10

Poco después, conseguimos dar por concluida la noche.

—Encantado de haberle conocido, señor Barrows —dije, tendiéndole la mano.

—Igualmente.

Me estrechó la mano y luego hizo lo mismo con Maury y con Pris. El Lincoln se quedó un poco aparte, observándonos a su triste modo… Barrows no le tendió la mano, ni se despidió de él.

Poco después, los cuatro que formábamos nuestro grupo recorrimos las oscuras aceras de regreso a SAMA ASOCIADOS, inspirando profundamente el frío aire de la noche, que olía bien y ayudaba a aclarar nuestras mentes.

En cuanto llegamos a nuestra oficina, sin el grupo de Barrows ya, sacamos el Old Crow y nos servimos bourbon y agua en vasos Dixie.

—Tenemos problemas —dijo Maury.

Los demás asentimos.

—¿Qué le parece? —le preguntó Maury al simulacro—. ¿Cuál es su opinión sobre él?

—Es como un cangrejo —contestó el Lincoln—. Avanza mientras se arrastra hacia los lados.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Pris.

—Sé lo que quiere decir —respondió Maury—. El tipo nos ha forzado tanto que no sabemos lo que estamos haciendo. ¡Somos bebés! ¡Bebés! ¡Y tú y yo —me señaló—, que nos creíamos vencedores! Vaya, nos ha dejado para el arrastre; si nos hubiéramos achicado tendríamos el lugar cerrado, almacenado y envasado ahora mismo.

—Mi padre… —empecé a decir.

—¡Tu padre! —dijo Maury amargamente—. Es aún más estúpido que nosotros. Ojalá no nos hubiéramos mezclado nunca con ese Barrows. Ahora no nos desharemos nunca de él… no hasta que consiga lo que quiere.

—No tenemos que hacer negocios con él —dijo Pris.

—Podemos decirle que se vuelva a Seattle —dije yo.

—¡No digáis tonterías! No podemos decirle nada. Mañana temprano estará llamando a la puerta, como dijo. Nos perseguirá, nos forzará…

Maury se me quedó mirando con la boca abierta.

—No dejes que te moleste —dijo Pris.

—Creo que Barrows es un hombre desesperado. Su enorme aventura económica, la colonización de la Luna, se está hundiendo, ¿no te parece? —dije yo—. No nos enfrentamos a un hombre poderoso y triunfador. Es un hombre que lo ha apostado todo comprando parcelas en la Luna y luego ha invertido en subdividirlas y en construir cúpulas que mantengan el calor y el aire y convertidores para hacer que el hielo se vuelva agua… y no puede conseguir que la gente acuda allí. Me da lástima.

Todos me miraron con intensidad.

—Barrows se ha decidido por este fraude de hacer creer que hay ciudades pobladas por simulacros haciéndose pasar por humanos como última posibilidad. Es un plan surgido de la desesperación. Cuando lo escuché al principio, pensé que posiblemente estaba oyendo otra de esas atrevidas visiones que tienen los hombres como Barrows y el resto no tenemos nunca porque somos simples mortales. Pero ahora no estoy tan seguro. Creo que tiene miedo, tanto miedo que ha perdido el juicio. Esta idea no es razonable. No puede cree que así engañará a nadie. El Gobierno Federal lo descubrirá inmediatamente.

—¿Cómo? —preguntó Maury.

—El Departamento de Salud inspecciona a todo aquel que intente emigrar. Es asunto del Gobierno. ¿Cómo va a poder sacarlos Barrows de la Tierra?

—Escucha —dijo Maury—. No es asunto nuestro lo que parezca este plan suyo. No estamos en posición de juzgar. Sólo el tiempo lo dirá, y si no hacemos negocio con él ni siquiera el tiempo podrá decirlo.

—Estoy de acuerdo —dijo Pris—. Deberíamos dedicarnos a decidir qué podemos sacar nosotros.

—No hay nada para nosotros si lo cogen y lo meten en prisión —dije yo—. Cosa que harán. Se lo merece. Tenemos que dar marcha atrás y no hacer ningún tipo de negocios con ese tipo. Es arriesgado, deshonesto y absolutamente estúpido. Nuestras propias ideas ya son bastante locas.

—¿Podría estar aquí el señor Stanton? —preguntó el Lincoln.

—¿Qué?

—Creo que sería una ventaja si el señor Stanton estuviera aquí y no en Seattle, como me han dicho.

Todos nos miramos.

—Tiene razón —dijo Pris—. Tenemos que recuperar al Edwin M. Stanton.

—Necesitamos hierro —coincidí—. Soporte. Nos estamos plegando demasiado.

—Bien, podemos hacer que regrese —dijo Maury—. Incluso esta noche. Podemos fletar un vuelo charter, llegar al Aeropuerto de Sea-Tac en las afueras de Seattle, llegar a Seattle en coche y buscarlo hasta que lo encontremos y entonces volver con él y tenerlo aquí mañana por la mañana cuando nos enfrentemos a Barrows.

—Pero estaremos muertos de cansancio —señalé—. Y puede que tardemos días en encontrarlo. Puede que ahora no esté ni siquiera en Seattle; puede haber volado a Alaska o al Japón… puede incluso haberse marchado a una de las parcelas de Barrows en la Luna.

Bebimos nuestras copas Dixie lentamente; todos menos el Lincoln, que la había puesto a un lado.

—¿Habéis probado alguna vez sopa de cola de canguro? —preguntó Maury.

Todos le miramos, incluido el simulacro.

—Tengo una lata por alguna parte —dijo Maury—. Podemos calentarla en el horno. Es magnífica. Yo la haré.

—No cuentes conmigo —me adelanté.

—No, gracias —dijo Pris.

El simulacro sonrió lánguido y gentil.

—Os diré cómo la conseguí —dijo Maury—. Estaba en el supermercado, en Boise, esperando en cola. La dependienta le estaba diciendo a un tipo «No, ya no vamos a volver a pedir más sopa de cola de canguro». De repente, al otro lado del pasillo (eran cajas de cereales o algo así), una voz añade: «¿No más sopa de cola de canguro? ¿Nunca?». Y el tipo echa a correr con el carrito para comprar las últimas latas. Así que cogí un par. Probadla. Os hará sentir mucho mejor.

—Daos cuenta de cómo nos trabajó Barrows —dije—. Al principio llama autómatas a los simulacros, luego los llama artefactos y luego acaba llamándolos muñecos.

—Es una técnica —dijo Pris—, una técnica de ventas. Está socavando el suelo bajo nosotros.

—Las palabras son armas —dijo el simulacro.

—¿No pudo decirle nada? —le pregunté al simulacro—. Todo lo que hizo fue debatir con él.

El simulacro sacudió la cabeza.

—Por supuesto que no pudo —dijo Pris—. Porque discute justamente, como hacíamos en el colegio. Es así como se discutía a mediados del siglo pasado. Barrows no discute justamente, y no hay público para apoyarle. ¿No es cierto, señor Lincoln?

El simulacro no respondió, pero me pareció que su sonrisa se hacía aún más triste y su cara más larga y más preocupada.

—Las cosas son ahora peores que antes —dijo Maury.

«Pero tenemos que hacer algo», pensé.

—Por lo que sabemos, puede tener al Stanton encerrado bajo llave. Puede que lo tenga atado a una mesa en alguna parte y sus ingenieros le estén haciendo alguna reparación para rediseñarlo de modo que no infrinja nuestras patentes. —Me volví hacia Maury—. ¿Tenemos patentes de verdad?

—Están pendientes —dijo Maury—. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. —No parecía muy alentador—. Dudo que pueda robarnos lo que tenemos, ahora que ha visto nuestra idea. Es la clase de cosa que, si sabes que puede hacerse, puedes hacerla tú mismo con el tiempo suficiente.

—De acuerdo. Así que es como el motor de combustión interna. Pero tenemos que empezar a manufacturarlos en la fábrica Rosen tan pronto como sea posible. Pongamos los nuestros en el mercado antes de que lo haga Barrows.

Todos me miraron con los ojos muy abiertos.

—Creo que tienes razón —dijo Maury, mordiéndose el pulgar—. ¿Qué otra cosa podemos hacer de todas formas? ¿Crees que tu padre podría poner a funcionar la línea ensambladora inmediatamente? ¿Es lo suficientemente rápido como para adaptarse?

—Rápido como una serpiente.

—No cuentes con nosotros —dijo Pris burlonamente—. ¿El viejo Jerome? Pasará un año antes de que pueda fabricar matrices para ensamblar las partes, y el cableado tendrá que hacerse en Japón… tendrá que volar al Japón para arreglarlo, y querrá ir en barco, como antes.

—Oh, ya veo que lo has pensado —dije.

—Claro. —Pris frunció la nariz—. Lo consideré en serio.

—En cualquier caso, es nuestra única esperanza. Tenemos que poner las malditas cosas en el mercado… hemos estado perdiendo el tiempo.

—De acuerdo —dijo Maury—. Lo que haremos es ir mañana mismo a Boise y encargaremos a Jerome y a tu hermano que empiecen a trabajar. Que empiecen a hacer matrices y que viajen a Japón… pero ¿qué le diremos a Barrows?

Eso nos dejó estupefactos. Una vez más, guardamos silencio.

—Le diremos que el Lincoln estalló —anuncié—. Que se estropeó y que lo hemos retirado del mercado. Y entonces no lo querrá y volverá a Seattle.

—Quieres decir que lo desconectaremos —me dijo Maury en voz baja.

Asentí.

—Odio tener que hacer eso —dijo Maury.

Los dos miramos al Lincoln, que nos observaba con sus ojos melancólicos.

—Insistirá en verlo por sí mismo —señaló Pris—. Dejemos que lo toque un par de veces si quiere. Dejemos que lo sacuda como a una máquina de goma. Si lo desconectamos, no hará nada.

—De acuerdo —accedió Maury.

—Bien —dije—. Entonces está decidido.

Desconectamos al Lincoln aquí y allí. Maury, en cuanto lo hicimos, se marchó a casa, diciendo que iba a acostarse. Pris se ofreció a llevarme a mi motel en el Chevy y a recogerme por la mañana. Estaba tan cansado que acepté.

—Me pregunto si todos los hombres ricos y poderosos son así —me dijo mientras recorríamos Ontario.

—Claro. Todos los que hacen su propia fortuna…, no los que la heredan.

—Fue espantoso —dijo Pris—. Desconectar al Lincoln. Verlo… dejar de vivir, como si le hubiéramos matado de nuevo. ¿No crees?

—Sí.

Más tarde, cuando me dejaba ya ante el motel, dijo:

—¿Crees que ésa es la única manera de conseguir un montón de dinero? ¿Siendo como él?

Sam K. Barrows la había cambiado, sin duda. Era una joven tranquila.

—No me preguntes. Yo gano setecientos cincuenta al mes como máximo.

—Pero hay que admirarle.

—Sabía que dirías eso tarde o temprano. En cuanto dijiste «pero», supe lo que seguiría.

Pris suspiró.

—Así que soy un libro abierto para ti.

—No, eres el mayor enigma contra el que me he enfrentado. Es sólo que en este caso me dije: «Pris va a decir que hay que admirarle», y lo dijiste.

—Y apuesto a que también crees que gradualmente volveré a sentirme de la forma en que me sentía hasta que solté el «pero» y le admiraré, seguro.

No dije nada. Pero así era.

—¿Te diste cuenta de que pude soportar la desconexión del Lincoln? Si puedo soportar eso podré soportar cualquier cosa. Incluso me gustó, aunque no dejé que se notara, por supuesto.

—Estás mintiendo.

—Noté un magnífico sentido de poder, de poder definitivo. Le dimos vida y luego se la quitamos… ¡zas! Así de fácil. Pero la carga moral no cae sobre nosotros; cae sobre Sam Barrows, y a él le importa un comino. Mira la fuerza que hay en todo eso, Louis. Ojalá fuéramos igual. No lamento haberlo desconectado. Lamento haber estado trastornada emocionalmente. Me repele ser lo que soy. No me extraña que esté aquí con todos vosotros mientras Sam Barrows está en la cumbre. Se puede ver la diferencia entre él y nosotros, está clara.

Guardó silencio un rato. Encendió un cigarrillo.

—¿Qué hay del sexo? —preguntó entonces.

—El sexo es aún peor que desconectar a lindos simulacros.

—Quiero decir que el sexo te cambia. La experiencia de la interrelación.

Oírla hablar así me heló la sangre en las venas.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Me asustas.

—¿Por qué?

—Hablas como si…

—Como si estuviera allí arriba mirando mi propio cuerpo. Lo estoy. No soy yo. Soy un alma.

—Como dijo Blunk, «demuéstramelo».

—No puedo. Louis. Pero es verdad. No soy un cuerpo físico en el tiempo y el espacio. Platón tenía razón.

—¿Qué pasa con el resto de nosotros?

—Bien eso es asunto vuestro. Os percibo como cuerpos, así que tal vez lo sois; tal vez es todo lo que sois. ¿No lo sabes? Si no lo sabes, no puedo decírtelo. —Apagó el cigarrillo—. Será mejor que me vaya a casa, Louis.

—De acuerdo —dije, abriendo la puerta del coche.

El motel, con todas sus habitaciones, estaba oscuro; incluso el gran letrero de neón había sido desconectado. La pareja de mediana edad que dirigía el lugar sin duda estaba ya a salvo en la cama.

—Louis, llevo un diafragma en el bolso —dijo Pris.

—¿De los que se meten? ¿O de los que hay en el pecho y se usan para respirar?

—No bromeo. Esto es muy serio para mí, Louis. Me refiero al sexo.

—Entonces dame sexo divertido.

—¿Qué significa eso?

—Nada. Simplemente nada.

Empecé a cerrar la puerta del coche tras de mí.

—Voy a decir algo lacrimoso —dijo Pris, bajando la ventanilla por mi lado.

—No, no vas a decirlo, porque no voy a escuchar. Odio las afirmaciones llorosas hechas por gente mortalmente seria. Será mejor que sigas siendo un alma remota que se preocupa por los animales que sufren; al menos… —Dudé, pero qué diablos—. Al menos puedo honestamente odiarte y temerte.

—¿Cómo te sentirás después de oír la afirmación llorosa?

—Pediré una cita con el hospital mañana y haré que me castren o como sea que lo llamen.

—Quieres decir —dijo ella lentamente— que soy sexualmente deseable cuando soy cruel y esquizoide. Pero si me vuelvo sensiblera entonces ni siquiera lo soy.

—No digas «ni siquiera». Eso es muchísimo.

—Llévame a tu habitación del motel y jódeme.

—Hay algo en tu lenguaje que no logro captar, algo que deja mucho que desear.

—Eres un marica.

—No.

—Sí.

—No, y no voy a probarlo haciéndolo. No soy ningún marica; me he acostado con todo tipo de mujeres en mis tiempos. En serio. No hay nada referido al sexo que pueda asustarme; soy demasiado viejo. Estás hablando de cosas de colegiales, como la primera caja de anticonceptivos.

—Pero ¿seguirás sin joderme?

—Sí, porque no sólo eres distinta. Eres brutal. Y no sólo conmigo, sino contigo misma, con el cuerpo físico que desprecias y dices que no es tuyo. ¿No recuerdas la discusión entre Lincoln… el simulacro Lincoln, quiero decir, y Barrows y Blunk? Un animal está cerca de ser un hombre y los dos están hechos de carne y hueso. Eso es lo que estás intentando no ser.

—No intento… es que no lo soy.

—¿Y eso en qué te convierte? ¿En una máquina?

—Pero una máquina tiene cables. Yo no.

—Entonces, ¿qué? ¿Qué crees que eres?

—Sé lo que soy. La esquizofrenia es muy común en nuestro siglo, como la histeria lo fue en el siglo pasado. Es una forma de profunda y sutil alienación psíquica. Ojalá no lo fuera, pero lo soy… Tienes suerte, Louis Rosen; eres anticuado. Me cambiaría por ti. Me preocupa que mi lenguaje referido al sexo sea rudo. Te asusté al hablar. Lo siento mucho.

—No es rudo. Mucho peor. Es inhumano. Sé lo que habrías hecho si te hubieras relacionado con alguien. —Me sentí confuso y cansado—. Observarías todo el rato; mentalmente, espiritualmente, de todas las maneras. Siempre serías consciente.

—¿Es algo malo? Creí que lo hacía todo el mundo.

—Buenas noches.

Me alejé del coche.

—Buenas noches, cobarde.

—Que te den por el culo.

—Oh, Louis —dijo ella, con un escalofrío de angustia.

—Perdóname.

—Qué cosa más horrible has dicho —gimoteó ella.

—Por el amor de Dios, perdóname. Tienes que perdonarme. Yo soy el que está enfermo por haberte dicho eso; es como si algo se hubiera apoderado de mi lengua.

Aún gimoteando, ella asintió en silencio. Puso el motor del coche en marcha y encendió las luces.

—No te vayas —dije—. Escucha, puedes considerarlo un absurdo intento subracional por mi parte para alcanzarte, ¿no lo ves? Toda tu charla, el que admires a Sam Barrows más que nunca, me sacó de mis casillas. Me gustas, de verdad; verte por un instante abierta a una perspectiva humana y cálida y luego retroceder…

—Gracias por intentar hacer que me sienta mejor —dijo ella casi con un susurro.

Me dirigió una sonrisita.

—No dejes que te haga sentir peor —dije, agarrando la puerta del coche, temeroso de que se marchase.

—No lo haré. De hecho, apenas me tocó.

—Vamos adentro. Siéntate un rato, ¿de acuerdo?

—No. No te preocupes, es sólo la tensión. Sé que te trastorna. La razón por la que uso palabras tan rudas es que no sé ninguna mejor; nadie me enseñó a hablar sobre lo inenarrable.

—Hace falta experiencia. Pero escucha, Pris, prométeme algo, prométeme que no te negarás a ti misma que te hice daño. Fue bueno poder sentir lo que acabas de sentir, bueno…

—Bueno ser herido.

—No, no quiero decir eso; quiero decir que es algo alentador. No estoy intentando excusarme simplemente por lo que dije. Mira, Pris, el hecho de que sufrieras tan agudamente por lo que…

—No sufrí.

—Sí lo hiciste. No mientas.

—De acuerdo, Louis. Sufrí. No mentiré.

Ella bajó la cabeza.

—Ven conmigo, Pris —dije, abriendo la puerta del coche.

Ella apagó el motor y las luces del coche y salió; la agarré por el brazo.

—¿Es éste el primer paso hacía una deliciosa intimidad? —preguntó.

—Te voy a poner en contacto con lo inenarrable.

—Sólo quiero poder hablar sobre el tema. No quiero tener que hacerlo. Naturalmente estás bromeando; vamos a sentarnos el uno frente al otro y luego me iré a casa. Es lo mejor para los dos. De hecho, es lo único que podemos hacer.

Entramos en la oscura habitación del motel y conecté las luces, la calefacción y el televisor.

—¿Es para que nadie nos oiga jadear? —Pris apagó el televisor—. Jadeo muy poco; no es necesario. —Se quitó el abrigo y se quedó sosteniéndolo hasta que lo recogí y lo colgué en el armario—. Ahora dime dónde me siento y cómo. ¿En esa silla? —Se sentó en una silla de respaldar recto, cruzó los brazos sobre su regazo y me miró solemnemente—. ¿Qué tal? ¿Qué más debo quitarme? ¿Los zapatos? ¿Toda la ropa? ¿O te gustaría hacerlo tú mismo? Si te gusta, mi camisa no tiene cremallera, sino botones, y ten cuidado de no tirar demasiado fuerte o el botón superior se soltará y luego tendré que volver a coserlo. —Se dio la vuelta para enseñármelos—. Aquí están los botones, a este lado.

—Todo esto es educativo, pero no ilustrativo —dije yo.

—¿Sabes qué me apetecería? —Su rostro se iluminó—. Quiero que vayas a alguna parte y vuelvas con un poco de corned beef estilo kosher y pan judío y cerveza y un poco de halvah para el postre. Ese maravilloso corned beef en rodajitas que vale dos cincuenta la libra.

—Me gustaría, pero no hay ningún sitio abierto en cien millas a la redonda.

—¿No puedes conseguirlo en Boise?

—No. —Colgué mi abrigo—. Y de todas formas es demasiado tarde para el corned beef. No me refiero a que sea muy tarde porque es de noche. Quiero decir demasiado tarde en nuestras vidas.

Acerqué mi silla y le cogí las manos. Eran secas, pequeñas y bastante duras. Gracias a su trabajo cortando losas, sus manos se habían vuelto fibrosas y sus dedos fuertes.

—Escapémonos. Dirijámonos al sur y no regresemos nunca. No veamos nunca más a los simulacros, ni a Sam Barrows ni a Ontario, Oregon.

—No —dijo Pris—. Estamos obligados a medirnos con Sam, ¿no lo sientes alrededor de nosotros, en el aire? Me sorprende que puedas imaginar que es posible saltar al coche y escapar. Es algo que no puede evitarse.

—Perdóname.

—Te perdono, pero no puedo comprenderte; a veces pareces un bebé sin experiencia de la vida.

—Lo que he hecho ha sido recortar pequeñas porciones de la realidad y luego familiarizarme con ellas, más o menos como la oveja que aprende una ruta en el pasto y nunca se desvía de ella.

—¿Te sientes seguro haciéndolo?

—Me siento seguro casi siempre, pero nunca cuando estoy cerca de ti.

Ella asintió.

—Para ti soy el pasto.

—Es una manera de expresarlo.

—Es como si Shakespeare te hiciera el amor —dijo ella con una súbita carcajada—. Louis, puedes decirme cómo vas a escalar, curiosear, retozar entre mis amorosas montañas y valles y en particular en mis divinas praderas, sabes, donde los fragantes abetos y las hierbas salvajes ondulan profusamente. No es necesario que dé más pistas, ¿no? —Sus ojos destellaron—. Ahora, por todos los diablos, quítame la ropa o al menos inténtalo.

Empezó a quitarse los zapatos.

—No.

—¿No hemos dejado atrás la poesía hace mucho? ¿No podemos olvidarla y bajar a lo real?

Empezó a desabrocharse la falda, pero le agarré las manos y la detuve.

—Soy demasiado ignorante para seguir adelante. No tengo valor, Pris. Soy demasiado ignorante y demasiado torpe y demasiado cobarde. Las cosas han sobrepasado con creces mi límite de comprensión. Estoy perdido en un terreno que no comprendo. —Le agarré fuertemente las manos—. Lo mejor que puedo hacer, lo mejor que se me ocurre en este momento, sería besarte. Tal vez en la mejilla, si te parece bien.

—Eres viejo. Eso es. Eres parte de un mundo del pasado que se muere —dijo Pris. Volvió la cabeza y se inclinó hacia mí—. Te haré un favor y te dejaré que me beses.

La besé en la mejilla.

—La verdad es que si quieres conocer la realidad, los fragantes abetos y las hierbas salvajes no ondulan con profusión; hay un par de abetos salvajes y unas cuatro hierbas y eso es todo. Apenas he crecido, Louis. Sólo empecé a usar sujetador hace un año y a veces se me olvida ponérmelo incluso ahora. Apenas lo necesito.

—¿Puedo besarte en la boca?

—No. Eso es demasiado íntimo.

—Puedes cerrar los ojos.

—Mejor apaga la luz. —Retiró las manos, se puso en pie y se dirigió al interruptor—. Yo lo haré.

—Deténte —dije—. Siento un mal presagio.

Ella se detuvo ante el interruptor, dudando.

—No es propio de mí ser indecisa. Me estás debilitando, Louis, Lo siento. Tengo que seguir.

Apagó la luz y la habitación se sumió en la oscuridad. No pude ver nada en absoluto.

—Pris, voy a llegarme hasta Portland, Oregon, y traeré el corned beef.

—¿Dónde puedo poner la camisa para que no se arrugue? —preguntó ella en la oscuridad.

—Todo esto es una pesadilla.

—No, es una bendición. ¿No distingues una bendición cuando se te cruza delante y te pega en la cara? Ayúdame a colgar la ropa. Tengo que irme dentro de quince minutos. ¿Puedes hablar y hacer el amor al mismo tiempo o te dedicas a hacer gruñidos animales?

Pude oírla moviéndose en la oscuridad, quitándose la ropa, dirigiéndose a la cama.

—No hay cama —dije.

—Entonces en el suelo.

—Lastima las rodillas.

—No mis rodillas; las tuyas.

—Tengo fobia —dije—. Tengo que tener las luces encendidas o me entra miedo de que esté relacionándome con una cosa hecha de cables y cuerdas de piano y el viejo exprimidor de naranjas de mi abuela.

Pris se echó a reír.

—Ésa soy yo —dijo desde muy cerca—. Eso describe perfectamente mi esencia. Casi te tengo —dijo, chocando con algo—. No escaparás.

—Basta. Voy a encender la luz.

Conseguí encontrar el interruptor; lo pulsé y la luz inundó la habitación, cegándome. Ante mí estaba ella, completamente vestida. No se había quitado las ropas, y la miré sorprendido mientras ella se reía en silencio al ver mi expresión.

—Es una ilusión —dijo—. Iba a derrotarte en el último momento. Sólo quería llevarte al precipicio del deseo sexual y luego… —Chasqueó los dedos—. Buenas noches.

Intenté sonreír.

—No me tomes en serio —dijo Pris—. No te relaciones emocionalmente conmigo. Te romperé el corazón.

—¿Quién está relacionado? —dije, oyendo reír a mi voz—. Es un juego que la gente juega en la oscuridad. Sólo quería seguir la corriente, como dicen.

—No conozco esa frase. —Ya no se reía; sus ojos ya no brillaban. Me miró fríamente—. Pero capto la idea.

—Te diré una cosa más. Agárrate. Tienen corned beef en Boise. Pude haberlo comprado en cualquier momento sin problemas.

—Bastardo —dijo ella.

Se sentó, recogió los zapatos y se los puso.

—Está entrando arena por la puerta.

—¿Qué? —Ella miró alrededor—. ¿De qué estás hablando?

—Estamos atrapados aquí dentro. Alguien nos está tirando arena encima, y nunca podremos salir.

—¡Cállate! —dijo ella bruscamente.

—Nunca deberías haber confiado en mí.

—Sí, lo usarás para atormentarme.

Se dirigió al armario en busca de su abrigo.

—¿Y tú no me has atormentado a mí? —dije, siguiéndola.

—¿Ahora, quieres decir? Oh, demonios, podría no haber huido, podría haberme quedado.

—Si yo lo hubiera hecho bien.

—Si no me hubiera decidido. Dependía de ti, de tu habilidad. Esperaba mucho. Soy muy idealista.

Encontró su abrigo y empezó a ponérselo. Guiado por un reflejo, la ayudé.

—Nos estamos poniendo la ropa sin habérnosla quitado —dije.

—Ahora lo lamentas. Lamentos…, es lo único para lo que sirves.

Me dirigió una mirada de tanta repulsión que di un paso atrás.

—Podría decir unas cuantas cosas desagradables sobre ti.

—No lo harás, porque sabes que si lo hicieras yo te daría una respuesta tan dura que te caerías muerto al suelo.

Me encogí de hombros, incapaz de hablar.

—Tuviste miedo —dijo Pris.

Recorrió lentamente el sendero, en dirección al coche aparcado.

—Miedo, sí —dije, acompañándola—. Miedo basado en el conocimiento de que una cosa así tenía que surgir del mutuo consentimiento y la comprensión de dos personas. No puede ser forzado ni por uno ni por otra.

—Miedo a la cárcel, quieres decir. —Abrió la puerta del coche y se sentó al volante—. Lo que deberías haber hecho, lo que un hombre de verdad habría hecho, es cogerme por las muñecas, llevarme a la cama y no prestar atención a lo que yo tuviera que decir…

—Si hubiera hecho eso, nunca habrías dejado de quejarte, primero a mí, luego a Maury, después a un abogado, más tarde a la policía, a continuación a un tribunal y por fin al resto del mundo.

Los dos guardamos silencio.

—De todas formas, te besé —dije.

—Sólo en la mejilla.

—En la boca.

—Eso es mentira.

—Recuerdo que fue en la boca —dije, y cerré la puerta tras ella.

—Así que ésa va a ser tu versión —dijo ella bajando la ventanilla—, que te tomaste libertades conmigo.

—Lo recordaré y lo atesoraré en mi corazón —dije, llevándome una mano al pecho.

Pris puso el motor en marcha, encendió las luces y se marchó.

Me quedé allí por un momento y luego regresé a mi habitación. Nos estamos desmoronando, me dije. Estamos tan cansados, tan desmoralizados, que estamos a punto de acabar. Mañana tenemos que deshacernos de Barrows. Pris… La pobre Pris se está llevando la peor parte. Y fue la desconexión del Lincoln lo que la ha afectado. El punto de inflexión surgió entonces.

Con las manos en los bolsillos, me dirigí hacia la puerta abierta.

El día siguiente amaneció soleado, y me sentí mucho mejor sin ni siquiera haberme levantado de la cama. Y luego, después de haberme afeitado y desayunar en la cafetería del motel panecillos, bacon, café y zumo de naranja y haber leído el periódico, me sentía como nuevo. Realmente recuperado.

«Esto demuestra lo que hace un buen desayuno —me dije—. ¿Estoy curado entonces? ¿He vuelto a ser un hombre completo?»

No. Estaba mejor, pero no sano. Porque no estaba bien al principio, y no se puede restaurar la salud cuando no hay ninguna salud con la que empezar. ¿Qué es esta enfermedad?

Pris la tenía casi hasta la muerte. Y me la había contagiado. Y a Maury y a Barrows tras él y al resto; mi padre había sido el último.

¡Mi padre! Había olvidado que iba a venir.

Salí corriendo y llamé a un taxi.

Fui el primero en llegar a la oficina de SAMA ASOCIADOS. Un momento después, desde la ventana, vi aparcar a mi Chevrolet Magic Fire. Pris salió de su interior. Hoy llevaba una falda azul de algodón y una blusa de mangas largas; tenía el pelo recogido y su cara parecía limpia y brillante.

Cuando entró en la oficina, me sonrió.

—Siento haberte tratado mal anoche. Tal vez la próxima vez. No tuve intención de hacerte daño.

—No lo hiciste.

—¿De veras, Louis?

—No —dije, devolviéndole la sonrisa.

La puerta de la oficina se abrió y entró Maury.

—He descansado muy bien esta noche. Por Dios, amigo mío, que vamos a darle a ese Barrows su merecido.

Tras él entró mi padre, vestido con su traje oscuro a rayas de conductor de trenes. Saludó a Pris gravemente, luego se volvió hacia Maury y hacia mí.

—¿Está aquí ya?

—No, papá. Está al llegar.

—Creo que deberíamos volver a conectar al Lincoln —dijo Pris—. No deberíamos tener miedo de Barrows.

—Estoy de acuerdo —dije.

—Yo no —contestó Maury—. Y os diré por qué. Estimula el apetito de Barrows, ¿no? Pensadlo.

—Maury tiene razón —dije tras una pausa—. Le dejaremos desconectado. Barrows puede presionar, pero no lo conectaremos. Es la avaricia lo que le motiva.

Y es el miedo lo que nos motiva a nosotros. Todo lo que hemos hecho últimamente ha sido debido al miedo, no al sentido común.

Llamaron a la puerta.

—Aquí está —dijo Maury, y me miró tembloroso.

La puerta se abrió. En ella aparecieron Sam K. Barrows. Dave Blunk, la señorita Nild y con ellos la figura oscura y sombría de Edwin M. Stanton.

—Nos lo encontramos en la calle —informó alegremente Dave Blunk—. Venía para acá y le recogimos en nuestro taxi.

El simulacro Stanton nos miró a todos amargamente.

«¡Santo Dios! —me dije—. No esperábamos esto… ¿Crea alguna diferencia? ¿Hasta qué punto nos hace daño?»

No lo sabía. Pero en cualquier caso teníamos que continuar, y esta vez hasta el final. De una manera o de otra.