Y así es como comenzó la aventura de Adele con Jack Molloy.
No se sentía orgullosa de ello. Y no podía justificarse a sí misma, salvo aduciendo que la aventura la había cegado y arrastrado sin apenas poder plantearse lo contrario. Sonaba ridículo, pero consideraba que era el destino, que Jack había aparecido para cambiar su vida y sus perspectivas y que ella no podía hacer absolutamente nada para alejarse.
La cosa estaba clara. Ella era —le constaba— una de las muchas mujeres con las que él era infiel. Jack Molloy llevaba su infidelidad como una condecoración de honor; sin embargo, se mostraba tan abierto y honesto al respecto que resultaba imposible juzgarle.
Abierto y honesto con todos excepto con su esposa, claro está, a quien tenía en un pedestal. Ni por asomo pondría en una situación comprometida su matrimonio ni contemplaría la posibilidad de dejar a Rosamund. Jack no se comprometía con nadie. Jamás prometía nada a sus amantes. A Adele le daba la impresión de que en cierto modo también era un cobarde. Le gustaba su seguridad, su hogar, la posición social de Rosamund y, naturalmente, el dinero de la familia. Por supuesto, sus correrías nunca debían interferir en eso.
Por ilusa que fuera, Adele aceptó el trato. A fin de cuentas, ella tampoco tenía intención de abandonar a William. A ella también le gustaba la seguridad de ser la mujer del médico, pero, por lo visto —se reprochó a sí misma—, no el tedio. ¿Acaso no iba a abrir la galería por esa razón? ¿No era eso lo bastante emocionante?
En momentos de cordura, en la tranquilidad de la cocina, mientras se tomaba una taza de chocolate con la señora Morris, la voz de la razón le decía en su fuero interno que se alejara de él, antes de resultar herida; o, ciertamente, antes de ser descubierta. Cabían ambas posibilidades, pero la segunda sería una catástrofe. Podría sobrellevar el hecho de resultar herida, pero la idea de hacerle daño a William era superior a ella.
A pesar de toda esta locura, amaba profundamente a su marido. Lo único que ocurría es que últimamente la hacía sentirse como una auténtica inútil. Tenía la sensación de que William podría desenvolverse perfectamente bien en la vida con su secretaria en el nuevo consultorio y con la señora Morris atendiéndole en casa. Adele no tenía nada claro dónde encajaba ella ni cuál era su cometido. A veces, durante el desayuno, cuando estaba preocupado, William la miraba distraído sin escuchar ni una palabra de lo que decía. Ella reconocía que antes puede que lo que dijera fuera mortalmente aburrido, pero ahora, con la puesta en marcha de la galería, las cosas avanzaban a paso acelerado y consideraba que podía mostrar un mínimo de interés. Por el contrario, daba la impresión de que él se contentaba con darle un cheque en blanco para cubrir los gastos. Ella no quería su dinero. Quería su admiración.
Algo que Jack estaba encantado de brindarle. Jack siempre parecía capaz de infundirle entusiasmo para asumir mayores desafíos. La orientaba, la moldeaba, la retaba. Le enseñaba a distinguir entre un cuadro de calidad y otro magnífico, a saber reconocer una copia o una falsificación, a evaluar los daños, a verificar la procedencia: se estaba adentrando en un mundo complejo y no bastaba con tener buen ojo. Era necesario respaldarlo con conocimientos y experiencia. Y él estaba encantado de tener una alumna entusiasta y aplicada. La acompañaba a ventas y subastas por todo el país, a estudios de artistas, a inauguraciones y visitas privadas.
Si todo hubiese quedado ahí, la relación habría estado totalmente justificada. Era su consejero y nada más. Pero no se quedó en la casa de subastas ni en el salón de ventas. Inevitablemente fue más allá, y esa parte era la que Adele consideraba tan irresistible. Tanto su cuerpo como su mente estaban siendo estimulados de un modo indescriptible. Se sentía capaz de comerse el mundo. Pero, al mismo tiempo, no acababa de desprenderse del sentimiento de culpa; era consciente de que no podía mantener esa doble vida eternamente.
Jamás le contó a nadie su aventura por mucho que quisiera compartir esa carga, a sabiendas de que no se granjearía las simpatías de nadie con un mínimo de integridad. Sus amigas se quedarían horrorizadas; en su círculo social, las aventuras se consideraban un comportamiento del todo inaceptable, aunque Jack intentara convencerla de que la gente las tenía continuamente. Y siempre que trataba de racionalizarlo, fracasaba. Era imposible racionalizar la química, lo que los franceses llaman un coup de foudre, un flechazo. Hasta hacía listas de los defectos y virtudes de Jack: la primera siempre era muchísimo más extensa que la segunda, pero aun viendo la evidencia irrefutable, le faltaba valor para ponerle punto final.
No podía vivir sin él y sin las sensaciones que despertaba en ella.
La tensión de la situación comenzó a hacer mella en ella. Se despertaba de madrugada, presa del pánico, sin estar segura de con quién estaba. Tenía pesadillas en las que se delataba ante William, pesadillas tan vívidas que se despertaba sollozando de miedo.
No eran tan terribles como las noches en las que soñaba que perdía a Jack. Sin saber exactamente cómo, el dolor la desgarraba, y esa espantosa sensación la seguía atenazando a lo largo del día siguiente, dejándola ojerosa de agotamiento.
La emoción de todo ello se fue disipando. Adelgazó mucho. Le dijo a William que se debía a que los niños estaban lejos y que no tenía tantas ganas de comer dulces y galletas. Le notaba preocupado.
—Me pregunto si esta historia de la galería te está superando —comentaba él—. Me refiero a que ni siquiera está abierta todavía y pareces consumida. Creo que deberías plantearte contratar a alguien. O reflexionar sobre si después de todo es una buena idea.
—Puedo arreglármelas —insistía Adele—. Todo es nuevo para mí, eso es todo. Y tengo que andar de un lado a otro sin parar. Echar un ojo a los trabajadores, ir a subastas y, por si fuera poco, encargarme de la casa.
¿Encargarse de la casa? Ya apenas hacía nada. No es que William fuera consciente o reparase en ello. Había ampliado la jornada de la señora Morris, hacía todos los pedidos a domicilio y ya no preparaba tartas ni púdines. Todo eso acentuaba su culpabilidad. En repetidas ocasiones tomó la determinación de poner fin a la aventura. Era una mujer decidida; seguramente reuniría las fuerzas necesarias para alejarse de él… Lo intentó, más de una vez.
—No puedo seguir con esto —le decía entre sollozos a Jack.
—Pues no lo hagas —contestaba él alegremente. Para él todo era blanco o negro. Todo resultaba de lo más sencillo. No tenía conciencia. Jamás llegaría a entender su dilema. Pero se mostraba muy paciente con ella y con sus arrebatos. Se quedaba mirándola, desconcertado.
—Dime que todo va a salir bien —le suplicaba ella.
—Claro que sí. ¿Por qué no?
Por un millón de razones. Porque podría perder el control. Porque podría traicionarse a sí misma. Porque la estaba volviendo loca el hecho de no poder controlarlo, de estar obsesionada, de no poder decir basta cuando sabía que debía hacerlo. El hecho de que su amor por Jack era enfermizo, ilícito, fútil y basado en el engaño.
—Ojalá no te hubiese conocido —dijo jadeando una noche, sintiendo que moría de éxtasis.
—¿En serio? —contestó él sonriendo, con la plena certeza de que habría elegido el mismo camino una y otra vez hasta el fin de los tiempos.
Era una especie de locura. Esa era su única defensa.
Una tarde en Simone’s, Jack le presentó a Adele a un joven llamado Rube. Era escuálido y sin ningún atractivo; al hablar agitaba las manos como zarpas y tenía los ojos saltones como huevos cocidos. Jack parecía embelesado con él.
—Ya verás, va a ser famoso. Lo que se dice famoso. Su trabajo es asombroso. De hecho… —La miró y ella intuyó que se le había ocurrido una idea—. Voy a encargarle un cuadro ahora que aún puedo permitírmelo.
Se llevó a un lado a Rube y Adele notó cómo la observaban mientras charlaban. La invadió una gran sospecha, sensación que constató cuando Jack le dijo que Rube había accedido a pintarla.
Ella no quería que la pintaran. La idea la atemorizaba. Estaba sobrepasando el límite.
—Es que quiero un recuerdo tuyo —insistió Jack, y, naturalmente, la vanidad pudo con ella. Jack siempre recurría a la adulación para conseguir sus objetivos. Era parco en gestos sentimentales, de modo que ella se aferró a esto como señal de que significaba algo para él.
El estudio de Rube era una vergüenza. Era inmenso, frío y el lugar más antihigiénico en el que había puesto los pies. Había humedad, polvo y suciedad. Platos desechados con restos de comida pastosa y enmohecida. Ni siquiera tenía baño, solo un cubo que —supuso ella— rara vez vaciaba. Adele enseguida llegó a un acuerdo con el café contiguo para utilizar su aseo.
Rube le señaló un diván de terciopelo verde para que se tumbase. Ella se sentó a tientas, sin estar segura de quién se habría sentado allí o lo que se habrían traído entre manos.
La miró fijamente.
—Desnuda —dijo—. Necesito que te desnudes.
—Ni pensarlo —repuso ella. No se iba a quitar la ropa para que la pintaran.
Él lanzó la taza de café al otro lado de la habitación. Se estampó contra la pared. El café se fue derramando en un hilo.
—Me estás haciendo perder el tiempo —le dijo en tono acusador—. He reservado dos semanas para esto. Necesito el puñetero dinero. No pinto a mujeres vestidas. No tiene sentido.
Adele no sabía qué decir. Era evidente que estaba furioso. También podía explicarle que le habían hecho una encerrona, que Jack le había ocultado esa parte del trato a sabiendas de que se negaría.
—O te quitas la ropa o me indemnizas por el tiempo que he desperdiciado. Una de dos.
Rube tenía un brazo debajo del jersey y se estaba rascando con furia. Adele estaba convencida de que tenía pulgas. Quería salir del estudio lo antes posible.
Entonces vio detrás de él un lienzo, seguramente su obra más reciente. Se trataba de una joven secándose los pies con una toalla. Era sublime. Tenía la piel luminiscente; su belleza se desprendía del lienzo. Era fluido y sensual sin dejar de resultar respetuoso: tal y como debía ser un buen desnudo.
Ahogó un grito y se acercó al cuadro para examinarlo más de cerca.
—Es exquisito —le dijo a Rube, que miraba con mala cara.
—¿Te has decidido ya? —le preguntó en tono inquisitivo.
Adele vaciló. Se volvió hacia la pintura. En ese momento descubrió lo que Jack había visto en Rube. Tenía un talento excepcional. Su obra superaba con creces el mero talento. Su instinto le decía que si no posaba para él lo lamentaría el resto de su vida. Iba a pasar a la historia.
Volvió al diván.
—Lo haré —afirmó.
Levantó las manos y comenzó a desabotonarse el vestido.
Rube la miró desafiante.
—Una decisión acertada —fue todo lo que dijo.
A medida que Rube se iba relajando en la tarea, se mostró más dócil. Y Adele acabó acostumbrándose a despojarse de la ropa y a despatarrarse en el diván para él, al estilo de una cortesana insaciable. Lo que sí la desconcertaba era el modo en el que Rube la observaba siempre que estaban en Simone’s. Prefería no pensar qué le rondaría por la cabeza. En el estudio la observaba como a un objeto, no como a un ser humano, y mantenía las distancias, por lo que nunca albergó temores. Pero en Simone’s la acechaba como un buitre.
Fue poco antes de terminar el cuadro cuando ella descubrió la razón de su fascinación.
—Jack te quiere, ¿sabes? —le dijo sin venir a cuento—. Cuando no le miras, no puede apartar los ojos de ti. Sé que piensas que no le importas. Pero creo que te sorprenderías. —Adele abrió la boca para hacerle saber que eso no era en absoluto de su incumbencia, pero él levantó la mano para interrumpirla—. Eres muy importante para él. No lo olvides nunca. Eres más importante para él que él para ti.
Ella cerró la boca, bastante desconcertada. Se preguntó si sería cierto lo que decía Rube; si conocía a Jack hasta un punto que ella no era capaz. Le constaba que Jack le tenía cariño, por supuesto que sí, pero nunca se había sentido más valorada que cualquiera de sus otras conquistas. No obstante, se odiaba a sí misma por buscar la aventura, por permitirle aprovecharse de su flaqueza. Pero era adicta a él: a él y a su mundo, y a la persona en la que la había convertido.
Cuando por fin vio el cuadro, supo exactamente quién era y en lo que se había convertido.
Era su treinta y tres cumpleaños. William le había dado una tarjeta y un cheque en blanco.
—Cómprate algo bonito —le dijo. Le dieron ganas de hacerlo tiras y arrojárselo a la cara.
Quería gritarle: «¿Es que no entiendes lo que me estás haciendo, con tu desinterés y tu condescendencia?».
Qué astuta, pensó de sí misma después, echarle la culpa a William. Tenía lo que ansiaban muchísimas mujeres de su generación: independencia y carta blanca. ¿Suponía esto un vacío tan grande en su vida como para justificar su comportamiento?
El asco que sentía hacia sí misma solo duró lo que Jack tardó en regalarle el cuadro de Rube. Lo tenía guardado en su apartamento, apoyado en un caballete. Lucía un repujado marco de madera clara con un lazo de organza roja alrededor. En el borde inferior del marco había una placa de bronce con la inscripción: «La Inamorata. Reuben Zeale».
Era Adele, sin lugar a dudas, pero una Adele que nunca veía al mirarse al espejo. Una Adele que William tampoco veía nunca. Siempre había posado para Rube recostada de lado, con un brazo debajo de la cabeza y el otro apoyado sobre el cuerpo en un gesto pudoroso. Sin embargo, él había captado en ella un aura poscoital, a una mujer que todavía irradiaba el esplendor que solo otorgaba hacer el amor con el amor de tu vida. Era primario. Y apabullante. Y absolutamente incriminatorio.
Mientras lo contemplaba, entre orgullosa y horrorizada, cayó en la cuenta de que ese era el motivo de que Rube la escudriñara con avidez en Simone’s. No quería pintar la imagen de la mujer que aparentaba ser al posar en el diván. Quería su otra cara, la Adele que vivía peligrosamente, la que ardía por dentro cuando estaba con su amante. Y la había captado, al cien por cien.
—Nadie debe ver esto —dijo ella entrecortadamente. Y no debían. Si alguien necesitaba pruebas de su infidelidad, esta era irrefutable.
El cuadro la hizo sentir muy incómoda, como si fuese un mal presagio. Mientras existiera, su reputación y su matrimonio correrían peligro.
—Te lo guardaré aquí —le prometió Jack—. No lo verá nadie salvo yo.
—Y cualquiera que traigas aquí.
Él le lanzó una mirada de advertencia, haciéndola ver que se había pasado de la raya.
—Lo colocaré de cara a la pared.
Si con eso pretendía tranquilizarla, no lo consiguió. Ella le advirtió que hasta la última mujer sobre la faz de la tierra le daría la vuelta al cuadro para ver lo que escondía.
Entonces él empezó a enfadarse.
—Pues tendremos que correr ese riesgo. De todas formas, es tuyo, puedes hacer con él lo que te plazca. Y, si alguna vez lo quieres en tu poder, no tienes más que decirlo.
Sabía que lo decía en serio. Por encima de todo, Jack tenía un cierto código de honor que no rompía. Se lo guardaría hasta el fin de los tiempos, o hasta que ella lo reclamase, lo que llegara antes.
Poco después de terminar el cuadro, entre Jack y Adele las cosas empezaron a ir francamente mal. Ella era consciente de que se había acabado la luna de miel, de que no sería capaz de mantener la intensidad y la tensión física de la historia. La situación estaba al rojo vivo y ella era extremadamente emocional, en marcado contraste, desde su punto de vista, con la sangre de horchata de Jack. Sabía que seguramente había otras mujeres, pero él insistía en que, aunque las hubiera, no afectaba lo más mínimo a lo que sentía por ella y en que ella era especial.
—¡No lo suficiente para ser suficiente! —rebatía ella.
—No pretendas esperar fidelidad en una relación basada en la infidelidad —contraatacaba él, y ¿cómo iba ella a rebatirlo? Sabía que, si se quejaba demasiado, la apartaría de su vida. Él odiaba las escenas, las recriminaciones y los números. De modo que ella trataba de sobrellevarlo, porque no soportaba la idea de perderlo.
Aunque a veces, en momentos de lucidez, deseaba que la presionara hasta tal punto que la empujase a poner tierra de por medio. Si su comportamiento llegara a ser insostenible, tal vez fuese capaz de hacer acopio de valor.
Solo era cuestión de tiempo.
Una tarde volvieron al apartamento después de un largo almuerzo. Adele tenía previsto coger el tren de regreso a casa, pero había tiempo para pasar un par de horas en la cama antes de que tuviera que marcharse. Jack abrió la puerta y ella se dirigió a la cocina para preparar té: vivían situaciones de lo más domésticas; hasta guardaba en la cocina su provisión de galletas de jengibre.
Adele oyó un grito gutural procedente del dormitorio y entró precipitadamente.
Había una chica en la cama. Había sangre por todas partes. En el suelo, en las sábanas, en su ropa. Se acercó a ella y la reconoció. Era Miranda, la chica que se desplomó en la entrada de Simone’s la primera vez que fue allí. Era una debutante mimada con más dinero que miras, que había sucumbido al decadente ambiente del club. Pasaba el tiempo en Simone’s bebiendo, fumando y seduciendo al primero que tuviese a tiro.
Incluido, qué duda cabe, Jack.
—¿Qué hacemos? —preguntó Jack, lívido. Se había quedado paralizado.
Adele era la mujer de un médico. Por supuesto que sabía qué hacer. Lo apartó a un lado.
—Llama a una ambulancia —gritó— y trae vendas.
—¿Vendas?
—Lo que sea. —Estaba perplejo. Era evidente que no iba a ser de gran ayuda—. Déjalo.
Empuñó una almohada, le quitó la funda y comenzó a rasgar la tela. Miranda seguía con vida —se le movían los párpados—, pero era imposible saber el tiempo que llevaba allí o la cantidad de sangre que había perdido. Aparentemente, ríos.
Adele hizo lo que pudo, anudándole con fuerza las tiras de tela en el brazo para cortar la hemorragia.
—Por favor, no te mueras —suplicó. La chica era tan joven… ¿Qué habría pasado para que llegara a hacer eso? Adele prefería no pensar en ello.
Escuchó el ruido del personal de la ambulancia en las escaleras. Irrumpieron en la habitación; Jack se quedó detrás, inquieto.
—Bien hecho —le dijo uno de ellos a Adele—. Es probable que le haya salvado la vida.
—Quizá —añadió el otro, con gesto dubitativo—. Ha perdido mucha sangre. ¿La va a acompañar al hospital?
Adele vaciló. No era su casa. Ella no tenía ninguna relación con la chica. Miranda ya estaba en buenas manos. Pero no podía soportar la idea de que fuese al hospital sola. Y, posiblemente, que muriera sola. Se estremeció.
—Por supuesto.
El trayecto en ambulancia fue terrorífico. Circulaba con estruendo por las calles, oscilando peligrosamente de un lado a otro, con la sirena resonando. Adele iba sentada junto a Miranda. Deseaba acurrucarla en sus brazos, pero no se lo permitieron. Sintió un instinto protector hacia la chica como lo tendría hacia sus propios hijos. Quería comprobarle el pulso constantemente, pero no quería interferir.
El hospital al que fueron era pequeño y estaba sucio y atestado de gente. No tenía ni idea de la zona de Londres en la que se encontraban y no había tiempo para hacer preguntas. Empujaron la camilla de Miranda a toda velocidad por lúgubres pasillos y cruzaron una doble puerta. Rápidamente acudió un pequeño equipo y se llevaron el diminuto cuerpo inerte de Miranda.
Una enfermera le impidió el paso a Adele. Sobre la mascarilla asomaban unos ojos fríos y sentenciosos.
—¿De qué grupo sanguíneo es? —preguntó.
—Lo siento, no tengo ni idea —contestó Adele, cayendo en la cuenta de que habían asumido que era la madre de Miranda.
La enfermera le lanzó una mirada de desaprobación. A Adele le dieron ganas de explicarle quién era, de decirle que era la mujer de un médico, pero no era nadie en ese mausoleo de enfermedad y caos. La dejaron en una sala de espera con paredes verdes mugrientas. El tiempo pasaba y, sobresaltada, cayó en la cuenta de que no le daría tiempo a llegar a casa. Preguntó si podía hacer una llamada.
—El teléfono es para los médicos —contestó la enfermera en tono cortante.
Así que salió a la calle a buscar una cabina.
—Se me ha hecho un poco tarde, y Brenda me ha pedido que me quede a cenar y a pasar la noche —le dijo a William, dando gracias a Dios tanto por su coartada como por el habitual desinterés de su marido por su paradero.
En la sala de espera, leyó una y otra vez cómo identificar los síntomas de la polio y hojeó números atrasados de la revista Picturegoer sin asimilar nada. Hasta casi la medianoche no fueron a decirle que Miranda se encontraba estable.
Se acercó sigilosamente a su cama.
—Por lo visto, su rápida reacción ha sido lo que la ha salvado —le dijo una enfermera más agradable.
Miranda tenía un aspecto consumido, demacrado y desvalido, nada que ver con la picaruela descarada pegada a la barra de Simone’s.
—Le quiero —le dijo a Adele cuando recuperó la conciencia, y movió los ojos a un lado, como si hubiesen cortado de un tijeretazo los hilos que los enganchaban a sus cavidades.
Tendría poco más de dieciocho años. ¿Jack quién se creía que era, rompiendo los corazones de simples chiquillas?, pensó Adele con rabia. Los sentimientos de Adele también eran objeto de burla. Él se lo había advertido desde el principio. Ella había firmado el contrato tras leer la letra pequeña. Pero una cría que no tenía ni idea de cómo funcionaba el mundo…
Cuando por fin consiguió llegar al apartamento, encontró a Jack en actitud impenitente, aunque, a tenor de su palidez, el incidente le había conmocionado.
—Mira —le dijo él—. En lo tocante a Miranda, soy uno de tantos. Si se ha enamorado de mí es porque no me aprovecho de ella, como algún que otro cabrón que solo persigue su dinero. Y tiene veintitrés años. Ya es mayorcita.
—Ah, entonces no pasa nada. Como tiene veintitrés… —replicó Adele—. La edad perfecta para cortarte las venas en el dormitorio de alguien.
—Es inestable.
—¡Entonces no deberías haberte liado con ella! —gritó.
—¡No estoy liado con ella! —chilló él a su vez—. Me la llevé a rastras de Simone’s una noche que se encontraba mal. La traje aquí y cuidé de ella. No le puse ni un dedo encima.
Adele se lo imaginó reconfortándola, mimándola.
—¿De veras?
La miró fijamente a los ojos.
—No soy tan degenerado. Sé que me tienes en poca estima…
—Porque no haces nada por demostrarme lo contrario.
Adele resopló, exasperada. Jack se puso a la defensiva.
—Soy honesto contigo sobre el hecho de que caigo fácilmente en la tentación. Pero, para tu información, hace bastante tiempo que no ha habido nadie más que tú.
—Entonces ¿por qué haces que piense lo contrario?
—¿Porque no puedo soportar la presión? ¿Porque no confío en mí mismo? ¿Porque, una vez dicho, seguro que lo estropeo?
—Eso es ridículo. ¿Es que no tienes el más mínimo autocontrol?
—¡No! No, para nada. No impongas tu criterio sobre cómo debe comportarse conmigo la gente, Adele. Ahora no estamos en Shallowford. No soy médico. Y siento que dudes tanto de mí. A veces no me explico por qué te molestas en estar conmigo.
Adele lo miró.
—Yo tampoco. —Y en ese momento se dio cuenta de que la relación le provocaba mucha más zozobra y angustia que alegría. Apoyó la cabeza entre las manos—. No aguanto más, Jack. Toda esta historia. Es superior a mí.
La miró.
—Nadie te ha pedido que lo hagas —dijo.
Era innegable que tenía razón. Y ella sabía desde el principio que le rompería el corazón. No obstante, no valía la pena arrepentirse de haber acudido a aquel primer almuerzo. Era culpa suya por ser incapaz de resistir la tentación. Por ser banal, superficial y necesitar atención cuando era la mujer más afortunada que conocía. ¿Qué fallaba en ella para impulsarla a poner en peligro un matrimonio tan bien avenido?
Se acercó a abrazarlo, pero él levantó las manos para impedírselo. Cuando estaba contrariado, Jack se hacía el mártir ad infinitum.
Ciertamente resultaba más fácil si se evitaba el contacto físico. Tocarle siempre ablandaba su determinación. Miró a su alrededor, como intentando memorizar el apartamento, aunque ya se conocía cada rincón, cada superficie.
Las sábanas empapadas de sangre de Miranda yacían amontonadas en una pila.
—¿Qué vas a hacer con ellas? —preguntó, práctica hasta el final.
—La lavandería se ocupará —contestó él—. Nunca hacen preguntas. Ni juzgan.
Ella aguantó la estocada. Era cierto. Lo juzgaba. Lo juzgaba según los principios de su otro yo, la mujer del médico, no la adúltera, y era consciente de ese defecto. Sabía que era el golpe de gracia a su relación.
—Lo siento. —Se le quebró la voz al decirlo. Ni siquiera sabía por qué se disculpaba. Adele se dirigió a la puerta antes de derrumbarse. Si se echaba a llorar, se abalanzaría hacia él para implorarle perdón. Se debía a sí misma un mínimo de dignidad.
Albergaba la leve esperanza de que Jack aprendiese algo a partir de ese día. Que, si jugaba tan a la ligera con los corazones de los demás y no era abierto y sincero, acabaría solo.
A Adele le afectó más de lo que pensaba el intento de suicidio de Miranda. En varias ocasiones rompió a llorar cuando en pleno día la asaltaba de improviso la imagen del cuerpo inerte de la chica en la cama. Se preguntaba cómo se encontraría y si había algún modo de averiguarlo. Llegó a la conclusión de que era mejor no hurgar en el asunto. Se mantendría al margen de ese mundo, y en cualquier caso no podía decir ni hacer nada para ayudarla.
Si William notó que tenía la sensibilidad a flor de piel, desde luego no dijo nada. Ella le contó que no se encontraba muy allá, que echaba de menos a los niños, lo cual era cierto. Añoraba su bulliciosa presencia para llenar el vacío de su vida. Cuando estaban allí, los días transcurrían con ímpetu y energía y se sentía libre de preocupaciones.
Decidió centrarse en la galería. Se puso a organizar una inauguración por todo lo alto. Se corrió la voz por la localidad y la gente parecía entusiasmada ante la perspectiva, lo cual le levantó un poco el ánimo. Preparó tarjetas de visita, envió notas de prensa, escribió la historia y procedencia de cada cuadro que había comprado. Los llevó todos a enmarcar, asegurándose de que cada marco que eligiese realzase al máximo cada cuadro.
Por fin estaba todo listo. Se pasó un fin de semana entero colgando todos los cuadros. Fue agotador; la gente pensaba que la cosa era tan sencilla como poner unos cuantos clavos en la pared, pero conseguir una exposición de gran efecto era un arte. Los movió, los intercambió, los volvió a colgar, se machacó el pulgar con un martillo y estropeó un marco al caérsele un cuadro al suelo, hasta que por fin quedó satisfecha.
Un domingo por la tarde le hizo a William la ronda completa por la galería.
—Estoy muy orgulloso de ti —dijo él, y le dio un abrazo espontáneo. Su repentina muestra de afecto le cortó la respiración—. Anda, vamos a cenar para celebrarlo.
—Pero estoy hecha un desastre —protestó.
—Estás preciosa —replicó él, bromeando—. Llevas todo el pelo enmarañado y polvo en las mejillas, pero tienes un brillo en los ojos que no lucías desde hacía tiempo. Estás mejor que nunca.
Durante la cena, él se disculpó por su falta de atención.
—He estado totalmente absorto en el nuevo consultorio. Me ha resultado difícil el cambio, y sé que he sido muy desconsiderado. Lo siento. ¿Me perdonas?
—Claro que sí. —Adele tuvo una sensación de serenidad. Su matrimonio recuperaba la normalidad. Todo iba a salir bien.
Adele programó la gran fiesta de inauguración para la primera semana de diciembre. De este modo podría aprovechar la época festiva para decorar la galería y dejar margen suficiente para que la gente hiciese sus compras de Navidad si así lo deseaba. Esperaba y rezaba para que así fuese. Había realizado una ingente inversión de tiempo, dinero y emociones.
Cometió un error garrafal cuando se puso a enviar las invitaciones. Había estado tan ocupada que el recuerdo de Jack se había desvanecido, salvo por alguna punzada ocasional. A esas alturas, cuando de noche se tumbaba en la cama ya no se regodeaba en la nostalgia o la añoranza ni en revivir la pasión. Ahora que se sentía más en igualdad de condiciones con William, se había reavivado su relación. No a nivel de pasión, pero sí de profundidad y solidez.
Por alguna razón, esto la llevó a pensar que se encontraba lo bastante fuerte como para invitar a Jack a la inauguración. Más que nada, quería demostrar que lo había superado, pero también enseñarle de primera mano sus logros con la galería. Al fin y al cabo, se recordó a sí misma, Jack la había ayudado y aconsejado muchísimo. Sería una grosería no invitarle. Naturalmente que sería capaz de afrontar verle. William estaría a su lado. Sería un comportamiento muy civilizado. Y maduro.
Metió la invitación en un sobre, escribió el nombre y la dirección de Jack en el anverso y la añadió al montón, listas para llevarlas a la oficina de correos. A la mañana siguiente estaría sobre el felpudo de la entrada de su apartamento. Alguien recogería toda la correspondencia y la dejaría sobre la consola. Él la cogería. ¿Acudiría?
La noche de la fiesta inaugural era fría y despejada. Adele calculaba que acudirían unas cien personas. No se puso nerviosa. Era una estupenda anfitriona, y muy organizada. ¿Qué podía salir mal?
La señora Morris y ella se habían pasado la semana con los preparativos. El aire de la cocina estaba imbuido de los olores del horno. Prepararon salchichas envueltas en hojaldre, volovanes, palitos de queso y tartaletas de frutas. Adele preparó un ponche de fruta con coñac. William lo probó y señaló que era como carburante para cohetes.
—Si consigo emborrachar a los invitados —dijo ella sonriendo—, a lo mejor aflojan el bolsillo.
Sacó brillo a sus dos poncheras de plata y pidió prestadas copas extra en el hotel de la localidad. Y luego se puso a decorar la galería. Quería crear algo memorable que la gente recordara. Pasó una tarde en el bosque con los niños cogiendo acebo y frondas.
La tarde de la fiesta dio un repaso final.
Todos los pasamanos, las chimeneas y los cuadros grandes estaban adornados con coronas de acebo anudadas con un festivo lazo rojo. Todo estaba iluminado con velas. Había bandejas de plata repletas de copas a la espera de que las fueran pasando entre los invitados las dos camareras que había contratado. Había comprado un árbol de Navidad para colocarlo junto a la chimenea; estaba cargado de adornos brillantes que reflejaban la luz y debajo había montones y montones de regalos. No eran regalos auténticos, sino libros de su casa envueltos en papel de colores alegres. Había comprado un elepé de Johnny Mathis para ponerlo en el tocadiscos: canciones de Navidad que sonasen a un volumen justo para crear ambiente sin resultar molesto.
Todo estaba perfecto. Le habían hecho a medida un vestido negro con un solo hombro y botones de estrás. Le habían arreglado el pelo el día anterior; como le había crecido un poco, el peluquero le había cortado el flequillo y le había peinado el resto ahuecado, por lo que guardaba cierto parecido con Jackie Onassis.
William se acercó a ella por detrás para abrocharle el collar de perlas de varias vueltas que había decidido ponerse. Cuando terminó, se miró al espejo. Se sintió satisfecha con su aspecto. William le dio un beso en el cuello.
—Estoy muy orgulloso de ti —volvió a decirle.
La fiesta tuvo un tremendo éxito. Daba la impresión de que había acudido incluso más gente de la que había invitado. Por suerte, la señora Morris se había empeñado en cocinar el doble de las cantidades que Adele había calculado. A la señora Morris le daba un miedo terrible que faltase comida. Varias personas compraron cuadros. Adele sintió un arrebato de placer y emoción. Iba a triunfar. La galería iba a triunfar.
Y entonces vio a Jack al otro lado de la sala. El corazón se le aceleró ligeramente, pero no fue la fuerte reacción que solía tener al verle. Se sentía bastante tranquila y preparada para hablar con él. Se mostraría cortés y serena.
Entonces advirtió que iba acompañado. Era Rosamund. Tenía que ser ella. Era deslumbrante, cómo no. Pelo oscuro bastante corto, tez clara y ojos azul oscuro: una combinación de tonos poco común que la hacía destacar entre el gentío. Llevaba un vestido rojo que le sentaba de maravilla y un par de zafiros en las orejas.
La calma que Adele sentía se convirtió en pánico. La chimenea había calentado demasiado la sala y ella se había tomado dos copas de ponche. Jack avanzaba con Rosamund hacia ella. No tenía ni idea de qué decir o hacer.
Jack, por supuesto, se mostró tan galante como siempre.
—Querida, feliz Navidad. Y felicidades. Qué éxito. —Adele consiguió susurrar «gracias» mientras Jack acercaba a su mujer—. Cariño —prosiguió—, esta es Adele Russell. Adele, esta es mi mujer, Rosamund.
Rosamund era desenvuelta, perfecta, refinada. Le estrechó la mano a Adele durante unos instantes, más de lo necesario, mirándola a los ojos con la intención de reafirmar su superioridad sobre ella. Adele se sintió como un ogro a su lado. El vestido negro de cóctel que un rato antes parecía tan apropiado la hizo sentirse ñoña y anticuada.
William fue a su encuentro y Adele se vio en la tesitura de presentarles apresuradamente.
—Qué mujer tan lista tiene —dijo Jack—. No me cabe duda de que esta galería va a ser un rotundo éxito. Adele tiene muy buen ojo.
—Bueno, le ha puesto empeño —señaló William—. Se merece todo el éxito que está teniendo.
Adele se puso furiosa. Estaban hablando de ella como si no estuviera presente. Rosamund le sonrió. No sabía si tomárselo como un gesto de complicidad o como una sonrisita de suficiencia. Rosamund tenía un rostro impenetrable. Un precioso rostro impenetrable.
—Disculpadme —logró decir Adele con un mínimo de gracia—. Debo atender a los demás invitados.
Se escondió cinco minutos en el lavabo para recomponerse. ¿Cómo demonios se le había pasado por la cabeza que podría soportar la presencia de su antiguo amante en la misma habitación que su marido? Escucharles riéndose entre dientes de sus logros había resultado insoportable. Y ni por asomo se habría imaginado que Jack iría con Rosamund. Pero cómo no lo iba a hacer… Era Navidad. Fechas festivas. ¿Por qué no iba a hacerlo? Le sudaban las manos de la congoja. Qué estúpida era. Ella misma se lo había buscado al enviar la invitación; qué tonta y qué insensata.
Salió del lavabo, inspiró profundamente y se dispuso a volver a mezclarse con sus invitados. La gente no daba muestras de querer marcharse. El nivel de ruido había aumentado unos cuantos decibelios. Hacía más calor.
Al sentir un dedo en la nuca, pensó que se iba a desmayar.
—Te he echado de menos.
Percibió el aroma a Zizonia. El dedo trazó un pequeño círculo, masajeándola con delicadeza. Cada vuelta la hacía sentirse más débil.
—Para —le pidió. No quería que parase, claro.
Estaba justo detrás de ella. Sentía el calor de su cuerpo al hablarle al oído.
—Cometí un terrible error —dijo él—. No fui consciente de lo mucho que significas para mí. Te necesito, Adele. —Oh, Dios. Precisamente las palabras que tanto había ansiado escuchar durante el tiempo que habían pasado juntos. Cuando se empeñaba en atormentarla—. No quiero a nadie más —continuó—. Te quiero a ti. Lo eres todo para mí.
Había soñado con escucharle decir eso tantas veces…
—Es demasiado tarde, Jack —replicó—. Se acabó. No puedo echar marcha atrás. Ahora soy feliz.
—No lo eres —dijo él.
Y tenía razón. Podía engañarse a sí misma con que estaba contenta, pero nada de lo que pudiera decir William podía compararse con la emoción que sentía al oír las palabras que Jack le estaba susurrando al oído. Ni las sensaciones que despertaban sus manos en su cintura.
—Por favor, no —suplicó, pero no hizo nada para zafarse de él.
—Ven a Venecia conmigo —dijo él—. En primavera. Voy a visitar a unos clientes, a ver a unos artistas. Podemos estar juntos. Solos tú y yo.
Ella cerró los ojos. Esto era una verdadera tortura. ¿Cómo había podido imaginar que Jack no trataría de tentarla? Tenía demasiado ego como para no intentar seducirla de nuevo, por puro alarde.
—Rotundamente no —consiguió decir.
—Salgo desde París. A principios de abril. Te da tiempo suficiente para lidiar con tu conciencia y buscar una excusa.
Jack deslizó el dedo por su espalda hasta donde empezaba el vestido. A continuación se alejó para mezclarse entre la multitud, dejándola casi sin apenas tenerse en pie.
Al cabo de diez minutos, Rosamund y él se abrieron paso entre la multitud para despedirse.
—Feliz Navidad —dijo Rosamund, y besó fríamente a Adele en la mejilla.
«Let it snow, let it snow, let it snow», cantaba Johnny Mathis.
Los últimos invitados se marcharon pasada la medianoche. Adele y William salieron de la galería y echaron el cierre. Ella le había encargado a la señora Morris que fuera a poner todo en orden al día siguiente. El dinero extra le vendría muy bien para comprar los regalos de Navidad a sus nietos.
En el dormitorio, William parloteaba sobre el éxito de la noche, haciendo comentarios sobre los invitados y la decoración; en un momento dado se quedó en silencio, al intuir que ella no tenía ganas de conversación.
—Querido, lo siento muchísimo —le dijo—. Estoy muerta de cansancio y ese ponche estaba fortísimo. Hablemos de ello por la mañana. Estoy deseando irme a la cama.
En el baño por fin pudo echarse a llorar a lágrima viva, aunque solo fuera unos minutos, pues si no le daba la sensación de que moriría por el esfuerzo de contenerlas. Se enjuagó la cara con agua fría con la esperanza de que William no notara nada extraño.
Jack le había dicho que la echaba de menos. Jack le había dicho que la necesitaba. Antes, esas palabras habrían sido un sueño hecho realidad. Ahora simplemente deseaba olvidarlas. No podía volver al caos, a la tortura, a la locura.
Se acurrucó en la cama, desesperada. Se leyó la cartilla a sí misma. Era Navidad. La Navidad era para estar en familia, con los niños. No iba a estropearla por haber cometido una estupidez. Debía olvidar su error y mirar de cara al año nuevo. No era necesario que tomara una decisión. Era obvio: olvidarse de Jack Molloy de una vez por todas y no caer en la tentación de ponerse en contacto con él nunca más en su vida.