14

No había nada que hacer sino regresar a Boise.

Había sido derrotado. No por el poderoso y experimentado Sam K. Barrows, ni tampoco por mi socio Maury Rock, sino por Pris, una muchacha de dieciocho años. No tenía sentido quedarme en Seattle.

¿Qué me deparaba el futuro? Volver a RYR ASOCIADOS, hacer las paces con Maury, reemprender el camino donde lo había abandonado. Volver a trabajar en el Soldado Niñera de la Guerra Civil. Volver a trabajar para el sobrio y antipático Edwin M. Stanton. Volver a soportar interminables lecturas en voz alta de Winnie el Pooh y Peter Pan a cargo del simulacro Lincoln. Oler una vez más el aroma de los cigarros Corina Lark, y de vez en cuando el olor más dulzón de los A & C de mi padre. Volver al mundo que había abandonado, la Fábrica de Órganos y Espinetas Electrónicas de Boise, a nuestra oficina en Ontario…

Y siempre quedaba la posibilidad de que Maury no me dejara regresar, de que hablara en serio de romper nuestra asociación. Así que incluso podría encontrarme sin el mundo que había conocido y abandonado; podría no tener ni siquiera eso por delante.

Tal vez ésta era la ocasión. El momento de sacar el 38 y volarme la tapa de los sesos. En vez de volver a Boise.

El metabolismo de mi cuerpo se aceleraba y se refrenaba; me estaba rompiendo debido a la fuerza centrífuga y al mismo tiempo intentaba agarrarme a todo lo que tenía alrededor. Pris me había tenido, y, sin embargo, en el instante de tenerme me había despedido llena de maldiciones y desdén. Era como si el ir allí fuera particularmente humillante; estaba capturado en una oscilación mortal.

Mientras tanto, Pris seguía sin advertirlo.

Por fin, el significado de mi vida se me hizo claro. Estaba condenado a amar a alguien más allá de la vida, una cosa fría y estéril, Pris Frauenzimmer. Habría sido mejor odiar al mundo entero.

En vista de lo desesperanzado de mi situación, decidí tomar una medida definitiva. Antes de rendirme, lo intentaría, con el simulacro Lincoln. Me había ayudado antes; tal vez pudiera ayudarme ahora.

—Soy Louis otra vez —dije cuando contacté con Maury—. Quiero que lleves al Lincoln al aeropuerto y lo pongas en un cohete camino de Seattle ahora mismo. Quiero usarlo durante veinticuatro horas.

Él inició una discusión rápida y frenética; nos peleamos durante media hora. Pero por fin cedió; cuando colgué el teléfono, me prometió que Lincoln estaría en el Boeing 900 camino de Seattle al anochecer.

Exhausto, me tumbé para recuperarme. «Si no puede encontrar este motel —decidí—, probablemente no servirá de todas maneras… me quedaré aquí y descansaré.»

La ironía era que Pris lo había diseñado.

Ahora recuperaremos parte de nuestra inversión. Nos costó mucho construirlo y no logramos llegar a un trato con Barrows; todo lo que hace es estar sentado todo el día leyendo y riéndose.

En algún rincón de mi mente recordé una anécdota que tenía que ver con Abraham Lincoln y las mujeres. Alguna muchacha en particular le había gustado en su juventud. ¿Con éxito? Por el amor de Dios, no pude recordar cómo le había salido el asunto. Todo lo que recordaba era que había sufrido mucho por su causa.

Como yo. Lincoln y yo tenemos mucho en común; las mujeres nos han hecho pasar malos ratos. Así que él sabrá comprenderme.

¿Qué podía hacer hasta que llegara el simulacro? Era peligroso quedarme en la habitación del motel… ¿ir a la biblioteca pública de Seattle y leer sobre la juventud y los amoríos de Lincoln? Le dije al encargado del motel dónde estaría por si alguien parecido a Abraham Lincoln venía preguntando por mí, y luego llamé a un taxi y me marché. Tenía mucho tiempo por delante, sólo eran las diez de la mañana.

Aún hay esperanza, me dije mientras el taxi me transportaba a través del tráfico hacia la biblioteca. ¡No voy a rendirme!

No mientras tuviera a Lincoln para ayudarme a superar mis problemas. Uno de los mejores presidentes de la historia americana, y, además, un soberbio abogado. ¿Quién podría pedir más?

Si alguien puede ayudarme, ése es Abraham Lincoln.

Los libros de referencia de la biblioteca de Seattle no hicieron mucho para mejorar mi estado de ánimo. Según ellos, Abe Lincoln había sido rechazado por la muchacha que amaba. Se había sentido tan deprimido que se había sumido en una melancolía casi psicótica durante meses; había estado a punto de matarse, y el incidente le dejó cicatrices emocionales para el resto de su vida.

Magnífico, pensé sombríamente mientras cerraba los libros. Justo lo que necesitaba. Alguien aún peor que yo.

Pero era demasiado tarde; el simulacro venía de camino desde Boise.

Tal vez los dos nos suicidaremos, me dije mientras salía de la biblioteca. Repasaremos unas cuantas cartas de amor y luego… bang, con el 38.

Por otro lado, después había tenido éxito; se había convertido en presidente de los Estados Unidos. Para mí, eso significaba que después de casi matarte de pena por una mujer se podía continuar, superarlo, aunque por supuesto nunca se olvidara. Continuaría marcado el resto de mi vida; sería una persona más profunda, más pensativa. Había notado la melancolía del Lincoln. Probablemente yo llevaría hasta la muerte el mismo aspecto.

Sin embargo, eso requeriría años, y tenía derecho a considerarlo ahora.

Recorrí las calles de Seattle hasta que encontré una librería que vendía libros de bolsillo. Compré un ejemplar de la biografía de Lincoln escrita por Carl Sandburg y me lo llevé a mi habitación del motel, donde me puse cómodo con una caja de cerveza y una gran bolsa de patatas fritas al lado.

En particular, estudié la parte que trataba de la adolescencia de Lincoln y de la muchacha en cuestión. Ann Rutledge. Pero algo en la forma de escribir de Sandburg oscurecía el asunto; parecía dar vueltas en torno al tema. Así que dejé el libro, la cerveza y las patatas fritas, y cogí un taxi de vuelta a la biblioteca y los libros de referencia que había visto. Ya era más de mediodía.

El asunto con Ann Rutledge. Después de que muriera de malaria en 1835, a la edad de diecinueve años, Lincoln había caído en lo que la Británica llamaba un «estado de mórbida depresión que parecía deberse a un brote de locura. Aparentemente él mismo sentía terror ante este aspecto de su personalidad, un terror que es revelado en la más misteriosa de sus experiencias, ocurrida años más tarde». Se refería al suceso de 1841.

En 1840, Lincoln se prometió a una hermosa joven llamada Mary Todd. Entonces tenía veintinueve años. Pero de repente, el primero de enero de 1841, Lincoln rompió el compromiso. Ya habían puesto fecha para la boda. La novia tenía ya puesto el traje de rigor; todo estaba preparado. Lincoln, sin embargo, no apareció. Sus amigos fueron a ver qué había pasado. Lo encontraron en un estado de locura. Y su recuperación fue muy lenta. El veintitrés de enero escribía a su amigo John T. Stuart:

Ahora soy el hombre más miserable que existe. Si lo que siento se distribuyera equitativamente entre toda la familia humana, no habría una sola cara alegre en toda la tierra. No puedo decir si mejoraré alguna vez; temo que no. Permanecer tal como estoy es imposible; me parece que he de morir o recuperarme.

Y en una carta previa a Stuart, fechada el 20 de enero, Lincoln dice:

He estado haciendo en los últimos días una desacreditable exhibición de hipocondría y tengo la impresión de que el doctor Henry es necesario para mi existencia. A menos que consiga esa plaza que hay en Springfield. Ya ves lo mucho que me interesa esa materia.

La «materia» era conseguir que nombraran al doctor Henry director general de correos en Springfield para que pudiera estar cerca atendiendo a Lincoln y manteniéndole vivo. En otras palabras, Lincoln, en ese período de su vida, estaba al borde del suicidio, la locura o las dos cosas a la vez.

Sentado allí, en la biblioteca pública de Seattle con todos los libros a mi alrededor, llegué a la conclusión de que Lincoln era lo que ahora llaman un psicótico maniaco depresivo.

El comentario más interesante lo hace la Británica, y dice lo siguiente:

Toda la vida hubo en él un carácter remoto, algo que no le hizo realista, pero que quedaba tan velado por su aparente realismo que la gente descuidada no lo percibía. A él no le importaba que lo notaran o no, estaba dispuesto a continuar, permitiendo que las circunstancias jugaran la parte más importante a la hora de determinar su curso de acción y no parándose a recapacitar si sus apegos terrenales brotaban de percepciones genuinamente realistas, de afinidad, o de aproximaciones a los sueños de su espíritu.

Y luego la Británica comenta el incidente con Ann Rutledge. También añade esto:

Revelan la profunda sensibilidad y la vena de melancolía y reacciones emocionales desenfrenadas que iban y venían, en alternancia con períodos de júbilo, hasta el fin de sus días.

Más tarde, en sus discursos políticos, le gustaban los sarcasmos, algo común en los maníaco depresivos, según descubrí tras mis investigaciones. Y la alternancia de «períodos de júbilo» con otros de «melancolía» es la base de la clasificación maníaco depresiva.

Pero lo que avala este diagnóstico mío es la siguiente nota ominosa:

La reticencia, degenerando a veces en lo secreto, es una de sus características fijas.

Y:

… Su capacidad para lo que Stevenson llamó «una holgazanería grande y genial» merece ser tomada en cuenta.

Pero la parte más ominosa de todas trata de su indecisión. Porque eso es un síntoma de la manía depresiva, es un síntoma de la psicosis introvertida. De la esquizofrenia.

Era las cinco y media de la tarde, la hora de cenar, estaba cansado y me dolían los ojos y la cabeza. Devolví los libros de referencia, le di las gracias al bibliotecario y salí a las calles frías y ventosas en busca de un lugar donde cenar.

Estaba claro que le había pedido a Maury que me dejara usar a uno de los más profundos y complicados de la historia. Mientras estaba sentado en el restaurante cenando aquella noche (y era una buena cena), no pude quitarme esa idea de la cabeza.

Lincoln era exactamente como yo. Podría haber estado leyendo mi propia biografía en aquella biblioteca; psicológicamente éramos iguales como dos gotas de agua, y al comprenderle a él me comprendía a mí mismo.

Lincoln se lo había tomado todo por la tremenda. Podría haber sido remoto, pero no estaba muerto emocionalmente, todo lo contrario. Era completamente opuesto a Pris, perteneciente al tipo de esquizoide frío. La pena y la empatía emocional estaban escritas en su cara. Sentía plenamente todas las penalidades de la guerra, cada una de las muertes.

Así que era difícil creer que lo que la Británica llamaba su «carácter remoto» fuera un signo de esquizofrenia. Lo mismo con respecto a su conocida indecisión. Y, además, yo tenía mi propia experiencia personal con él… o para ser más exacto, con su simulacro. No sentía con el simulacro la extrañeza, el carácter ajeno que había sentido con Pris.

Sentía un afecto y una confianza natural hacia Lincoln, y eso era ciertamente lo contrario de lo que sentía hacia Pris. Había algo innatamente bueno, cálido y humano en él, una vulnerabilidad. Y sabía, por mi propia experiencia con Pris, que el esquizoide no era vulnerable; se replegaba a un punto a salvo donde podía observar a los otros humanos y estudiarlos científicamente sin ponerse en peligro. La esencia de alguien como Pris estaba en la cuestión de la distancia. Pude ver que su miedo principal era estar cerca de otras personas. Y ese miedo les llenaba de recelos, asignándole motivos para sus acciones que no existían realmente. Ella y yo éramos tan diferentes… Pude ver que ella podía volverse paranoide en cualquier momento; no tenía conocimiento de la auténtica naturaleza humana, de los encuentros cotidianos con la gente que Lincoln había adquirido en su juventud. En el análisis final, eso era lo que los distinguía. Lincoln conocía las paradojas del alma humana, sus grandezas, sus debilidades, sus ansiedades, su nobleza, todas las extrañas piezas que lo componían en una gama casi infinita. Él se había relacionado. Pris tenía una visión férrea, esquemática y rígida, un esbozo de la humanidad. Una abstracción. Y vivía en ella.

No era extraño que fuera imposible de alcanzar.

Acabé la cena, me levanté, pagué la cuenta y salí a las calles oscuras. ¿Adónde me dirigiría ahora? Al motel una vez más. Llamé a un taxi y pronto me encontré recorriendo la ciudad.

Cuando llegué al motel vi que las luces de mi habitación estaban encendidas. El encargado salió apresuradamente de su oficina y me saludó.

—Tiene visita. Santo Dios, sí que se parece a Lincoln, como dijo. ¿Qué es, una broma o algo parecido? Le dejé pasar.

—Gracias —dije, y entré en la habitación.

Allí, sentado en una silla con las largas piernas estiradas, estaba el simulacro Lincoln. Leía la biografía escrita por Carl Sandburg, inconsciente de mi presencia. Junto a él, en el suelo, había una bolsita de tela: su equipaje.

—Señor Lincoln.

Él alzó la mirada y me sonrió.

—Buenas noches, Louis.

—¿Qué le parece el libro de Sandburg?

—Todavía no he tenido tiempo para formarme una opinión. —Marcó el lugar por donde iba leyendo, cerró el libro y lo dejó a un lado—. Maury me dijo que está en dificultades y requería mi presencia y consejo. Espero no haber llegado demasiado tarde.

—No, ha llegado a tiempo. ¿Le gustó el vuelo desde Boise?

—Me quedé sorprendido al observar lo rápido que se movía el paisaje por debajo. Apenas habíamos despegado cuando ya estábamos aterrizando; la pastora me dijo que habíamos recorrido más de mil quinientos kilómetros.

No supe qué pensar.

—Oh. Se refiere a la azafata.

—Sí. Perdone mi estupidez.

—¿Puedo servirle una bebida?

Indiqué la cerveza, pero el simulacro negó con la cabeza.

—Preferiría no tomar. ¿Por qué no me explica sus problemas, Louis? Así veremos inmediatamente qué puede hacerse.

Con una expresión de simpatía, el simulacro esperó.

Me senté frente a él. Pero dudé. Después de lo que había leído hoy me preguntaba si quería consultarlo con él. No porque no tuviera fe en sus opiniones, sino porque mi problema podría abrir en él viejas heridas. Mi situación era demasiado parecida a la suya con Ann Rutledge.

—Adelante, Louis.

—Deje que me sirva una cerveza primero.

Me puse a abrir la lata; pero me retrasé un poco, preguntándome qué iba a hacer.

—Tal vez debería hablar yo entonces. Durante mi viaje he meditado sobre la situación con el señor Barrows. —Se agachó y sacó de su bolsa varias páginas escritas con lápiz—. ¿Desea oponerse con fuerza al señor Barrows? ¿Para que por propia voluntad devuelva a la señorita Frauenzimmer, no importa lo que pueda sentir ella?

Asentí.

—Entonces telefonee a esta persona —dijo el simulacro.

Me pasó una hoja de papel que tenía un nombre: SILVIA DEVORAC.

No pude situar el nombre. Lo había oído antes, pero no pude hacer la conexión.

—Dígale que le gustaría visitarla en su casa y discutir un asunto delicado —continuó el simulacro suavemente—. Algo relativo al señor Barrows… eso será suficiente; le invitará a visitarla de inmediato.

—¿Y entonces qué?

—Le acompañaré. No habrá problema, creo. No necesitará inventar ninguna historia con ella; sólo tendrá que describir su relación con la señorita Frauenzimmer, que representa a su padre y que tiene una profunda atadura sentimental hacia la muchacha.

Yo estaba intrigado.

—¿Quién es esa Silvia Devorac?

—La antagonista política del señor Barrows; es la que quiere condenar las casas de Green Peach Hat que él posee y de las que saca una renta enorme. Es una dama preocupada por los temas sociales, entregada a proyectos relevantes. —El simulacro me pasó un puñado de recortes de periódico—. Los conseguí con ayuda del señor Stanton. Como puede ver por ellos, la señora Devorac es incansable. Y bastante astuta.

—Quiere decir que este asunto de que Pris sea menor de edad y esté bajo custodia del Gobierno Federal…

—Quiero decir, Louis, que la señora Devorac sabrá qué hacer con la información que le proporcione.

—¿Merece la pena? —pregunté tras un momento; me sentía abrumado—. Hacer una cosa así…

—Sólo Dios puede estar seguro —dijo el simulacro.

—¿Cuál es su opinión?

—Pris es la mujer a la que ama. ¿No es ésa la verdad? ¿Qué hay en el mundo más importante para usted? ¿No arriesgaría la vida en esta lucha? Creo que ya lo ha hecho, y tal vez, si Maury tiene razón, las vidas de otros.

—Demonios —dije—, el amor es un culto norteamericano. Nos lo tomamos demasiado en serio; es prácticamente una religión nacional.

El simulacro no habló. En cambio se meció adelante y atrás.

—Para mí es serio —dije.

—Entonces eso es lo que debe considerar, no si es apropiadamente serio para otras personas o no. Creo que sería inhumano retirarse a su mundo de valores de renta, como hará el señor Barrows. ¿No es cierto que está contra usted, Louis? Tendrá éxito precisamente en ese punto: que lo que él siente por Pris no es serio. ¿Y eso está bien? ¿Es moral o racional? Si sintiera lo mismo que usted, dejaría que la señora Devorac consiguiera su condena; se casaría con Pris y pensaría entonces que habría salido ganando. Pero no lo hace, y eso le priva de su humanidad. Usted no haría eso… usted se está arriesgando. Para usted, la persona que ama tiene más importancia que todo lo demás, y por eso creo que tiene usted razón y que el equivocado es él.

—Gracias. Sabe, tiene usted una profunda comprensión de cuáles son los valores apropiados de la vida; tengo que admitirlo. He conocido a mucha gente, pero usted va directo al corazón de las cosas.

El simulacro estiró la mano y me palmeó en el hombro.

—Creo que hay un lazo entre nosotros, Louis. Usted y yo tenemos mucho en común.

—Lo sé. Somos iguales.

Los dos estábamos profundamente conmovidos.