Capítulo trece

Riley se sentía como en casa siempre que subía a bordo del Orient Express. Daba la impresión de que el tren casi lo abrazaba. El hecho de saber que no tendría que mover un dedo en todo el viaje era un lujo que todavía apreciaba, a pesar de haber viajado en ese tren infinidad de veces. Lo conocía palmo a palmo y con los ojos cerrados, y sin embargo cada ocasión resultaba una delicia.

A pesar de su edad, seguía llevando un ritmo de vida frenético y, aunque su ayudante trataba de controlar su agenda y sus compromisos, trabajaba a toda máquina. Era gratificante estar solicitado, pues sabía que las cosas estaban difíciles para todos salvo para los mejores fotógrafos. Los editores seguían buscando la calidad, el misterio y la magia que imprimía a sus fotos, elementos que la nueva generación, a pesar de su indiscutible talento, no era capaz de proporcionar. Quién sabe si por la maestría de la técnica o simplemente por las dosis de talento innato, pero el caso es que la fotografía de Riley destacaba.

Mientras se ponía cómodo, Riley era consciente de que no se relajaría del todo hasta que Sylvie estuviese a bordo. La cabina le resultaba lúgubre sin su presencia y estaba deseando que llegara. Desde el accidente, tenía una sensación de aprensión. Sabía que era absurdo, y no conocía exactamente qué temía, pero sí que no se tranquilizaría hasta tenerla entre sus brazos.

Sin lugar a dudas, ella habría cogido un avión en cuanto se hubiese enterado del accidente, pero Riley no le había contado nada. En ese momento estaba rodando una película en París, una comedia romántica que rezumaba encanto e ingenio francés y que con toda seguridad arrasaría en el Festival de Cine de Cannes. Riley sabía que a Sylvie últimamente los rodajes le resultaban extenuantes —aunque no lo admitiría ni muerta— y notaba sus ojeras tras un largo día en el plató. Qué tiempos aquellos en los que se desenvolvía con soltura durante una escena sin apenas prepararse. Ya tenía bastantes preocupaciones, de modo que Riley le había ocultado lo del accidente. Por suerte, la prensa no se había hecho eco, así que le había resultado fácil guardar el secreto.

Tras acomodarse en su asiento, Robert se acercó con una bandeja de té. A Riley todavía no le apetecía beber champán. Aquellos tiempos en los que podía beber a todas horas como si tal cosa también habían pasado a la historia. Se puso de pie para estrecharle la mano a Robert: el tipo ya les había atendido a Sylvie y a él en más de una ocasión. Ese era uno de los alicientes del tren: rara vez cambiaba el personal. Era prácticamente de la familia.

—Robert —dijo Riley—, necesito tu ayuda. Perdón: necesito tu consejo.

—Estoy a su disposición. Ya lo sabe —respondió Robert mientras disponía el servicio de té.

—Vamos a tener que urdir una pequeña treta —le dijo, y sacó un estuche del bolsillo.

—Oh —dijo Robert, que abrió aún más los ojos cuando Riley levantó la tapa del estuche—. Vaya. ¿Es auténtico? O sea, he visto algunos brillantes por aquí, pero…

Riley parecía inquieto.

—¿Te parece demasiado? ¿Te parece vulgar?

—Si alguien puede lucirlo con gracia, es Sylvie. Y jamás he oído a una mujer quejarse por que un diamante sea demasiado grande. —Levantó la vista hacia Riley—. ¿Es su regalo de cumpleaños?

Robert sabía que siempre celebraban el cumpleaños de Sylvie a bordo. Era Robert quien organizaba el postre de la celebración, acordando con el chef que llevasen a la mesa algo especial.

—Bueno, se lo daré aunque me rechace.

Robert sonrió con picardía.

—Va a pedirle que se case con usted.

Era la primera vez que Riley escuchaba la frase pronunciada en voz alta. De repente hizo que pareciera real.

—Sí —respondió—. Voy a pedírselo.