Una vez más, Imogen se maravilló de la habilidad de Adele para saber exactamente qué le apetecería. Esta era una manera mucho más civilizada de viajar a Venecia que batallar con el Heathrow Express y los inevitables retrasos de los vuelos. Estaba totalmente embelesada con la perfección del diseño de su pequeña cabina. Aunque solo iba a pasar en el tren veinticuatro horas, deshizo la maleta como es debido: colgó el traje de noche en una percha y el camisón en otra, sacó los zapatos de fiesta, colocó las cosas de aseo en el mueble del lavabo y, por último, pulverizó un poco de ambientador Jo Malone en el aire; la fragancia de Pomegranate Noir siempre la hacía sentirse automáticamente como en casa estuviese donde estuviese.
Se disponía a redactar una lista de lo que necesitaba llevarse a Nueva York —Imogen era una firme partidaria de las listas— cuando llamaron a la puerta. Era el mayordomo, Robert.
—¿Le apetecería un aperitivo mientras se prepara para la cena?
Ella vaciló.
—No, gracias. Creo que solo tomaré vino con la cena.
—De acuerdo. —Le entregó una nota—. Esta es su mesa. Se le ha asignado el vagón Côte d’Azur. Es mi favorito. Le encantará.
Por un momento, Imogen dudó si pedir que le llevaran la cena a su cabina. Estaría a sus anchas, sin tener que arreglarse; se tomaría un par de copas de vino y luego se metería en la cama. No era cuestión de ser antisocial ni una ermitaña: realmente era lo que le apetecía hacer.
Pero eso significaba rehuir el espíritu del Orient Express. La gracia del viaje era arreglarse para cenar y disfrutar del ambiente, aun estando sola. Era solo pereza. Debía hacer un esfuerzo y sanseacabó, se dijo a sí misma. Adele se echaría las manos a la cabeza al saber que se había atrincherado en la cabina en zapatillas.
Así pues, utilizó todos sus recursos para arreglarse. Se peinó su melena por el hombro con ondas esplendentes y se aplicó loción brillante por todo el cuerpo antes de ponerse el vestido: un vestido largo de corte griego verde esmeralda con un pronunciado escote que sabía que luciría. El vestido le estilizaba la figura y se posaba en las curvas, revelando lo justo para resultar seductor. Se puso unos vistosos pendientes de circonitas; los cristales relucían con la tenue luz de las lámparas. No añadió ningún otro complemento; el vestido y los pendientes se complementaban a la perfección.
Al agacharse para coger el bolso de mano de cuentas, escuchó el sonido de un mensaje de texto. Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Sería de Danny? No podía engañarse a sí misma fingiendo indiferencia. El mensaje invadió su pequeña burbuja. Hasta ese momento se había sentido a salvo en la cabina, como si el mundo real se encontrase a un millón de kilómetros de distancia. Debería haber apagado el teléfono; ahora el mensaje estaba ahí, esperando que lo leyese. Hostigándola.
¿Qué tal la vida a bordo? ¿Has conocido a alguien atractivo? Bs
Era de Nicky.
Imogen respondió rápidamente.
¡De maravilla! Todavía no, pero hay tiempo. Bs
A continuación apagó el teléfono y lo volvió a guardar en el bolso. Evidentemente, él no le había escrito ningún mensaje. ¿Por qué demonios iba a hacerlo? La carta había sido terminante. No le había dado opción a negociación alguna. No volvería a tener noticias de él en toda su vida.
Tuvo que darse unos minutos para recomponerse antes de salir de la cabina. Se sentía un poco temblorosa. Se creía tan invencible y con el control de la situación… Tenía tan claro su futuro y sus objetivos…
«Te vas a vivir a Nueva York —se recordó a sí misma—. Y lo tuyo con Danny no habría funcionado ni en un millón de años».
Esto se estaba convirtiendo en su mantra a pasos agigantados.
El vagón restaurante Côte d’Azur la dejó sin habla. Los asientos estaban tapizados de azul ahumado y de las ventanas colgaban cortinas gris metalizado que realzaban los paneles de cristal de René Lalique. Las lámparas del vagón imprimían un reflejo sonrosado a los pasajeros, entre los que pasaban los camareros, a cual más encantador y atractivo, cerciorándose de cumplir a la perfección todas sus expectativas. Fuera, la noche envolvía el tren mientras continuaba su camino a través de Francia en dirección a París. De vez en cuando pasaba como un rayo junto a alguna pequeña localidad, recordándole que ahí fuera existía otro mundo, un mundo real.
A su alrededor, otros comensales ya habían ocupado sus mesas. Casi todos los hombres iban de esmoquin. Las mujeres, cubiertas de seda, satén y terciopelo, estaban radiantes con esa iluminación tan favorecedora. Los diamantes relucían en los dedos y descansaban en resplandecientes escotes. El carmín de color rubí y el brillo de los ojos hablaban de intimidad, confidencias y promesas. Se escuchaba el leve murmullo de las conversaciones, el tintineo de las copas al brindar, el descorche de una botella. Se respiraba un ambiente festivo, romántico y placentero.
Por un instante se sintió intimidada, cohibida y sola, algo bastante impropio en ella. A continuación se sentó discretamente en su asiento, con la cabeza bien erguida, y cogió la carta. Fuera, el extrarradio parisino comenzó a pasar a toda velocidad por la ventana. Era inhóspito y deprimente: no resultaba precisamente el mejor tráiler de la romántica ciudad. Las desangeladas farolas iluminaban los bloques de pisos, el hormigón y los grafiti. Imogen pensó que tal vez el lúgubre paisaje reflejaba el estado de ánimo que de repente la había invadido mucho mejor que el París de los amantes.