Capítulo treinta y cuatro

A última hora de la tarde Emmie y Archie estaban agotados. Un gondolero oportunista les insistió justo en el momento en el que oponían menor resistencia. Al cabo de unos minutos estaban recostados sobre un montón de cojines tapizados lujosamente, deslizándose entre canales recónditos, a varios kilómetros de las hordas de turistas con las que se habían topado antes.

—¿Les canto? —preguntó el gondolero con entusiasmo—. Una serenata, ¿vale? ¿Para la pareja feliz?

—Oh, no —se apresuró a decir Archie—. Creo que va mal encaminado. Ja, ja.

El gondolero frunció el entrecejo. Emmie bajó la vista hacia su regazo y sonrió.

—Es gratis —dijo el gondolero—. No les cobraré.

—Es que no estamos juntos —explicó Archie, señalando con el dedo a Emmie y a él—. No somos pareja. Solo amigos. Amigui? —Frunció el ceño—. No. No se dice así. ¿Cómo se dice «amigos» en italiano?

—No lo sé —respondió Emmie.

—¿Amigos? —dijo el gondolero. Negó con la cabeza. No parecía ni remotamente convencido—. No, amigos no. —Les señaló a ambos—. Se nota.

Archie miró a Emmie.

—No se dará por vencido hasta que le dejemos cantar.

Ella se encogió de hombros.

—Ya que estamos en Venecia…

Archie se volvió hacia el gondolero y le hizo un gesto con el pulgar.

—Adelante, amigo. A todo pulmón. A muerte…

El gondolero sonrió encantado y comenzó a cantar un tema alegre. Emmie se llevó una mano a la cara, riéndose avergonzada. Archie se puso a morderse la uña del pulgar, con las cejas enarcadas, pero no pudo evitar sonreír burlonamente. Se intercambiaron miradas, ambos igual de cohibidos, pero divertidos.

—Nos han timado —dijo Archie—. Ahora tendré que darle una pasta de propina. Hemos caído de pleno.

Esa noche Archie y Emmie tardaron un rato en ponerse de acuerdo a la hora de decidir un sitio para cenar. Por fin encontraron uno enfrente de un taller de reparación de góndolas: un bacaro veneciano genuino donde se servían cichetti, la versión italiana de las tapas. Pasaron horas allí sentados, picando bruschetta, bocconchini y fritto misto, y luego pidieron un enorme bol de risi e pisi, la especialidad de la casa, el equivalente al arroz con guisantes pero tan sustancioso, cremoso y suave que el nombre no le hacía justicia. Por último, hicieron un esfuerzo por tomarse la panna cotta con moras, y el dueño les plantó una botella de grappa en la mesa.

—Es de mala educación rechazarlo —dijo Archie, y sirvió sendos vasos del ardiente brebaje.

Cuando salieron, el sol hacía rato que se había puesto. Emmie se cogió del brazo de Archie y comenzaron a caminar balanceándose suavemente por el borde del canal, lánguidos por la comilona.

Veinte minutos después estaban completamente perdidos.

—Estoy segura de que ese puente de ahí lleva a la plaza que lleva a la otra plaza que lleva al puente cercano al hotel —señaló Emmie vagamente.

—Pues a mí me parece como cualquier otro puente.

Empezaron a caer goterones de lluvia.

—Va a diluviar.

—Será mejor que echemos a correr.

—¡No sabemos hacia dónde!

El cielo se abrió y fue como si el contenido íntegro de la laguna se estuviese vaciando sobre sus cabezas. Estaban rodeados de gris, de un gris infinito, con los edificios cerrándose en torno a ellos, y el canal era tan negro como la tinta de calamar. No había ni un alma. Todo el mundo se había puesto prudentemente a cubierto. Abrieron el plano, pero segundos después estaba empapado y completamente ilegible. Archie se quitó el jersey y se lo echó a Emmie por la cabeza mientras tiraba de ella hacia un portal. El pórtico tenía lo justo para resguardarlos. Ella se estremeció de frío junto a él. Él bajó la vista para mirarla: tenía el pelo aplastado, el rímel le chorreaba por las mejillas. Archie sintió un deseo de una magnitud que hasta entonces realmente nunca había sentido con nadie. No de ese modo.

Deseaba besarla más que ninguna otra cosa.

Ella le estaba mirando.

—Menuda tromba de agua.

No podía dejar de mirarla a los ojos. Ella se apartó un poco, desconcertada.

—¿Estás bien? —le preguntó.

No. No, joder. Lo había fulminado un rayo y estaba a punto de cometer una gran estupidez si no se andaba con cuidado. Se volvió.

—¡Archie!

—Más vale que echemos una carrera —dijo—. Estamos empapados de todas formas.

Salió del portal y se internó en el diluvio. El agua le chorreaba desde la nuca. Estaba helado. Helado por fuera… y por dentro. Tenía el corazón frío como un témpano.

Emmie fue trotando a la zaga, preocupada, tratando de alcanzarle, y de pronto se le iluminó la cara.

—¡Ya estamos! —exclamó señalando un callejón cercano—. Es por aquí. Seguro. Recuerdo esa fuente. Después de todo, no estamos tan lejos. —Él no contestó. Ella le agarró de la mano y tiró de él—. ¡Vamos! —le gritó—. Vas a pillar una pulmonía.

Quizá, pensó Archie, sería la solución. Un repentino caso de neumonía doble que acabara con él y lo librara de su sufrimiento. Muerte en Venecia. Qué apropiado. No obstante, se dio prisa en seguirla; su caballerosidad se antepuso a su desesperación. Emmie necesitaba volver, necesitaba entrar en calor y secarse cuanto antes.

Cuando llegaron al hotel, Archie salió disparado hacia su habitación.

—Nos vemos por la mañana —dijo entre dientes—. No me encuentro muy allá, a decir verdad.

No la miró antes de cerrar la puerta. Se sentó en la cama, mojando todo el edredón. Se estremeció. Cuanto antes volviesen a Inglaterra, mejor, pensó. Antes de hacer el ridículo.

A la mañana siguiente el desayuno fue un suplicio. Archie justificó su silencio con el grappa.

—Ese mejunje siempre me da dolor de cabeza —dijo, pero nada más lejos. Era su corazón el que estaba atormentado.

Se comió tantos bollos con mermelada de fresa como pudo, solo para entretenerse en algo. Emmie hizo pedazos su bollo y echó las migas al suelo para que picoteasen los pajarillos. Apenas hablaron. Resultaba obvio que estaba desconcertada por su cambio de humor, pero él no sabía qué decir para justificar su pesadumbre.

Ahora que faltaba tan poco para marcharse, no soportaba la idea de volver a casa. Se le ponían los pelos de punta al pensar en esa precaria casa de campo y en todas las mejoras que tenía pendientes. No quería pensar en la granja ni en la empresa. Ni en una vida sin que Jay lo llamase por teléfono para llevárselo al pub o ir a Twickenham a ver un partido de rugby. Pero no le quedaba más remedio. Emmie y él tendrían que poner rumbo al aeropuerto en cuanto desayunaran. Seguramente la despedida en Heathrow sería forzada y acordarían quedar a comer pero no cumplirían su compromiso. Y ella se le escaparía de entre las manos y jamás volvería a verla, y él se encerraría en la granja como un ermitaño, tal y como Jay había pronosticado, porque sin el empuje de Jay su vida social se marchitaría. Y sería más aburrido cada día que pasara, se alejaría cada vez más de la persona que aspiraba a ser y dejaría de sentir la pizca de calor que Emmie había inyectado a su vida, la pizca de optimismo, la sensación de que ahí fuera había algo más.

El aeropuerto estaba abarrotado; repleto de gente reacia a renunciar al esplendor de la ciudad más cautivadora del mundo y volver a la normalidad. A carreteras y tráfico y vulgares ladrillos y argamasa, a lugares donde el sol no danzaba sobre el agua e imprimía un reflejo dorado a los edificios. La magia se evaporó en cuanto cruzaron la puerta y se pusieron a buscar su mostrador de facturación en el panel de salidas. Emmie estaba alicaída y bastante nerviosa; comprobaba constantemente el billete y el pasaporte y hurgaba en el bolso. Mientras esperaban en la cola de facturación, no paró de toquetearse los dedos.

Levantó la vista hacia él. Tenía los ojos grandes y redondos.

—No quiero irme a casa —dijo de sopetón. Se sonrojó y miró a otro lado.

A Archie se le hizo un nudo en la garganta. Era incapaz de pensar. Todo era muy confuso. Y entonces tuvo la sensación de oír una voz; ese tono seco, confuso.

«Por Dios, Harbinson. Lánzate».

Archie notó que se le aceleraba el pulso.

—¿Qué? —susurró.

Esta vez oyó perfectamente la respuesta: «Lánzate. Solo se vive una vez. Y esta vez lo digo de buena tinta».

Archie dejó caer la bolsa de viaje al suelo y se volvió hacia Emmie.

—Yo tampoco quiero volver. —Cuando los siguientes pasajeros facturaron y su equipaje desapareció por el agujero negro, la cola avanzó—. Pues nos quedamos.

Emmie se echó a reír.

—¿A que sería increíble? Un sueño.

—Es que no tiene por qué ser un sueño. Podríamos hacerlo realidad.

Emmie lo miró, atónita, mientras se aproximaban al mostrador. Colocó las sombrereras sobre la cinta transportadora. La chica de facturación les sonrió.

—¿Me dan sus pasaportes, por favor?

—Espera. —Archie impidió que Emmie le entregase la documentación. Ella frunció el ceño. Él le puso la mano en el brazo—. Volvamos. Volvamos al hotel, Emmie.

—No puedo. Tengo que volver a casa.

—¿Para qué?

—Tengo sombreros encargados. Citas. Cosas que hacer…

—¿Tanto supondría una semana más? —insistió Archie—. No quiero ser maleducado, Em, pero no son más que sombreros. Seguramente a tus clientes no les importará. Vamos. Solo se vive una vez. Si he aprendido algo de las últimas semanas, es eso. Carpe diem y todo eso.

Emmie se mordió el labio y apartó la vista. Tenía las mejillas de un rosa encendido.

—Es que no tengo dinero como para eso, Archie. Ya lo sabes. No puedo permitirme quedarme más tiempo.

—Yo tengo dinero. —No tenía ni idea de lo que le costaría, pero conseguiría el dinero costase lo que costase—. Cogeremos la suite del ático, si está libre.

La gente de la cola se estaba impacientando. La chica del mostrador parecía irritada.

—Perdonen. ¿Quieren coger este vuelo o no?

—No —respondió Archie. Agarró su bolsa y la de Emmie y las sombrereras de la cinta—. Vamos.

Ella lo miró boquiabierta.

—Pero no podemos quedarnos… por las buenas. No podemos…

—¿Por qué no? —Archie se sentía rebosante de arrojo y determinación. Notaba que Jay le animaba desde arriba. Sentía un frenesí de temeridad y espontaneidad. Y algo más. Una gran bola de fuego en su interior que lo impulsaba.

—Estás loco —dijo Emmie con gesto incrédulo.

—No estoy loco —repuso Archie—. Es la mejor idea que he tenido en mi vida.

—¡No tengo suficiente ropa! —protestó ella.

—Ya la compraremos. —Archie avanzó a grandes zancadas por el aeropuerto y Emmie correteaba a la zaga.

—Tengo cita el martes con el dentista —protestó ella—. Y tengo que pagar el impuesto de la televisión. Y llevar el coche a la ITV

—No importa. Nada importa. Todo seguirá allí cuando vuelvas. Lo que importa es vivir el momento. El ahora. —Se volvió hacia ella, cargado de equipaje—. No quiero volver a la granja y ocuparme de un montón de papeleo. Quiero disfrutar de una aventura. Quiero emoción. Quiero… —La miró. No supo descifrar su expresión, pero sí que había llegado el momento—. Te quiero —le dijo.

Ella se quedó muy quieta. Archie bajó la vista al suelo. Era lo más impulsivo que había hecho en su vida. El mayor riesgo que jamás había asumido. El sonido del gentío le retumbaba en los oídos. Los anuncios del aeropuerto barboteaban a lo lejos, indescifrables. Cerró los ojos. Deseó que se lo tragara la tierra. Maldito Jay, pensó, que lo azuzaba.

—Vale.

Lo dijo en un hilo de voz apenas audible. Archie abrió los ojos.

—¿Qué? —preguntó.

Ella asintió.

—Adelante.

Emmie dio un paso al frente. Él soltó todas las bolsas y las sombrereras. Ella se le echó al cuello.

—Es la mayor locura que he oído —le dijo.

—¿Y qué más da? —preguntó él. A su alrededor, los pasajeros los miraron extrañados cuando él la cogió en brazos y comenzó a dar vueltas. Por fin la soltó y volvió a coger el equipaje. Ella tuvo que andar deprisa para seguirle el ritmo mientras cruzaba a grandes zancadas la puerta por la que acababan de entrar poco antes. Al cabo de cinco minutos, esperaban agarrados de la mano el autobús acuático rumbo a la ciudad.

—Oye —dijo Emmie con una sonrisa burlona—. Tenemos que escribir un correo a Patricia.

—Por Dios, no, solo querrá hacernos fotos —refunfuñó Archie.

—Es lo mínimo —insistió Emmie—. Después de todo, si no hubiese sido por Todavía en el Mercado… —Apoyó la cabeza en su hombro.

Archie no contestó. Todavía en el Mercado no tenía nada que ver en eso. Solo había sido el medio. Apretó a Emmie contra sí para resguardarla de la brisa que soplaba en la laguna. «Gracias, amigo», susurró, y se imaginó a Jay allí arriba, sentado en una nube, un cupido del siglo XXI, brindando por ellos con un guiño de satisfacción.

Esa tarde, Riley pilotó la lancha que tenían a su disposición en el palazzo de vuelta de la isla de Burano, donde Sylvie y él habían comido en su restaurante de pescado favorito. Ella había aprovechado para comprar un rollo del encaje que daba fama a la isla y, con una timidez impropia en ella, se lo guardó en el fondo del bolso.

—No preguntes —le había advertido, señalándole con el dedo, y Riley sonrió.

Justo antes de desembarcar junto al amarre, pasaron bajo un diminuto puente. Sobre él había una pareja, fundida en un abrazo, besándose apasionadamente, completamente ajena a lo que les rodeaba. A Riley le dio un vuelco el corazón al reconocerles. Era la pareja de la sala de espera. A los que habían sometido a aquella espantosa sesión de fotos. Los que hubieran deseado estar a millones de kilómetros de allí.

—La chica del sombrero —dijo Sylvie, y sonrió, guardando otro secreto un día más.

Riley apagó el motor y hurgó en su bolsa en busca de la cámara. Era un profesional. En unos segundos estaba listo. Encontró el encuadre perfecto al tiempo que el sol explotaba en una bola de fuego, bañándolos con una pátina de luz dorada.

—Esta —le dijo a Sylvie mientras ajustaba el obturador— es la foto que vende.