Capítulo veintitrés

Eran las cinco y estaba rayando el alba. El cielo fue pasando del azul oscuro al gris ahumado a medida que el Orient Express avanzaba majestuosamente por el lago de Zúrich, un remanso de tranquilidad del color de la luna. Los residentes de las casas de las orillas aún estaban —si tenían una pizca de sentido común— arropados en sus camas, al igual que la mayoría de los pasajeros del tren. Excepto unos cuantos, que tenían el sueño ligero. O que eran madrugadores. O que le daban vueltas a la cabeza.

Beth abrió la puerta de su cabina y salió sigilosamente al pasillo. Por mucho que lo intentaba, no podía dormir. La cama era comodísima, pero su mente no desconectaba. Seguía dándole vueltas y vueltas sin parar. Tan pronto se convencía a sí misma de que todo iba a salir bien, de que no tenía nada que temer, como, acto seguido, presa del pánico, sentía un sudor frío. Al final, decidió levantarse.

Se sentó junto a una mesita situada al final del pasillo desde donde los pasajeros contemplaban el paisaje. Las persianas estaban bajadas, pero Beth levantó un poco el extremo con cuidado. En ese momento, el cielo se estaba volviendo nacarado. Apoyó la cabeza en una mano y se quedó mirando por la ventana, preguntándose si había alguien más despierto ahí fuera. Alguien como ella, muy preocupado por algo.

Calculó que el sábado haría cinco semanas desde lo ocurrido. Lo visualizaba constantemente en su cabeza a cámara lenta, deseando parar en el punto de no retorno y volver atrás. ¿Dónde pararía?, se preguntaba. ¿En el instante en que decidió salir? ¿En el instante en que decidió ir al apartamento de Connor? ¿En el instante en que…?

¿Qué diablos le había pasado? No soportaba a las chicas que hacían el tonto con los chicos y luego se ponían histéricas. Beth siempre había creído que tenía la cabeza bien amueblada. No se quedaba colgada por alguien a lo loco. Siempre actuaba con sentido común y sabía lo que se hacía, incluso aunque estuviera como una cuba. Al fin y al cabo, bebía como una cosaca. Jamie y ella ya habían corrido lo suyo juntos. La única ventaja de los padres divorciados era que no notaban cuando el mueble-bar estaba sospechosamente vacío.

Sus amigas la habían convencido para ir a ver al grupo de Jamie a un pub llamado Greyhound. Al tratarse de su hermano, a Beth no le hacía ninguna ilusión; si le apetecía, podía verlos tocar gratis en el garaje de casa. Pero su amiga Zanna estaba totalmente colada por el cantante.

—Pero si tampoco son tan buenos —le dijo Beth a Zanna—. Son como aspirantes a Nirvana. Pero siguen olvidando que están en Sheperd’s Bush, no en Seattle.

Sin embargo, como muchas noches improvisadas, resultó ser increíble. Alguien decidió que las jarras de margarita eran lo más. Al final, Beth entabló conversación con el nuevo bajista del grupo. No conocía a Connor y se quedó embelesada con sus ojos grises con anillos oscuros alrededor del iris, y su largo y enmarañado flequillo que no dejaba de apartarse de la cara, y la sonrisa tímida y sexi que la hacía sentirse intimidada…

Y cuando se dio cuenta de que todo el mundo iba a seguir de fiesta en otro sitio, incluidos Zanna y Jamie, pareció de lo más natural del mundo retirarse e irse a casa con él.

—No soy muy trasnochador —le dijo Connor.

—Ni yo —coincidió ella, a pesar de que sí lo era. Pero daba la impresión de que iban a tener su propia fiesta, para dos, así que ningún problema.

En su apartamento, Connor puso un álbum de Nick Drake y le dio una lata de cerveza. Ella se acurrucó en el sofá, cuyo aspecto era bastante cochambroso, pero a la luz de las velas no tenía demasiada importancia. Sobre todo cuando él se acercó para sentarse a su lado. Y empezó a besarla.

La acarició y ella se puso a ronronear como un gato y se estiró junto a él, con ansia de más. Cuando él deslizó la mano bajo sus vaqueros, Beth no protestó. Qué maravilla. Incluso al recordarlo sentía un hormigueo en la piel. En aquel momento parecía de lo más natural.

Después se durmió en sus brazos.

Y al cabo de tres horas se despertó con una sensación de miedo. Connor estaba desfallecido en el sofá junto a ella. El pelo enmarañado que tanto le había atraído la noche anterior tenía un aspecto un poco apelmazado. Beth se estremeció por el frío del amanecer y avanzó a tientas en la penumbra buscando su ropa, angustiada al caer en la cuenta de lo que había hecho. Normalmente era de las que tomaban precauciones. Pero estaba muy borracha. Y muy excitada. Recordaba haberle dicho que no importaba. ¿Cómo demonios había sido tan estúpida?

Se sentó a su lado en el sofá unos minutos, tratando de armarse de valor para despertarle. Pero de repente se le antojaba inaccesible. Había perdido todo su empuje y confianza en sí misma. Tenía la boca seca por el miedo y la sal de los margaritas.

Se dirigió al baño. Seguramente habría entrado allí la noche anterior, pero no se acordaba, porque de haber visto lo que había allí habría salido como un rayo del apartamento. Un quimono turquesa detrás de la puerta. Frascos de Prada, barras de labios, exfoliante corporal de Body Shop y un cepillo de dientes rosa.

Salió disparada y le aporreó la espalda.

—¡Ay! —Él la miró con cara de indignación.

—Tienes novia.

—Tranquila. Está fuera hasta el martes. Haciendo un curso.

—Eso es lo de menos. Si hubiera sabido que tienes novia, ni se me habría pasado por la cabeza…

Él la miraba a través del flequillo. La sonrisa pícara que le había resultado tan seductora la noche anterior ahora era tan evidente como una mirada lasciva.

—Sí que lo habrías hecho. Lo estabas pidiendo a gritos.

Beth, que nunca se quedaba sin palabras, no supo qué decir. Un sabor amargo, mezcla de terror y tequila, le subió a la boca desde el estómago. Se echó a llorar.

—Joder —dijo Connor.

—Pídeme un taxi —gritó ella con un gemido.

—Pídetelo tú —replicó él, y se tapó la cabeza con un cojín.

Por un momento se quedó allí, de pie, boquiabierta de la indignación. Nadie la trataba así. Nadie. Pero él no daba muestras de prestarle la más mínima atención, de modo que cogió el bolso y el abrigo.

Lo zarandeó.

—¿Cuál es el metro más cercano?

Él levantó la vista.

—Ravenscourt Park —farfulló, y volvió a dormirse.

Durante los siguientes días esperó noticias de Connor. Nada de nada. Ni mensajes en el móvil ni en Facebook. No le contó nada a Jamie. Se sentía avergonzada, como una tonta, y sabía que Jamie se pondría furioso con ella. Normalmente no le quitaba los ojos de encima, estaba al tanto de lo que hacía y con quién andaba, pero aquella noche no había estado tan pendiente, pensó ella, arrepentida. Culpa suya: le dijo que se iba a casa de una amiga y la creyó. Si supiera lo que Connor había hecho, le partiría la cara. Puede que en casa anduviesen siempre como el perro y el gato, pero de puertas para fuera Jamie protegía a su hermana con uñas y dientes.

Cada vez que Jamie iba a una actuación, ella se preguntaba si Connor llevaría a cabo el mismo ritual. ¿Pillaría a alguna chica confiada y la haría sentirse como una reina para luego dejarla tirada? ¿O habría vuelto tan pancho con la dueña de las cosas que había en el baño? ¿Había sido Beth una excepción, un rollo de una noche? Se sentía humillada y utilizada y avergonzada. No podía contárselo a ninguna de sus amigas: pensarían que era una zorra. Algunas de sus amigas se acostaban con sus novios, pero no con el primero que se cruzaban…

Mientras tanto, seguía atenazándola otra preocupación. Beth observó el lago. Era inmenso. Pensó en adentrarse en él, adentrarse y adentrarse hasta que el agua le cubriera la cabeza. Así podría dormir para siempre y se disiparían todas sus preocupaciones.

Se abrió la puerta de la cabina contigua a la suya y apareció Stephanie en bata.

—Hola. —Stephanie le sonrió. Hablaba en susurros—. ¿Estás bien? ¿Cuánto tiempo llevas aquí fuera? Debes de estar helada.

Le frotó los hombros. Era un gesto de afecto. A Beth le dieron ganas de llorar. Levantó la vista hacia ella.

—Creo que estoy embarazada —dijo. Oh, Dios mío. ¿Por qué había dicho eso?

Stephanie se metió el pelo detrás de las orejas y se arrodilló junto a Beth, que se echó a llorar a lágrima viva, tapándose la cara con las manos, con los codos apoyados sobre la mesa.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?

—Llevo dos semanas de retraso. Nunca me retraso. Nunca.

Stephanie asimiló la información.

—Bien. Entonces… ¿Quién…, cómo…, cuándo?

Beth no tenía intención de airear los detalles más íntimos.

—Mejor que no sepas nada —respondió.

Trató de enjugarse las lágrimas, pero no podía parar de llorar.

—Ay, pobrecita. Ven aquí. —Stephanie alargó los brazos y le dio un achuchón—. Entonces, ¿estás segura? ¿Te has hecho la prueba?

Beth negó con la cabeza.

—No me he atrevido.

—En realidad es muy pronto, ¿no? Necesitas saberlo con seguridad, si lo estás o no. Y luego…

Beth se llevó la mano a su inexistente barriga.

—Ni se te ocurra mencionar lo de un aborto. No podría hacerlo.

El semblante de Stephanie denotaba una mezcla de comprensión y lástima.

—Nadie te va a obligar a hacer nada que no quieras.

—¿Qué te apuestas? —Beth adoptó un gesto desafiante.

—Por supuesto que no. Simplemente te ayudarán a tomar la decisión que sea mejor para ti.

Beth negó con la cabeza.

—No lo entiendes.

Estaba empezando a sucumbir al pánico. Había levantado la voz. Lo último que necesitaban era que la gente comenzara a asomar la cabeza desde sus cabinas por el escándalo. Solo eran poco más de las cinco.

—Vamos al bar —dijo Stephanie—. Allí podremos hablar. Si no, vamos a despertar a todo el mundo.

Beth accedió, a regañadientes, y ambas comenzaron a recorrer el tren, dando silenciosos pasos en zapatillas. El bar estaba —lo cual no era de extrañar— vacío y el piano de cola yacía en silencio; resultaba extraño verlo tan silencioso después del júbilo de la noche anterior. Apareció un mayordomo, que no se sorprendió lo más mínimo de que requiriesen sus servicios a esas horas de la mañana, y les ofreció chocolate caliente.

—Perfecto.

Stephanie le dio las gracias con una sonrisa y se volvió hacia Beth, que estaba acurrucada en el asiento, con el ánimo por los suelos. Stephanie recordaba muy bien el sufrimiento de la adolescencia. Cómo cualquier problema parecía monumental e inconmensurable y la sensación de que todo el mundo parecía estar en tu contra. No es que hubiera tenido precisamente el problema de Beth, pero amigas suyas habían pasado por ello. Al final todo había salido bien.

—Eh —dijo con dulzura—. Todo va a salir bien.

A Beth se le escaparon dos lágrimas. Se las secó con la manga.

—Es que no sé qué hacer.

—Primero necesitamos saber con seguridad si estás embarazada. —Stephanie sabía que el personal de a bordo era servicial, pero cabían pocas posibilidades de que pudieran conseguir un test de embarazo a esas horas de la mañana—. Tendremos que esperar hasta que lleguemos a Venecia.

—Pero seguro que lo estoy —se lamentó Beth—. Nunca me retraso. Y lo hice…

Cerró los ojos al recordarlo.

—¿Sin protección? —inquirió Stephanie.

—Sí —consiguió decir Beth—. Con el bajista de Jamie. Después de una actuación. No quiere saber nada de mí…

—¿El bajista de Jamie? ¿Dónde estaba Jamie cuando ocurrió?

—No sabe nada de esto. De verdad. No es culpa suya. No se lo cuentes. Se pondrá hecho una furia. Matará a Connor.

—¿Connor? —Stephanie pronunció su nombre en tono severo—. Ese es el que les consiguió la oferta, ¿no?

—Por favor, no se lo cuentes a nadie. Nada de esto.

Stephanie sintió que el peso de la responsabilidad, agobiante y claustrofóbico, le caía sobre los hombros como un jersey demasiado apretado. Todo lo que dijese o hiciese a partir de ese momento afectaría a todo: a su relación con Beth, a su relación con Simon, a la relación de Simon con Beth… Empezaba a ser consciente de los entresijos y complicaciones de la vida familiar. Tenías que rendir cuentas por cada acto, por cada palabra que dijeses. Y ¿cómo reaccionaría Jamie ante todo esto? Probablemente, si se enterase de la noticia afectaría a su decisión.

Hasta ese momento, Stephanie había llevado una vida sin complicaciones. La verdad es que su única responsabilidad había sido siempre ella misma, emocionalmente. Siempre había sido capaz de tomar decisiones sin tener en cuenta a nadie más, incluso en sus relaciones anteriores, por la manera en la que se había planteado la vida. Había sido una isla. La isla de Stephanie. Se preguntó si sería egoísta por naturaleza. ¿Resultaría demasiado pesada la carga de abrirse camino sorteando este campo de minas?

Intentó ponerse en el lugar de Beth. ¿Qué habría querido ella a esa edad de encontrarse en la misma tesitura? Un fuerte abrazo, concluyó, y la absoluta confianza de que todo iba a salir bien, pasase lo que pasase. Consuelo, eso es lo que querría. Y la sensación de no estar sola en esto.

¿Tenía derecho a reconfortar de ese modo a Beth? No era su madre. No estaba nada segura de cuál era su papel. Pero era adulta, y Beth confiaba en ella lo suficiente como para contárselo. Intentó no dejarse llevar por el pánico que la atenazaba y la rodeó por los hombros para estrecharla contra ella.

—Pase lo que pase, estoy de tu parte —le dijo—. Puedes confiar en mí.

La voz de Beth, hundida contra ella, sonó amortiguada.

—Tienes que prometerme que no se lo contarás a papá.

Stephanie se sintió incómoda.

—No sé si puedo prometer eso —repuso—. Entre tu padre y yo no hay secretos. Lo acordamos desde el principio.

Beth se zafó de ella con expresión herida.

—¡No se lo digas! —Su tono estridente resonó en todo el bar. Stephanie desvió la vista hacia el mayordomo, pero este no levantó la mirada. Sin duda estaba entrenado para hacer oídos sordos—. Hará que me deshaga de él. Sé que lo hará. Y no sé si quiero hacerlo. Sería incapaz de matar a mi propio bebé.

—Estoy segura de que no te obligará a hacer nada que no quieras. —Stephanie tenía plena certeza de ello. Ni que decir tiene, la situación que sufría Beth destrozaría a Simon, como a cualquier padre, pero la respetaría y la apoyaría—. Y no tiene sentido hacer nada ni tomar ninguna decisión hasta que sepamos con seguridad si estás embarazada.

—Lo estoy. —Beth la miró fijamente—. Puedo sentirlo. Me siento como… —Movió las manos sobre su cuerpo y se encogió de hombros—. Llena. Un poco como si estuviera a punto de explotar.

—Mira —dijo Stephanie—. ¿Por qué no vuelves a la cama y duermes un rato? Pareces agotada. Está claro que llevas despierta toda la noche por la preocupación. Todavía ni siquiera son las seis. Puedes dormir un par de horas antes del desayuno. Te sentirás mejor.

La acompañó a su cabina y esperó a que Beth se tumbara en la cama para arroparla con las sábanas y las mantas. Comprobó que la persiana estuviera bien echada antes de apagar la luz.

Beth se incorporó.

—No te vayas —dijo.

Stephanie se sentó en el borde de la cama. En caso de estar despierto, Simon se estaría preguntando dónde estaba. Pero no le importaba. Se quedó sentada junto a Beth acariciándole el pelo hasta que la venció el sueño. Cuando comprobó que estaba profundamente dormida, volvió sigilosamente a su cabina.

Simon seguía fuera de combate. Lo observó durante unos instantes, mientras le daba vueltas a lo que Beth le había dicho. ¿Debía contárselo? No: aún era demasiado pronto. Podía ser una falsa alarma.

En cualquier caso, se preguntó cómo reaccionaría. Todavía sentía cierta desazón por su reacción ante la noticia de Jamie, lo cual no era, ni por asomo, tan controvertido como la noticia del embarazo de Beth. Lo observó mientras dormía. No perdía su atractivo, con su pelo rizado entrecano muy corto, su frente definida, su nariz recta, su piel suave. Incluso en reposo, conservaba la sonrisa en las comisuras de la boca.

Se preguntó qué le rondaría por la cabeza. Se preguntó qué soñaría, qué ocuparía su subconsciente, qué secretos yacerían en su interior. Deseaba poder adentrarse en su mente y escudriñar sus pensamientos, y luego penetrar en su interior para descubrir quién era realmente.

Se arrebujó con la bata. No hacía frío en la cabina, pero sintió un leve escalofrío en la piel. Decidió volver a la cama para intentar dormir un poco. Era demasiado temprano para quedarse levantada e iba a necesitar la cabeza despejada.

Apenas había colocado el pie en el primer travesaño de la escalerilla cuando sintió que una mano le acariciaba el tobillo.

—Eh —susurró Simon—. ¿Dónde has estado?

—Todavía es muy temprano. He ido al baño. Vuelve a dormir.

—Ven a hacerme compañía.

Era lo último que deseaba. Quería estar sola para poner en orden sus ideas. Pero no podía negarse sin levantar sospechas. Se tumbó en la litera junto a él. Simon tiró de las mantas para arroparla y se quedó dormido abrazado a su espalda.

Ella se quedó pensando en el hombre que la estrechaba en sus brazos, en qué hacer con Jamie, en qué hacer con Beth, en cómo diablos encajaba ella en todo eso.