Capítulo veintinueve

Salir de la estación de tren de Santa Lucia, bastante anodina, y adentrarse en la luminosidad del sol de Venecia fue algo así como internarse en el armario de Narnia, solo que con agua en vez de nieve. Emmie parpadeó de asombro ante la superficie verde jade que brillaba delante de ella, los deteriorados edificios que flanqueaban ambos lados del canal y los cientos de embarcaciones que se disputaban un hueco.

No tenía ni idea de lo que se suponía que debían hacer. Reinaba el caos.

—Creo que deberíamos coger un vaporetto en vez de un taxi acuático —le dijo Archie. Se había estudiado aplicadamente la guía de viaje durante el almuerzo—. Es mucho más divertido hacer como los lugareños, y así no nos timan.

—Vale —convino Emmie, pero estaba un poco apabullada. ¿Cómo demonios iban a orientarse con todo ese lío? Había montones de gente por todas partes: turistas, estudiantes, viajeros, todos con equipaje, mapas, cámaras, apiñados junto a la parada del vaporetto, esperando la siguiente embarcación que los trasladase al Gran Canal y los adentrara en el país de las hadas…

El entorno rezumaba serenidad. No había colores ni superficies llamativas, solo corales, ocres y turquesas con matices grisáceos. Daba la impresión de que los muros se convertirían en polvo al mínimo roce. Las señales de las calles colgaban precariamente en los flancos de los edificios; las ventanas arqueadas góticas con parteluces de piedra dejaban traslucir el misterio de su interior.

Archie lidiaba con su guía.

—Tenemos que coger el número uno. Nos dejará justo en el Gran Canal. Deja que lleve eso.

Cogió las sombrereras, haciendo malabares para sujetarlas junto con su bolsa de viaje. Emmie aferró su maleta y le siguió hasta la parada. El vaporetto se balanceaba en el agua junto al embarcadero mientras ambos se abrían paso a empujones entre el resto de la multitud. El agua golpeó los costados del barco y zarparon; la proa arremetía contra la superficie vítrea del canal emitiendo destellos del sol del atardecer.

Durante la travesía, la cabeza de Emmie se bamboleaba de un lado a otro. Divisó puentes, balcones y balaustradas; postigos de madera envejecidos, faroles de hierro forjado y ventanas arqueadas; parteluces y ladrillo visto. Los cimientos, desnivelados y medio desmoronados, rodeaban puertas prácticamente sumergidas en el agua. Las gárgolas y las cabezas de león la observaban lascivamente junto a las jardineras de las ventanas; las señales, desvaídas, anunciaban promesas, pero no tenía ni idea de qué. Al ver una góndola negra surcando el canal delante de ellos con toda tranquilidad, casi se derritió.

—Oh, Dios mío —dijo suspirando a Archie—. El gondolero con su camiseta de rayas y todo. Parece tan real…

Archie sonreía de oreja a oreja. Estaba realmente emocionado. Después del estrés de las últimas semanas, era un auténtico alivio volver a sentirse optimista. Rodeó a Emmie por los hombros.

—Joder, qué alucinante —gritó para hacerse oír por encima del ruido.

Pasaron por monumentos conocidos, muy famosos por los libros de texto y las películas: el puente de Rialto, la Academia, la iglesia de Santa Maria de la Salute, el palacio Ducal… Palazzi que pugnaban por la supremacía con su esplendor rococó, algunos de un abigarramiento grotesco.

Finalmente desembarcaron a los pies del Gran Canal, junto a la plaza de San Marcos, y enseguida los arrastró el gentío de última hora de la tarde mientras se abrían paso a duras penas entre puestos de máscaras venecianas, marionetas de Pinocho y helados. El ambiente era apremiante y febril; habría llegado a resultar alarmante de no ser porque se tomaron su tiempo para aminorar el paso y recordar que tenían claro su destino.

Todavía en el Mercado les había reservado dos noches en un hotelito situado en un callejón cerca de San Marcos. Al cruzar los edificios de la arteria principal se respiraba un ambiente de serenidad y refinamiento. El hotel era de gestión familiar, con pocas habitaciones, pero rebosaba encanto. El patio trasero, cuajado de plantas que se derramaban de los maceteros de terracota, encerraba una deslustrada fuente rematada con un querubín desnudo. El interior conjugaba el esplendor decadente y el glamour veneciano: espejos y marcos ornamentados se disputaban la atención con sofás mullidos; los suelos de mármol y las balaustradas de hierro forjado le imprimían un toque de lujo.

La habitación de Archie hacía gala de una ostentación exagerada. Sobre la cama, con profusión de terciopelo rosa oscuro y un cabecero dorado, colgaba una araña que a simple vista podía arrancar el techo. En cuanto el botones cerró la puerta, miró a su alrededor un poco desconcertado, pero con ganas de reírse por la opulencia sin reparos. Sacó unos vaqueros y una camisa de la bolsa de viaje y se cambió. Solo pasarían esa noche y el día siguiente en esa extraordinaria ciudad, y estaba decidido a hacer lo posible para que las siguientes veinticuatro horas fueran inolvidables para Emmie. Tenía la sensación de que su vida era mucho más dura de lo que daba a entender. Que pasaba apuros económicos para sobrevivir dedicándose a lo que más le gustaba. La admiraba muchísimo por ello. Y de buena gana habría estrangulado al estafador de Charlie si hubiese tenido la desgracia de toparse con él.

Se habían citado en el vestíbulo. Emmie se había puesto unos pantalones Capri negros con una camisa roja anudada a la cintura y una boina ladeada con estilo. Con cada conjunto que se ponía parecía una persona diferente y, sin embargo, en el fondo era decididamente Emmie, pensó Archie. Jamás había conocido a una chica con tanta personalidad.

Simon pidió un taxi acuático privado desde la estación. La lancha adelantó a toda máquina al resto de embarcaciones y avanzó por la amplia laguna con determinación. Las crestas de las olas estaban teñidas de dorado por el sol del atardecer, y ahí estaba Venecia, desplegada ante ellos. Los famosos edificios se perfilaban en relieve contra el cielo azul intenso y la ciudad brillaba tímidamente, con la certeza de que no había una vista en el mundo como esa, de que hasta el viajero más curtido quedaría cautivado por sus cúpulas, torres y columnatas, con sus grabados rojizos, ámbar y bronce.

De camino a la isla de Giudecca, situada enfrente, pasaron junto al enorme Hilton Molino Stucky, luego por una larga sucesión de casas, tiendas y restaurantes y, por último, por la clásica Chiesa del Redentore, de un blanco resplandeciente, con sus anchos escalones de piedra a la espera de recibir a los fieles.

Justo después, la lancha se detuvo junto a un embarcadero señalizado con postes dorados y negros; frente a ellos se encontraba el hotel Cipriani, pintado de un rosa inconfundible. Simon cogió a Stephanie del brazo para pisar tierra firme y cruzar los exuberantes jardines, repletos de limoneros protegidos por espalderas y jazmines fragantes. El personal uniformado les dio la bienvenida y se llevó rápidamente su equipaje mientras ellos subían el camino de ladrillo hasta la zona de recepción. Allí el director les brindó un cálido recibimiento y los acompañó a las habitaciones de Beth y Jamie, en la parte principal del hotel.

Stephanie le dio un abrazo a Beth.

—Luego vengo a verte.

—Estoy bien —respondió Beth—. Me voy a dar un baño. No te preocupes.

Sonrió con valentía y Stephanie se compadeció de ella. Debía de estar preocupadísima. Stephanie deseaba poder hacer algo para remediarlo, pero, hasta que no lo supieran con seguridad, no podían hacer nada. Tenía que intentar ausentarse lo antes posible, para sacar a Beth de aquel trance.

A continuación condujeron a Stephanie y a Simon por pasillos de mármol y por un corredor con azulejos de terracota y setos de dulce fragancia hasta el Palazzo Vendramin, anexo al hotel. Cuando les enseñaron la habitación, Stephanie casi tuvo que pellizcarse para creérselo. Nunca había visto una habitación de hotel como esa. A un lado había ventanales del suelo al techo enmarcados con cortinas de seda que daban a los jardines. Al otro, una cama de más de dos metros, vestida con ropa blanca recién planchada, con vistas a la laguna.

Deambuló por la habitación, tocando todo sin dar crédito: el buró chino repleto de material de escritorio, el tocador con espejos, la mesita auxiliar con un tapete impecable sobre el que había una exquisita fuente de piña y mango, frambuesas y kiwis. El director les explicó que tenían dos mayordomos a su disposición, a cualquier hora del día o de la noche. No tenían más que descolgar el teléfono.

Stephanie hizo un esfuerzo sobrehumano por no reírse. ¿Qué diablos iban a hacer ellos con dos mayordomos? Ni siquiera se lo planteaba.

Simon, naturalmente, parecía tomárselo todo con calma. Este era el tipo de servicio al que estaba acostumbrado. Cuando el director se hubo marchado, Stephanie se acercó a la ventana y contemplaron el agua, cuya tonalidad estaba pasando del dorado al azul oscuro, y el magnífico palacio Ducal.

—Esto es francamente increíble —susurró ella—. Creo que nada podría superarlo.

Simon se volvió hacia ella.

—Quiero que este viaje sea especial —le dijo.

Ella esbozó una sonrisa. Era más que especial, pero eso no solventaba el acuciante problema. Se dio la vuelta.

—Necesito ir a una farmacia —le comentó por encima del hombro, con la mayor naturalidad posible.

—Estoy seguro de que el hotel dispone de casi cualquier cosa que necesites. Y si no, el mayordomo te lo puede traer. —Simon sonrió.

—No. Tengo que ir yo.

—¿Para qué?

Stephanie odiaba andarse con evasivas, pero no le quedaba otro remedio.

—Y a ti qué te importa. No deberías preguntarle eso a una dama.

—Oh. —Simon parecía un poco confundido—. Vale. Bueno, te acompaño.

—No. Preferiría ir sola, si no te importa. No tardaré.

Simon vaciló unos instantes y acto seguido asintió.

—Vale. Daré un paseo por los jardines. Para tantear el terreno.

—Perfecto.

Stephanie se sintió aliviada. El ardid le había resultado más fácil de lo que pensaba.

Entró al baño. Miró con ganas la enorme bañera de mármol y el magnífico gel y las lociones corporales, listos para el disfrute, pero no había tiempo. Bajó a recepción y preguntó al conserje por la farmacia más cercana. Provista de un plano de Venecia, volvió al embarcadero a coger el barco reservado para los huéspedes del hotel. El despampanante patrón, un galán con gafas de sol, la cogió de la mano para subir a bordo y al cabo de cinco minutos estaban surcando la laguna.

No tenía tiempo para contemplar el paisaje. Enseguida divisó tierra firme y el pontón e instantes después la ayudaron a bajar al muelle. Sacó el plano y lo escudriñó. Había cientos de turistas arremolinados bajo el sol del atardecer, lo cual la desorientó. Finalmente consiguió ubicarse.

Comenzó a caminar por las callejuelas, tratando de distinguir en los deteriorados muros las desvaídas letras negras que indicaban los nombres de las calles. No había tiempo para detenerse a mirar los escaparates, por muy tentadores que fueran: vio bolsos de colores vivos, vestidos muy chic de lino y elegantes zapatos de tacón. Todo tendría que esperar. Se abrió paso a empujones entre la multitud: daba la impresión de que a todo el mundo le apetecía hacer una parada para ver escaparates. ¿No se daban cuenta de que tenía prisa?

Por fin encontró la farmacia, y fue un alivio que estuviera abierta. Empujó la puerta y entró. El olor le resultó familiar, un vago rastro del habitual antiséptico, pero las cajas y frascos le resultaron novedosos.

¿Cómo demonios se decía «test de embarazo» en italiano? De hecho, ahora que lo pensaba, ¿tendrían en Italia? ¿O irían directamente al médico a averiguarlo? Su italiano era nulo. Se sabía los nombres de todo tipo de pastas, pero de ahí no pasaba. La farmacéutica, una mujer de mediana edad con gafas, salió a atenderla.

Stephanie gesticuló mirando un bastoncillo.

Bambino… —balbució, y acto seguido hizo un gesto con el pulgar hacia arriba y luego hacia abajo.

La farmacéutica se quedó perpleja.

Stephanie probó dándose palmaditas en la barriga.

Bambino… —repitió, y se encogió de hombros. Se sentía totalmente ridícula, pero aliviada de que no hubiese nadie en la farmacia.

Esta vez a la farmacéutica se le iluminó la mirada.

Aaaaah! Test di gravidanza?

Stephanie asintió, con la esperanza de que fuera lo que buscaba. Instantes después la farmacéutica le mostró una caja alargada. La examinó y, por las fotos, comprobó que había acertado.

Grazie —dijo, agradecida, y contó el dinero.

La farmacéutica sonrió mientras lo metía en una bolsa.

Buona fortuna.

Stephanie intuyó que le estaba deseando suerte, pues obviamente pensaría que era para ella. Resultaba demasiado complicado de explicar, de modo que se limitó a sonreír, cogió el cambio y salió de la farmacia.

El sol estaba empezando a ponerse cuando embarcó desde el pontón rumbo al hotel. Se dirigió lo más rápidamente que pudo a la habitación de Beth.

Esta estaba tumbada en la cama con el albornoz blanco del hotel.

Stephanie le enseñó la bolsa.

—Acabemos con esto —dijo—. Luego decidiremos qué hacer.

Beth cogió la bolsa sin mediar palabra y se esfumó al baño. Fueron los tres minutos más largos de la vida de Stephanie. Se sentó en la cama, rezando en silencio para que diese negativo. No quería ni pensar en la otra posibilidad. Tendría muchísimas consecuencias para todos. Decidió que, llegado el caso, haría todo cuanto estuviese en su mano para apoyar a Beth y al bebé. Intuía que Tanya no era la típica madre maternal ni, por descontado, de las que aceptaban ser abuelas antes de lo previsto.

Beth salió del baño. Estaba lívida, con los ojos inexpresivos. Parecía tan sumamente joven…

—Positivo.

—Oh, cielo —dijo Stephanie, y se le cayó el alma a los pies. Qué fácil habría sido si el test hubiese dado negativo. A partir de ese momento solo habría dolores de cabeza y decisiones difíciles.

Beth lloraba a lágrima viva.

—¿Qué voy a hacer?

—Todo va a salir bien —le prometió Stephanie—. En serio, Beth. No es el fin del mundo. Sé que lo parece.

—Voy a tener un bebé —afirmó Beth—. No sé cómo cuidar de un bebé.

Stephanie la agarró por los hombros.

—Escúchame —dijo—. Decidas lo que decidas, cuenta conmigo. Te apoyaré hasta el final. Y digo hasta el final. No estás sola en esto, Beth.

—Ni siquiera tiene sentido que mantengamos esta conversación. —Se dejó caer en la cama—. Papá no permitirá que lo tenga.

Stephanie frunció el ceño.

—Cielo, no es decisión suya. No puede obligarte a hacer nada en contra de tu voluntad. Y, de todas formas, estoy segura de que no haría eso.

—No lo conoces. —Beth parecía destrozada—. Mira la que montó con Jamie. Me echará de casa.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

Beth se encogió de hombros.

—Lo único que Jamie quería era aplazar la universidad otro año. Eso no es nada comparado con tener un bebé, ¿no?

Stephanie le cogió las manos.

—Creo que tu padre te sorprendería.

La chica la miró. Tenía una expresión extraña.

—No sabes por qué lo abandonó mi madre, ¿verdad?

De algún modo, Stephanie intuyó que la respuesta no iba a ser de su agrado.

—Porque conoció a Keith, ¿no?

Beth negó con la cabeza.

—No. Esa no fue la verdadera razón. La verdadera razón fue que mi padre la obligó a abortar.

—¿Qué?

—Sí. Mi madre se quedó embarazada, hace un par de años. Fue un accidente. Mi padre la obligó a deshacerse del bebé. Por eso se marchó, no por Keith. No pudo superar lo que la había obligado a hacer.

Stephanie sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.

—Debe de ser un malentendido. Seguro que jamás haría algo así.

¿O sí? A fin de cuentas, ¿hasta qué punto conocía a Simon? Solo llevaban saliendo tres meses.

—Sí que lo hizo. Dijo que lo último que necesitaba su matrimonio era un bebé, con todo el estrés que conlleva y el hecho de que no se llevaban bien, y que no era justo traerlo al mundo. —Beth tenía los ojos anegados en lágrimas—. Conque ¿qué me diría a mí?

Stephanie necesitaba tiempo para pensar. Era un jarro de agua fría que le iba a costar muchísimo asimilar, pero entretanto necesitaba reconfortar a Beth.

—No le voy a permitir que te obligue a hacer nada en contra de tu voluntad. Confía en mí. Será tu decisión. Te lo garantizo.

La acurrucó en sus brazos y la apretó con fuerza. Beth se aferró a ella.

—¿Puedes decírselo tú? ¿Se lo dirás? Estoy muy asustada.

—Claro que sí.

La chica parecía disgustada.

—Pero no hasta después del viaje. No quiero estropearlo. No le digas nada a papá hasta que volvamos. Lo siento mucho. Te has portado tan bien conmigo…, y yo he terminado estropeándolo todo…

—Por supuesto que no.

Stephanie no se podía imaginar cómo se sentía Beth. Deseaba poder solucionarlo todo. Sintió una oleada de afecto hacia ella. Beth estaba siendo tan valiente, tan madura, tan generosa… Era evidente que por nada del mundo deseaba fastidiar a Stephanie.

—Mira. ¿Por qué no te vistes? Cenaremos pronto para que puedas descansar bien esta noche y mañana a lo mejor se ven las cosas de otra manera.

Sabía que lo único que hacía era soltar perogrulladas, pero no podía decir ni hacer mucho más.

Beth volvió a abrazarla.

—Estoy supercontenta de que estés con papá —le dijo.

A Stephanie no le gustaba pensar que, en vista de lo que le acababa de contar Beth, estaba empezando a replantearse su relación con Simon.

Cenaron los cuatro en Cip’s. Decidieron que querían pasar una noche en plan sencillo, razón por la que eligieron este en vez del restaurante Fortuna del edificio principal, más formal. Situado al borde del agua, con vistas a la laguna, Cip’s tenía un ambiente relajado, con conversaciones a media voz y un aire de club de vela selecto. Se sentaron en la terraza, al calor de las estufas; el agua se tornó azul petróleo y la luna brillaba sobre ellos. Pidieron un cremoso risotto de setas y Pinot Grigio; puede que a Simon le extrañara que Beth no bebiera, pero no hizo ningún comentario.

Stephanie estaba desganada, aunque el risotto era el mejor que había probado en su vida: cremoso pero consistente y de lo más sustancioso. No sabía si su falta de apetito se debía a sus dudas con respecto a Simon o a sus temores por Beth, pero de repente se le había hecho un nudo en el estómago. Daba la impresión de que todo pendía de un hilo.

Simon, entretanto, totalmente ajeno a cualquier pesadumbre subyacente, charlaba con los camareros en un italiano medianamente comprensible al que le ponía mucho entusiasmo. Stephanie se pasó la noche observándolo, haciéndose preguntas. ¿Habría rascado solo la superficie del hombre del que creía estar enamorada?

En la cama, Stephanie se quedó despierta, preocupada. Se mantuvo tan lejos de Simon como pudo. No podía soportar estar cerca de él. Por suerte, la cama era enorme, de modo que se encontraba a casi un metro de distancia. Fingió dolor de estómago para justificarse y le echó la culpa al risotto de setas. Era incapaz de asimilar lo que Beth le había contado del aborto. Pensarlo le producía escalofríos. ¿En serio había obligado a Tanya? ¿Cómo podía uno hacer que su mujer pasara por algo así? ¿O se había limitado a dejar claro lo difícil que le haría la vida después si no lo hacía? ¿Acaso la había amenazado con no darle dinero? Al parecer, Tanya le concedía mucha importancia al dinero. ¿O la había sobornado?

Se levantó de la cama a hurtadillas y se dirigió a la ventana. Todo seguía en calma y oscuro, excepto las farolas del bulevar y la silueta de Venecia sobre el agua, iluminada por la luna.

Suspiró. La noticia había cambiado por completo su opinión de Simon. Sabía que era fuerte y decidido, y puede que un poco maniático del control —una de las prerrogativas de los padres—, pero ¿un machista intimidador? Un machista cuya conducta no aprobaría jamás en la vida. Por primera vez desde que conoció a Simon, empezó a entender a Tanya. ¿Habría vivido bajo un reino del terror que era incapaz de soportar por más tiempo? ¿Sería eso por lo que se había marchado?

Había demasiadas cuestiones sin resolver, demasiadas preguntas, un mar de dudas. No estaba segura de cómo actuar, pero esto no tenía nada que ver con lo que había firmado. Quería formar parte de la familia, que todo funcionara como una unidad y de alguna manera aportar al hogar la estabilidad y felicidad que había perdido. Quería ser la compañera de Simon, su confidente, su amante, no la que cuestionara sus decisiones y saliera en defensa de sus hijos cuando hacían algo que él desaprobaba.

—¡Steph! —Ella se llevó un susto de muerte al oír su voz—. ¿Estás bien? ¿Qué haces? —Era Simon, sentado en la cama, con aire preocupado.

Stephanie suspiró. También podían hablar ahora en lugar de en el desayuno.

—Lo siento, Simon, pero no sé cómo va a funcionar esto.

—¿Qué demonios quieres decir?

—No puedo seguir con esta relación.

Simon se echó a reír, pero era una risa nerviosa.

—¿De qué estás hablando?

Resultaba tan convincente, erguido en la cama, atónito. No como un hombre que había obligado a su mujer a…

—No eres la persona que yo creía. Y lo siento, porque te quiero, y quiero a los niños.

Simon salió de la cama, se acercó a una lámpara y la encendió. El destello de luz la hizo parpadear.

—Espera un momento. No lo entiendo. ¿Qué ha cambiado, de repente? ¿De qué va todo esto?

Parecía francamente consternado. Ella suponía que le debía una explicación y la oportunidad de defenderse. Qué menos.

—Obligaste a Tanya a abortar. —Incluso al pronunciar estas palabras, tembló.

Él la miró, horrorizado.

—¿Quién te lo ha contado? —preguntó—. ¿Te ha llamado para decírtelo? ¿O ha sido alguna de sus serviciales amigas?

—No importa quién me lo haya dicho. Tú no.

Él se quedó mirándola.

—No puedo creer que pienses eso de mí, ni por un momento.

Stephanie levantó las manos en señal de protesta.

—¿Por qué no? Ya ves, te has deshecho de Jamie a la primera de cambio porque estaba a punto de hacer algo que desaprobabas…

—¡Eso es completamente distinto!

—¿Sí? ¿No es simplemente imponer tu voluntad sobre los demás, sin tener en cuenta sus deseos?

Él apretó los dientes. Parecía descompuesto. Lo había pillado, pensó Stephanie. Naturalmente no le hizo ninguna gracia.

Simon se incorporó, se acercó a la ventana y se quedó mirando fijamente unos instantes. Cuando se dio la vuelta, Stephanie vio lágrimas en sus ojos. Por un instante flaqueó en su indignación. Esperaba que se hubiera puesto a gritar como un energúmeno.

—Cuando Tanya me dijo que estaba embarazada, me alegré muchísimo —comenzó a explicar en tono bajo y sereno—. Me quedé pasmado, lógicamente. Y un poco…, en fin, abrumado ante la perspectiva de empezar con toda la historia. Pero lo curioso es que por otro lado pensé que a lo mejor tener un hijo le vendría bien. Que nos vendría bien a todos. La tranquilizaría y le daría algo en que pensar aparte de sí misma. —Empezó a aflorar un rescoldo de amargura—. Fue Tanya quien decidió deshacerse del bebé. Se dio cuenta de que iba a cortarle demasiado las alas. Me puso al corriente del aborto a posteriori. Después de haber ido a la clínica. Dijo que como mujer tenía derecho a hacer lo que considerase oportuno y que no necesitaba ni mi permiso ni mi aprobación. Nunca le perdonaré que se deshiciera de nuestro hijo. Para mí fue la gota que colmó el vaso. Eso fue lo que me armó de valor para divorciarme de ella de una vez por todas. No podía vivir con alguien tan… Ni siquiera encuentro las palabras. —En ese momento, a Simon se le quebró la voz. Stephanie hizo un amago de acercarse, pero él levantó la mano para detenerla—. Me figuro que ahora se siente culpable por lo que hizo y, típico de Tanya, probablemente habrá tergiversado todo para parecer inocente y yo el culpable. Es lo que mejor se le da. Es muy convincente. —La miró—. Imagino que fue Beth quien te lo contó, ¿no? —Stephanie asintió—. Así que Tanya hasta ha intentado poner a mi hija en mi contra… —Simon miró a Stephanie sin dar crédito—. No me lo merezco, Stephanie. Solo trato de hacer cuanto está en mi mano por mi familia, y eso a veces implica ser duro con ellos. Lo que pasa, Steph, es que, cuando intentas proteger a los demás, a veces tienes que asumir el papel de malo. O aparentarlo. Porque los niños hacen cosas y toman decisiones que sabes que tendrán consecuencias negativas para ellos. No sé; hay quienes piensan que hay que dejar que aprendan de sus errores. Pero es que me aterra… —Hundió la cara en el cuello de Stephanie y le acarició el pelo—. Por eso me alegré tanto de tenerte conmigo. Para no perder el norte. Para equilibrarme. Para recordarme que los amores difíciles no siempre son la respuesta.

Stephanie lo apretó contra sí. Oh, Dios, pensó. ¿Qué opinaría de lo de Beth? ¿Qué diría? No iba a tener más remedio que contárselo ahora, antes de que terminase el viaje, porque no se podían compartir confidencias de ese tipo sin poner todas las cartas boca arriba. No le perdonaría que guardara el secreto hasta la vuelta. Y, por otro lado, Beth no debía esperar.

—Simon —dijo—, hay algo que tengo que contarte. —Él levantó la cabeza bruscamente—. Beth va a tener un bebé. Está embarazada.

Se apartó de ella. Ella vio su expresión en la penumbra: una mezcla de horror y conmoción.

—¿Beth? ¿Cómo lo sabes? ¿Cuándo te lo ha dicho?

—Me lo dijo ayer. En el tren. —Stephanie apoyó las manos en sus hombros y lo miró—. Anoche se hizo la prueba. No quería que te lo dijese hasta que volviéramos a casa. No quería estropear el viaje.

Simon se apartó.

—Tengo que hablar con ella.

Se dirigió a la puerta, pero Stephanie se interpuso en su camino.

—No la despiertes ahora. Estará durmiendo profundamente. Déjala descansar. —Lo cogió por la muñeca para que se volviera hacia ella. La angustia de su mirada era casi insoportable.

—Pero si no es más que una niña —le dijo Simon, y Stephanie pudo ver lágrimas en sus ojos. Él apartó la vista, enfadado—. Todo esto es culpa mía. Culpa nuestra. Mía y de Tanya. Cómo no iba a pasar algo así…

—¡No! —atajó Stephanie—. No debes culparte. Ha sido un accidente. De los que ocurren continuamente.

Simon hizo una mueca de dolor al escuchar sus palabras, pero pareció aceptarlo.

—¿Lo sabe Tanya?

—No creo.

—No debe enterarse. No hasta que arreglemos la situación. No quiero que Beth caiga en sus garras. Quién sabe cómo reaccionará. Lo utilizará en mi contra…

Stephanie notó que el pánico se estaba apoderando de él. Lo rodeó con sus brazos para tranquilizarle.

—Eh —dijo—. Todo va a salir bien. Nos las arreglaremos.

Él tomó una bocanada de aire. Tenía el rostro contraído.

—Mi niña… —Se le quebró la voz—. Necesito saber que se encuentra bien.

—Todavía es muy temprano. Vamos a dormir un par de horas más. Luego pediremos a los mayordomos que nos traigan el desayuno. —Sonrió—. Hablaremos tranquilamente y después iremos a ver a Beth. Cuando hayas tenido tiempo de recapacitar.

Simon la miró.

—Eres increíble. —Se pasó la mano por la cara con gesto cansado—. Imagino que querrá tenerlo. Conozco a mi Beth. Eso es lo que querrá hacer. —Esbozó una sonrisa—. Al menos, confío en que sea eso lo que quiera hacer.

Stephanie sintió que se le derretía el corazón. Había escuchado todo lo que necesitaba escuchar: las palabras de un padre comprensivo que iba a apoyar a su hija, por mucho que pudiera dolerle, por mucho que pudiera desaprobarlo.