Capítulo treinta

A diferencia de Sylvie, Riley odiaba quedarse en la cama hasta tarde. Se despertó a las seis y sabía que ella no daría señales de vida hasta unas horas después. Siempre arrastraba muchísima falta de sueño tras un rodaje, así que no tenía intención de molestarla. La dejó acurrucada bajo el plumón de oca y salió sigilosamente en dirección al Rialto a comprar provisiones para los siguientes días.

Cruzó el puente de la Academia y se internó en el laberinto de canales que conducían a los famosos mercados. A esas alturas conocía el camino como la palma de su mano. Se alojaban en el mismo apartamento de siempre: un piano nobile en el Gran Canal, varias habitaciones en la primera planta de un palacete del siglo XV que sacaba partido a las espléndidas vistas.

Mientras caminaba, observaba los entresijos de la vida cotidiana: dos muchachos jugaban a la pelota en una silenciosa plaza, una mujer tendía la colada, dos ancianos compartían cigarrillos y bromas antes de seguir cada cual por su camino…; pequeños dramas que se escenificaban contra un telón de fondo único con absoluta indiferencia hacia el entorno por parte de los protagonistas. Esta era la Venecia que Riley adoraba, los rincones desconocidos, mientras que Sylvie prefería el dramatismo y la teatralidad de la Venecia que se exhibía al público.

En el mercado, Riley se desenvolvía como un lugareño entre las hordas de venecianos en busca de lo mejor de lo mejor, charlando en italiano con los vendedores ambulantes, algunos de los cuales lo conocían de vista o de oídas. Andaban demasiado ocupados como para dejarse impresionar por el estrellato, a pesar de que a lo largo de los años había retratado a la mayoría. Hoy, sin embargo, estaba definitivamente fuera de servicio. Compró calabacines con llamativas flores amarillas; tomates de un rojo intenso, tan rebolludos y deformes como una mujer de mediana edad con un vestido demasiado ceñido; un manojo de espárragos blancos tiesos; vainas de guisantes con motas verdes, púrpura, blancas y negras; pequeños centollos antediluvianos; brillantes bayas carmesí, burdeos y escarlata llenas de jugo, perfectas para que Sylvie se las desayunase cuando diese señales de vida.

Volvió paseando al apartamento cargado con la compra, contento de ver que el sol alejaba las nubes y desplegaba su magia sobre la ciudad. Comenzó a planear lo que harían y decidió… no hacer nada. Para ambos era una delicia no tener que ceñirse a un programa que les dijese dónde ir, qué hacer, cuándo comer, cuándo respirar. Y el aliciente del apartamento es que estaba tan lejos de la realidad que se podían relajar automáticamente, sin ese lapso de tiempo muerto que se precisa para aflojar el ritmo que a menudo resulta tan difícil de sobrellevar en unas vacaciones. Naturalmente, el tren había ayudado. El Orient Express siempre te evadía de los problemas, te transportaba a un lugar mejor, cualquiera que fuese.

Cuando llegó le sorprendió ver que Sylvie estaba levantada, con unos vaqueros gastados y una camiseta de manga larga blanca. Había abierto las ventanas para dejar entrar el aire revitalizador y la luz traslúcida de la primavera, y se hallaba encaramada a un alféizar, sentada de lado con las piernas recogidas, contemplando el canal, los vaporetti, las lanchas y las góndolas moviéndose de un lado a otro en zigzag en una danza minuciosamente coreografiada.

—Eh. Buenos días.

Lo miró y sonrió.

—Me desperté y te habías ido…

—Ya sabes que soy incapaz de remolonear en la cama. He comprado comida.

Riley dejó las bolsas de la compra en la pequeña cocina. Solía ser habitual en Venecia: las habitaciones principales eran amplias y espectaculares, mientras que las cocinas eran insignificantes. Imaginaba que sería porque la gente prefería comer fuera. Cruzó los suelos de mármol y pasó junto a los enormes sofás de B&B Italia con forma de U, el complemento ideal para las paredes pintadas al fresco y las imponentes arañas. Oculto en una vitrina tallada había un reproductor de música portátil. Conectó su iPod.

Antes del viaje, había preparado una recopilación de todas las canciones que habían tenido un significado especial para Sylvie y él a lo largo de los años. Había tardado horas en buscarlas y descargarlas. Algunas, escondidas en los confines de su mente, las había olvidado hacía mucho tiempo, pero, al hacer un repaso con la ayuda de fotografías para hacer memoria, las recordó. Recuperarlas había sido una experiencia agridulce; un recuerdo de tiempos remotos, pero un recuerdo al fin y al cabo. Nadie podría arrebatárselo. Al menos, no de momento.

Le dio al play. La música empezó a fluir de los altavoces ocultos, flotando en la habitación sin dominar el espacio, como solo pueden hacer los mejores equipos de sonido.

Al oír la música, Sylvie se dio la vuelta y sonrió.

—Marianne Faithfull. As Tears Go By —dijo—. En aquel fiestón que di, ¿te acuerdas? «Ven disfrazado de ti mismo».

Riley sonrió.

—Eras mitad ángel, mitad demonio.

Lo recordaba con total nitidez. Sylvie iba vestida de rojo, con cuernos, cola y unas alas de ángel. Él iba de blanco y negro: de fotografía.

—Pusimos esto toda la noche. Una y otra vez.

La cogió de la mano y la bajó del alféizar. Ella sonrió y se aferró a sus brazos. Riley le puso una mano en la cintura y entrelazó los dedos de la otra con la que llevaba el anillo. Cuando Sylvie levantó la mano, resplandeció, brillando al sol. Empezaron a moverse al son de la música. Se les había quedado grabada cada nota, cada compás, cada palabra. Nada había cambiado en la canción, ni en ellos en realidad. A simple vista, tenían un aspecto diferente, pero su alma, su esencia, seguía tal como siempre.

¿Habría cometido un error?, se preguntaba Riley. ¿Debería haberle pedido que se casara con él aquella sofocante noche de calor, en cuanto sintió la tentación? Algo en su interior le había dicho que no era el momento oportuno, pero ahora se preguntaba cómo habría sido. ¿Tendrían hijos? No quiso imaginar cómo serían, sus pequeños Rileys/Sylvies. O lo distintas que habrían sido sus vidas. Tal vez su relación se habría roto por la presión de sus respectivas profesiones y las inevitables tentaciones. Quedaban pocos conocidos que siguiesen juntos desde entonces. Y eso habría sido una tragedia. Lo más probable es que no la tuviera en ese momento en sus brazos.

No, pensó Riley. Había hecho bien en esperar. Mientras se iban apagando los últimos acordes de la canción que hicieron suya aquel verano, llegó a la conclusión de que tal vez había tenido que esperar casi toda una vida, pero su matrimonio estaba destinado a ser el más perfecto.