16

—Louis, vuelva a subirse al taburete —me dijo al oído el simulacro Lincoln.

Asintiendo, volví a encaramarme a él. Pris… estaba radiante, sorprendente, con aquel vestido nuevo Mirada Total. Se había recortado el pelo y lo había peinado hacia atrás, y llevaba una curiosa sombra de ojos que hacía que éstos parecieran grandes y negros. Barrows, con su cabeza perfectamente peinada y sus modales joviales, estaba igual que siempre: atareado y activo, sonriente. Aceptó la carta y empezó a pedir.

—Es sorprendentemente encantadora —me dijo el simulacro.

—Sí —afirmé.

Los hombres que estaban sentados en la barra a nuestro alrededor (y las mujeres también), se habían detenido para mirarla con admiración. No pude reprochárselo.

—Debe actuar —me dijo el simulacro—. No puede marcharse ahora, me temo, y tampoco puede quedarse como está. Me acercaré a su mesa y les diré que tiene una cita luego con la señora Devorac, y eso es todo lo que puedo hacer por usted; el resto, Louis, depende de usted.

Se bajó del taburete y se marchó dando grandes zancadas antes de que pudiera detenerle.

Llegó a la mesa de Barrows y se inclinó, apoyando la mano sobre el hombro de Barrows se volvió para verme. Pris también se volvió; sus fríos ojos oscuros titilaron.

El Lincoln regresó al bar.

—Vaya a verlos, Louis.

Automáticamente, me puse en pie y me encaminé hacia Barrows y Pris sorteando las mesas. Ellos me miraron con resquemor. Probablemente creían que tenía mi 38 encima, pero no lo llevaba; lo había dejado en el motel.

—Sam, está acabado —le dije—. Tengo todo el material preparado para Silvia. —Examiné mi reloj—. Es una lástima, pero ya es demasiado tarde; tuvo su oportunidad y la desaprovechó.

—Siéntese, Rosen.

Así lo hice.

La camarera trajo dos martinis para Barrows y Pris.

—Hemos construido nuestro primer simulacro —dijo Barrows.

—¿Sí? ¿De quién?

—De George Washington, el Padre de Nuestra Nación.

—Es una pena ver cómo su imperio se desmorona.

—No entiendo lo que quiere decir, pero me alegro de haberle encontrado —dijo Barrows—. Es una oportunidad para resolver algunos malentendidos. —Se volvió a Pris—. Lamento discutir de negocios, querida, pero es una suerte habernos encontrado con Louis; ¿no te importa?

—Sí me importa. Si no se marcha, hemos terminado.

—Eres tan violenta, querida… Es un asunto menor, pero interesante, el que me gustaría resolver con el señor Rosen. Si estás tan disgustada, puedo enviarte de regreso a casa en taxi.

—No voy a marcharme —dijo Pris con su tono plano y remoto—. Intenta desembarazarte de mí y te encontrarás en el suelo tan rápidamente que tu cabeza dará vueltas.

Los dos la miramos. Pese al hermoso vestido, el peinado y el maquillaje seguía siendo la Pris de siempre.

—Creo que voy a enviarte a casa —dijo Barrows.

—No.

Barrows llamó a la camarera.

—¿Quiere pedir un taxi…?

—Me follaste ante testigos —dijo Pris.

Palideciendo, Barrows hizo un gesto a la camarera para que se marchara.

—Mira —le temblaban las manos—. ¿Quieres sentarte, tomarte la vichyssoise y estarte callada? ¿Puedes estarte callada?

—Diré lo que quiera cuando quiera.

—¿Qué testigos? —Barrows consiguió sonreír—. ¿Dave Blunk? ¿Colleen Nild? —Su sonrisa se amplió—. Vamos, querida.

—Eres un viejo sucio al que le gusta mirar bajo las faldas de las niñas. Deberías estar entre rejas —dijo Pris. Su voz, aunque no era fuerte, era tan clara que varios comensales de las mesas cercanas volvieron la cabeza—. Me la has metido demasiado a menudo. Y puedo decirte esto: me extraña que se te levante. Es tan pequeña y fláccida… Eres demasiado viejo y fláccido, viejo verde.

Barrows parpadeó y sonrió con una mueca.

—¿Algo más?

—No. Tienes comprado a todo el mundo para que no testifique contra ti.

—¿Algo más?

Ella sacudió la cabeza, jadeando.

—Bien, continuemos —dijo Barrows volviéndose hacía mí.

Aún parecía conservar su pose. Era increíble; podía soportarlo todo.

—¿Me pongo en contacto con la señora Devorac o no? —dije—. Usted decide.

Barrows miró su reloj.

—Me gustaría consultar con mi abogado. ¿Le importa que telefonee a Dave Blunk para que venga?

—Adelante, hágalo —dije, sabiendo que Blunk le aconsejaría que se rindiera.

Barrows pidió excusas y se dirigió al teléfono. Mientras lo hacía, Pris y yo nos quedamos sentados frente a frente, sin hablar. Por fin regresó y Pris le recibió con expresión triste y suspicaz.

—¿Qué nueva artimaña viciosa estás planeando, Sam?

Sam Barrows no respondió. Se echó hacia atrás, acomodándose.

—Louis, trama algo —dijo Pris mientras miraba salvajemente alrededor—. ¿No lo ves? ¿No le conoces lo suficiente para darte cuenta? ¡Oh, Louis!

—No te preocupes —dije yo. Pero me sentía incómodo.

Noté que en el bar el Lincoln se agitaba y fruncía el ceño sin descanso. ¿Había cometido un error? Ya era demasiado tarde; había accedido.

—¿Quiere acercarse? —le dije al simulacro, que se levantó de inmediato y se acercó, inclinándose para escuchar—. El señor Barrows está esperando a su abogado para hacerle una consulta.

—Supongo que no hay nada de malo en eso —meditó el simulacro mientras se sentaba.

Todos esperamos. Media hora después apareció Dave Blunk. Le acompañaba Colleen Nild, muy bien vestida, y tras ella venía una tercera persona, un joven con el pelo rapado y una corbata de lazo que tenía una expresión ansiosa y alerta en la cara.

¿Quién era este hombre? ¿Qué estaba pasando? Mi intranquilidad aumentó.

—Disculpen que lleguemos tarde —dijo Blunk mientras ayudaba a sentarse a la señorita Nild.

Luego el hombre de la corbata de lazo y él se sentaron. Nadie presentó a nadie.

Debe de ser algún empleado de Barrows, me dije. ¿Puede ser el bastardo que va a cumplir la formalidad de casarse legalmente con Pris?

Al ver que miraba al hombre, Barrows habló.

—Éste es Johnny Booth. Johnny, quiero que conozca a Louis Rosen.

El joven hizo un gesto con la cabeza.

—Encantado de conocerle, señor Rosen. —Inclinó la cabeza hacia los demás—. Hola. Hola. ¿Cómo están?

—Espere un momento —dije, me sentía helado por dentro—. ¿Éste es John Booth? ¿John Wilkes Booth?

—Ha dado en el clavo —dijo Barrows.

—Pero no se parece en nada a John Wilkes Booth.

Era un simulacro y terrible. Yo acababa de leer los libros de referencia: John Wilkes Booth había sido un individuo de aspecto dramático y teatral… éste era sólo un tipo ordinario, anodino, el típico dependiente que uno ve en cualquier ciudad de los Estados Unidos.

—No me haga reír —dije—. ¿Éste es su primer logro? Siga mi consejo; mejor vuelva atrás y inténtelo de nuevo.

Pero mientras hablaba no dejaba de mirar aterrorizado al simulacro, pues a pesar de su desmañado aspecto funcionaba; era un éxito desde el punto de vista técnico. Y aquello implicaba un terrible presagio para todos nosotros. ¡El simulacro de John Wilkes Booth! No pude evitar mirar de reojo a Lincoln para ver su reacción. ¿Sabía lo que significaba esto?

El Lincoln no había dicho nada. Pero las arrugas de su cara se habían vuelto más profundas, y el deje de melancolía siempre presente en él se había intensificado. Parecía conocer lo que le esperaba, lo que este nuevo simulacro implicaba.

No pude creer que Pris fuera capaz de diseñar una cosa así. Y entonces me di cuenta de que naturalmente no lo había hecho. Por eso el simulacro no tenía cara. Sólo Bundy había estado relacionado. Gracias a él habían desarrollado los mecanismos internos y luego los habían colocado en el receptáculo de este hombre-masa, que estaba ahora sentado ante la mesa asintiendo, un típico Ja-Sager, un mandado nato. Ni siquiera habían intentado recrear la auténtica apariencia de Booth, quizá ni siquiera habían estado interesados en hacerlo. Era un trabajo apresurado hecho para un propósito específico.

—¿Continuamos con nuestra discusión? —dijo Barrows.

Dave Blunk asintió, el John Wilkes Booth asintió también. La señorita Nild examinó su menú. Pris miraba al nuevo simulacro como si se hubiera vuelto de piedra. Yo tenía razón: era una sorpresa para ella. Mientras se había dedicado a salir y beber y a cenar, a dormir y a divertirse, Bob Bundy había estado atareado en algún taller de la organización de Barrows, elaborando este artefacto.

—De acuerdo —contesté—. Continuemos.

—Johnny —le dijo Barrows a su simulacro—, este hombre alto con barba, por cierto, es Abe Lincoln. Te estaba hablando de él ¿recuerdas?

—Oh, sí, señor Barrows —contestó al instante el Booth con un amplio movimiento de cabeza—. Lo recuerdo perfectamente.

—Barrows —dije yo—, es una chapuza lo que tiene aquí; es sólo un asesino con el nombre «Booth». No se parece ni habla bien, y lo sabe. Esto es una bajeza y me pone enfermo. Siento vergüenza por usted.

Barrows se encogió de hombros.

—Recite algo de Shakespeare —le dije al Booth.

Él me sonrió tontamente.

—Diga entonces algo en latín.

Él continuó sonriendo.

—¿Cuántas horas les llevó montar esta nulidad? —le dije a Barrows—. ¿Media mañana? ¿Dónde está la fidelidad a los detalles? ¿Dónde ha ido la profesionalidad? Todo lo que queda es el instinto asesino plantado en esta abominación, ¿verdad?

—Creo que querrá retirar su amenaza de contactar con la señora Devorac a la vista de Johnny Booth, aquí presente —dijo Barrows.

—¿Cómo va a hacerlo? ¿Con un anillo envenenado? ¿Con armas bacteriológicas?

Dave Blunk se echó a reír. La señorita Nild sonrió. La cosa Booth hizo lo mismo que los otros, siguiendo las indicaciones de su jefe, y sonrió huecamente. El señor Barrows les tenía cogidos por las cuerdas y los agitaba con todo su poder.

Mirando al simulacro Booth, Pris se había vuelto casi irreconocible. Estaba demacrada. Su cuello se estiraba como el de una jirafa y sus ojos brillaban llenos de lucecitas.

—Escucha —dijo, señalando al Lincoln—. Yo construí a ése.

Barrows la miró.

—Es mío —continuó diciendo Pris. Se dirigió al Lincoln—. ¿Lo sabe? ¿Sabe que mi padre y yo le construimos?

—Pris —dije yo—, por el amor de Dios…

—Cállate.

—Quédate al margen de todo esto —le dije—. Es entre Barrows y yo. —Estaba temblando—. Tal vez tus intenciones fueron buenas, y me doy cuenta de que no tuviste nada que ver con la construcción de esta cosa Booth. Y tú…

—Por el amor de Dios, cállate —me dijo Pris. Se volvió hacia Barrows—. Bob Bundy y tú construisteis esta cosa para destruir al Lincoln y me lo ocultasteis con mucho cuidado. Cerdo. Nunca te perdonaré por esto.

—¿Qué es lo que te molesta, Pris? —dijo Barrows—. No me digas que has tenido un lío con el simulacro Lincoln.

—No veré cómo asesinan a mi trabajo.

—Tal vez sí.

—Señorita Pris —dijo el Lincoln con voz pesada—, creo que el señor Rosen tiene razón. Debe dejar que el señor Barrows y él encuentren la solución a su problema.

—Puedo resolverlo yo —dijo Pris.

Se agachó y empezó a tantear algo bajo la mesa. No pude imaginar qué estaba haciendo, y tampoco pudo hacerlo Barrows; en realidad, todos nos quedamos de una pieza. Pris emergió, sosteniendo en la mano uno de sus altos zapatos de tacón.

—Maldito seas —le dijo a Barrows.

Barrows saltó de la silla.

—No —dijo, alzando la mano.

El zapato se estrelló contra la cabeza del simulacro Booth. El tacón de metal se hundió en la cabeza de la cosa, justo tras la oreja.

—Toma —le dijo Pris a Barrows, los ojos húmedos y brillantes, la boca convertida en una línea delgada y retorcida.

—Glap —dijo el simulacro Booth.

Sus manos se agitaron en el aire; sus pies tamborilearon sobre el suelo. Entonces dejó de moverse. Un viento interno lo recorrió; sus miembros colgaron y se retorcieron. Se quedó inmóvil.

—No le golpees otra vez, Pris —dije yo.

No me sentía capaz de soportarlo más. Barrows estaba diciendo casi lo mismo, murmurando a Pris con tono sorprendido.

—¿Para qué iba a hacerlo otra vez? —dijo Pris indiferente retiró el tacón de la cabeza, se agachó y volvió a ponerse el zapato.

Los comensales de las mesas a nuestro alrededor nos miraron sorprendidos.

Barrows sacó un pañuelo de lino blanco y se secó la frente. Empezó a hablar, cambió de opinión y guardó silencio.

Gradualmente, el simulacro Booth empezó a caerse de la silla. Me levanté y traté de agarrarle para que se quedara como estaba. Dave Blunk se levantó también. Entre los dos nos las arreglamos para ponerlo derecho y evitar que se cayera. Pris sorbió su bebida sin ninguna expresión en el rostro.

—Es un muñeco —le dijo Barrows a los ocupantes de las mesas cercanas—. Un muñeco de tamaño natural. Mecánico.

Para convencerles, les mostró la parte interna de metal y plástico del cráneo del simulacro. Dentro de la herida pude ver algo brillante, la mónada de control estropeada, supongo. Me pregunté si Bob Bundy podría repararlo. Me pregunté si me importaba que lo repararan o no.

Barrows apagó su cigarro y tomó su bebida. Luego dijo a Pris con voz ronca:

—Te has puesto contra mí al hacer eso.

—Entonces adiós —dijo Pris—. Adiós, Sam K. Barrows, sucio y feo petardo.

Se puso en pie, volcando deliberadamente la silla; se marchó, se abrió paso entra las otras mesas y llegó al guardarropa, donde cogió su abrigo.

Ni Barrows ni yo nos movimos.

—Ha salido por la puerta —dijo poco después Dave Blunk—. Puedo verlo desde aquí mejor que ustedes. Se ha ido.

—¿Qué voy a hacer con esto? —le dijo Barrows a Blunk, refiriéndose al simulacro Booth muerto—. Tenemos que sacarlo de aquí.

—Podemos hacerlo entre los dos —sugirió Blunk.

—Les echaré una mano —dije yo.

—Nunca volveremos a verla —comentó Barrows—. O tal vez nos esté esperando en la calle. —Se dirigió a mí—. ¿Puede usted decirlo? Yo no. No la entiendo.

Recorrí el pasillo junto al bar y pasé el guardarropa. Empujé la puerta que daba a la calle, donde se encontraba el portero uniformado que me saludó cortésmente.

No había ni rastro de Pris.

—¿Qué ha pasado con la chica que acaba de salir?

El portero se encogió de hombros.

—No lo sé, señor. —Indicó los taxis, el tráfico, la gente apiñada como abejas en la puerta del club—. Lamento no poder decirlo.

Miré la acera arriba y abajo. Incluso corrí un poco en cada dirección, esforzándome por verla.

Nada.

Por fin, regresé al club y a la mesa donde Barrows y los otros estaban sentados con el simulacro Booth, muerto y estropeado. Se había inclinado en su asiento, ahora, y tenía la cabeza torcida y la boca abierta. Lo enderecé de nuevo con la ayuda de Dave Blunk.

—Lo ha perdido todo —le dije a Barrows.

—No he perdido nada.

—Sam tiene razón —dijo Dave Blunk—. ¿Qué es lo que ha perdido? Bob Bundy puede hacer otro simulacro si es necesario.

—Ha perdido a Pris —dije yo—. Eso es todo.

—Oh, diablos, ¿a quién le importa Pris? Ni siquiera creo que le importe a ella misma.

—Eso parece —dije. Sentía la lengua espesa, adherida a los lados de la boca. Apreté las mandíbulas, sin sentir dolor, nada en absoluto—. Yo también la he perdido.

—Evidentemente —dijo Barrows—. Pero es lo mejor que podría pasarle. ¿Cree que podría soportar tener que pasar por algo como esto todos los días?

—No. Mientras estábamos sentados allí, el gran Earl Grant apareció en el escenario una vez más. El piano estaba sonando y todo el mundo se había callado. Nosotros lo hicimos también.

Tengo un saltamontes en la almohada, nena. Tengo grillos en la comida.

¿Me estaba cantando a mí? ¿Me había visto sentado allí, notado la expresión de mi cara? ¿Sabía cómo me sentía? Era una canción vieja y triste. Tal vez me había visto; tal vez no. No podía decirlo, pero eso parecía.

Pris es salvaje, pensé. No es parte de nosotros. Pris es primitiva de una manera horrible; todo lo que tiene que ver con la gente, todos los que estamos aquí, fracasan al tocarla. Cuando uno la mira ve el pasado distante; nos ve tal como empezamos hace un millón, dos millones de años…

La canción que entonaba Earl Grant; ésa era una de las formas de domarnos, de cambiarnos, de modificarnos lentamente una y otra vez en incontables maneras. El Creador aún trabajaba, aún moldeaba lo que en la mayoría de nosotros estaba sin acabar. Pero no con Pris; no era posible moldearla más, ni siquiera él podía hacerlo.

He visto lo otro cuando vi a Pris. ¿Y dónde me he quedado? Esperando sólo la muerte, como el simulacro Booth cuando ella se quitó el zapato. El simulacro Booth había recibido finalmente su merecido por lo que había hecho hacía más de un siglo. Antes de su muerte, Lincoln había soñado que moría asesinado, había visto en su sueño un ataúd con crespones negros y procesiones llorando. ¿Había sentido este simulacro alguna premonición anoche? ¿Había soñado de alguna manera mecánica y mística?

Todos lo veríamos. Chug-chug. La mancha negra del tren pasando por medio de campos de trigo. La gente asomada siendo testigo, quitándose el sombrero. Chug-chug.

El tren negro con el ataúd guardado por soldados de azul que llevaban armas y que no se movían nunca, desde el principio hasta el fin del largo, largo viaje.

—Señor Rosen.

Me hablaba alguien al lado. Una mujer.

Sorprendido, alcé la mirada. La señorita Nild me estaba hablando.

—¿Quiere ayudarnos? El señor Barrows ha ido a buscar el coche; quiere que metamos en él al simulacro Booth.

—Oh, claro —asentí.

Mientras me ponía en pie miré al Lincoln para ver si iba a unirse a nosotros. Pero el Lincoln estaba sentado con la cabeza inclinada y sumido en la más profunda melancolía, sin prestar atención a nosotros ni a lo que hacíamos. ¿Estaba escuchando a Earl Grant? ¿Estaba abrumado por su triste canción? No lo creía. Estaba encorvado, recogido, como si sus huesos se estuvieran convirtiendo en un hueso único. Y estaba completamente en silencio; ni siquiera parecía respirar.

Una especie de plegaria, pensé mientras lo miraba. Y, sin embargo, no era una plegaria en absoluto. La interrupción de la plegaria, tal vez. Blunk y yo nos volvimos hacia el Booth; empezamos a levantarlo. Pesaba mucho.

—El coche es un Mercedes Benz —jadeó Blunk mientras recorríamos el pasillo—. Blanco, con el interior tapizado de cuero rojo.

—Abriré la puerta —dijo la señorita Nild, siguiéndonos.

Llevamos al Booth por el largo pasillo hasta la entrada del club. El portero nos miró con curiosidad, pero ni él ni nadie hizo un gesto para interferir ni para preguntar qué sucedía. El portero, sin embargo, nos abrió la puerta y le dimos las gracias porque eso permitía a la señorita Nild salir a la calle para llamar al coche de Sam Barrows.

—Ahí viene —dijo Blunk, agitando la cabeza.

La señorita Nild nos abrió la puerta del coche y entre Blunk y yo conseguimos meter al simulacro en el asiento trasero.

—Será mejor que venga con nosotros —me dijo la señorita Nild cuando me marchaba.

—Buena idea —dijo Blunk—. Vamos a tomar un trago, ¿vale, Rosen? Llevaremos al Booth al taller y luego iremos al apartamento de Collie; la bebida está allí.

—No —respondí.

—Vamos —dijo Barrows tras el volante—. Entrad para que podamos marcharnos. Eso le incluye también a usted, Rosen, y por supuesto a su simulacro. Vuelva y tráigalo.

—No, no, gracias —dije—. Pueden marcharse sin nosotros.

Blunk y la señorita Nild cerraron la puerta del coche y éste partió y desapareció en el denso tráfico de la noche.

Con las manos metidas en los bolsillos, regresé al club, y recorrí de vuelta el pasillo hasta llegar a la mesa donde el Lincoln permanecía aún sentado, cabizbajo, con los brazos cruzados y en completo silencio.

¿Qué podría decirle? ¿Cómo podría alegrarle?

—No debería dejar que un incidente así le haga mella —le dije—. Debería intentar superarlo.

El Lincoln no respondió.

—Con paciencia y una caña… —dije.

El simulacro alzó la cabeza y me miró desesperanzado.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. La verdad es que no lo sé.

Entonces los dos nos sentamos en silencio.

—Escuche —dije—. Voy a llevarle de vuelta a Boise y haré que le vea el doctor Horstowski. No le hará ningún daño y tal vez pueda hacer algo con esas depresiones suyas. ¿Le parece?

El Lincoln parecía ya más calmado; había sacado un gran pañuelo rojo y se estaba sonando la nariz.

—Gracias por su interés —dijo detrás del pañuelo.

—¿Un trago? ¿O una taza de café o algo de comer?

El simulacro negó con la cabeza.

—¿Cuándo advirtió por primera vez esas depresiones? Me refiero a su juventud. ¿Le gustaría hablar del tema? Dígame lo que se le ocurra, qué asociaciones libres tiene en la mente. Por favor, tengo el presentimiento de que le hará sentirse mejor.

El Lincoln se aclaró la garganta y dijo:

—¿Volverán el señor Barrows y su grupo?

—Lo dudo. Nos invitaron a ir con ellos, han ido al apartamento de la señorita Nild.

El Lincoln me dirigió una mirada larga, lenta y enigmática.

—¿Por qué van a ese sitio y no a casa del señor Barrows?

—La bebida está allí. Eso es lo que dijo Dave Blunk, al menos.

El Lincoln volvió a aclararse la garganta y bebió un poco de agua del vaso que tenía delante de la mesa. Aquella extraña expresión permaneció en su cara, como si hubiera algo que no comprendiera, como si estuviera sorprendido pero al mismo tiempo hubiera visto la luz.

—¿Qué pasa? —dije.

Hubo una pausa y entonces el Lincoln dijo súbitamente:

—Louis, vaya al apartamento de la señorita Nild. No pierda el tiempo.

—¿Por qué?

—Ella tiene que estar allí.

Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca.

—Creo que ha estado viviendo allí con la señorita Nild —dijo el simulacro—. Ahora voy a regresar al motel. No se preocupe por mí… si es necesario, podré volver a Boise mañana solo. Vaya inmediatamente, Louis, antes de que el grupo llegue.

Me puse en pie.

—No sé…

—Puede conseguir la dirección en la guía telefónica.

—Sí, eso es. Gracias por el consejo, lo aprecio de veras. Tengo la sensación de que es una buena idea. Entonces ya nos veremos. Hasta luego. Y si…

—Vaya.

Me marché.

Consulté la guía en un drugstore que abría durante toda la noche. Encontré la dirección de Colleen Nild y luego salí a la calle y llamé a un taxi. Por fin, me puse de camino.

Su edificio era una gran casa de apartamentos hecha de ladrillos oscuros. Sólo había unas pocas ventanas encendidas aquí y allá. Encontré su número y presioné el botón que había al lado. Tras un largo rato, el pequeño altavoz produjo un ruido de estática y una voz de mujer pregunto quién era.

—Louis Rosen. —¿Era Pris?—. ¿Puedo subir?

La pesada puerta de hierro forjado y cristal zumbó; salté para agarrarla y la empujé. En un momento crucé el vestíbulo desierto y subí la escalera hacia el tercer piso. Era una larga subida y cuando llegué a su puerta estaba cansado y jadeante.

La puerta estaba abierta. Llamé, dudé, y luego entré en el apartamento.

La señorita Nild estaba sentada en el salón con una bebida en la mano, y frente a ella se encontraba Sam Barrows. Los dos me miraron.

—Hola, Rosen. —Barrows hizo un gesto con la cabeza hacia una mesa donde había una botella de vodka, limones, una coctelera, zumo de lima y vasos y cubitos de hielo—. Adelante, sírvase.

Sin saber qué otra cosa hacer, obedecí.

Mientras lo hacía, Barrows dijo:

—Tengo que darle una noticia. Alguien a quien quiere mucho está aquí. —Señaló con su vaso—. Vaya a mirar al dormitorio.

Barrows y la señorita Nild sonrieron.

Solté mi bebida y corrí en dirección a la puerta.

—¿Cómo es que cambió de opinión y decidió venir? —me preguntó Barrows, que agitaba su bebida—. El Lincoln pensó que Pris podría estar aquí.

—Bien, Rosen, odio decirlo, pero en mi opinión le hizo un mal favor. Está usted realmente loco por dejarse enganchar por esa chica.

—No estoy de acuerdo.

—Demonios, eso es porque están enfermos, los tres. Pris, el Lincoln y usted. Le diré una cosa, Rosen. Johnny Booth valía por un millón de Lincolns. Creo que vamos a repararlo y usarlo para nuestro desarrollo lunar… después de todo, Booth es un buen nombre norteamericano; no veo ninguna razón por la que la familia de la puerta de al lado no pueda llamarse Booth. ¿Sabe, Rosen? Tiene que venir a la Luna algún día y ver lo que hemos hecho. No tiene ni idea. No trato de ofenderle, pero es imposible comprenderlo desde aquí; tiene que ir allí.

—Eso es, señor Rosen —dijo la señorita Nild.

—Un hombre de éxito no tiene que rebajarse a embaucar a la gente.

—¿Embaucar? —exclamó Barrows—. Diablos, fue un intento de conseguir que la gente se decidiera a hacer lo que va a hacer algún día de todas maneras. Oh, demonios, no quiero discutir. Éste ha sido un día bastante duro; estoy cansado. No siento animosidad hacía nadie. —Me sonrió—. Si su pequeña firma se hubiera unido a nosotros… deberían haber intuido lo que habría significado. Ustedes me rechazaron, yo no les rechacé a ustedes. Pero ahora es ya demasiado tarde. No para mí; nosotros continuaremos y lo haremos, probablemente usando el Booth, sea por los medios que sea.

—Todo el mundo sabe eso —dijo la señorita Nild.

Le palmeó.

—Gracias, Collie —dijo Barrows—. Es que odio ver a tipos así, sin ambiciones, ni visión, ni objetivos. Es descorazonador, en serio.

Yo no dije nada. Me quedé plantado ante la puerta del dormitorio, esperando que terminaran de hablarme.

—Adelante, entre —me dijo la señorita Nild—. Está en su casa.

Agarré el pomo de la puerta y la abrí.

El dormitorio estaba sumido en la oscuridad. En el centro pude ver los contornos de una cama. Sobre ésta había una figura. Se había acomodado con una almohada y fumaba un cigarrillo, ¿o no? El humo era de cigarro. Corrí hacia el interruptor y encendí la luz.

En la cama estaba mi padre, fumando un cigarro y mirándome con expresión pensativa. Tenía puesto su bata y su pijama, y junto a la cama había colocado sus zapatillas de piel. Junto a las zapatillas estaban su maleta y sus ropas ordenadamente apiladas.

—Cierra la puerta, mein Sohn —dijo con voz amable.

Obedecí inmediatamente, atónito. Cerré la puerta a mis espaldas pero no lo suficientemente rápido como para no percibir las risotadas que procedían del salón, las risas de Sam Barrows y la señorita Nild. Qué bromazo me habían gastado todo el rato; toda su charla, solemne y pretenciosa, sabiendo que Pris no estaba allí, que no se encontraba en el apartamento, que el Lincoln se había confundido.

—Una lástima, Louis —dijo mi padre, evidentemente leyendo mi expresión—. Tal vez debí de haber salido y poner fin a la discusión, pero estaba interesado en lo que decía el señor Barrows. No era completamente desacertado, ¿verdad? En ciertos aspectos, es un gran hombre. Siéntate.

Me indicó la silla que había junto a la cama, y me senté.

—¿No sabes dónde está? —pregunté—. ¿Tampoco puedes ayudarme?

—Me temo que no, Louis.

Ni siquiera merecía la pena levantarse y marcharme. Esto era lo más lejos que podía llegar, a esta silla, junto a la cama donde fumaba mi padre.

La puerta se abrió de golpe y en ella apareció un hombre con la cara al revés, mi hermano Chester, pavoneándose y lleno de importancia.

—He conseguido una buena habitación para nosotros, papá —dijo, y luego, al verme, sonrió feliz—. De modo que estás aquí, Louis. Después de todos nuestros problemas, por fin conseguimos localizarte.

—Varias veces he estado tentado de corregir al señor Barrows —dijo mi padre—. Sin embargo, un hombre como él no puede ser reeducado, así que ¿por qué perder el tiempo?

No pude soportar la idea de que mi padre estuviera a punto de soltarme otra de sus filípicas filosóficas; me hundí en la silla y haciendo como si no le escuchara sentí que sus palabras sonaban como un zumbido de moscas. En el estupor producido por la decepción, me imaginé cómo habría sido si no me hubieran gastado ninguna broma, si hubiera encontrado a Pris en esta habitación, en la cama.

Piensa en cómo podría haber sido. La habría encontrado dormida, tal vez borracha; la habría alzado y la habría recogido en mis brazos, le habría apartado el pelo de los ojos, la habría besado en la oreja. Pude imaginármela volviendo a la vida mientras la sacaba de su sueño.

—No estás prestando atención —reprochó mi padre. Y era cierto; estaba completamente apartado de la decepción, sumergido en mi sueño de Pris—. Aún persigues ese fuego fatuo.

Frunció el ceño.

En mi sueño de una vida más feliz besé a Pris una vez más, y ella abrió los ojos. La tumbé, me eché sobre ella y la abracé.

—¿Cómo está el Lincoln? —murmuraba a mi oído la voz de Pris.

No mostró sorpresa al verme, al notar que me había reunido con ella y la besaba; en realidad, no mostraba ninguna reacción. Pero así era Pris.

—Todo lo bien que se puede esperar. —Le acaricié el pelo mientras ella me miraba en la oscuridad. Apenas podía distinguir sus contornos—. No —admití—, la verdad es que está fatal. Está sufriendo una depresión psicótica. ¿Qué te importa? Tú la provocaste.

—Lo salvé —dijo Pris remota, lánguidamente—. Tráeme un cigarrillo, ¿quieres?

Encendí un cigarrillo y se lo tendí. Ella lo fumó tumbada.

La voz de mi padre acudió a mí.

—Ignora ese ideal introvertido, mein Sohn. Te aparta de la realidad, como te dijo el señor Barrows, ¡y es algo serio! Perdona la expresión, pero esto es lo que el doctor Horstowski llamaría enfermedad, ¿no lo ves?

Apenas oí la voz de Chester.

—Es esquizofrenia, papá, como la de todos esos adolescentes; millones de norteamericanos la tienen sin saberlo. Nunca llegan a acudir a las Clínicas. Leí un artículo donde hablaba del tema.

—Eres una buena persona, Louis —dijo Pris—. Lamento que estés enamorado de mí. Estás perdiendo el tiempo, pero supongo que no te importa. ¿Puedes explicar qué es el amor? ¿Amor así?

—No.

—¿No vas a intentarlo? ¿Está cerrada la puerta? Si no lo está, ciérrala.

—Demonios —dije miserablemente—, no puedo librarme de ellos, están justo encima de nosotros. Nunca podremos desembarazarnos de ellos, nunca estaremos a solas los dos… lo sé.

Pero de todas formas, sabiendo lo que sabía, fui y cerré la puerta.

Cuando volví a la cama encontré levantada a Pris: se estaba desabrochando la falda. Se la sacó por encima de la cabeza y la arrojó sobre una silla; se estaba desnudando. Ahora empezó a quitarse los zapatos.

—¿Quién más puede enseñarme, Louis, sino tú? Abre la cama —dijo. Empezó a quitarse la ropa interior, pero la detuve—. ¿Por qué no?

—Me estoy volviendo loco. No puedo soportarlo. Tengo que volver a Boise y ver al doctor Hostowski. Esto no puede continuar, no aquí, con mi familia en la misma habitación.

—Mañana volaremos de regreso a Boise. Pero ahora no —dijo Pris gentilmente.

Apartó las mantas y la sábana superior y se tendió, sosteniendo de nuevo el cigarrillo, desnuda, sin taparse.

—Estoy tan cansada. Louis… Quédate conmigo esta noche.

—No puedo.

—Entonces llévame contigo a donde estás alojado.

—Tampoco puedo hacerlo; el Lincoln está allí.

—Louis, sólo quiero dormir. Acuéstate y tápanos. No nos molestarán. No tengas miedo de ellos. Lamento que el Lincoln resultara afectado. No me eches la culpa de eso, Louis. Fue por culpa de ellos, y le salvé la vida. Es mi hijo… ¿verdad?

—Supongo que puedes expresarlo en esos términos.

—Yo le di vida, fui su madre. Estoy muy orgullosa de eso. Cuando vi a ese repugnante objeto Booth… todo lo que quise hacer fue matarlo instantáneamente. En cuanto lo vi supe para qué era. ¿Podría ser también tu madre? Ojalá te hubiera dado vida como hice con él; ojalá le hubiera dado vida a todo el mundo. Doy vida. Y esta noche la tomé, y eso es bueno si puedes soportarlo. Hace falta mucho valor para quitarle la vida a alguien, ¿no crees, Louis?

—Sí —dije.

Me senté junto a ella en la cama una vez más.

En la oscuridad, ella alargó la mano y me apartó el pelo de los ojos.

—Tengo ese poder sobre ti, darte vida o quitártela. ¿Te asusta? Sabes que es verdad.

—No me asusta ahora. Lo hizo una vez, cuando lo advertí por primera vez.

—A mí nunca me asustó —dijo Pris—. Si lo hiciera perdería el poder, ¿no es así, Louis? Y tengo que conservarlo; alguien tiene que tenerlo.

No respondí. El humo de cigarro me rodeaba, me enfermaba, me hacía consciente de la presencia de mi padre y mi hermano, que me observaban.

—El hombre debe albergar algunas ilusiones —dijo mi padre, inhalando rápidamente—, pero esto es ridículo.

Chester asintió.

—Pris… —dije en voz alta.

—Escucha eso, escucha eso —dijo mi padre excitado—. La está llamando. ¿Está hablando con ella?

—Salid de aquí —les dije a mi padre y a Chester.

Agité las manos, pero no sirvió de nada. Nadie se movió.

—Tienes que comprender, Louis, que tengo simpatía por ti —dijo mi padre—. Veo lo que el señor Barrows no ve, la nobleza de tu búsqueda.

A través de la oscuridad y del farfulleo de sus voces, me reuní una vez más con Pris. Ella había formado una pelota con sus ropas al borde de la cama y las abrazaba.

—¿Importa lo que diga o piense la gente sobre nosotros? Yo no me preocuparía —dijo—. No dejaría que las palabras se convirtieran en realidades. Todo el mundo del exterior está enfadado con nosotros. Sam, Maury y el resto. El Lincoln no te habría enviado aquí si no fuera adecuado, ¿no crees?

—Pris, todo saldrá bien. Vamos a tener un futuro feliz.

Ella sonrió; en la oscuridad, vi el destello de sus dientes. Era una sonrisa de gran sufrimiento y pena, y me pareció, sólo por un momento, que lo que había visto en el simulacro Lincoln había salido de ella. Ahora se veía tan claramente el dolor que Pris sentía… Lo había puesto en su creación quizá sin pretenderlo; tal vez sin saber que estaba allí.

—Te amo —le dije.

Pris se puso en pie, desnuda, fría y delgada. Me cogió la cabeza con las manos y me atrajo hacía sí.

Mein Sohn —le estaba diciendo mi padre a Chester—, er schlaft in dem Freiheit der Liebesnacht. Lo que quiero decir, es que está dormido, en la libertad de una noche de amor, si me entiendes.

—¿Qué dirán en Boise? —dijo Chester irritado—. ¿Cómo vamos a llevarlo así a casa?

—Oh, cierra el pico, Chester —reprendió mi padre—. No comprendes la profundidad de su psique, lo que siente. Hay un doble aspecto en la psicosis mental. También es un regreso a la fuente original de la que todos hemos salido. Mejor que recuerdes eso, Chester, antes de abrir la boca.

—¿Les oyes? —le pregunté a Pris.

Pris dejó escapar una risa suave y compasiva mientras se apretaba contra mí. Me miró fijamente, sin expresión. Y, sin embargo, estaba completamente alerta. Para ella, cambio y realidad, los sucesos de su vida, el tiempo mismo, habían cesado en este momento.

Maravillada, alzó la mano y me tocó la mejilla, acariciándome con la yema de sus dedos.

Fuera, junto a la puerta, la señorita Nild dijo claramente:

—Nos vamos, señor Rosen. Le dejamos el apartamento.

Más lejos, oí que Sam Barrows murmuraba:

—Esa chica está subdesarrollada. Todo le resbala. ¿Qué está haciendo en el dormitorio de todas formas? ¿Tiene ese cuerpo huesudo…?

Su voz se desvaneció.

Ni Pris ni yo dijimos nada. Poco después, oímos que la puerta del apartamento se cerraba.

—Eso ha sido muy amable de su parte —dijo mi padre—. Louis, al menos deberías haberles dado las gracias. Ese señor Barrows es todo un caballero a pesar de lo que diga. Se sabe cómo es una persona por lo que hace.

—Deberías darle las gracias —me regañó Chester.

Mi padre y él me miraron, reprochándome.

Me apreté contra Pris. Y para mí, eso era todo.