Al día siguiente, a las diez de la mañana, conocí al doctor Albert Shedd en el baño de vapor de la Clínica Kasanin. Los pacientes caminaban por la sauna desnudos, mientras que los miembros del personal llevaban calzones azules, evidentemente, un símbolo de su estatus o la enseña de su oficio; era, ciertamente, una indicación de su diferencia respecto a nosotros.

El doctor Shedd se me aproximó, surgiendo de las nubes blancas de vapor, y me sonrió amistosamente. Era ya mayor, por lo menos tenía setenta años, con rizos de pelo que surgían como cables curvados de su cabeza redonda y arrugada. Su piel, al menos en el baño de vapor, era de un rosa brillante.

—Buenos días, Rosen —dijo, inclinando la cabeza y mirándome astutamente, como un pequeño gnomo—. ¿Cómo le fue el viaje?

—Muy bien, doctor.

—No le siguió ningún otro avión, puedo asegurárselo —dijo, riendo.

Tuve que admirar su chiste, porque implicaba que reconocía en alguna parte de mí un elemento básicamente sano que alcanzaba a través del humor. Estaba dando poca importancia a mi paranoia, y al hacerlo, la superaba ligera pero sutilmente.

—¿Se siente libre para hablar en esta atmósfera informal? —preguntó el doctor Shedd.

—Oh, claro. Solía acudir a un baño finlandés todo el tiempo cuando estaba en la zona de Los Angeles.

—Veamos. —Consultó sus papeles—. Es usted vendedor de pianos. Y también de órganos electrónicos.

—Sí, el órgano electrónico Rosen… el mejor del mundo.

—Estaba usted en Seattle de negocios cuando surgió su interludio esquizofrénico, visitando a un tal señor Barrows, según dice este informe de su familia.

—Es exactamente así.

—Tenemos los registros de sus tests psíquicos escolares y parece no haber tenido dificultad… luego, a los diecinueve años, tenemos los archivos del servicio militar; tampoco hay problema. Ni en las subsiguientes solicitudes de empleo. Parece entonces que es una esquizofrenia situacional, en vez de un proceso vital. Estuvo usted sometido a un estrés terrible allá en Seattle, ¿verdad?

—Sí —dije, asintiendo vigorosamente.

—Puede que nunca vuelva a ocurrirle en la vida; sin embargo, constituye un aviso… es una señal de peligro y tenemos que ocuparnos de ella. —Me estudió durante largo rato a través de la cortina de vapor—. Ahora bien, es posible que en su caso podamos equiparle para tratar con éxito con su entorno por lo que se llama terapia de fuga controlada. ¿Ha oído hablar del tema?

—No, doctor —dije, pero me gustaba cómo sonaba aquello.

—Se le administrarán drogas alucinógenas… drogas que inducirán su rotura psicótica, que alimentarán sus alucinaciones. Durante un período muy limitado cada día. Esto le dará a su libido una satisfacción de sus anhelos regresivos que en este momento son demasiado fuertes para soportar. Entonces, gradualmente, disminuiremos el período fugal, con la esperanza de eliminarlo eventualmente. Parte de este período lo pasará aquí. Esperamos que más tarde pueda regresar a Boise, a su trabajo, y recibir allí terapia externa. Ya sabe que estamos saturados aquí en Kasanin.

—Lo sé.

—¿Querrá intentarlo?

—¡Sí!

—Puede que haya nuevos episodios esquizofrénicos. Por supuesto, ocurrirán bajo condiciones supervisadas y controladas.

—No me importa. Quiero intentarlo.

—No hace falta que le diga que yo mismo y otros miembros del personal estaremos presentes para ser testigos de su conducta durante esos episodios. En otras palabras, la invasión de su intimidad…

—No, no me importa —interrumpí—. No me importa que me vigilen.

—Su tendencia paranoica —dijo el doctor Shedd pensativo— no puede ser demasiado severa si no le molesta que le observen.

—No me molesta para nada.

—Bien —parecía complacido—. Es un buen augurio.

Y con esto volvió a hundirse en las nubles blancas de vapor, llevando sus calzones azules y con su clasificador bajo el brazo. Mi primera entrevista con mi psiquiatra en la Clínica Kasanin había terminado.

A la una del mediodía me llevaron a una gran habitación donde me esperaban una enfermera y dos médicos. Me tumbaron sobre una mesa tapizada de cuero y me inyectaron una droga alucinógena. Los doctores y enfermeras, todos experimentados y amistosos, se retiraron y esperaron. Yo también esperé, atado a la mesa y con una bata de hospital, los pies desnudos y los brazos a los lados.

Varios minutos después la droga empezó a hacer efecto. Me encontré en el centro de Oakland, California, sentado en un banco de la plaza Jack London. Junto a mí, dando migas de pan a los palomos, estaba Pris. Llevaba pantalones capri y un jersey de cuello alto verde. Tenía el pelo recogido con una cinta roja y estaba totalmente absorta en lo que hacía, aparentemente ignorándome.

—¡Eh! —dije.

Girando la cabeza, ella dijo tranquilamente:

—Maldito seas, te dije que te callaras. Si hablas las asustarás y entonces será ese viejo de allí quien les dé de comer y no yo.

En un banco a corta distancia sendero abajo estaba sentado el doctor Shedd, sonriente, con su propia bolsa de migas de pan. Mi psique había tratado con su presencia de esta forma y le había incorporado así a la escena.

—Pris —dije en voz baja—, tengo que hablar contigo.

—¿Por qué? —Ella me miró con su expresión fría y remota—. Es importante para ti, pero ¿lo es para mí? ¿O te importa?

—Me importa —dije, sintiéndome desesperanzado.

—Muéstralo en vez de decirlo… cállate. Me siento bastante feliz haciendo lo que estoy haciendo.

Volvió a dar de comer a los palomos.

—¿Me quieres? —pregunté.

—¡Cristo, no!

Y, sin embargo, sentí que sí me quería.

Nos quedamos sentados juntos en el banco durante un rato y luego el parque, el banco y la propia Pris se desvanecieron y una vez más me encontré tumbado en la mesa, atado y observado por el doctor Shedd y las atareadas enfermeras de la Clínica Kasanin.

—Eso ha estado mucho mejor —dijo el doctor Shedd mientras me soltaban.

—¿Mejor que qué?

—Que las dos ocasiones anteriores.

No tenía ningún recuerdo de ninguna ocasión anterior, y así se lo dije.

—Claro que no lo recuerda. No tuvo éxito con ello, ninguna fantasía se activó; simplemente se puso a dormir. Pero ahora podemos esperar resultados cada vez.

Me llevaron de vuelta a mi habitación. A la mañana siguiente acudí una vez más a la sala de terapia para recibir mi ración de fantasía escapista, mi hora con Pris.

Mientras me ataban, el doctor Shedd entró y me saludó.

—Rosen, voy a introducirle en una terapia de grupo; eso aumentará lo que estamos haciendo aquí. ¿Sabe lo que es la terapia de grupo? Explicará sus problemas delante de un grupo de pacientes para que los comenten… se sentará con ellos mientras discuten acerca de usted y acerca de dónde han ido sus pensamientos. Descubrirá que todo se desarrolla en un ambiente de amistad e informalidad. Y generalmente es algo que sirve de mucha ayuda.

—Muy bien.

Me había sentido muy solo en la clínica.

—¿No tiene ninguna objeción que hacer al hecho de que el material de sus fugas sea disponible para su grupo?

—Dios, no. ¿Por qué iba a tenerla?

—Serán editadas y distribuidas a cada uno de ellos antes de cada sesión de terapia… sabe usted que estamos grabando esas fugas suyas para propósitos analíticos, y con su permiso, las usaremos con el grupo.

—Tienen mi permiso. Naturalmente. No tengo nada que objetar a que un grupo de compañeros pacientes sepan los contenidos de mis fantasías, especialmente si pueden ayudarme a explicar dónde me he equivocado.

—Descubrirá que no hay nadie más deseoso de ayudarle que sus compañeros pacientes —dijo el doctor Shedd.

Me pusieron la inyección de drogas alucinógenas y una vez más me introduje en mi fuga controlada.

Estaba al volante de mi Chevrolet Magic Fire, regresando a casa por la autopista al acabar el día. En la radio, un locutor anunciaba que había un atasco de tráfico delante.

—Confusión, construcción o caos —estaba diciendo—. Yo les guiaré, queridos amigos.

—Gracias —dije en voz alta.

A mi lado Pris se agitó y dijo irritada:

—¿Siempre le contestas a la radio? No es buena señal. Siempre he sabido que tu salud mental no era la mejor.

—Pris, a pesar de lo que digas, sé que me amas. ¿No nos recuerdas en el apartamento de Collie Nild en Seattle?

—No.

—¿No recuerdas cómo hicimos el amor?

—Aagh —dijo ella con repulsión.

—Sé que me amas, no importa lo que digas.

—Si vas a seguir hablando así, deja que me baje aquí mismo. Me pones enferma.

—Pris, ¿por qué estamos aquí juntos? ¿Vamos a casa? ¿Estamos casados?

—Oh, Dios —gimió ella.

—Contéstame —dije, mirando fijamente el camión que tenía delante.

Ella no respondió; se apartó y se apoyó contra la puerta, lo más lejos posible de mí.

—Lo estamos —dije—. Sé que lo estamos.

Cuando regresé de mi fuga, el doctor Shedd parecía complacido.

—Está mostrando una tendencia progresiva. Creo que se puede decir que está consiguiendo una catarsis externa efectiva para las inclinaciones regresivas de su libido, y eso es lo que cuenta.

Me palmeó en la espalda, animándome, como había hecho mi socio Maury Rock no hacía mucho tiempo.

En mi siguiente fuga controlada, Pris parecía más vieja. Los dos caminábamos lentamente por la gran estación de trenes de Cheyenne, Wyoming, muy tarde por la noche, y atravesábamos el camino subterráneo bajo los raíles y salimos al otro lado, donde los dos nos quedamos juntos en silencio. Pensé que su cara tenía una cualidad más completa, como si estuviera madurando. Definitivamente, había cambiado. Su figura era más rotunda. Y parecía más tranquila.

—¿Cuánto tiempo llevamos casados? —pregunté.

—¿No lo sabes?

—Entonces lo estamos —dije, con el corazón lleno de alegría.

—Claro que lo estamos; ¿crees que estamos viviendo en pecado? ¿Qué es lo que te pasa, tienes amnesia o algo?

—Vamos a entrar en el bar que vimos frente a la estación; parecía animado.

—De acuerdo —dijo ella.

Mientras volvíamos por donde habíamos venido ella me dijo una vez más:

—Me alegra que me sacaras de esos raíles vacíos… me deprimían. ¿Sabes qué estaba empezando a pensar? Me estaba preguntando cómo se sentiría una al sentir acercarse la máquina, y luego caer ante ella, a las vías, y sentir que te pasa por encima, te corta por la mitad… me pregunté qué se sentiría al final, sólo con caer hacia adelante, como si te fueras a dormir.

—No hables así —le dije, rodeándola con el brazo y abrazándola.

Ella estaba envarada y reacia, como siempre.

Cuando el doctor Shedd me sacó de mi fuga, parecía muy serio.

—No me gusta demasiado ver elementos morbosos en sus proyecciones. Sin embargo, era de esperar; demuestra el largo camino que aún nos queda por recorrer. En el próximo intento, en la fuga número quince…

—¡Quince! —exclamé—. ¿Quiere decir que ésa fue la catorce?

—Lleva aquí más de un mes. Me doy cuenta de que sus episodios se están uniendo; eso era de esperar, ya que a veces no hay progreso en absoluto y a veces se repite el mismo material. No se preocupe por eso, Rosen.

—De acuerdo, doctor —dije, sintiéndome fatal.

En el siguiente intento (o en lo que a mi confusa mente le pareció el siguiente), estaba sentado una vez más con Pris en el parque Jack London en Oakland, California. Esta vez ella estaba callada y triste. No daba de comer a los palomos que nos rodeaban, sino que tenía las manos juntas y miraba al suelo.

—¿Qué pasa? —le pregunté, intentando atraerla hacia mí.

Una lágrima corrió por su mejilla.

—Nada, Louis.

Sacó un pañuelo de su bolso, se secó los ojos y luego se sonó la nariz.

—Me siento como muerta y vacía, eso es todo. Tal vez estoy embarazada. Llevo ya una semana entera de retraso.

Sentí un júbilo salvaje; la abracé y la besé en la boca, que estaba fría y no reaccionó.

—¡Ésa es la mejor noticia que he oído nunca!

Ella alzó sus ojos grises y tristes.

—Me alegra de que te guste, Louis.

Me palmeó la mano sonriendo un poco.

Ahora pude ver definitivamente que había cambiado. Había arrugas en torno a sus ojos que le daban un aspecto sombrío y cansado. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuándo tiempo llevábamos ya juntos? ¿Una docena de años? ¿Cien? No podía decirlo; el tiempo había desaparecido para mí, era una cosa que ya no fluía sino que avanzaba a saltos, plegándose por completo y luego arrancando de nuevo. Yo también me sentía más viejo y mucho más cansado. Y, sin embargo… qué buena noticia era aquélla.

En cuanto regresé a la sala de terapias, le hablé al doctor Shedd del embarazo de Pris. El también se sintió complacido.

—¿Ve cómo sus fugas muestran más madurez, Rosen, más elementos de búsqueda responsable de la realidad por su parte? Eventualmente su madurez se emparejará con su edad cronológica y en ese punto la mayor parte de la calidad escapista habrá sido descartada.

Bajé la escalera lleno de alegría para reunirme con mi grupo de compañeros pacientes para escuchar sus explicaciones y preguntas relativas a este nuevo e importante desarrollo. Sabía que cuando leyeran el informe de la sesión de hoy tendrían mucho que decir.

En mi quincuagésima segunda fuga pude ver a Pris y a mi hijo, un bebé guapo y sano con los ojos grises como los de Pris y el pelo como yo. Pris estaba sentada en el salón, dándole el biberón, absorta. Yo estaba sentado frente a ellos, en un estado de deleite casi total, como si todas mis tensiones, todas mis ansiedades y penas hubieran desaparecido por fin.

—Malditas tetinas de plástico —dijo Pris, sacudiendo el biberón enfadada—. Se atascan cuando mama; debe de ser por la forma en que las esterilizo.

Corrí a la cocina para coger una botella nueva del esterilizador que hervía en el fuego.

—¿Cómo se llama, querida? —pregunté nada más regresar.

—¿Cómo se llama? —Pris me miró con resignación—. ¿Estás dormido, Louis? Mira que preguntar cómo se llama tu hijo, ¡por el amor de Dios! Se llama Rosen, como tú.

Mansamente, tuve que sonreír y decir:

—Perdóname.

—Te perdono. Estoy acostumbrada a ti —suspiró—. Lamento decirlo.

Pero ¿cuál es su nombre?, me pregunté. Tal vez lo sepa la próxima vez, o si no, tal vez dentro de cien veces. Tengo que saberlo o todo esto no significará nada para mí, será en vano.

—Charles —murmuró Pris al bebé—, ¿te estás haciendo pipí?

Se llamaba Charles, y me alegré; era un buen nombre. Tal vez lo había elegido yo; parecía el tipo de nombre que yo habría escogido.

Ese día, después de mi fuga, mientras corría escalera abajo para reunirme en el auditorio con mi grupo de terapia, vi a un grupo de mujeres que entraban por una puerta en la zona femenina del edificio. Una tenía el pelo negro corto y era delgada y menuda, mucho más pequeña que las otras; todas parecían globos inflados en comparación con ella. ¿Es ésa Pris?, me pregunté, deteniéndome. Por favor, date la vuelta, supliqué, fijando los ojos a su espalda.

Justo cuando cruzaba el umbral, ella se volvió por un instante. Vi su cara atrevida, petulante, los desapasionados ojos grises… era Pris.

—¡Pris! —exclamé, agitando los brazos.

Ella me vio. Me miró, frunciendo el ceño. Sus labios se tensaron. Luego, muy débilmente, sonrió.

¿Era un fantasma? La muchacha (Pris Frauenzimmer) había entrado ahora en la sala, desapareciendo de mi vista. Estás de nuevo en la Clínica Kasanin, me dije. Sabía que sucedería tarde o temprano. Y esto no es una fantasía, una fuga, controlada o no. Te he encontrado de verdad, en el mundo real, el mundo exterior que no es producto de la libido regresiva ni de las drogas. No te he visto desde aquella noche en el club de Seattle, cuando golpeaste en la cabeza al simulacro Johnny Booth con tu zapato. ¡Cuánto tiempo hace! Cuántas cosas he visto y hecho desde entonces… en el vacío, sin ti, sin la auténtica y real Pris. Satisfecho con un simple fantasma en vez de la real… Pris, me dije. Gracias a Dios, te he encontrado. Sabía que lo haría algún día.

No fui a mi terapia de grupo. Me quedé en el pasillo, esperando y observando.

Por fin, horas más tarde, ella salió. Cruzó el patio abierto directamente hacia mí, la cara despejada y tranquila, una leve sombra en los ojos, más de diversión que de otra cosa.

—Hola —dije.

—Así que te han cazado, Louis Rosen —dijo ella—. Finalmente te volviste también esquizofrénico. No me sorprende.

—Pris, llevo aquí varios meses.

—Bien, ¿te estás curando?

—Sí. Eso creo. Tengo fugas controladas como terapia cada día; siempre voy a ti, Pris, cada vez. Estamos casados y tenemos un niño que se llama Charles. Creo que estamos viviendo en Oakland, California.

—Oakland —repitió ella, arrugando la nariz—. Algunas zonas de Oakland son bonitas, otras horribles. —Se distanció de mí y empezó a recorrer el pasillo—. Me alegra haberte vuelto a ver, Louis. Tal vez volvamos a encontrarnos.

—¡Pris! —llamé lleno de desesperación—. ¡Vuelve!

Pero ella continuó y se perdió tras las puertas al otro lado del vestíbulo.

La siguiente ocasión, cuando la vi en mi fuga controlada, había envejecido claramente; su figura era más tipo matrona y tenía sombras oscuras y permanentes bajo los ojos. Los dos estábamos en la cocina, fregando los platos. Pris los lavaba y yo los secaba. Bajo la luz, su piel parecía seca, con arruguitas finas circundándola. No llevaba maquillaje. Su pelo, en particular, había cambiado; también era seco, como su piel, y ya no era negro, sino de un marrón rojizo, muy hermoso. Lo toqué y lo noté áspero aunque limpio y agradable al tacto.

—Pris, te vi ayer en el vestíbulo —le dije—. Aquí, donde estoy, en Kasanin.

—Muy bien —dijo ella simplemente.

—¿Fue real? ¿Más real que esto? —Vi a Charles sentado en el salón ante el televisor tridimensional, con los ojos fijos en la pantalla—. ¿Recuerdas ese encuentro después de tanto tiempo? ¿Fue real para ti como lo fue para mí? ¿Es esto real para ti ahora? Por favor, dímelo. Ya no comprendo nada.

—Louis —dijo ella mientras frotaba una sartén—, ¿no puedes aceptar la vida tal como llega? ¿Tienes que ser un filósofo? Actúas como un aspirante a universitario. Me pregunto si vas a crecer alguna vez.

—Es que ya no sé qué camino seguir —dije, sintiéndome desolado, pero continuando automáticamente con mi tarea de secar los platos.

—Tómame donde me encuentres —dijo Pris—. Como me encuentres. Conténtate con eso, no hagas preguntas.

Cuando salí de mi fuga, el doctor Shedd estaba presente una vez más.

—Está equivocado, Rosen. No puede haberse encontrado con la señorita Frauenzimmer aquí en Kasanin. He comprobado los archivos cuidadosamente y no he encontrado nadie con ese nombre. Me temo que ese encuentro con ella en el vestíbulo fue un lapsus involuntario de psicosis; no debemos de estar consiguiendo una catarsis tan completa de su libido como creemos. Tal vez deberíamos aumentar los minutos de regresión controlada al día.

Asentí sin decir nada. Pero no le creía. Sabía que había encontrado de verdad a Pris en el vestíbulo; no era una fantasía esquizofrénica.

La semana siguiente volví a verla en Kasanin. Esta vez la vi a través de la ventana del solarium; ella estaba jugando a voleibol con un equipo de muchachas que llevaban pantalones y blusas de deporte celestes.

Ella no me vio; estaba concentrada en el juego. Me quedé allí largo rato, nutriéndome de su vista, sabiendo que era real… y entonces la pelota salió botando del patio hacia el edificio y Pris corrió tras ella. Mientras se agachaba para recogerla, vi su nombre bordado en letras de colores a su blusa: ROCK, PRIS.

Eso lo explicaba todo. Había ingresado en la Clínica Kasanin con el apellido de su padre, no con el suyo propio. Por eso el doctor Shedd no la había encontrado en los archivos; había buscado Frauenzimmer, que era la manera en que yo siempre pensaba en ella, sin importarme cómo se llamaba realmente.

No se lo diría. Me guardaría de decirlo durante mis fugas controladas. De esa manera no lo sabría nunca o tal vez, en alguna ocasión, podría volver a hablar con ella.

Y entonces pensé: «Tal vez todo esto forma parte de un plan deliberado de Shedd»; tal vez era una técnica para sacarme de mis fugas y devolverme al mundo real. Porque aquellos pequeños encuentros con la Pris de verdad se habían vuelto más valiosos para mí que todas las fugas juntas. «Ésta es su terapia, y está funcionando.»

No sabía si me sentía mejor o peor.

Fue después de mi sesión de fuga controlada doscientas veinte cuando volví a hablar con Pris una vez más. Ella salía de la cafetería de la clínica. Yo entraba. La vi antes de que ella me viera a mí. Ella estaba absorta conversando con otra joven, una amiga.

—Pris —dije, deteniéndola—. Por el amor de Dios, déjame verte unos pocos minutos. A ellos no les importa; sé que esto es parte de su terapia. Por favor.

La otra muchacha se apartó consideradamente y nos dejó solos.

—Pareces mayor, Louis —dijo Pris tras una pausa.

—Tú tienes un aspecto magnífico, como siempre.

Ansiaba rodearla con mis brazos, abrazarla contra mí. Pero en cambio me quedé a pocos centímetros de ella sin hacer nada.

—Te alegrará saber que me van a dejar salir de aquí un día de estos —dijo Pris casualmente—. Recibiré terapia externa, como antes. Según el doctor Ditchley, que es el mejor psiquiatra que hay aquí, estoy haciendo unos progresos magníficos. Le veo casi todos los días. Te he buscado en los archivos. A ti te atiende el doctor Shedd. No es gran cosa… por lo que a mí respecta, es un viejo bobo.

—Pris, tal vez podamos salir juntos. ¿Qué te parece? Yo también estoy haciendo progresos.

—¿Por qué tendríamos que salir juntos?

—Te amo, y sé que tú me amas.

Ella no replicó. Simplemente, asintió.

—¿Puede hacerse? —pregunté—. Sabes mucho más que yo de este lugar. Prácticamente, has pasado toda tu vida aquí.

—Parte de mi vida.

—¿Podrías conseguirlo?

—Consíguelo tú. Tú eres el hombre.

—Si lo hago, ¿te casarás conmigo?

Ella gruñó.

—Claro, Louis. Todo lo que tú quieras. Matrimonio, vida en pecado, follar de cuando en cuando…, lo que tú digas.

—Matrimonio.

—¿E hijos? ¿Cómo en tu fantasía? ¿Un niño llamado Charles?

Sus labios se retorcieron de diversión.

—Sí.

—Consíguelo entonces. Habla con Shedd el cabeza de chorlito, el idiota de la Clínica. Él puede soltarte; tiene autoridad. Te daré una pista. Cuando acudas a tu próxima fuga, échate atrás, dile que no estás seguro de que todo esto te lleve a ninguna parte. Y entonces, cuando estés en ella, dile a tu compañera fantástica, a la Pris Frauenzimmer que has creado en ese cerebro calenturiento tuyo, que ya no la encuentras convincente. —Sonrió con su manera familiar—. Tal vez eso te saque de aquí, tal vez no… tal vez sólo te ponga peor.

—Tú no… —dije, dudando.

—¿Quieres saber si me burlo de ti? ¿Si te engaño? Inténtalo, Louis, y averígualo. —Su cara, ahora, era intensamente seria—. La única manera de saberlo es teniendo el valor de seguir adelante.

Se dio la vuelta y se marchó rápidamente.

—Te veré —dijo por encima del hombro—. Tal vez.

Sonrió una vez más y se marchó. Otras personas que iban a comer a la cafetería se interpusieron entre nosotros.

Confío en ti.

Después de cenar, me encontré con el doctor Shedd en el pasillo. No puso objeciones cuando le dije que quería hablar con él un momento.

—¿Qué le sucede, Rosen?

—Doctor, cuando acudo a mis fugas siento como una especie de rechazo. No estoy seguro de conseguir nada de ellas.

—¿Cómo es eso? —dijo el doctor Shedd, frunciendo el ceño.

Repetí lo que había dicho. Él escuchó con mucha atención.

—Y ya no encuentro convincente a mi compañera —añadí—. Sé que es sólo una proyección de mi subconsciente. No es la Pris Frauenzimmer real.

—Interesante.

—¿Qué significa? Lo que acabo de decir… ¿significa que me estoy poniendo mejor o peor?

—Sinceramente, no lo sé. Lo veremos en la próxima sesión. Sabré más cuando pueda observar su conducta durante ella.

Se despidió con un movimiento de cabeza y continuó pasillo abajo.

En mi siguiente fuga controlada, me encontré recorriendo un supermercado con Pris. Estábamos haciendo nuestras compras semanales.

Ella era ahora mucho más vieja, pero seguía siendo Pris, la misma mujer atractiva, firme y de ojos claros a la que siempre había amado. Nuestro hijo corría delante de nosotros, buscando artículos para la acampada de fin de semana con su grupo scout en el Parque Charles Tilden, en las colinas de Oakland.

—Estás muy callado, para variar —me dijo Pris.

—Estoy pensando.

—Preocupándote, querrás decir. Te conozco. Lo sé.

—Pris, ¿es esto real? ¿Es suficiente lo que tenemos aquí?

—Ya no —dijo ella—. No puedo soportar tus eternas filosofadas; acepta tu vida o suicídate, pero deja de farfullar sobre lo mismo.

—De acuerdo. Y a cambio quiero que dejes de darme tus constantes opiniones desdeñosas sobre mí. Ya estoy harto.

—Sólo tienes miedo de oírlas… —empezó a decir.

Antes de saber lo que hacía, me di la vuelta y la abofeteé en la cara. Ella se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Se incorporó y se llevó la mano a la mejilla, mirándome con dolor y sorpresa.

—Maricón —dijo con voz quebrada—. Nunca te perdonaré.

—Ya no puedo seguir soportando tus opiniones desdeñosas.

Ella me miró y luego se dio la vuelta y salió corriendo por el pasillo del supermercado sin mirar atrás. Cogió a Charles y continuó.

De inmediato advertí que el doctor Shedd estaba a mi lado.

—Creo que ya es suficiente por hoy, Rosen.

El pasillo, con sus estantes de cartones y paquetes, onduló y se desvaneció.

—¿Hice algo mal? —Lo había hecho sin pensar, sin tener ningún plan en mente. ¿Lo había estropeado todo?—. Es la primera vez en mi vida que golpeo a una mujer —le dije al doctor Shedd.

—No se preocupe —contestó él, enfrascado en su cuaderno de notas. Hizo una señal a las enfermeras—. Levántenle. Cancelaremos la sesión de terapia de grupo por hoy. Llévenlo de vuelta a su habitación, donde pueda estar solo. Rosen, hay algo peculiar en su conducta que no comprendo —me dijo, diferente—. No es propio de usted.

No dije nada. Simplemente, bajé la cabeza.

—Casi diría —dijo lentamente el doctor Shedd—, que está usted fingiéndose enfermo.

—No, en absoluto —protesté—. Estoy enfermo de verdad. Habría muerto de no venir aquí.

—Creo que tendrá que acudir a mi despacho mañana. Me gustaría aplicarle yo mismo el Test de Proverbios de Benjamin y el de Bloques de Vigotsky-Luria. Es más importante quién aplique el test que el test mismo.

—Estoy de acuerdo con eso —dije, sintiéndome aprensivo y nervioso.

Al día siguiente, a la una de la tarde, pasé con éxito el Test de Proverbios de Benjamin y el de Bloques de Vigotsky-Luria. Según el Acta McHeston, estaba legalmente libre; podía irme a casa.

—Me pregunto si tenía que haber ingresado en Kasanin —dijo el doctor Shedd—. Con gente esperando en todo el país y el personal saturado de trabajo… —Firmó mi alta y me la tendió—. No sé qué estaba intentando hacer al venir aquí, pero tendrá que marcharse y encarar su vida una vez más, y sin el pretexto de una enfermedad mental que dudo haya tenido nunca.

Con esa brusca observación, fui expulsado formalmente de la Clínica Kasanin del Gobierno Federal en Kansas City, Missouri.

—Hay una muchacha aquí a la que me gustaría ver antes de marcharme, doctor. ¿Puedo hablar con ella un momento? Se apellida Rock. No conozco su nombre —añadí cautelosamente.

El doctor Shedd apretó un botón de su mesa.

—Dejen que el señor Rosen vea a la señorita Rock durante un período no superior a diez minutos. Y entonces llévenlo a la entrada principal y pónganlo fuera. Su estancia aquí se terminó.

El enfermero me llevó a la habitación que Pris compartía con otras seis muchachas en los dormitorios de las mujeres. Estaba sentada en la cama limándose las uñas. Apenas alzó la cabeza cuando me vio entrar.

—Hola, Louis —murmuró.

—Pris, tuve valor. Fui e hice lo que me dijiste. —Me incliné para tocarla—. Estoy libre. Me descartaron. Puedo irme a casa.

—Entonces vete.

Al principio no comprendí.

—¿Y tú?

—He cambiado de opinión —dijo Pris tranquilamente—. No pedí el alta; me apetece quedarme unos cuantos meses más. Estoy aprendiendo a coser. Estoy tejiendo una manta de lana de cordero negro, lana virgen. —Y entonces susurró agudamente—: Te mentí, Louis. No estoy preparada para marcharme. Estoy demasiado enferma. Tengo que quedarme aquí una larga temporada, tal vez para siempre. Lamento haberte dicho que iba a salir. Perdóname.

Me cogió la mano brevemente y luego la soltó.

No pude decir nada.

Un momento después, el enfermero me condujo a la puerta y me dejó en la calle con cincuenta dólares en el bolsillo, cortesía del Gobierno Federal. La Clínica Kasanin había quedado atrás, ya no era parte de mi vida. Formaba parte del pasado y, esperaba, no reaparecería nunca.

Estoy bien, me dije. Una vez más hice los tests perfectamente, como cuando estaba en el colegio. Puedo volver a Boise, con mi hermano Chester y mi padre, Maury y mi negocio.

Lo tenía todo, excepto a Pris.

En algún lugar en el interior del gran edificio de la Clínica Kasanin, Pris Frauenzimmer cardaba y tejía su madeja de lana virgen completamente absorta, sin pensar en mí ni en ninguna otra cosa.