Capítulo treinta y dos

Solo tenemos un día —le dijo Emmie a Archie mientras desayunaban a la mañana siguiente en el patio del hotel—. Así que debemos aprovecharlo al máximo.

—Bien —respondió él alegremente—. Elige dónde quieres ir. Yo soy un negado en lo que a cultura se refiere.

—Creo que deberíamos ir a la Scuola Grande di San Rocco. A ver los Tintorettos. ¿Y si después vamos al Guggenheim? Aunque… no sé. ¿Prefieres el arte clásico o el moderno?

—Hum…, paso. Ninguno es mi especialidad. Me dejo llevar por la corriente.

Archie era el primero en reconocer que a nivel de cultura era un ignorante, pero se dejaba llevar de buen grado por Emmie. Mientras paseaban, se quedaba embelesado, sobre todo por el entusiasmo y el gusto que mostraba ella por las pequeñas cosas: una tienda de arte, llena de pigmentos en polvo de colores más vivos que cualquier arcoíris, intensos, densos e impactantes; un escaparate de arañas de Murano, de un abigarramiento y una ostentación que rozaban la ridiculez, los nudos blanco lechoso del cristal con motas rojo rubí y verde esmeralda. En el Campo Santa Barbara, ante un minúsculo escaparate de un puentecito de piedra, Emmie soltó un grito ahogado al ver la excéntrica parafernalia: conejos disecados, cráneos de mármol, muñecas antiguas, un molde de estaño de plata con forma de salmón.

—¡Quiero llevármelo todo para ponerlo en el estudio!

Archie no entendía por qué alguien querría hacerle un hueco en su casa a cualquiera de esas cosas, pero le hacía mucha gracia su entusiasmo.

No obstante, le produjo una gran satisfacción descubrir que los Tintorettos lo dejaron patidifuso. No esperaba contemplarlos con tal majestuosidad: todos los muros del interior de la Scuola estaban pintados a mano con una intensidad y sensibilidad que le dieron ganas de llorar. Jamás se había sentido así por nada. No podía concebir cómo un hombre era capaz de alcanzar tanta perfección ni cómo, a pesar de que tenía bastante claro que no creía en Dios, lo podía conmover tan profundamente la representación del Antiguo y Nuevo Testamento. Se fijó en los techos: observó violencia, crudeza y paz, todo representado con profusión de oro.

—Es casi como una experiencia religiosa —dijo—. No estoy acostumbrado a estas cosas.

—Supongo que ahí está la clave del buen arte —le respondió Emmie, complacida por su inesperada reacción. Había dado por hecho que se aburriría en cinco minutos y que querría ir a otro sitio, pero de hecho era ella la que tenía ganas de marcharse—. No podemos quedarnos aquí todo el día —comentó—. Tenemos que ir a otros sitios, cruzar puentes.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó él, empuñando una bolsa de papel llena de postales, tras semejante lección de humildad. Ni siquiera se había molestado en pintar la pared de detrás del váter de casa cuando le cambiaron la cisterna.

El Guggenheim lo desconcertó. Le encantó la sencillez del edificio art déco, con su amplia escalinata hasta el Gran Canal, pero la verdad es que ni entendió ni le sedujeron las obras de arte. Examinó minuciosamente un Willem de Kooning, titulado Mujer en una playa. Distinguió vagamente una pierna y la cabeza, pero por lo demás le daba la impresión de que habían echado un cargamento de pintura sobre el lienzo.

—Seguro que todo el mundo dice lo mismo —le dijo a Emmie—, pero eso lo podría hacer yo. —Ella se echó a reír—. Y me gusta que las cosas parezcan lo que son —refunfuñó—. Me quedo con los Tintorettos sin lugar a dudas.

Más tarde, se sentaron en un café a tomar spritz con Aperol, de un vivo color naranja. Emmie sacó del bolso un bloc de dibujo y una caja de colores y se puso a dibujar.

—Esta va a ser mi colección veneciana —explicó—. Para el próximo invierno.

Delineó rápidamente un turbante de plumas en un tejido plisado al estilo de Fortuny y un sombrero de copa en tonos negro y rojo, como el interior de una góndola. Archie disfrutaba del sol de la tarde mientras la observaba. Sentía el calor del sol en la piel a medida que le invadía una etérea sensación de bienestar y las burbujas del fuerte prosecco surtían su mágico efecto. Por primera vez en semanas no estaba haciendo nada, absolutamente nada, salvo relajarse. Su mente se puso a divagar. Unas cuantas semanas antes ni se le habría pasado por la cabeza que estaría sentado en una piazza soleada con una chica como Emmie, una chica que no habría tenido ocasión de conocer…

—Solo por curiosidad —dijo—: ¿qué puso Jay sobre mí en el formulario?

Mientras hacía memoria, Emmie le dio los últimos toques a la gran moña que había dibujado a un lado del sombrero.

—Dijo que eras un desastre —contestó tras una pausa—. Pero muy curioso.

—¡Qué morro!

—Que eras bastante tímido, pero que en realidad te gustaba bastante la juerga. Una vez que te animabas.

—Cierto…

Emmie ladeó la cabeza mientras recordaba el resto.

—Y que valorabas la lealtad por encima de todo.

Archie apartó la vista. No se atrevía a hablar. Esas últimas palabras le recordaron vívidamente su amistad con él. Y lo que había perdido. Apretó el puño sobre la mesa. No iba a venirse abajo. No ahí, con ella, después de una tarde tan agradable. Entonces sintió los dedos de Emmie posarse sobre los suyos y apretarlos suavemente. Ella no dijo nada. Ni siquiera lo miró; siguió dibujando con la otra mano como si nada. Pero esta vez él no la apartó.