Jamie estaba en la cabina de Beth. Tenía lista la bolsa de viaje y el pasaporte. Había consultado su cuenta corriente por teléfono y disponía de bastante saldo. Había hecho bien ahorrando la mitad de lo que había ganado como camarero durante su año sabático, y ahora daba gracias por no habérselo fundido en cosas para el grupo.
Beth estaba tumbada en su litera con aire malhumorado, qué novedad.
—Me voy a casa —le dijo él—. Me bajo en Innsbruck.
—No digas gilipolleces —replicó ella.
—¡No estoy diciendo gilipolleces! Si papá no es capaz de respetar mi decisión, no sé por qué voy a perder el tiempo aquí.
Beth se incorporó.
—O sea, ¿que vas a estropear el viaje? ¿Y Stephanie?
—¿Y a ella qué más le da?
—Pues no. Creo que no le da igual.
Jamie puso mala cara. Había contado con el apoyo de Beth. De hecho, iba a proponerle que se fuera con él. Que dejara a los mayores disfrutar de sus vacaciones en paz.
—Es un maniático del control.
—Jamie, todos los padres son maniáticos del control. Va con el puesto.
—Los padres de los demás no les han dicho que sea una mala idea. Todos cuentan con el apoyo de su familia.
Beth se colocó de lado y apoyó la cabeza en la mano.
—Eso es porque todos son perdedores. La mitad de ellos solo iban a estudiar tecnología musical en la escuela de formación. No supone un gran sacrificio, que digamos.
Jamie se quedó mirándola.
—Te han lavado el cerebro.
—Jamie, te voy a decir la verdad: el grupo tampoco es tan bueno.
Se quedó boquiabierto, indignado.
—Dijiste que era buenísimo. Dijiste que te encantaba.
—Era para apoyarte. —Pronunció la palabra con énfasis—. No quería decirte que era una mierda, pero, ahora que vas a echar a perder tu vida, casi mejor hacerlo. Es aburrido. El mismo rollo de siempre. Un coñazo.
—Zorra.
Beth se dejó caer en la cama.
—No te vayas, Jamie.
—Me voy. Y, cuando tenga el contrato, y una limusina, y toque en Glastonbury, no me vengas lloriqueando por pases preferentes.
Se dio la vuelta y salió hecho un energúmeno de la cabina. Se detuvo en el pasillo. Suiza pasaba a toda velocidad, en toda su perfección, y se sintió mareado. Le entraron ganas de llorar. No sabía qué pensar. Era consciente de que se estaba comportando como un idiota, como decía Beth, pero estaba enfadado.
Vio a Stephanie avanzar hacia él por el pasillo. Tenía cara de preocupación. Ella vio que llevaba la bolsa de viaje colgada al hombro.
—Jamie —empezó a decir.
—Ahórratelo —espetó él—. Lo estás haciendo bien. Si juegas bien tus cartas, seguramente conseguirás un anillo al final del viaje. Tienes a mi padre justo donde querías, ¿no?
No quería mirarla a los ojos. No podía creer la mala bilis que estaba saliendo por su boca. Stephanie no tenía culpa de nada. Pero en realidad lo único que deseaba era que su madre estuviera allí. De nuevo con su padre.
—¿Llevas dinero? —preguntó ella en voz muy baja y serena.
—Sí —respondió él—. Eso es algo de lo que andamos sobrados en esta familia. Pero ¿sabes qué? Que no da la felicidad. Por si acaso es lo que estabas pensando.
Le dio la espalda. Sentía picazón en los ojos por las lágrimas. ¿Cómo se le había ocurrido decirle eso? Stephanie solo trataba de ser amable.
El tren se adentró en el túnel de Arlberg. De pronto Jamie tuvo la sensación de que todo se cerraba a su alrededor. Sintió claustrofobia, pánico, pero no tenía escapatoria. Le entraron ganas de echar a correr, pero todavía no había ningún sitio a donde huir. Al carajo con todos. Al carajo con Beth. Sus palabras le resonaban en los oídos y perdió la seguridad que había tenido hasta entonces. El grupo era una porquería.
—Jamie… —Stephanie se dirigió a él con dulzura. Él apretó los dientes y se volvió para mirarla—. Oye, sé que de momento las cosas están difíciles, pero no sabes la suerte que tienes. Cuando yo tenía tu edad, no pude elegir lo que quería hacer con mi vida. No teníamos dinero. Mis padres ni se plantearon que fuera a la universidad. Tuve que irme de casa y buscar trabajo. Sin posibilidad de ascender…, un trabajo cualquiera. Tardé diez años en darme cuenta de que podía perseguir un sueño. Y ahora lo he conseguido, pero ha sido duro. No se me abrió ninguna puerta, porque no tenía nada que demostrase mi valía. Ninguna cualificación. Ningún título. De modo que sé que piensas que es un rollo, y que significa acatar las normas, y que es lo típico, pero, por favor: no desperdicies la oportunidad que te han dado. Me habría encantado tener la opción de ir a la universidad. Te lo digo porque sé lo difícil que resulta el hecho de no tener la ventaja…
Se le fue apagando la voz. Jamie tenía la mirada perdida detrás de ella, el músculo de una mejilla tenso, los puños cerrados.
—Crees que soy un niñato consentido —dijo finalmente.
Stephanie vaciló.
—Sí —afirmó—. Pero estás en tu derecho. Tienes dieciocho años. Últimamente has pasado una mala racha. Y, a nuestra manera, todos somos un estereotipo. —Él le lanzó una mirada airada. No le gustó que lo calificara de estereotipo—. Así que… podrías hacer lo previsible y decirle a tu padre que se vaya a la mierda. Bajarte en Innsbruck. Tirar tu vida por la borda.
Él ladeó la cabeza.
—¿O?
—¿Admitir que estabas equivocado?
Jamie se mordió el interior de la mejilla al tiempo que reflexionaba sobre lo que Stephanie le había dicho. Por mucho que le pesara, sabía que tenía razón. La respetaba. Aunque no le gustaba reconocerlo, seguramente respetaba más su opinión que la de su madre. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho su madre en toda su vida?
—Eh, ven aquí. —Stephanie extendió los brazos para darle un abrazo—. ¿Sabes una cosa? Lo malo es que la vida siempre se complica. Pero tienes que escuchar a la gente de tu entorno que tiene experiencia.
El tren salió del túnel a campo abierto y Jamie notó que se le levantaba el ánimo ligeramente. El resplandor del cielo azul y el sol lo deslumbraron. Parpadeó para acostumbrarse a la luz. No iba a llorar. No había motivos para ello.
Avanzó por el tren hasta el bar, donde su padre estaba cambiando el objetivo de la cámara. Se dejó caer en el asiento frente a él.
—He sido un gilipollas —afirmó.
Simon metió cuidadosamente el objetivo en la funda. A continuación alargó la mano para tocarle el hombro a Jamie. Solo un instante.
—Vamos a tomar una cerveza —dijo.
Stephanie se quedó en la puerta, observándolos. Problema zanjado, pensó, al menos por ahora.