Capítulo veintisiete

En Innsbruck el tren se detuvo media hora para cambiar motores. El cielo estaba despejado, soplaba un aire fresco y la mayoría de los pasajeros bajó a estirar las piernas por el andén y a admirar el trampolín olímpico de esquí que se alzaba sobre ellos.

Emmie se había puesto para la llegada a Venecia un vestidito estampado verde claro. El sombrero de paja de ala ancha con una banda de chiffon y un broche de estrás le daba un aire bohemio y romántico, como un personaje mezcla de película de Ivory y Downton Abbey. A su lado, el resto parecía ir vestido de cualquier manera, pensó Archie con una punzada de orgullo.

—Oh, Dios mío —exclamó Emmie—. No mires, bueno, al menos no descaradamente, pero juraría que esa es Sylvie Chagall.

Archie vio sentada en un banco a una rubia menuda envuelta en cachemira en tonos caramelo con pantalones de ante color tabaco y la cabeza levantada hacia el sol.

Negó con la cabeza.

—¿Sylvie Chagall? Nunca he oído hablar de ella.

—¿Cómo que no?

—Soy un negado a la hora de reconocer a famosos. Cuando estábamos en Londres, Jay siempre me señalaba a la gente. —Abrió las palmas de las manos con gesto interrogante—. Bueno, ¿quién es?

—Es una estrella de cine francesa. Una diva. Hasta hay un modelo de bolso con su nombre.

Archie se quedó pasmado.

—¿Por qué iba a querer alguien que un bolso lleve su nombre?

—Ya sabes, como un Hermès, un Birkin, un Alexa…

Archie se encogió de hombros ante la idea.

—Supongo que me gustaría que una cerveza llevase mi nombre. O puede que un coche deportivo.

Emmie observaba fijamente.

—Definitivamente, es ella. Oh, Dios mío, lo que daría por acercarme a hablar con ella. Me encantan sus películas. Habrás visto Fascinación, ¿no?

—Qué va.

Emmie lo miró perpleja.

—Se rodó en Venecia. Había una escena muy famosa, donde ella salta del puente al canal, ¿te suena? —Le apuntó con el dedo—. Te voy a mandar un estuche con sus películas. No puedes salir de casa hasta que las veas todas. —Rebuscó en su bolso y sacó un trozo de papel—. Lo siento mucho, pero voy a pedirle un autógrafo. Sé que suena terrible, pero es uno de mis ídolos. ¿Y cuándo se tiene ocasión de conocer a un ídolo?

Archie observó a Emmie caminar con aire resuelto por el andén y sentarse en el banco junto a la mujer. No se le ocurriría pedir un autógrafo a alguien ni en un millón de años. Pero, mientras observaba la escena, vio que la mujer se reía y que entablaban una animada conversación. No tuvo más remedio que admirar el descaro de Emmie. Nunca había conocido a alguien como ella: segura de sí, pero sin ser agresiva. Resuelta, pero sin ser crispante. Para ella todo parecía muy sencillo.

Volvió al cabo de cinco minutos. No cabía en sí de emoción.

—No te lo vas a creer.

—¿Qué?

—Me ha dicho que le encanta mi sombrero. Le he contado que lo he hecho yo, y que soy diseñadora… —Se quedó callada.

—¿Y?

—Quiere que le haga un sombrero para su boda. Se va a casar, Archie. Quiere que yo le haga un sombrero.

Apretó las manos, con los ojos chispeantes.

—Increíble.

Emmie lo rodeó por el cuello para cuchichearle al oído.

—Se va a casar con Riley. ¿El fotógrafo? Llevan más de cincuenta años de relación y anoche por fin se le declaró, en el vagón restaurante contiguo al nuestro. ¿A que es lo más romántico que has oído en tu vida?

Pasado Innsbruck, el tren se alejó de la perfección alpina de Suiza y continuó avanzando por Italia, entre viñedos cuajados de vides retorcidas y achaparradas. Los exuberantes pastos verdes dieron paso a un terreno rojizo y fértil. De las laderas colgaban construcciones rosáceas con tejados rojos, dominadas por las torres cuadradas de los campaniles de cada pueblo.

El trayecto estaba tocando a su fin. Los pasajeros sentían una mezcla de tristeza de que se terminara y emoción por la llegada a Venecia. El ambiente de los vagones restaurante se animó con el murmullo y la cháchara de mediodía, mientras los camareros servían besugos y carpaccio de vieiras acompañado con blinis de patata ligeros como el aire y caviar cítrico: minúsculas perlas australianas que provocaban una explosión de sabor en la boca. Luego, macaroons de frambuesa con helado de Sichuan, un meloso manjar especiado.

Bien entrada la tarde, a medida que el Orient Express se aproximaba a su destino final, en los vagones se respiraba un ambiente de expectación. Todo el mundo se resistía a abandonar el reducto de lujo al que se había acostumbrado; sin embargo, sentía la llamada del glamour y el encanto de Venecia. Las maletas estaban listas; los trámites del viaje, resueltos. El barman entregó las últimas cuentas. Robert le devolvió a todos los pasajeros su pasaporte y les deseó a los huéspedes de su vagón lo mejor en el siguiente tramo de su aventura. Odiaba las despedidas: siempre le daba la sensación de haber hecho nuevas amistades.

Pensó en todo lo sucedido en su vagón en el transcurso de las últimas veinticuatro horas. La declaración de Riley a Sylvie. El hombre que había acudido en busca de su amada. La familia Stone, reconciliada. Y la chica de los sombreros bonitos. ¿Qué sería de ella?, se preguntó. Probablemente nunca lo averiguaría.

Todos tenían por delante Venecia para continuar sus historias, pensó. Venecia era una ciudad que propiciaba los acontecimientos. Siempre dejaba huella. Venecia hacía que la gente despertase y abriese los ojos. Robert percibía su magia a medida que se aproximaban por el paso elevado que cruzaba la laguna, con el agua azul acero rizada bajo la luz del atardecer, seduciendo a los recién llegados como una sirena desplegando su embrujo. Venecia cambiaba a la gente. Le hacía ver el futuro tal y como era.