. Y aún lo pierde. Siempre evita repetir una comida tras otra; lo hace incluso ahora.

—¿Y te hizo falta el Test de Proverbios para ver que estaba mentalmente enferma? —dije—. ¿Con una historia como ésa?

Él se encogió de hombros.

—Nos engañamos a nosotros mismos. Nos dijimos que era simplemente neurótica. Fobias y rituales y cosas así…

Lo que más molestaba a Maury era que su hija, en algún momento indeterminado, había perdido el sentido del humor. En vez de ser risueña y frívola y tontorrona se había convertido en fría y calculadora. Y no sólo eso. Una vez le dio por preocuparse por los animales. Y entonces, durante su estancia en Kansas City, empezó a decir que no podía soportar a los perros ni a los gatos. Sin embargo, había continuado interesándose en la química. Y eso —una profesión— le había parecido buena cosa a Maury.

—¿Le ha ayudado la terapia en libertad?

—La mantiene a un nivel estable; no retrocede. Aún tiene un fuerte lazo hipocondríaco y aún se lava mucho las manos. Nunca dejará de hacerlo. Y aún es puntillosa y retraída. Puedo decirte cómo lo llaman. Personalidad esquizoide. Vi los resultados del test de las manchas que le hizo el doctor Horstowski. —Guardó silencio un instante—. Ése es su médico en esta zona, la Región Cinco, según la forma en que cuenta la Oficina de Salud Mental. Se supone que Horstowski es bueno, pero es privado, y nos está costando una millonada.

—Hay mucha gente que está pagando su tratamiento —dije—. No estás solo, según los anuncios de la tele. ¿Cómo dice, que una de cada cuatro personas ha sido internada alguna vez en una Clínica Federal de Salud Mental?

—No me importa la parte clínica porque es gratis; lo que me molesta es este seguimiento exterior tan caro. Fue idea de ella salir de la Clínica Kasanin y volver a casa, no mía. Sigo pensando que tendría que regresar allí, pero se dedicó a diseñar el simulacro y cuando no estaba haciendo eso se dedicaba a llenar de mosaicos las paredes del cuarto de baño. No deja de estar activa. No sé de dónde saca la energía.

—Es sorprendente cuando pienso en toda la gente que conozco que ha sido víctima de enfermedades mentales —dije yo—. Mi tía Gretchen, que está en la Clínica Harry Stack Sullivan en San Diego. Mi tío Leo Roggis. Mi profesor de inglés en el instituto, el señor Haskins. El viejo pensionista italiano de mi calle, George Oliveri. Recuerdo a un amigo mío del Servicio, Art Boles; tenía esquizofrenia y fue a la Clínica Fromm Reichmann en Rochester, Nueva York. También estaba Alys Johnson, una chica que fue conmigo al colegio; está en la Clínica Samuel Anderson en el Área Tres, que debe de estar en Baton Rouge, Lousiana. Y un hombre para el que trabajé, Ed Yeats que se volvió paranoide. Y Waldo Dangerfield, otro amigo mío. Gloria Milstein, una chica que conocía que tenía realmente unos pechos enormes, como melones. Estará Dios sabe dónde, pero fue detectada por un test psíquico cuando solicitaba un trabajo de secretaria. Los federales la descubrieron y se la llevaron. Era muy bonita. Y John Franklin Mann, un vendedor de coches usados que conocía; le clasificaron como esquizofrénico y le encerraron probablemente en Kasanin, porque tiene parientes en Missouri. Y Marge Morrison, otra chica que conocía; tenía hebefrenia, cosa que siempre me molesta. Ya ha salido: recibí una postal suya. Y Bob Ackers, un compañero de habitación. Y Eddy Weiss…

Maury se había puesto en pie.

—Será mejor que nos vayamos.

Salimos juntos del café.

—¿Conoces a Sam Barrows? —pregunté.

—Claro Bueno, no en persona. Le conozco de oídas. Es un tipo feliz. Apuesta por todo. Si una de sus mujeres (y esta historia es verídica) se tirara por la ventana de un hotel, apostaría a ver con qué golpearía primero el pavimento, con la cabeza o con el culo. Es como uno de esos especuladores de los viejos tiempos, uno de los capitanes de las finanzas. Para él la vida es un juego. Le admiro.

—Pris también.

—Demonios, ella le adora. Fue a verle. Se estuvieron mirando mutuamente…, fue un flechazo. Él la galvanizó, la magnetizó o algo por el estilo. Apenas pudo hablar durante semanas.

—¿Fue cuando buscaba empleo?

Maury asintió.

—No consiguió el trabajo, pero entró en el sanctasanctórum. Louis, este tipo puede oler todo tipo de posibilidades, oportunidades que nadie más podría encontrar en un millón de años. Deberías echarle un vistazo a Fortune; hace unos dos meses publicaron un gran reportaje sobre él.

—Por lo que me dijo, Pris le dio todo un discurso ese día.

—Le dijo que tenía un valor incalculable que nadie reconocía. Se suponía que él, evidentemente, lo reconocería. Ella le dijo que en su organización, trabajando para él, llegaría a la cima y sería conocida por todo el mundo. Pero se fue tal como vino. Le dijo que también era jugadora; quería arriesgarlo todo trabajando para él. ¿Te lo imaginas?

—No —respondí.

No me había contado esa parte.

—El Edwin M. Stanton fue idea de ella —dijo Maury tras una pausa.

Entonces era verdad. Aquello me hizo sentirme realmente mal.

—¿Fue idea suya que fuera Stanton?

—No, eso fue idea mía. Ella quería que se pareciera a Sam Barrows. Pero no había datos suficientes para introducir en su sistema de guía, así que buscamos libros de referencias sobre personajes históricos. Y como siempre me he interesado por la Guerra Civil, que es una afición particular desde hace años nos decidimos por el Stanton.

—Ya veo.

—Ella aún tiene a Barrows en la cabeza todo el tiempo. Es lo que su analista llama una idea obsesiva.

Nos dirigimos a la oficina de SAMA ASOCIADOS.