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El Modelo de Salón Jaguar Mark VII es un coche grande y antiguo, una pieza de coleccionista con faros antiniebla, una parrilla como la del Rolls, y asientos de cuero, salpicadero de nogal y muchas luces interiores. Maury conservaba este viejo Mark VII en perfectas condiciones, pero no pudimos ir a más de ciento cuarenta kilómetros por hora por la autopista que conecta Ontario con Boise.
Aquel ritmo tan lánguido me impacientó.
—Escucha, Maury. Me gustaría que empezaras a explicarte. Descríbeme el futuro con palabras.
Maury, al volante, dio una calada a su cigarro Corina Sport, se echó hacia atrás y dijo:
—¿En qué piensa hoy Norteamérica?
—En el sexo.
—No.
—En dominar los planetas del sistema solar antes de que lo haga Rusia.
—No.
—Está bien, dímelo entonces.
—En la Guerra Civil de mil ochocientos sesenta y uno.
—Oh, por el amor de Dios…
—Es la pura verdad, amigo. Esta nación está obsesionada con la Guerra entre los Estados. Te diré por qué. Porque fue la primera y única gesta nacional en la que participamos los norteamericanos, por eso. —Me echó el humo del Corina Sport a la cara—. Hizo que los norteamericanos maduráramos.
—Pues no es algo en lo que yo piense.
—Podría plantarme en cualquier calle atestada de cualquier ciudad en los Estados Unidos y elegir diez ciudadanos al azar, y si les preguntara en qué piensan, seis de cada diez me dirían: «En la Guerra Civil de mil ochocientos sesenta y uno». Llevo trabajando en las implicaciones, en el lado práctico desde que lo averigüé, hace unos seis meses. Esto tiene gran importancia para SAMA ASOCIADOS. Si queremos, claro. Si estamos alerta. Sabes que celebraron el Centenario hace más o menos una década, ¿recuerdas?
—Sí. En mil novecientos sesenta y uno.
—Y fue un fracaso. Unos cuantos tipos se fueron al campo y volvieron a librar unas cuantas batallas, pero eso no fue nada. Mira en el asiento de atrás.
Encendí las luces interiores del coche y al darme la vuelta vi en el asiento de atrás un gran bulto envuelto en papel de periódico que tenía la forma de un maniquí. Como no tenía protuberancias en la zona del pecho, concluí que no era femenino.
—¿Y bien?
—En eso es en lo que he estado trabajando.
—¡Mientras yo he estado localizando zonas para los camiones!
—Cierto. Y esta vez se nos recordará mucho más que por cualquier espineta o por cualquier órgano electrónico. Sentirás que la cabeza te da vueltas. Ahora, en cuanto lleguemos a Boise… escucha. No quiero que tu padre y Chester nos creen problemas. Por eso es necesario que te informe ahora mismo. Eso que hay ahí atrás vale cien mil millones de pavos. Creo que voy a parar para demostrártelo. Tal vez en un restaurante o una gasolinera. En un sitio donde haya luz.
Maury parecía muy tenso y sus manos temblaban más que de costumbre.
—¿Estás seguro de que no es un muñeco de Louis Rosen y que me vas a dar un golpe y harás que ocupe mi lugar?
Maury me miró con aprensión.
—¿Por qué dices una cosa así? No, no lo es, pero estás cerca, amigo. Puedo ver que nuestros cerebros aún funcionan en la misma dirección, como en los viejos tiempos, a principios de los setenta, cuando éramos jóvenes e inexpertos y no teníamos a nadie detrás excepto tu padre y ese aviso para todos nosotros que es tu hermano. Me pregunto por qué Chester no se convirtió en un veterinario importante. Habría sido más seguro para todos los demás. Nos ahorraríamos muchas cosas. Pero a cambio, ahí tienes, una fábrica de espinetas en Boise, Idaho. ¡Qué locura!
Meneó la cabeza.
—Tu familia no hizo ni siquiera esto —dije—. Nunca construyó ni creó nada. Sólo son gente del montón, empleaduchos de la industria textil. ¿Qué hicieron para establecer un negocio, como Chester y mi padre? ¿Qué es ese muñeco de ahí atrás? Quiero saberlo. Y no voy a parar en ninguna gasolinera ni en ningún restaurante. Tengo la intuición de que intentas hacerme algo. Así que sigue conduciendo.
—No puedo describirlo con palabras.
—Claro que puedes. Eres un artista.
—De acuerdo. Te diré por qué fracasó el Centenario de la guerra civil: porque todos los participantes originales que estaban dispuestos a combatir y a jugarse la vida y morir por la Unión, o por la Confederación, están muertos. Nadie vive cien años, y si lo hace, no sirve para nada… no puede luchar, no puede empuñar un rifle. ¿De acuerdo?
—¿Quieres decir que lo que tienes ahí atrás es una momia o una de esas cosas que llaman no-muertos en las películas de terror?
—Te diré exactamente lo que tengo. Envuelto en esos periódicos tengo a Edwin M. Stanton.
—¿Y ése quién es?
—Era el Secretario de la Guerra de Abraham Lincoln.
—¡Oh!
—No, es la verdad.
—¿Cuándo murió?
—Hace mucho tiempo.
—Eso es lo que pensaba.
—Escucha —dijo Maury—, ahí atrás tengo un simulacro electrónico. Lo construí yo; bueno, más bien hice que Bundy lo construyera. Me costó seiscientos mil dólares, pero mereció la pena. Vamos a pararnos en ese restaurante y lo desenvolveré para mostrártelo. Es la única forma.
Sentí que se me ponía la piel de gallina.
—Vas a hacerlo.
—¿Crees que es sólo una broma, amigo?
—No, creo que hablas absolutamente en serio.
—Claro —dijo Maury. Empezó a reducir la velocidad y conectó el intermitente—. Voy a parar allí donde dice Comidas Italianas Tommy y Cerveza Lucky Lager.
—Y entonces, ¿qué? ¿Qué me vas a demostrar?
—Lo desenvolveremos y haremos que venga con nosotros y pida una pizza de jamón y pollo. Eso es lo que entiendo por una demostración.
Maury aparcó el Jaguar y se arrastró hasta la parte de atrás. Empezó a quitar el papel del bulto con forma humana, y vaya que sí, inmediatamente apareció un caballero de aspecto distinguido con los ojos cerrados y una barba partida que llevaba unos vestidos arcaicos y tenía las manos cruzadas sobre el pecho.
—Verás lo convincente que es este simulacro cuando pida su propia pizza —dijo Maury, y empezó a tocar los interruptores que había en la espalda de la cosa.
De inmediato, la cara asumió una expresión ceñuda y taciturna y dijo con un gruñido:
—Amigo mío, haga el favor de quitarme los dedos de encima.
Se sacudió las manos de Maury y éste me sonrió.
—¿Ves?
La cosa se sentó con parsimonia y empezó a sacudirse el polvo metódicamente; tenía una mirada fija y vengativa, como si creyera que le habíamos hecho daño, como si le hubiéramos golpeado y se estuviera recuperando. Pude ver que el camarero de Comidas Italianas Tommy se tragaría el anzuelo, claro; pude ver que Maury tenía razón. Si no hubiera visto cómo cobraba vida ante mis ojos, yo mismo creería que era sólo un caballero de edad, vestido con ropas anticuadas, que se estaba sacudiendo con aspecto enfadado.
—Veo.
Maury abrió la puerta del Jaguar y el simulacro electrónico de Edwin M. Stanton salió del coche y ya de pie adquirió una postura digna.
—¿Tiene dinero? —pregunté.
—Claro —dijo Maury—. No hagas preguntas tontas. Éste es el asunto más serio que has tenido entre manos en toda tu vida Nuestro futuro económico y el de Estados Unidos, está invertido en esto. Dentro de diez años seremos ricos gracias a esta cosa.
En el restaurante comimos una pizza que estaba quemada por los bordes. El Edwin M. Stanton hizo una escena ruidosa al agitar los puños ante el propietario, y tras pagar la cuenta, nos marchamos.
Íbamos con retraso, y empezaba a preguntarme si después de todo llegaríamos a la fábrica Rosen. Así que cuando volvimos al Jaguar le pedí a Maury que se diera prisa.
—Este coche alcanzará los doscientos con ese nuevo combustible de cohetes que han inventado —dijo Maury.
—No corra riesgos innecesarios —le dijo el Edwin M. Stanton con voz apagada—. A menos que las ganancias posibles sobrepasen con creces lo invertido.
—Lo mismo te digo.
La Fábrica Rosen de Espinetas y Órganos Electrónicos no llama mucho la atención, ya que la estructura en sí, llamada técnicamente «la planta», es un edificio de un solo piso que parece un pastel. Tiene un aparcamiento en la parte trasera, un cartel sobre la oficina hecho con letras recortadas de plástico, muy moderno, con luces rojas detrás. Las únicas ventanas están en la oficina.
A esta hora la fábrica estaba ya cerrada y a oscuras. Por tanto, no dirigimos a la sección residencial.
—¿Qué le parece el vecindario? —le preguntó Maury al Edwin M. Stanton.
—Bastante soso e indigno —refunfuñó la cosa, sentada en el asiento trasero del Jaguar.
—Escuche —dije—, mi familia vive aquí, cerca de la zona industrial de Boise, para no estar muy lejos de la fábrica.
Me enfureció oír a un muñeco criticando a seres humanos auténticos, especialmente a una persona decente como mi padre. En cuanto a mi hermano… pocos mutantes consiguen destacar en la industria de espinetas y órganos electrónicos aparte de Chester Rosen. Personas especiales, las llaman. Hay tanta discriminación y tantos prejuicios en tantos campos… la mayoría de las profesiones con un estatus social alto les están vedadas.
Para la familia Rosen siempre ha sido desconcertante el hecho de que los ojos de Chester estén bajo su nariz y que su boca esté donde deberían estar los ojos. Pero maldigan por él las pruebas nucleares de los cincuenta y los sesenta… por él y por todos los otros como él que hay en el mundo. Recuerdo cómo de niño leí muchos libros médicos sobre los defectos congénitos… El tema lleva años interesando a mucha gente. Una cosa que siempre me ha deprimido durante una semana es cuando el embrión se desintegra en el vientre y nace en piezas, una mandíbula, un brazo, un puñado de dientes, dedos separados… como una de esas maquetas de plástico con la que los niños hacen aviones a escala. Sólo que las piezas del embrión no llegan a nada: no hay ningún pegamento en el mundo que pueda unirlas.
Y luego están los embriones con pelo alrededor, como zapatillas hechas de piel de yak. Y uno que se reseca hasta que la piel se agrieta; parece que ha estado tostándose al sol. Así que olvidemos a Chester.
El Jaguar se detuvo en el patio de la casa de mi familia. Pude ver las luces del salón: mi madre, mi padre y mi hermano estaban viendo la televisión.
—Vamos a enviar al Edwin M. Stanton solo —dijo Maury—. Haremos que llame a la puerta y nos quedaremos aquí en el coche observando.
—Mi padre reconocerá que es un muñeco a un kilómetro de distancia. De hecho le dará una patada y lo enviará rodando escalera abajo y te quedarás sin tus seiscientos.
Sólo que Maury hubiera pagado, sin duda cargándolo a la cuenta de SAMA.
—Correré el riesgo —dijo Maury, abriendo la puerta trasera del coche para que la cosa pudiera salir—. Vaya donde pone mil cuatrocientos veintinueve —le dijo— y llame al timbre. Cuando salga un hombre, dígale: «Ahora pertenece a la historia». Y luego espere.
—¿Qué significa eso? —pregunté—. ¿Qué clase de presentación se supone que es?
—Es la frase con la que Stanton se hizo famoso. La dijo cuando murió Lincoln.
—«Ahora pertenece a la historia» —practicaba el Stanton mientras cruzaba el patio y subía los escalones.
—Te explicaré a su debido tiempo cómo se construyó el Edwin M. Stanton —me dijo Maury—. Cómo recogimos todos los datos referidos a Stanton y los transcribimos en la UCLA en cintas de datos que alimenten la mónada, que sirve de cerebro al simulacro.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —dije, disgustado—. Estás hundiendo la SAMA con todas esas tonterías… nunca debí haberme envuelto en esto…
—Calla —dijo Maury.
El Stanton llamó al timbre.
La puerta se abrió y en ella apareció mi padre con sus pantalones, sus zapatillas y la bata nueva que le había regalado por Navidad. Era una figura bastante impresionante, y el Edwin Stanton, que había comenzado su discurso, se detuvo y le dio la mano.
—Señor —dijo por fin—, tengo el privilegio de conocer a su hijo.
—Oh, sí —contestó mi padre—. Ahora mismo está en Santa Monica.
El Edwin M. Stanton parecía no saber qué era Santa Monica y se quedó allí, como perdido. Maury, junto a mí, maldijo desesperado, pero a mí me hizo gracia ver allí plantado al simulacro, como un vendedor inútil, incapaz de pensar qué iba a decir a continuación.
Pero era impresionante ver a los dos viejos caballeros uno frente al otro, el Stanton con su barba partida y sus ropas antiguas y mi padre con su aspecto no mucho más moderno. El encuentro de los patriarcas, pensé. Como en la sinagoga.
—¿Quiere pasar? —le dijo mi padre por fin.
Abrió la puerta y la cosa entró y se perdió de vista; la puerta se cerró, dejando la luz del porche encendida.
—¿Qué te parece? —le dije a Maury.
Le seguimos. La puerta no tenía echado el cerrojo, en el salón, en mitad del sofá, estaba el Stanton, con las manos en las rodillas, charlando con mi padre, mientras Chester y mi madre continuaban viendo la televisión.
—Papá —dije—, estás perdiendo el tiempo al hablarle a esa cosa. ¿Sabes lo qué es? Una máquina que Maury ensambló en su sótano por cuatro cuartos.
Mi padre y el Edwin M. Stanton se interrumpieron y me miraron.
—¿Este amable anciano? —preguntó mi padre, y alzó las cejas y adquirió una expresión furiosa y justa—. Recuerda Louis, que el hombre es un frágil junco, la cosa más débil de la naturaleza, pero maldición, mein Sohn, un junco que piensa. El universo entero no tiene que protegerse contra él; una gota de agua puede matarle. —Continuó, apuntándome con el dedo—. Pero si el universo entero intentara aplastarle, ¿sabes qué? ¿Sabes lo que digo? ¡El hombre sería aún más noble! —Se apoyó en el brazo del sillón para darse énfasis—. ¿Sabes por qué, mein Kind? Porque sabe que muere, y te diré una cosa más: tiene ventaja sobre todo el maldito universo porque éste no sabe nada de lo que pasa. Y toda nuestra dignidad consiste —continuó, calmándose un poco—, sólo en eso. Quiero decir que el hombre es pequeño y no puede llenar el tiempo y el espacio, pero vaya si puede hacer uso del cerebro que Dios le dio. Mira que llamar «cosa» a este señor. No es ninguna cosa. Es ein Mensch, un hombre. Mira, tengo que contarte un chiste.
Y entonces empezó a contar un chiste medio en yiddish medio en inglés.
Cuando terminó, todos sonreímos, aunque me pareció que la sonrisa del Edwin M. Stanton era un poco forzada.
Intenté rememorar lo que había leído sobre Stanton y recordé que le consideraban un tipo duro, tanto durante la Guerra Civil como en la Reconstrucción posterior, especialmente cuando se lió con Andrew Johnson y trató de ponerle en tela de juicio. Probablemente no apreciaba el chiste humanitario de mi padre, porque Lincoln hacía lo mismo noche y día. Pero no había manera de detener a mi padre. Su propio padre había sido un especialista en Spinoza, muy conocido, y aunque mi padre jamás pasó del séptimo grado, había leído todo tipo de libros y documentos y se escribía con personas sabias de todo el mundo.
—Lo siento, Jerome —le dijo Maury a mi padre cuando hizo una pausa—, pero te estoy diciendo la verdad.
Se acercó al Edwin M. Stanton y le tocó detrás de la oreja.
—Glop —dijo el Stanton, y se quedó rígido, inanimado como un maniquí; la luz de sus ojos desapareció, y sus brazos se quedaron tiesos e inmóviles.
Fue algo gráfico y miré a ver cómo lo aceptaba mi padre. Incluso Chester y mi madre dejaron de mirar la televisión un momento. La verdad es que le hacía pensar a uno. Si no hubiera habido ya filosofía en el aire aquella noche, esto la habría provocado. Todos nos volvimos solemnes. Mi padre incluso se levantó y se acercó a inspeccionar la cosa por sus propios ojos.
—Oy gewalt.
Meneó la cabeza.
—Puedo volver a conectarlo —ofreció Maury.
—Nein, das geht mir nicht.
Mi padre regresó a su sillón, se acomodó y luego preguntó con voz sobria y resignada:
—Bien, ¿cómo van las ventas en Vallejo, chicos?
Cuando nos disponíamos a contestar, sacó un cigarro Antonio & Cleopatra, lo deslió y lo encendió. Es un habano de extraordinaria calidad, con un envoltorio verde, y el olor llenó inmediatamente la habitación.
—¿Vendisteis muchos órganos y espinetas AMADEUS GLUCK?
Chasqueó la lengua.
—Jerome —dijo Maury—, las espinetas se venden como rosquillas, pero de órganos no vendemos ni uno.
Mi padre frunció el ceño.
—Hemos estado envueltos en una confabulación a alto nivel sobre este tema —dijo Maury—, con ciertos hechos destacables. El órgano electrónico Rosen…
—Espera —dijo mi padre—. No tan rápido, Maurice. A este lado del Telón de Acero, el órgano Rosen no tiene igual.
Cogió de la mesa una de las placas en las que había montadas resistencias, baterías solares, transistores, cables y cosas así.
—Esto demuestra el trabajo del auténtico órgano electrónico Rosen —empezó a decir—. Éste es el circuito rápido y…
—Jerome, sé cómo funciona el órgano. Deja que me explique.
—Adelante. —Mi padre retiro la placa, pero antes de que Maury pudiera hablar continuó—: Pero si esperas que abandonemos la principal característica de nuestra vida simplemente a causa de las ventas, y digo esto con conocimiento de causa, no hay voluntad de vender…
—Escucha, Jerome —interrumpió Maury—. Estoy sugiriendo una expansión.
Mi padre alzó una ceja.
—Los Rosen podéis seguir construyendo todos los órganos electrónicos que queráis —dijo Maury—, pero sé que las ventas van a disminuir con el tiempo, por únicas y asombrosas que sean. Lo que necesitamos es algo que sea realmente nuevo; porque, después de todo, Hammerstein hace todos esos órganos de moda y los vende tan bien que tiene el mercado copado, así que no tiene sentido intentar ese camino. Ésta es mi idea.
Mi padre se echó hacia adelante y conectó su audífono.
—Gracias, Jerome —dijo Maury—. Éste es el simulacro electrónico de Edwin M. Stanton. Es tan bueno como si el propio Stanton estuviera vivo y charlara esta noche con nosotros. Imagina qué gran idea es para propósitos educativos. Pero eso no es nada. Es lo que pensaba al principio, pero hay más. Escucha. Le proponemos al Presidente Mendoza que prohíba la guerra y la sustituya por un centenario centralizado de la Guerra Civil, y lo que hacemos es que la fábrica Rosen suministre todos los participantes, los simulacros, de todo el mundo: Lincoln, Stanton, Jeff Davis, Robert E. Lee, Longstreet y otros tres millones haciendo de soldados. Y hacemos que se libren las batallas donde los participantes mueran realmente, donde esos simulacros revienten en pedazos en vez de hacerlo como si fueran películas de serie B, donde se comportan como un puñado de escolares representando a Shakespeare. ¿Me comprendes? ¿Ves la magnitud de todo esto?
Todos guardamos silencio. «Sí —pensé—, hay magnitud en todo esto.»
—Podríamos ser tan grandes como General Dynamics en cinco años —añadió Maury.
Mi padre le miró, fumando su A & C.
—No sé, Maurice. No sé.
Meneó la cabeza.
—¿Por qué no? Dime, Jerome, ¿qué tiene de malo?
—Tal vez las veces que te he tenido en brazos —dijo mi padre con una voz baja teñida de cansancio. Suspiró—. ¿O es que me estoy haciendo viejo?
—¡Sí, te estás haciendo viejo! —dijo Maury, muy trastornado y enrojecido.
—Puede ser, Maurice. —Mi padre guardó silencio un rato y luego se recuperó y dijo—: No, tu idea es demasiado… ambiciosa. No somos tan grandes. Tenemos que tener cuidado de no picar demasiado alto para no caer, nicht wahr?
—No me hables en ese maldito idioma extranjero —gruñó Maury—. Si no apruebas esto… ya he llegado demasiado lejos, de todas formas. Lo siento, pero voy a continuar. He tenido un montón de buenas ideas en el pasado que hemos usado y ésta es la mejor de todas. Son los tiempos, Jerome. Tenemos que movernos.
Tristemente, para sí, mi padre continuó fumando su cigarro.