Capítulo dieciocho

A medida que el tren se alejaba de París Imogen se preguntaba cuántos pasajeros habrían subido. Descubrió que estar sola no suponía ningún suplicio, como se había temido en un principio, pues el vagón restaurante era tan entretenido como una telenovela. Se pasó el rato haciendo conjeturas sobre los motivos por los que se encontraban a bordo los demás pasajeros y la relación que tenían entre sí. Le despertaba una especial curiosidad la pareja sentada dos mesas más allá. La chica, vestida como Daisy Buchanan, estaba despampanante. Era evidente que no se conocían muy bien. Mantenían demasiado las formas y entre ellos se percibía una formalidad que de ser amantes se habría evaporado hacía mucho tiempo. No obstante, Imogen notaba que disfrutaban de su mutua compañía. Daba gusto ver la deferencia que mostraba él, y ella resplandecía ante su atención.

Imogen sonrió cuando un camarero colocó delante de ella un plato de salmón ahumado que hacía la boca agua y una copa de Chablis con su punto de frío perfecto.

Acababa de coger el tenedor cuando alguien entró con aire resuelto en el vagón. Levantó la vista con interés, ansiosa por calibrar al recién llegado.

Acto seguido dejó caer el tenedor.

Era Danny. Danny vestido de esmoquin, encima de unos vaqueros y una camisa blanca medio desabotonada, con el flequillo negro cayéndole sobre los ojos y una expresión amenazadora mientras avanzaba a grandes zancadas por el vagón, mirando a derecha e izquierda. Buscándola, supuestamente. Y, en cuanto la localizó, no perdió ni un segundo: se acercó a su mesa y se quedó ahí de pie, fulminándola con la mirada, y ella se encogió ligeramente, atemorizada.

—No vuelvas a hacerme esto nunca más —dijo.

Ella tragó saliva.

—¿Qué…, qué haces aquí?

—Quiero que me des una explicación como es debido —contestó—. No una simple nota echada al buzón de la puerta.

—Lo siento —repuso ella—. No sabía qué otra cosa hacer.

—¿Hablar conmigo? —dijo él—. Creía que me merecía algo más.

—Claro que sí. Por supuesto que sí.

A Imogen le ardían las mejillas. Los demás pasajeros les estaban observando. La admiración en los ojos de las demás mujeres era patente. Danny estaba más apabullante que nunca.

El maître se aproximó a ellos con semblante preocupado.

—¿Cena con nosotros esta noche, señor?

—Sí —respondió Imogen—. Sí. ¿Sería tan amable de prepararle un servicio?

—Cómo no, señora. —El maître asintió y se retiró.

Imogen le señaló el asiento frente al suyo.

—Siéntate —le dijo—. Voy a pedirte algo de beber. —Se quedó mirándole sin dar crédito, amilanada—. ¿Cómo demonios has llegado hasta aquí?

—Por carretera. En moto. —Danny se desplomó en el asiento y se echó hacia atrás, retirándose el pelo de la cara y dejando caer un brazo sobre el respaldo. Se le abrió el esmoquin y ella pudo atisbar su torso bajo la camisa desabrochada. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza vivir sin él? Quería llevárselo a rastras a su cabina, ahora, en ese preciso instante. Dios mío, ¿en serio había recorrido toda esa distancia solo por verla?

Sin poder contenerse, sonrió.

—Llevas esmoquin.

—Tampoco soy un cavernícola.

Imogen se ruborizó.

—No he querido decir que…

Él seguía con el ceño fruncido. Continuaba enfadado por lo que le había hecho. Pero estaba allí. Llegó un camarero.

—Creo que deberíamos pedir champán, ¿no? —dijo ella. Danny se limitó a asentir con la cabeza—. Debes de haber sobrepasado el límite de velocidad —se aventuró a decir.

—Supongo que sí —contestó él, y la escrutó.

Ella daba gracias a Dios por haber hecho el esfuerzo de arreglarse. Se sentó un poco más erguida. No estaba dispuesta a dejar traslucir su desconcierto. No estaba dispuesta a dejar traslucir que su corazón latía el triple de rápido de lo normal, que sentía mariposas en el estómago, que jamás se había sentido tan increíblemente excitada…

—En fin —comentó—, si hubiera sabido que tenías tantas ganas de ir a Venecia…

—Feliz cumpleaños con retraso —dijo él. Acto seguido sacó un paquete del bolsillo y lo plantó sobre la mesa.

Ella retiró el papel de seda. En el interior había un corazón de cristal verde esmeralda punteado de oro, enganchado a una cadena de oro finísima.

—¿Lo has comprado para mí? —preguntó.

—Sí —respondió él—. Cuando creía que lo nuestro iba en serio.

Ella lo sostuvo en la palma de su mano. Era perfecto. Le hacía juego con los ojos. Le hacía juego con el vestido.

—He cometido un error —afirmó.

Él enarcó una oscura ceja.

—Y ahora ¿qué hacemos?

Imogen permaneció en silencio unos instantes. Luego sonrió.

—Vamos a cenar —dijo—. Y después nos vamos a mi cabina. O a la tuya… Supongo que tendrás una, ¿no? Y recuperamos el tiempo perdido a tope en la cama.

Él la miró con frialdad.

—Como quieras —contestó. Denotaba más que un leve deje de sarcasmo, pero ella aguantó la estocada. Lo miró fijamente a los ojos. Él desvió la mirada. Imogen estiró las piernas y las entrelazó con las de él bajo la mesa, sintiendo el roce áspero de la tela vaquera contra sus piernas desnudas mientras se ponía el colgante. Él no se movió; se limitó a mirar absorto por la ventana, pero ella adivinó un atisbo de sonrisa apenas perceptible en la comisura de su boca. Bajó la vista hacia la mesa para contener la risa.

Danny McVeigh no era ni la mitad de chulo de lo que aparentaba.