Archie y Emmie decidieron tomar unos cócteles en el coche bar antes de cenar. Parecía la única manera de empezar la noche con clase.
—Voy a tardar un siglo en arreglarme —le advirtió Emmie mientras hablaban en el pasillo delante de sus cabinas contiguas—. Es una de mis costumbres más irritantes.
—Yo voy a tardar cinco minutos, si acaso —reconoció Archie—. Pero no pasa nada. Tómate tu tiempo.
Archie se cambió rápidamente, le dio los últimos toques a su pajarita y se ajustó el cuello delante del espejo. Asintió, satisfecho. No tenía mal aspecto con el esmoquin negro azabache, la inmaculada camisa de etiqueta, los gemelos de oro ligeramente a la vista. En cierto modo, cambiarse de ropa le levantó el ánimo y despertó en él una expectativa que disipó su mal humor previo. Decidió dar un paseo por el tren para hacer tiempo. Fuera todo estaba oscuro; las persianas se hallaban bajadas, lo cual acentuaba aún más la sensación de estar aislado del resto del mundo.
Tardó un poco en acostumbrarse al balanceo del tren mientras caminaba. Había bastante gente con las puertas de las cabinas abiertas y le pareció fascinante atisbar fugazmente los compartimentos, ver sus pertenencias desparramadas por todos lados, descubrir cómo preferían pasar el tiempo: leyendo, durmiendo, charlando, bebiendo… Los interiores de cada vagón eran diferentes, pero todos igual de atractivos.
Se respiraba un ambiente maravilloso con los preparativos para la noche que tenían por delante. Observó a un hombre tanteando con torpeza el cierre del collar de su esposa; la luz de la lámpara le imprimía un matiz dorado a su piel. Ella volvió la cabeza hacia su marido, con gesto sonriente y tierno, y se abrazaron. Se dejaba sentir la música de otra cabina: un jazz sensual de local cargado de humo. Una chica pasó junto a él contoneándose y Archie percibió la estela de su fragancia: violetas, pensó, o tal vez rosas.
Al final Archie acabó en la boutique, que estaba a rebosar de infinidad de recuerdos, desde portarretratos o un par de copas de cristal grabadas con el crestón del Orient Express hasta un broche de diamantes. Pensó en regalarle algo a Emmie, para compensar su actitud arisca. Probablemente le aterraría la idea de tener que pasar la noche cenando con él. Y estaba seguro de que este era el tipo de gesto que Jay habría tenido. Trató de meterse en la piel de su amigo para imaginar lo que compraría; Archie no se consideraba imaginativo cuando se trataba de estas cosas. Jay sabía hacer regalos.
—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó el dependiente. Italiano, con un traje inmaculado y pómulos cincelados. Parecía salido de las páginas de una revista.
—Estoy buscando un regalo para mi… —¿para mi qué? ¿Qué era Emmie para él?— acompañante —logró decir al fin. Acompañante era la palabra exacta.
—¿Están de viaje por algo en especial?
Mejor ni intentar explicarlo.
—Haciendo un poco de turismo —contestó.
El dependiente asintió con complicidad. La respuesta pareció satisfacerle.
—Bien, tenemos un enorme surtido de regalos, de todos los precios. Avíseme cuando quiera que le muestre algo.
Archie echó un vistazo a los pañuelos, a las plumas y a los saleros y pimenteros. Le llamó la atención una caja de porcelana de Limoges; después se quedó prendado de un silbato de plata con un cordón. En realidad le gustaba bastante para él.
Y a continuación vio el regalo perfecto. Un ejemplar de Asesinato en el Orient Express, de Agatha Christie. Era una edición especial en cartoné con una repujada cubierta estampada en oro. Recordó haber leído en la solicitud de Emmie que le gustaba Agatha Christie. Archie no era un gran lector, pero incluso él apreciaba el atractivo de un libro como este. Como recuerdo era perfecto. Lo compró, se lo entregaron en una bolsa especial del Orient Express y se sintió bastante satisfecho consigo mismo.
Cuando por fin Emmie salió de su cabina, media hora después, Archie se quedó boquiabierto. Llevaba puesto un vestido de cuentas plateado con flecos en el bajo, zapatos de ante con tacón Luis XIV y guantes largos de terciopelo negro; el toque final era un sombrero años veinte de lentejuelas resplandecientes. Le cubría parcialmente el rostro, transformado con sombra de ojos plateada, carmín rojo oscuro y las pestañas más largas que Archie había visto en su vida.
—Joder —exclamó con admiración—. ¿Es una de tus creaciones?
Ella se tocó el sombrero.
—Forma parte de mi colección Gatsby. ¿Es demasiado? —preguntó risueña—. Quería meterme en situación.
—Estás increíble —le dijo. Le enseñó la bolsa con su adquisición—. Te he comprado un regalo. Un recuerdo…
Ella sacó el libro y ahogó un grito.
—Es precioso… El libro más bonito que he visto en mi vida. —Le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso. Olía a azúcar y cerezas—. Gracias.
Después le tendió el brazo y Archie se cogió de ella. Sintió una leve sacudida.
Hora de tomar una copa, pensó. Definitivamente, hora de tomar una copa.
Cruzaron tres vagones hasta llegar al coche bar. Las bebidas se servían en una larga barra curvilínea; en los estantes de detrás había un surtido inimaginable de botellas. Dos bármanes con chaqueta blanca se afanaban preparando cócteles, echando hielo en cocteleras, cortando fruta en rodajas, vertiendo las mezclas en vasos helados.
Frente a la barra había un piano de cola; el pianista los saludó con una sonrisa de bienvenida cuando pasaron junto a él en busca de un asiento. Los espejos y las lámparas de bronce realzaban el estilo art nouveau y el ambiente creado por la iluminación acentuaba la sensación de lujo y sofisticación. Se arrellanaron en un par de sillones marrón chocolate colocados a sendos lados de una mesita.
El encargado del bar, que vestía una chaqueta blanca con galones dorados, se aproximó a ellos para ayudarles en la difícil tarea de elegir la bebida.
—¡Oh! —exclamó Emmie al ver la carta—. Tiene que ser un Cóctel Agatha Christie. No podemos subir al Orient Express sin brindar por ella. ¿Qué lleva?
El encargado pestañeó juguetonamente.
—Bueno, es un secreto, pero contiene un ingrediente de cada uno de los países que atravesaremos de camino a Venecia. Lleva kirsch, por ejemplo, y anís, y champán, hasta ahí puedo llegar.
—Bueno, estoy de acuerdo en que no hay más remedio que probarlo —coincidió Archie—. ¿Podrían ser dos?
Minutos después tenían en sus manos sendas copas de recio cristal colmadas de un líquido verde claro.
—Bueno —dijo Emmie—. Creo que deberíamos proponer un brindis por Agatha, por la mayor historia jamás escrita sobre un tren. —Sonrió—. No puedo evitar pensar lo mucho que habría disfrutado con nuestra historia, con el motivo que nos ha traído hasta aquí. Me refiero a que a simple vista nadie lo diría, ¿verdad? Parecemos una pareja normal.
—¿Sí? —A Archie la idea le acaloró ligeramente el cuello.
Emmie bebió un sorbo de su cóctel, elogió su sabor y seguidamente se inclinó hacia delante para saber cosas de Archie.
—¿De modo que vives en una granja?
—Sí. Bueno, vivo en la granja de mis padres. Tengo una de las antiguas casitas de los trabajadores.
—Suena idílico. —Emmie estaba fascinada.
Archie negó con la cabeza.
—No tanto. Está llena de telarañas, arañas, ratones y polvo, y se escucha el aullido del viento. Y no podemos instalar doble acristalamiento porque está catalogada, lo cual es un verdadero rollo. Y el seguro es astronómico porque la techumbre es de paja…
Mientras hablaba, Archie visualizó mentalmente la casita. Prácticamente se estaba cayendo a pedazos, pero nunca parecía el momento adecuado para poner remedio.
—Seguro que es mejor que un apartamento de un dormitorio en un grupo de viviendas de protección oficial de mala muerte en Hillingdon.
—Nadie diría que vives en un sitio así.
—Ya —dijo Emmie—. Hago lo posible por intentar olvidarlo. Pero, gracias a Charlie, voy a quedarme atrapada allí una buena temporada.
Se le ensombreció el rostro. Archie cayó en la cuenta de que la traición de Charlie había tenido consecuencias a largo plazo para Emmie, más allá de lo emocional.
—Lo cambiaría por un apartamento con calefacción central sin pestañear. Hace un frío de muerte. En invierno a veces hay escarcha en el filo de las ventanas. De hecho, tengo que ponerme con ello. Pero últimamente no he tenido mucho tiempo…
Archie comprobó que se había acabado el cóctel. Le había entrado con bastante rapidez.
—¿Otro? —preguntó a Emmie.
—Todavía no he terminado este. Me temo que no suelo beber mucho. Pero adelante.
Archie le hizo una seña al barman para que le sirviese otro. Le ayudaría a mantener a raya la sensación de pesadumbre que volvía a atenazarle. Al mencionar su casa se acordó de Jay y ahí, en el bullicio del bar, en ese ambiente de camaradería, le asaltó la absoluta certidumbre de que su amigo nunca volvería. Estos eran precisamente los momentos que Jay adoraba. Se lo imaginaba tomando un cóctel tras otro, charlando con los demás pasajeros, bombardeando al personal con preguntas sobre su trabajo en el tren. Para cuando la noche tocase a su fin, habría trabado amistad con todo el mundo.
Archie apuró el segundo cóctel antes de que Emmie terminara el primero.