Capítulo diecisiete

No había nada más romántico que buscar a alguien en una estación de tren, pensó Riley. Los aeropuertos no daban tanto juego, con sus inevitables retrasos. El tren tenía algo mucho más inmediato. A medida que el Orient Express aminoraba la marcha a las afueras de París, se le aceleró el corazón. Se puso a toquetear el cierre de la ventana y la bajó para asomarse y localizarla lo antes posible.

Por fin llegaron a la Gare de l’Est, con su magnífico techo abovedado de cristal. Un enorme reloj, con una luminosa esfera y números negros, marcaba la hora. ¿Cuántos segundos faltarían para verla? Creía que iba a explotar de impaciencia.

Y entonces, de pronto, la vio, en el andén. Una figura menuda, vestida con un enorme impermeable, pantalón pirata y zapatillas de cordones, el pelo recogido en un moño, el inconfundible pañuelo al cuello. Tan francesa. Tan Sylvie.

Cuando el tren se detuvo, Riley salió de su cabina y se dirigió apresuradamente a la puerta, donde Robert ya estaba ayudando a Sylvie a subir, con esa bolsa de viaje de tejido de alfombra de un rojo desteñido que llevaba consigo desde que Riley alcanzaba a recordar. Independientemente del destino o de la duración de la estancia, era su único equipaje, y siempre tenía cabida suficiente para guardar su extensa colección de ropa: una mezcla de piezas de alta costura que le regalaban los diseñadores que la adoraban y prendas desechadas por otros que iba acumulando donde fuera que estuviese. De Riley tenía como mínimo cinco jerseys, varias camisas, infinidad de calcetines, además de un par de pijamas de rayas con los que solía dormir.

—Sylvie, cariño. —La estrechó fuertemente entre sus brazos, aspirando el aroma de Havoc.

—¡Riley…! —Ella reía de felicidad. La manera en la que pronunciaba su nombre todavía lo embargaba de placer. Inexplicablemente, tenía acento parisino, a pesar de que llevaba la mayor parte de su vida hablando más inglés que francés.

Ella le agarró de los brazos y se apartó un poco, con el ceño fruncido, escudriñándole con la mirada a la luz del pasillo.

—Pero estás muy pálido… No tienes buen aspecto. ¿Qué te ocurre?

—Tuve un accidente. Pero estoy bien.

—¿Un accidente? ¿Cómo que un accidente? No me lo has contado.

—No. Porque sabía que cogerías el primer avión. Pero estoy estupendamente. Te lo prometo.

Complétement fou. —Levantó las manos para darle énfasis a su frase y miró con cara de circunstancias a Robert—. Está completamente loco, Robert, ¿qué voy a hacer con él? Necesita una carabina. ¿Todavía no se ha cansado de trabajar aquí? Podría ser la carabina de Riley.

Robert sonrió.

—Nunca me canso de este trabajo. Ya lo sabe. Siempre me lo pregunta.

Era cierto. Era ya un ritual. Sylvie siempre intentaba convencer a Robert de que dejase su trabajo y cuidase de su apartamento en París. Por suerte para él, nunca había cedido. Sylvie era caprichosa y no siempre tenía en cuenta en qué medida afectaba a otros o si era mínimamente práctica. Obviamente, formaba parte de su encanto. Robert la tenía calada de sobra, y sin embargo le tenía mucho cariño.

Hurgó en el bolso y le entregó una caja de macaroons Ladurée con una sonrisa.

—De pistacho, lima y caramelo salado. Sus favoritos.

—Gracias.

Era otra de las cualidades de Sylvie. Hacerte sentir como si siempre te tuviese en mente.

Riley le puso las manos sobre los hombros.

—Vamos. Tienes que arreglarte para la cena.

Intercambió una fugaz mirada de complicidad con Robert antes de llevársela a toda prisa a la cabina.

Sylvie apenas tardó en arreglarse; como actriz, estaba acostumbrada a cambiarse rápidamente. Sacó de la bolsa de viaje un vestido de noche negro de Balmain: de seda, con escote calado, manga larga y vuelo. El vestido debía de tener los mismos años que ella, pero todavía le sentaba como un guante. Se soltó el pelo y se lo sacudió, se aplicó unos toquecitos de perfume detrás de las orejas y se pintó los labios de un rojo intenso. Se dio la vuelta y extendió los brazos para que Riley la examinara. Su figura se perfilaba contra la ventana del tren, con París perdiéndose en la distancia, y a él le vino a la memoria aquel día en el metro. Con apenas entrecerrar los ojos, la veía con dieciséis años, el flequillo rubio y las cejas oscuras, y ese mohín desafiante, posando…

El día, ahora cayó en la cuenta, que se enamoró.

—¿Estoy bien? —preguntó ella.

—Oh, sí —contestó Riley al tiempo que tanteaba el estuche que llevaba en el bolsillo—. Vamos, nuestra mesa está lista.