15

Durante un rato, el simulacro Lincoln me aleccionó sobre lo que debería decir exactamente por teléfono a la señora Silvia Devorac. Practiqué una y otra vez, pero el miedo me embargaba.

Sin embargo, al final estuve preparado. Encontré su número en la guía de Seattle y lo marqué. Al momento, una voz de mujer melodiosa, cultivada y de mediana edad me dijo al oído:

—¿Sí?

—¿Señora Devorac? Lamento molestarla. Estoy interesado en Green Peach Hat y en su proyecto de que lo derriben. Me llamo Louis Rosen y soy de Ontario, Oregon.

—No tenía ni idea de que nuestro comité hubiera llamado la atención tan lejos.

—Lo que me estaba preguntando es si puedo pasarme a verla con mi abogado para charlar con usted unos minutos.

—¡Su abogado! Oh, Dios mío, ¿pasa algo malo?

—Hay algo malo, sí, pero no con su comité. Tiene que ver… —Miré al simulacro, que me asintió—. Bien, tiene que ver con Sam K. Barrows.

—Ya veo.

—Conozco al señor Barrows a través de una desafortunada relación comercial que tuve con él en Ontario. Pensé que podría serme usted de ayuda.

—Dice que tiene un abogado… no sé qué podría hacer yo por usted que no pueda hacer él. —La voz de la señora Devorac era medida y firme—. Pero puede venir si podemos reducirlo a, digamos, media hora. Tengo invitados a las ocho.

Dándole las gracias, colgué.

—Muy bien hecho, Louis —dijo el Lincoln. Se puso en pie—. Iremos en taxi inmediatamente.

Se dirigió a la puerta.

—Espere —dije.

Se volvió para mirarme.

—No puedo hacerlo.

—Entonces vamos a dar un paseo. —Me abrió la puerta—. Disfrutemos del aire de la noche; huele a montaña.

Así, recorrimos juntos las aceras oscuras.

—¿Qué cree que será de la señorita Pris? —preguntó el simulacro.

—Estará bien. Se quedará con Barrows; él le dará todo lo que quiera de la vida.

El simulacro se detuvo en una gasolinera.

—Tendrá que volver a llamar a la señora Devorac para decirle que no vamos a ir.

Había una cabina telefónica.

Me encerré en la cabina y marqué el número de la señora Devorac una vez más. Me sentía aún peor que antes; apenas podía meter el dedo en el agujero adecuado.

—¿Sí? —preguntó en mi oído la voz cortés.

—Soy el señor Rosen otra vez. Lo lamento, pero no tengo todavía completamente en orden mis datos, señora Devorac.

—¿Y quiere posponer su visita para más adelante?

—Sí.

—Perfectamente. Hágalo cuando lo crea conveniente. Señor Rosen, antes de que cuelgue… ¿ha estado alguna vez en Green Peach Hat?

—No.

—Es un lugar penoso.

—No me extraña.

—Por favor, intente visitarlo.

—De acuerdo, lo haré.

Colgó. Me quedé sujetando el auricular y luego por fin lo colgué y salí de la cabina.

El Lincoln no aparecía por ninguna parte.

¿Se ha ido?, me pregunté. ¿Estoy solo ahora? Escruté la oscuridad de la noche de Seattle.

El simulacro estaba sentado en el interior del edificio de la gasolinera, frente al muchacho de uniforme blanco; se mecía en la silla y charlaba amistosamente. Abrí la puerta.

—Vámonos —dije.

El simulacro dio las buenas noches al muchacho y caminamos los dos juntos en silencio.

—¿Por qué no vamos a visitar a la señorita Pris? —dijo el simulacro.

—Oh, no —contesté, horrorizado—. Tal vez haya un vuelo de regreso a Boise esta noche; si es así, lo tomaremos.

—Le da miedo. De todas formas, no la encontraremos en casa; sin duda ella y el señor Barrows disfrutan apareciendo en público. El muchacho de la gasolinera me dijo que gente famosa del espectáculo, algunos incluso de Europa, vienen a actuar a Seattle. Creo que dijo que Earl Grant está aquí ahora. ¿Es famoso?

—Sí.

—El chico dijo que normalmente actúan sólo una noche y luego se marchan. Ya que el señor Grant está aquí esta noche, supongo que no lo hizo ayer, y por eso posiblemente el señor Barrows y la señorita Pris acudan a verlo.

—Canta muy bien.

—¿Tenemos dinero para ir?

—Sí.

—¿Por qué no vamos entonces?

Hice un gesto. ¿Por qué no?

—No quiero —dije.

—He recorrido una gran distancia para ayudarle, Louis —dijo el simulacro suavemente—, creo que a cambio debería hacerme un favor. Me gustaría escuchar al señor Grant interpretando las canciones de moda. ¿Querría tener la bondad de acompañarme?

—Me está presionando deliberadamente.

—Quiero que visite el lugar donde es más probable que vea al señor Barrows y a la señorita Pris.

Evidentemente, no tenía otra elección.

—De acuerdo, iremos.

Empecé a buscar un taxi por la calle, sintiéndome amargado.

Una enorme multitud se había congregado para ver al legendario Earl Grant; apenas pudimos entrar. Sin embargo, no había señales de Pris ni de Sam Barrows. Nos sentamos en la barra, pedimos bebidas y observamos desde allí. Probablemente no aparecerán, me dije. Me sentí un poco mejor. Una posibilidad entre mil…

—Canta maravillosamente —dijo el simulacro, entre una actuación y otra.

—Sí.

—Los negros llevan la música en la sangre.

Le miré. ¿Estaba siendo sarcástico? Aquella observación trivial, aquel cliché… pero tenía una expresión seria en la cara. En su época, tal vez, la observación no significaba lo mismo que ahora. Habían pasado tantos años…

—Recuerdo mis viajes a Nueva Orleans cuando era un niño —dijo el simulacro—. Fue entonces cuando advertí por primera vez la penosa situación de los negros. Creo que fue en mil ochocientos veintiséis. Me quedé sorprendido por la naturaleza española de esa ciudad; era totalmente diferente de la América en la que había crecido.

—¿Eso fue cuando Denton Offcutt le contrató? ¿El buhonero?

—Conoce muy bien mi vida anterior.

Parecía sorprendido de mi sapiencia.

—Demonios. Lo investigué. En mil ochocientos treinta y cinco murió Ann Rutledge. En mil ochocientos cuarenta y uno… —me interrumpí. ¿Por qué había mencionado aquello? Podría haberme callado la boca. La cara del simulacro, incluso con la oscuridad del bar, mostraba dolor y una profunda conmoción—. Lo siento.

Mientras tanto, gracias a Dios, Grant había empezado otra canción. Sin embargo, era un dulce y melancólico blues. Sintiéndome cada vez más nervioso, llamé al camarero y pedí un whisky doble.

Meditabundo, el simulacro se había sentado encorvado, con las piernas sobre el aro del taburete. Después de que Earl Grant terminara de cantar, permaneció en silencio, como si no se diera cuenta de lo que le rodeaba. Su cara era inexpresiva y sombría.

—Lamento haberle deprimido —le dije; estaba empezando a sentir lástima de él.

—No es culpa suya; estas canciones son más fuertes que yo. Soy terriblemente supersticioso, ¿sabe? ¿Es eso un defecto? En cualquier caso, no puedo evitarlo. Es parte de mí.

Sus palabras eran entrecortadas, como si hiciera un gran esfuerzo, como si apenas pudiera encontrar energía para seguir hablando.

—Tome otra bebida —le dije, y entonces descubrí que no había probado su primera y única bebida.

El simulacro negó silenciosamente con la cabeza.

—Escuche, salgamos de aquí y tomemos ese cohete; regresemos a Boise. —Salté de mi taburete—. Vamos.

El simulacro se quedó donde estaba.

—No se deprima tanto. Debí haberme dado cuenta… el blues afecta a todo el mundo de esa forma.

—No es la canción del hombre de color —dijo el simulacro—. Soy yo mismo. No le eche la culpa por eso, Louis, ni se lo reproche usted. Durante el vuelo miré los bosques de debajo y pensé en mí y en mis primeros días y en los viajes de mi familia y especialmente en la muerte de mi madre y en nuestro viaje a Illinois en un carro de bueyes.

—Por el amor de Dios, este lugar es demasiado sombrío; cojamos un taxi que nos lleve al Aeropuerto Sea-Tac y…

Me interrumpí.

Pris y Sam habían entrado en la sala; una camarera les mostraba el camino hacía una mesa reservada.

Al verlos, el simulacro sonrió.

—Bien, Louis. Debí de haberle hecho caso. Ahora me temo que es ya demasiado tarde.

Me quedé rígido junto al taburete.