Riley le quitó importancia a los pormenores del accidente mientras se lo contaba a Sylvie durante la cena. No le confesó lo cerca que se había sentido de la muerte ni en qué medida había afectado a su actitud ante la vida. No quería que descubriera que había cambiado ni que ella desconfiara.
En lugar de eso escuchó con sumo interés las anécdotas de la película que acababa de terminar, riéndose ante un escándalo por el que la prensa moriría por hacerse eco. En el plató todo el mundo confiaba a Sylvie sus secretos, y ella se guardaba hasta el último para ella. Relatárselos a Riley no contaba; era aún más discreto que ella. En su mundo, aprendías que extender el rumor al final lo único que provocaba era que se volviera en tu contra.
Sylvie nunca había sido muy comilona. Jugueteaba con la comida, la alababa, pero siempre comía poco, razón por la cual todavía le quedaba bien la ropa que tenía cuando se conocieron. No obstante, era golosa y se reservaba para el postre.
Y llegó el postre. Una preciosa cajita de chocolate. La habían decorado con «Feliz cumpleaños» y una guirnalda de flores que hacía juego con la marquetería de su cabina.
—Qué cosa más bonita —dijo con la respiración entrecortada—. Da pena estropearla.
—No puedes quedártela. Se derretiría —repuso Riley—. Venga. Mira a ver qué hay dentro. Helado de cerezas silvestres, creo…
Ella cogió la cuchara y la introdujo bajo la tapa para levantarla. En el interior, en lugar de helado, había un anillo que yacía en un lecho de satén blanco. Se quedó mirándolo, perpleja.
—¿Qué? —dijo—. No lo entiendo. —Miró a Riley, confundida—. Siempre me regalas un pañuelo por mi cumpleaños. Siempre…
—Este año es diferente, Sylvie. —No obstante, tenía el pañuelo, el que le había comprado justo antes del accidente. Se lo daría más tarde. Riley era supersticioso; no quería romper con el ritual. Primero tenía que ocuparse de un asunto más importante. Se inclinó hacia delante—. Es mi manera de decir…, de pedirte… ¿Quieres casarte conmigo?
—Oh, Riley —dijo suspirando, y a Riley se le cayó el alma a los pies al ver lágrimas en sus ojos.
Iba a rechazarle. Imaginaba que estaba preparado para ello. Había probado suerte. Era un hada, una luciérnaga, como Campanilla; la clase de mujer que no quería pertenecer a nadie, que no quería ataduras. Se preparó para recibir su negativa. Le iba a romper el corazón. Pero suponía que, aunque no pudiera casarse con ella, seguiría formando parte de su vida.
Ella puso las manos sobre las suyas. La verdad es que él no tenía ganas de escuchar sus palabras. Ojalá zanjara el tema enseguida. Pasara lo que pasara, podía quedarse el anillo. No iba a humillarse devolviéndolo a la joyería. Deseaba con todas sus fuerzas que actuara con rapidez.
—¿Qué te ha hecho tardar tanto? —preguntó ella finalmente.
Él parpadeó.
—¿Qué?
—Llevo esperando a que me lo pidas desde el día que nos conocimos.
Riley trató de asimilar lo que decía.
—¿Qué quieres decir?
Ella echó la cabeza hacia atrás, riéndose.
—Pues claro que me casaré contigo, Riley. Vamos. —Estiró la mano izquierda—. Tienes que hacerlo como es debido.
Riley sacó el anillo de la caja de chocolate y se lo puso con delicadeza en el dedo. Le quedaba perfecto. A su alrededor, los pasajeros sonreían con deleite. Algunos comenzaron a aplaudir y pronto se les unió todo el vagón.
Sylvie, como buena artista, se puso de pie de un brinco y desfiló con la mano extendida a la vista de todos. Las mujeres lanzaban suspiros de admiración; los hombres asentían con la cabeza en señal de enhorabuena, asumiendo irónicamente que el bar se identificaría con gestos románticos para el resto de sus vidas. A partir de ese momento nadie se contentaría con menos de un anillo de diamantes escondido en una caja de chocolate artesanal.
Y cuando volvió a su asiento, rodeó a Riley con sus brazos y le besó, entre otra salva de aplausos.
—Mañana saldrá en todos los periódicos —dijo él, incapaz de dejar de sonreír.
—Me alegro —repuso Sylvie—. Quiero que se entere todo el mundo. Te quiero, Riley. Pero has tardado lo tuyo, caramba.