13

Si se preguntan ustedes cómo habría sido San Francisco si no hubiera sufrido incendios ni terremotos, pueden averiguarlo visitando Seattle. Es una vieja ciudad portuaria edificada sobre colinas, con calles estilo cañón: no hay nada moderno excepto la biblioteca pública, y en la zona de los suburbios encontrarán guijarros y ladrillos rojos, como en algunos lugares de Porcate, Idaho. Los suburbios se extienden durante millas y están infestados de ratas. En el centro de Seattle hay una próspera zona comercial, construida cerca de los grandes hoteles como el Olympus. El viento sopla desde Canadá, y cuando el Boeing 900 aterriza en el Aeropuerto Sea-Tac se ven las montañas de origen. Dan miedo.

Cogí una limusina para que me llevara del aeropuerto a la propia Seattle, ya que sólo cuesta cinco dólares. La conductora se arrastró a paso de tortuga a través del tráfico durante kilómetros hasta que llegamos al Hotel Olympus. Es como cualquier otro hotel de una gran ciudad, con su galería de tiendas en la planta baja; tiene todos los servicios que debe tener un hotel, y son excelentes. Hay varios comedores; de hecho, uno se encuentra en un mundo propio en un gran hotel, un mundo compuesto de alfombras y vieja madera pulida, gente bien vestida y siempre charlando, pasillos y ascensores, más doncellas que limpian constantemente.

En mi habitación, conecté el hilo musical en vez del televisor, me asomé a la ventana, ajusté la ventilación y la calefacción, me quité los zapatos y anduve descalzo sobre el suelo alfombrado de pared a pared, luego abrí la maleta y me puse a desempaquetar. Sólo una hora antes estaba en Boise; ahora estaba en la costa oeste, casi en la frontera canadiense. Era sorprendente. Había ido directamente de una gran ciudad a otra sin tener que soportar el paisaje en medio. Nada me podría haber complacido más.

Un buen hotel se reconoce por el hecho de que, cuando necesitas cualquier tipo de servicio de habitaciones, el empleado nunca te mira cuando entra. Baja la vista y actúa; eres invisible, que es lo que uno quiere, aunque estés en calzoncillos o desnudo. El empleado entra muy despacio, te deja la camisa planchada, o la bandeja de comida, el periódico o la bebida; le tiendes el dinero, te murmura las gracias y se va. La forma en que no miran es casi japonesa. Te sientes como si no hubiera entrado nadie en tu habitación, ni siquiera el ocupante anterior; es absolutamente tuya, incluso cuando te encuentras con las mujeres de la limpieza en el vestíbulo. Los empleados del hotel tienen tal respeto por tu intimidad que es increíble. Por supuesto, cuando llega el momento de acercarse al mostrador de recepción, todo esto se paga. Te cuesta cincuenta dólares en vez de veinte. Pero no dejen que nadie les diga que no vale la pena. Una persona al borde del colapso psicótico puede recuperarse en cuestión de unos pocos días en un auténtico hotel de primera clase, con su servicio permanente de habitaciones y sus tiendas; créanme.

Cuando ya llevaba en mi habitación del Olympus un par de horas, me pregunté por qué me había sentido tan agitado como para hacer el viaje. Me sentía como si estuviera disfrutando de unas vacaciones y un descanso bien merecidos. Podría vivir allí, comer la comida del hotel, afeitarme y lavarme en mi cuarto de baño privado, leer el periódico y hacer mis compras hasta que se me acabara el dinero. Y, sin embargo, venía por asunto de negocios. Por eso es tan duro dejar el hotel y salir a esas calles frías, grises, ventosas y deambular solo. Es entonces cuando empieza el dolor. Estás de regreso en un mundo donde nadie te abre la puerta; estás en una esquina con otras personas que son iguales que tú, tan buenas como tú, esperando a que la luz del semáforo cambie, y una vez más eres un individuo ordinario que sufre, la presa de cualquier dolencia que pase. Es una especie de trauma natal de nuevo, pero al menos puedes regresar al hotel, por fin, cuando termines tus negocios.

Y, utilizando el negocio de la habitación del hotel, puedes resolver tus asuntos sin moverte. Haces así todo lo que puedes; es el instinto el que te guía. En realidad, uno intenta que la gente venga a verte en vez de hacer lo contrario.

Sin embargo, esta vez mis asuntos no podían resolverse dentro del hotel. No me molesté en intentarlo. Simplemente lo retrasé todo lo que pude: pasé el resto del día en mi habitación y al anochecer bajé al bar y luego entré en uno de los comedores, y después recorrí las galerías y entré en las tiendas. Me entretuve donde pude sin tener que salir a la fría noche típica canadiense.

Todo el tiempo tuve el 38 en el bolsillo de la chaqueta.

Era extraño hacerlo de manera ilegal. Tal vez podría haberlo resuelto legalmente, si Lincoln encontraba una manera de quitarle a Pris de las manos a Barrows. Pero en mi interior estaba disfrutando de todo esto, de haber venido a Seattle con el revólver en la maleta. Me gustaba la sensación de estar solo, sin conocer a nadie, a punto de salir y enfrentarme al señor Sam Barrows sin nadie que me ayudara. Era como una gesta heroica o una vieja película de vaqueros. Yo era el forastero en la ciudad, armado y con una misión por cumplir.

Entretanto, bebí en el bar. Volví a subir a mi habitación, me tumbé en la cama, leí el periódico. Miré la tele, ordené café caliente al servicio de habitaciones a media noche. Estaba en la cima del mundo. Si pudiera hacerlo durar…

«Mañana por la mañana iré a buscar a Barrows —me dije—. Esto debe acabar. Pero aún no.»

Y entonces (eran casi las doce y media y estaba a punto de acostarme), se me ocurrió. ¿Por qué no telefonear a Barrows ahora mismo? ¿Por qué no despertarle, como solía hacer la Gestapo? Sin decirle dónde estoy, sólo decirle: «Voy a por ti, Sam.» Asustarle de veras; por la cercanía de mi voz sabría que estaba en alguna parte de la ciudad.

¡Magnífico!

Había tomado un par de vasos; demonios, había bebido seis o siete. Marqué y le dije a la operadora:

—Póngame con Sam Barrows. No conozco el número.

Era la operadora del hotel, y así lo hizo.

Poco después oí que el teléfono de Sam sonaba.

Ensayé lo que iba a decirle: «Devuelva a Pris a RYR ASOCIADOS —le diría—, la odio, pero nos pertenece. En lo que a nosotros respecta, es la vida misma».

El teléfono sonó y sonó. Obviamente no había nadie en casa, o nadie iba a contestar. Finalmente, colgué.

Qué situación endemoniada para un hombre adulto, me dije mientras deambulaba por la habitación. ¿Cómo podría algo del estilo de Pris empezar a representar la vida misma para nosotros, cómo iba a decirlo a Sam Barrows? ¿Tan liados estamos? ¿No es nada más que una indicación de la naturaleza de la vida, no de nosotros mismos? Sí, no es culpa nuestra que la vida sea así; nosotros no la inventamos. ¿O sí?

Y así continué. Debí de pasar un par de horas dándole vueltas, sin otra cosa en la mente que estas preocupaciones. Estaba en un estado terrible. Era como la gripe, una especie que atacaba al metabolismo en el cerebro, a un paso de la muerte. O eso me parecía entonces. Había perdido todo contacto con la realidad, incluso con la del hotel; había olvidado el servicio de habitaciones, la galería de tiendas, los bares y los comedores… Incluso dejé de asomarme a la ventana para mirar las luces y las calles intensamente iluminadas. Una forma de morir es perder el contacto con la ciudad de esa manera.

A la una (mientras aún recorría la habitación), sonó el teléfono.

—Diga.

No era Sam K. Barrows. Era Maury, llamándome desde Ontario.

—¿Cómo sabías que estoy en el Olympus? —le pregunté.

Estaba totalmente anonadado; era como si hubiera utilizado algún poder oculto para localizarme.

—Sabía que estabas en Seattle, retrasado. ¿Cuántos grandes hoteles hay? Sabía que querrías el mejor; apuesto a que estás en la suite nupcial y tienes a alguna mujer contigo a la que estás atacando como un loco.

—Escucha, he venido a matar a Sam K. Barrows.

—¿Con qué? ¿Con tu dura cabeza? ¿Vas a correr hacia él y le vas a golpear en el estómago hasta matarlo?

Le conté a Maury lo del revólver del 38.

—Escucha amigo —dijo Maury con voz suave—. Si nos haces eso, estamos arruinados.

No dije nada.

—Esta llamada nos está costando mucho, así que no voy a pasarme una hora suplicándote como hacen esos pastores. Duerme y llámame mañana, ¿me lo prometes? Prométemelo o llamaré a la policía de Seattle y haré que te arresten en tu habitación, lo juro por Dios.

—No.

—Tienes que prometerlo.

—De acuerdo, Maury. Prometo no hacer nada esta noche.

¿Cómo podría hacerlo? Ya lo había intentado y había fallado; sólo estaba dando vueltas por la habitación.

—Muy bien. Escucha, Louis. Esto no hará volver a Pris. Ya lo he pensado. Sólo arruinará su vida si vas y te cargas a ese tipo. Piénsalo y lo verás. ¿No crees que yo mismo lo habría hecho si pensara que iba a funcionar?

Sacudí la cabeza.

—No lo sé. —Me dolía la cabeza y me sentía exhausto—. Sólo quiero irme a la cama.

—Muy bien, amigo. Descansa. Escucha, quiero que busques por tu habitación. Mira a ver si hay una mesa con cajones de algún tipo. ¿Vale? Mira en el cajón superior. Vamos, Louis. Hazlo ahora, mientras estoy al teléfono. Mira dentro.

—¿Para qué?

—Hay una Biblia. La sociedad la puso allí.

Colgué el teléfono.

Bastardo, me dije. Darme un consejo así.

Deseé no haber venido a Seattle. Era como el simulacro Stanton, como una máquina: impulsándome hacía un universo que no comprendía, buscando en Seattle una esquina familiar donde pudiera representar sus actos de costumbre. En el caso de Stanton, abrir un bufete de abogado. En el mío… en el mío ¿qué? Intentar de alguna manera restablecer un entorno familiar, aunque desagradable. Estaba acostumbrado a Pris y a su crueldad; había empezado a acostumbrarme a Sam K. Barrows y a su secretaria y su abogado. Mis instintos me impulsaban de vuelta a lo conocido. Era la única manera en la que podía funcionar. Era como una cosa ciega aleteando para moverse.

«¡Sé lo que quiero! —me dije—. ¡Quiero unirme a la organización de Sam K. Barrows! Quiero formar parte de ella, como Pris. No quiero pegarle un tiro.»

Me voy a pasar al otro bando.

«Tiene que haber un sitio para mí —me dije—. Tal vez no haciendo el Baile Lunar; no pretendo eso. No quiero salir por la tele. No me interesa ver mi nombre en luces de neón. Sólo quiero ser útil. Quiero que mis habilidades sean de utilidad al gran hombre.»

Cogí el teléfono y solicité a la operadora que me pusiera con Ontario, Oregon. Contacté con la operadora de Ontario y le di el número de teléfono de la casa de Maury.

El teléfono sonó y Maury contestó con voz soñolienta.

—¿Qué hiciste, irte a la cama? —le pregunté—. Escucha, Maury, tengo que decirte algo. Es justo que lo sepas. Voy a pasarme al otro bando. Voy a unirme a Barrows y al infierno contigo, mi padre, Chester y el Stanton, que de todas formas es un dictador y nos va a hacer la vida imposible. Sólo lamento hacerle esto al Lincoln. Pero si es tan sabio y comprensivo, comprenderá y perdonará, como Cristo.

—¿Cómo? —dijo Maury.

No parecía comprenderme.

—Me he vendido.

—No, te equivocas.

—¿Cómo puedo equivocarme? ¿Qué quieres decir con eso?

—Si te pasas a Barrows, ya no habrá RYR ASOCIADOS, así que no habrá nada que vender. Simplemente nos hundiremos, amigo. Lo sabes. —Parecía perfectamente tranquilo—. ¿No es eso un hecho?

—Me importa un rábano. Sólo sé que Pris tiene razón: no se puede conocer a un hombre como Sam Barrows y luego olvidar que lo has conocido. Es una estrella, un cometa. O bien te subes a su carro o cesas en todos los intentos y propósitos para existir. Siento un ansia emocional, irracional, pero real. Es un instinto. Un día de estos te tocará también a ti. Tiene magia. Sin él somos gusanos. ¿Cuál es el sentido de la vida de todas formas? ¿Arrastrarnos en el polvo? No se vive eternamente. Si no puedes alcanzar las estrellas estás muerto. ¿Sabes que tengo un treinta y ocho? Si no puedo unirme a la organización de Barrows, me volaré la tapa de los sesos. No voy a quedarme atrás. Los instintos en el interior de una persona… ¡los instintos para vivir! Son demasiado fuertes.

Maury guardó silencio. Pero pude oírle al otro lado de la línea.

—Escucha —dije—. Lamento haberte despertado, pero tenía que decírtelo.

—Estás mentalmente enfermo —dijo Maury—. Voy a… escucha, amigo, voy a llamar al doctor Horstowski.

—¿Para qué?

—Le diré que te llame al hotel.

—Muy bien. Dejaré libre la línea.

Y colgué.

Me senté en la cama y, naturalmente, menos de veinte minutos después, a la una y media de la madrugada, el teléfono sonó una vez más.

—Diga.

—Habla Milton Horstowski —contestó una voz lejana.

—Louis Rosen, doctor.

—El señor Rock me llamó. —Una larga pausa—. ¿Cómo se siente, señor Rosen? El señor Rock dijo que estaba trastornado por algo.

—Escuche, empleado del Gobierno —dije—. Esto no es asunto suyo. He tenido una discusión con mi socio, Maury Rock, y eso es todo. Ahora estoy en Seattle para contactar con una organización mucho más grande y más progresista. ¿Recuerda que le mencioné a Sam K. Barrows?

—Sé quién es.

—¿Es una locura?

—No —dijo el doctor Horstowski—. No lo parece.

—Le hablé a Maury del revólver sólo para asustarle. Es tarde y estoy un poco cansado. A veces es duro psicológicamente cuando uno rompe una sociedad. —Esperé, pero Horstowski no dijo nada—. Creo que voy a colgar. Tal vez cuando vuelva a Boise pase a visitarle; todo esto es muy duro para mí. Pris se fue y se unió a la organización de Barrows, ya sabe.

—Lo sé. Aún estoy en contacto con ella.

—Es toda una mujer —dije—. Estoy empezando a pensar que estoy enamorado de ella. ¿Podría ser? Quiero decir, ¿una persona de mi tipo psicológico?

—Es posible.

—Bien, supongo que eso es lo que ha pasado. No puedo vivir sin Pris. Por eso estoy en Seattle. Pero sigo diciendo que me inventé lo del revólver; puede contárselo a Maury si eso va a calmarle. Sólo intentaba demostrar que hablo en serio. ¿Lo comprende?

—Sí, creo que sí —dijo el doctor Horstowski.

Hablamos sin llegar a nada durante un rato, y luego colgó. En seguida, me dije: «Ese tipo va a llamar a la policía de Seattle o a la OFSM. No puedo correr el riesgo».

Así que empecé a empaquetar mis cosas lo más rápidamente que pude. Lo metí todo en la maleta y luego salí de la habitación; bajé a la planta baja en ascensor y, en recepción, pedí la cuenta.

—¿Le ha disgustado algo, señor Rosen? —me preguntó el encargado de noche mientras la chica sumaba los cargos.

—No. Conseguí contactar con la persona que vine a ver y quiere que pase la noche en su casa.

Pagué la cuenta —era bastante moderada—, y luego llamé a un taxi. El portero me llevó la maleta y la colocó en el maletero del taxi; le di un par de dólares y un momento después el taxi se sumergió en el tráfico sorprendentemente denso.

Cuando pasamos junto a un motel moderno de aspecto agradable, anoté su emplazamiento. Hice que el taxi parara a unas cuantas manzanas de distancia, le pagué al conductor y luego rehice mis pasos. Le dije al propietario del motel que mi coche se había averiado, que venía a Seattle por asunto de negocios, y me registré bajo el nombre de James W. Byrd, que inventé sobre la marcha. Pagué por adelantado (dieciocho cincuenta), y luego con la llave en la mano, me dirigí a la habitación numero 6.

Era agradable, limpia y brillante, justo lo que quería; me acosté inmediatamente y me quedé dormido. «Ahora no me cogerán —recuerdo que pensé mientras me dormía—. Estoy a salvo. Y mañana me pondré en contacto con Sam Barrows y le daré la noticia de que me paso a su bando»

«Y estaré con Pris pronto —pensé luego—. Estaré con ella en su ascenso a la fama. Estaré presente para verlo todo. Tal vez nos casemos. Le diré lo que siento por ella, que la quiero. Probablemente ahora es el doble de hermosa que antes, ahora que Barrows se ha apoderado de ella. Y si Barrows compite conmigo, le borraré del mapa. Le desintegraré con métodos todavía inéditos. No se interpondrá en mi camino. No bromeo.»

Pensando esto, me quedé dormido.

El sol me despertó a las ocho al alumbrar sobre mí, la cama y la habitación. No había corrido las cortinas. Los coches aparcados en fila brillaban y reflejaban el sol. Parecía un buen día.

¿Qué había pensado la noche antes? Mis pensamientos regresaron. Pensamientos locos y descabellados sobre casarme con Pris y matar a Sam Barrows, pensamientos infantiles. Cuando te vas a dormir regresas a la infancia, sin duda. Me sentí avergonzado.

Y, sin embargo, básicamente, me mantenía en mi postura. Había venido a por Pris, y si Barrows intentaba interponerse en mi camino… lo siento por él.

Me había dejado llevar, pero no intenté regresar. La cordura prevalecía, ahora que era de día. Entré en el cuarto de baño y tomé una larga ducha fría, pero ni siquiera la luz del día disipó mis profundas convicciones. Sólo las elaboré hasta que fueron más racionales, más convincentes, más prácticas.

Primero, tenía que acercarme a Barrows de manera adecuada; tenía que ocultar mis sentimientos, mi motivo auténtico. Tenía que ocultar todo lo relacionado con Pris; le diría que quería trabajar para él, tal vez ayudarle a diseñar el simulacro… ofrecerle todo el conocimiento y experiencia que había obtenido de mis años con Maury y Jerome. Pero no dar ninguna pista sobre Pris, porque si se daba cuenta, entonces…

«Eres listo, Sam K. Barrows —me dije—. Pero no puedes leer mi mente. Y no lo mostraré en la cara. Soy demasiado experimentado, demasiado profesional, para traicionarme de esa forma.»

Mientras me vestía y me anudaba la corbata, practiqué delante del espejo. Mi cara era absolutamente impasible; nadie habría supuesto que me moría de resquemor por dentro, comido por el gusano del deseo: amor por Pris Frauenzimmer o Womankind o como quisiera llamarse ahora.

«Eso es lo que significa la madurez —me dije mientras me sentaba en la cama y me limpiaba los zapatos—. Poder ocultar tus sentimientos reales, poder erigir una máscara. Poder engañar incluso a un gran hombre como Barrows. Si puedes hacer eso, lo habrás conseguido.»

De otra manera, estás acabado. Ése es el secreto.

Había un teléfono en la habitación del motel. Salí y desayuné jamón y huevos, tostadas, café, incluido zumo. Luego, a las nueve y media, regresé a mi habitación y busqué en la guía de Seattle. Pasé un buen rato examinando las muchas empresas de Barrows, hasta que encontré una en donde pensé que estaría. Entonces marqué.

—Northwest Electronics —dijo la secretaria alegremente—. Buenos días.

—¿Ha llegado ya el señor Barrows?

—Sí, señor, pero está al otro teléfono.

—Esperaré.

—Le pondré con su secretaria —dijo la muchacha.

Hubo una larga pausa y entonces sonó otra voz, también de mujer, pero mucho más profunda y mayor.

—Oficina del señor Barrows. ¿Quién llama, por favor?

—Me gustaría ver al señor Barrows. Soy Louis Rosen, vine a Seattle desde Boise anoche. El señor Barrows me conoce.

—Un momento. —Una larga pausa. Luego se puso otra vez la mujer—. El señor Barrows hablará con usted ahora. Adelante, señor.

—Hola —dije.

—Hola. —La voz de Barrows resonó en mis oídos—. ¿Cómo está, Rosen? ¿Qué puedo hacer por usted?

Parecía alegre.

—¿Cómo está Pris? —dije, sorprendiéndome a mí mismo al hablarle así.

—Pris está muy bien. ¿Cómo se encuentran su padre y su hermano?

—Bien.

—Debe de ser interesante tener un hermano con la cara al revés; ojalá le hubiera visto. ¿Por qué no se pasa por aquí mientras está en Seattle? ¿Qué le parece a la una de la tarde?

—A la una.

—Muy bien. Gracias y adiós.

—Barrows —dije—, ¿va a casarse con Pris?

No hubo respuesta.

—Voy a pegarle un tiro —dije.

—¡Oh, por el amor de Dios!

—Tengo en mi poder una mina encefalotrópica flotante antipersonal transistorizada hecha en Japón. —Así era como pensaba en mi revólver del 38—. Y voy a soltarla en la zona de Seattle. ¿Sabe lo que eso significa?

—Esto… no exactamente. Encefalotrópica… ¿no tiene algo que ver eso con el cerebro?

—Sí, Sam. Su cerebro. Maury y yo grabamos sus pautas cerebrales cuando estuvo en nuestra oficina de Ontario. Fue un error por su parte acudir. La mina le buscará y estallará. Una vez que la libere, no habrá forma de detenerla. Le buscará.

—¡Por el amor de Dios! —farfulló él.

—Pris está enamorada de mí. Me lo dijo una noche cuando me llevaba a casa. Apártese de ella o está acabado. ¿Sabe la edad que tiene? ¿Quiere saberlo?

—Dieciocho.

Colgué el teléfono.

«Voy a matarle —me dije—. Voy a hacerlo. Tiene a mi chica. Dios sabe lo que está haciendo con ella.»

Marqué el número una vez más y contacté con la misma recepcionista de voz alegre.

—Northwest Electronics, buenos días.

—Estaba hablando con el señor Barrows.

—Oh, ¿se cortó la comunicación? Le pondré otra vez, señor. Sólo un momento.

—Dígale al señor Barrows que voy a por él con mi tecnología avanzada, ¿quiere? Adiós.

Y colgué una vez más.

«Recibirá el mensaje, —me dije—. Tal vez debería decirle que mande a Pris para acá, o algo parecido. ¿Lo hará para salvarse? ¡Maldito seas, Barrows!»

Sé que lo haría. Me la daría para salvarse; puedo recuperarla cuando quiera. Ella no significa tanto para él; fue sólo otra chica mona en su vida. Yo soy el único que está realmente enamorado de ella porque es única.

Marqué una vez más.

—Northwest Electronics, buenos días.

—Póngame otra vez con el señor Barrows, por favor.

Una serie de clics.

—Soy la señorita Wallace, secretaria del señor Barrows. ¿Quién llama?

—Louis Rosen. Déjeme volver a hablar con el señor Barrows.

Una pausa.

—Sólo un momento, señor Rosen.

Esperé.

—Hola. Louis. —La voz de Sam Barrows—. Bueno, está pasándose un poco, ¿no? —Se echó a reír—. Llamé a la guarnición del ejército y no existe nada parecido a una mina encefalotrópica. ¿Cómo pudo conseguir una? Apuesto a que no la tiene de verdad.

—Devuélvame a Pris y le perdonaré la vida.

—Vamos, Rosen.

—No estoy bromeando. —Mi voz tembló—. ¿Cree que esto es un juego? Estoy al final de la cuerda; la amo y no me importa nada más.

—Jesucristo.

—¿Lo hará? —chillé—. ¿O tendré que ir a por usted? —Mi voz se quebró; estaba temblando—. Tengo todo tipo de armas del ejército, de cuando estuve en ultramar; ¡hablo en serio!

En el fondo de mi mente, una parte calmada de mí pensó: «El bastardo la entregará; sé que es un cobarde».

—Cálmese —dijo Barrows.

—De acuerdo, voy a por usted con todos los adelantos tecnológicos que tengo a mi disposición.

—Ahora escuche, Rosen. Supongo que Maury Rock le ha convencido para que haga esto. He hablado con Dave y me aseguró que la acusación de violación de menores no tiene significado si…

—Le mataré si la ha violado —le grité al teléfono. Y en el fondo de mi mente la voz tranquila y sardónica decía: «El bastardo se lo merece». La voz tranquila y sardónica se rió deleitado; se lo estaba pasando magníficamente—. ¿Me oye? —chillé.

—Es usted un psicótico, Rosen —dijo Barrows—. Voy a llamar a Maury; al menos él está cuerdo. Mire, le llamaré y le diré que Pris va a regresar a Boise.

—¿Cuándo? —grité.

—Hoy. Pero no con usted. Y creo que debería ver usted a un psiquiatra del Gobierno; está muy enfermo.

—De acuerdo —dije, más tranquilo—. Hoy. Pero me quedaré aquí hasta que Maury me llame y me diga que ella está en Boise.

Entonces colgué.

Guau.

Me aparté del teléfono, entré en el cuarto de baño y me lavé la cara con agua fría.

¡Así que comportarse de manera incontrolada e irracional daba resultado! Vaya cosa para aprender a mi edad. ¡Había recuperado a Pris! Le había asustado hasta hacerle creer que era un loco. ¿Y no era ésa la verdad? Realmente estaba fuera de mis casillas; mira mi conducta. La pérdida de Pris me había vuelto loco.

Después de calmarme, regresé junto al teléfono y llamé a Maury a la fábrica de Boise.

—Pris va de regreso. Llámame en cuanto llegue. Me quedaré aquí. Asusté a Barrows. Soy más fuerte que él.

—Lo creeré cuando la vea —dijo Maury.

—El hombre está muerto de miedo. Petrificado… no perdió el tiempo en sacársela de encima. No te imaginas en el maníaco delirante en que me convertí por la terrible tensión que se produjo en aquel momento.

—Le di el número de teléfono del motel.

—¿Te llamó Horstowski anoche?

—Sí, pero es un incompetente. Has malgastado todo tu dinero, como dijiste. No siento hacia él más que desprecio, y es lo que voy a decirle cuando regrese.

—Admiro tu fría pose —dijo Maury.

—Haces bien en admirarla; mi fría pose, como la llamas, recuperó a Pris. Maury, estoy enamorado de ella.

Tras un largo silencio, Maury dijo:

—Escucha, es una niña.

—Tengo la intención de casarme con ella. No soy otro Sam Barrows.

—¡No me importa quién seas ni lo que seas! —Ahora era Maury quien gritaba—. No puedes casarte con ella, es una niña. Tiene que volver al colegio. ¡Aléjate de mi hija, Louis!

—Estamos enamorados. No puedes interponerte. Llámame en cuanto ponga los pies en Boise; de otro modo voy a matar a Sam K. Barrows y si tengo que hacerlo, también me mataré yo y la mataré a ella.

—Louis —dijo Maury con voz lenta y cuidadosa—, necesitas la ayuda de la Oficina Federal de Salud Mental, en serio. No dejaré que Pris se case contigo por todo el dinero del mundo ni por cualquier otra razón. Desearía que hubieras dejado las cosas tal como estaban. Ojalá no hubieras ido a Seattle. Ojalá se quedara Pris con Barrows; sí, mejor que se quede con Barrows y no contigo. ¿Qué puedes darle? ¡Mira la cantidad de cosas que Sam Barrows puede ofrecerle a una chica!

—La convirtió en una prostituta, eso es lo que le ha ofrecido.

—¡No me importa! —gritó Maury—. Eso es sólo charla, una palabra y nada más. Vuelve a Boise. Nuestra sociedad se ha acabado. Tienes que salir de RYR ASOCIADOS. Voy a llamar a Sam Barrows para decirle que no tengo nada que ver contigo; quiero que se quede con Pris.

—Maldito seas.

—¿Tú mi yerno? ¿Crees que la he parido… es una forma de hablar… para que se case contigo? Qué risa. ¡No eres absolutamente nada! ¡Lárgate de aquí!

—Lástima —dije, pero me sentía aturdido—. Quiero casarme con ella —repetí.

—¿Le has dicho a Pris que vas a casarte con ella?

—No, todavía no.

—Te escupirá en la cara.

—¿Y qué?

—¿Y qué? ¿Quién te quiere? ¿Quién te necesita? Sólo tu defectuoso hermano Chester y tu padre senil. Voy a hablar con Abraham Lincoln para averiguar el medio de acabar con nuestra relación para siempre.

El teléfono restalló; me había colgado.

No podía creerlo. Me senté en la cama sin hacer nada, mirando al suelo. Así que Maury, igual que Pris, iba detrás del dinero. «Mala sangre —me dije—. Lo llevan en los genes.»

Debería de haberlo sabido. Ella tuvo que conseguirlo de alguna manera.

«¿Qué hago ahora?», me pregunté.

Volarme los sesos y hacer feliz a todo el mundo; podrán pasárselo bien sin mí, como dijo Maury.

Pero no me apetece hacerlo; la fría voz calmada en mi interior, la voz del instinto, dijo que no. «Lucha contra todos ellos —dijo—. Enfréntate a todos… Pris y Maury, Sam Barrows, el Stanton, el Lincoln. Levántate y lucha.»

Lo que descubre uno sobre su socio; cómo se siente realmente hacia ti, cómo te mira en secreto. Dios, qué cosa más temible… la verdad.

Me alegro de haberlo descubierto. No me extraña que se dedicara a fabricar el Lincoln del Soldado Niñera de la Guerra Civil. Estaba contento de que su hija se hubiera convertido en la amante de Sam K. Barrows. Estaba orgulloso. También había leído el libro de Marjorie Morningstar.

Ahora sé de qué está hecho el mundo. Sé cómo es la gente, qué es lo que valoran de la vida. Es suficiente para hacer que uno se cayera muerto al suelo; o al menos que se suicidara.

Pero no me rendiré. Quiero a Pris y voy a apartarla de Maury, Sam Barrows y todos los demás. Pris es mía, me pertenece. No me importa lo que piense ella ni nadie más. No me importa cuál sea el precio de este mundo del que se sienten parte, todo lo que sé es lo que dice mi voz interior. Dice: «Quítales a Pris Frauenzimmer y cásate con ella. Estaba destinada desde el principio para ser la señora de Louis Rosen de Ontario, Oregon».

Ése fue mi juramento. Cogí el teléfono y marqué una vez más.

—Northwest Electronics, buenos días.

—Póngame otra vez con el señor Barrows. Soy Louis Rosen.

Una pausa. Luego la mujer de la voz profunda.

—Soy la señorita Wallace.

—Déjeme hablar con Sam.

—El señor Barrows ha salido. ¿Quién le llama?

—Louis Rosen. Dígale al señor Barrows que haga que la señorita Frauenzimmer…

—¿Quién?

—La señorita Womankind, entonces. Dígale a Barrows que la envíe a mi motel en un taxi. —Le di la dirección que leí de la llave—. Dígale que no la ponga en un avión con destino a Boise. Dígale que si no lo hace voy a ir para allá a llevármela.

Silencio. Entonces la señorita Wallace dijo:

—No puedo decirle nada porque no está aquí, se fue a casa, de verdad.

—Entonces le llamaré a casa. Déme su número.

Con voz quebrada, la señorita Wallace me dio el número de teléfono. Yo ya lo sabía; le había llamado la noche anterior.

Colgué y lo marqué.

Pris contestó.

—Soy Louis. Louis Rosen.

—Por el amor de Dios —dijo Pris, sorprendida—. ¿Dónde estás? Tu voz suena cerca.

Parecía nerviosa.

—Estoy aquí, en Seattle. Vine anoche en un vuelo de la TWA; estoy aquí para rescatarte de Sam Barrows.

—Oh, Dios mío.

—Escucha, Pris. Quédate donde estás. Voy a pasar a recogerte. ¿De acuerdo? ¿Comprendes?

—Oh, no. Louis… —dijo Pris. Su voz se endureció—. Espera un segundo. He hablado con Horstowski esta mañana. Me habló de ti y de tu acceso de ira catatónica. Me advirtió sobre ti.

—Dile a Sam que te meta en un taxi y te envíe para acá.

—Pensé que eras Sam.

—Si no vienes conmigo, voy a matarte.

—No, no vas a hacerlo —dijo con voz dura y tranquila; había recuperado su pose helada—. Inténtalo. Bastardo de clase baja.

Me quedé de piedra.

—Escucha… —empecé a decir.

—Cretino. Simplón. Cáete muerto si piensas que voy a marcharme contigo. Sé qué es lo que pasa; vosotros, caras de culo, no podéis diseñar vuestro simulacro sin mí, ¿verdad? Por eso queréis que vuelva. Pues iros al infierno. Y si apareces por aquí, gritaré que me estás violando o asesinando y pasarás el resto de la vida en la cárcel. Así que piénsatelo.

Se calló, entonces, pero no colgó; pude oírla allí. Estaba esperando, con fruición, oír lo que yo tenía que decir.

—Te amo —le dije.

—Ve a bañarte al mar. Oh, aquí está ya Sam. Despeja el teléfono. Y no me llames Pris. Mi nombre es Pristine. Pristine Womankind. Vuélvete a Boise y ponte a trabajar con tu pobre simulacro de segunda fila, ¿quieres? —Una vez más esperó y no se me ocurrió nada que decir; tampoco había nada que mereciera la pena—. Adiós, pobre fealdad de clase baja —dijo Pris con tono indiferente—. Y por favor no me molestes con más llamadas telefónicas en el futuro. Ahorra tus esfuerzos para otra mujer grasienta que quiera que le pongas las manos encima. Si es que puedes encontrarla, nulidad de clase baja.

Esta vez el teléfono chasqueó; ella había colgado por fin, y yo me estremecí aliviado. Temblé, libre del teléfono y de su voz familiar, calmada, punzante y acusadora.

«Pris —pensé—. Te quiero. ¿Por qué? ¿Qué he hecho para ser llevado hacia ti? ¿A qué retorcido instinto se debe?»

Me senté en la cama y cerré los ojos.