Capítulo doce

Esperar una nueva partida de pasajeros siempre provocaba al personal del Orient Express una suerte de miedo escénico. Todos sentían la chispa eléctrica que atravesaba el tren de un lado a otro. Cada ocasión generaba una sensación de expectación idéntica al instante previo a que se suba el telón. ¿Saldría todo sin contratiempos? ¿Cómo reaccionarían los pasajeros? ¿Estaría el viaje a la altura de sus expectativas? También se respiraba camaradería y orgullo, además del componente de competitividad, dado que cada mayordomo a bordo del tren quería que los pasajeros de su vagón recibieran más atenciones que los del siguiente.

El mayordomo a cargo del coche cama 3473 comprobó las cabinas por última vez. Se había fabricado en Birmingham en 1929 y comenzó a operar en el Train Blue, un tren de lujo que conectaba París con la Riviera Francesa. Cualquiera que se preciara lo utilizaba para desplazarse al casino de Montecarlo y a la Costa Azul, el destino lúdico. Todavía conservaba el glamour de aquella época. A veces le parecía oír la risa y la música, oler la fragancia de Chanel y Gauloises de los pasajeros que se dirigían al sur ávidos de sol.

Lo habían restaurado hasta devolverle su antiguo esplendor para engancharlo al Orient Express. Los dominios del mayordomo se extendían desde la minúscula litera donde dormía, en un extremo, hasta el baño, en el otro, todo ello unido por un friso de marquetería con una intrincada guirnalda de flores entrelazada a lo largo de las cabinas y pasillos.

Sabía que las cabinas que tenía asignadas estaban impolutas, pero quería cerciorarse. El día que dejase de importarle sería su último día de servicio, pues el perfeccionismo era la esencia de su trabajo. La rutina nunca le aburría. Cada cabina era un escenario por sí mismo, a la espera de la puesta en escena de una nueva obra. Y durante las próximas veinticuatro horas se vería envuelto en las historias de los pasajeros. La gente no podía resistirse a involucrarlo en su vida. A lo largo de los años había dispensado consejo, consuelo y remedios para la resaca en igual medida. No había una historia igual a otra.

Con la satisfacción de que todo estaba en orden, el mayordomo se puso la regia levita azul con botones dorados, se colocó cuidadosamente los rizos bajo el bonete y examinó con orgullo su aspecto en el espejo. Este era su mundo, su vida, y no la cambiaría por nada.

Bajó al andén y ocupó su sitio en la fila junto al resto de mayordomos para dar la bienvenida a los recién llegados frente a la larga hilera de vagones de color azul y dorado, la Compagnie Internationale des Wagons-Lits. Por suerte, brillaba el sol. Cuando los primeros pasajeros asignados a su vagón se aproximaron al tren, les abordó con una sonrisa.

—Hola, soy Robert. Voy a atenderles durante su viaje. Bienvenidos a bordo del Orient Express…

Stephanie y Simon siguieron a Robert, intercambiando furtivas sonrisas de satisfacción. El pasillo se desplegaba ante ellos: una hilera de ventanas a un lado y una hilera de puertas idénticas de madera taraceada clara y brillante al otro. Robert descorrió el pestillo de la puerta de su cabina y entraron.

La cabina era minúscula —casi tan pequeña como el baño de su casa, calculaba Stephanie—, pero con un acabado perfecto. La pared del fondo la ocupaba una ventana panorámica para contemplar el paisaje. A la derecha de la ventana se extendía un amplio asiento tapizado con una lujosa tela y mullidos cojines. Enfrente había una diminuta mesa con copas de cristal y una botella de champán en una champanera. La moqueta bajo sus pies era suave; las paredes eran de la misma madera pulida que el pasillo y sus maletas ya estaban guardadas en el portaequipajes art déco superior.

—Bueno, toda suya para el viaje. Su segunda casa —dijo Robert sonriendo con orgullo. Les indicó un timbre—. Cualquier cosa que deseen, no tienen más que llamarme. Puedo traerles cualquier cosa que les apetezca. Tienen reservada mesa para la cena en el primer turno, que es a las siete, de modo que antes pueden tomar algo en el coche bar o puedo traerles un cóctel a la cabina.

Se acercó a un armario curvilíneo. Abrió las puertas con un ademán ostentoso, dejando a la vista un lavamanos de porcelana rodeado de apliques de cromo: jaboneras, jarritas para los cepillos de dientes, un toallero con inmaculadas toallas blancas con el crestón del Orient Express y un reluciente espejo.

—Hay pasta de dientes, jabón…, todo lo necesario. Y esto. —Sostuvo en alto con ojos pícaros dos pares de zapatillas con monogramas—. Luego, cuando estén cenando, transformaré su cabina en dormitorio. —Dio unas palmaditas en el largo asiento—. Esto se convierte en litera; hay una escalera para quien duerma en la de arriba. Puede que parezca pequeña, pero es muy confortable, aunque hay a quienes les cuesta un poco habituarse al balanceo del tren.

—Será maravilloso —dijo Stephanie—. Es muy acogedora.

Simon asintió.

—Es una obra artesanal increíble. —Deslizó los dedos por la taracea del mueble del lavabo—. De los tiempos en los que la gente se tomaba verdadero interés en lo que hacía.

Robert desplegó un mapa, lo extendió sobre la mesa y seguidamente señaló con el dedo el recorrido que iba a realizar el tren.

—Viajaremos en dirección sur a París, adonde llegaremos a última hora de la tarde. Luego, por la noche, cruzaremos el resto de Francia hasta Suiza y llegaremos al lago de Zúrich a primera hora de la mañana. Pararemos en Innsbruck justo antes de comer y a continuación seguiremos por Italia hasta finalmente llegar a Venecia.

Dejó el mapa abierto sobre la mesilla situada junto a la ventana y se dispuso a abrir la botella de champán.

Simon se la quitó de las manos.

—No se preocupe. Ya lo hago yo.

—¿Está seguro?

—Completamente.

Robert era consciente de que le estaban despachando. Salió de la cabina con una reverencia y una sonrisa. Tenía buen olfato para saber cuándo los pasajeros querían estar a solas.

Simon retiró el papel de aluminio y descorchó con cuidado la botella.

—Esto es aún más increíble de lo que esperaba.

—Es fantástico. Fíjate. Es muy pequeña, pero han pensado en todo. —A Stephanie le brillaban los ojos cuando cogió la copa de champán que le tendió Simon.

—Bueno, estamos presos durante las próximas veinticuatro horas —dijo Simon—. Y menos mal… Si no te hubiese traído a este viaje, seguirías atendiendo el café. Y yo seguiría revisando casos en el despacho.

Stephanie dejó escapar un suspiro de satisfacción.

—Veinticuatro horas enteras a nuestra disposición, para variar. Qué delicia.

Sonó un silbido y el tren comenzó a moverse. Stephanie se acercó con Simon a la ventana mientras salían de la estación.

—Todavía no puedo creer lo afortunada que soy —susurró.

—Yo tampoco. —La rodeó por la cintura.

—No sé cómo te voy a recompensar.

Él frunció el ceño.

—¿Recompensarme?

—Todo esto. Me refiero a que ¿qué puedo hacer a cambio? ¿Surtirte de galletas de avena para la posteridad?

—Me traería sin cuidado que no volvieras a llevar ni tartas ni empanadas ni galletas a casa —dijo Simon—. Esto no es un trato. Lo he hecho por gusto. Te quiero por cómo eres. No quiero nada a cambio.

Ella se fijó en sus ojos risueños, en las líneas de expresión de las comisuras de sus labios, en la bondad de su gesto. Levantó una mano y le acarició el pelo. Él la miró con gesto interrogante.

—Supongo que hay algo que sí podría hacer… —comentó ella.

Deslizó el dedo por la pechera de su camisa y, con una sonrisa maliciosa, se puso a desabrocharle los botones.

Sin pronunciar palabra, Simon dio un paso atrás y corrió el pestillo de la puerta sin dejar de mirarla.

En la cabina contigua, Jamie ya había colocado su bolsa en el portaequipajes y estaba apoltronado en su asiento, con los pies apoyados en un escabel. La cabina le parecía una pasada. Le encantaría tener una habitación así: todo fuera de la vista. Apoyó la cabeza sobre el cojín y cerró los ojos para intentar relajarse. Pero no podía.

El problema no había desaparecido. Estaba ahí, martilleándole la cabeza, y sabía que no se libraría de él hasta que lo resolviese. Pero ¿cuándo sería el momento adecuado para abordar a su padre?

Levantó la vista al abrirse la puerta que comunicaba con la cabina contigua y Beth asomó la cabeza. Automáticamente pensó decirle que se marchara y que le dejara en paz, pero en realidad le apetecía tener compañía para olvidarse del problema.

—Eh —dijo—. ¿Qué tal?

Ella se encogió de hombros con gesto apático. A decir verdad, Beth no se encontraba a gusto en ningún sitio. Podía estar en una suite del ático del mejor hotel del mundo y aun así le pondría alguna pega. Se quedó junto a la puerta, observándole con aire malhumorado.

—¿No te vas a beber el champán? —Jamie alzó su copa. Igual se agarraba un pedo tranquilamente.

Ella negó con la cabeza.

—No me apetece.

¿Beth? ¿La que era capaz de trincarse siete Smirnoff seguidos sin pestañear?

Jamie se encogió de hombros.

—Pues entonces me tomo el tuyo. —Consultó la hora—. No vamos a poder fumar hasta que lleguemos a París. ¿Y si abrimos la ventana?

—No podemos hacer eso. Seguramente pararían el tren.

Jamie se quitó los zapatos haciendo palanca con los dedos de los pies y puso los pies sobre el asiento para estirarse. Se colocó las manos debajo de la cabeza y se quedó mirando por la ventana. Beth se acercó, se sentó encima de él y dobló las rodillas para dejar los pies descansando en el filo del asiento. Se quedaron allí sentados en un cómodo silencio, tal y como habían hecho tantas veces, frente al televisor o en cualquiera de sus habitaciones. Se peleaban, claro que sí, pero en el fondo seguían muy unidos. Se habían aferrado el uno al otro durante todo el agitado proceso de separación de sus padres.

Jamie no entendía en qué había fallado la relación de sus progenitores. Era obvio que ambos eran muy controladores. Su padre tenía firmes convicciones sobre la manera de hacer las cosas y se aseguraba de que así fuera, discretamente. Y su madre… Si las cosas no se hacían a su manera, se ponía como una auténtica fiera. Tenían caracteres que chocaban constantemente, incluso cuando se trataba de las cosas más triviales.

Puede que al cabo de un tiempo resultase demasiado agotador mantener esa situación. Puede que, llegados a un punto en la vida, la persona con la que te habías casado ya no fuese la persona que necesitabas y te pusieras a buscar todo lo contrario. Keith, el tío con el que se había largado su madre, era tan tranquilo que casi no tenía sangre en las venas. Puede que para ella fuese un alivio después de Simon, que siempre estaba dando la lata por todo, siempre encima.

Y Stephanie era lo menos parecido a una madre que podía existir. Era callada, tranquila, organizada, fácil de contentar… Pero también tenía su gracia, pensó Jamie, a su manera. Desde luego, aburrida no era. Al principio le parecía poquita cosa, pero, cuando fueron conociéndose mejor, demostró que tenía las ideas muy claras. Opiniones totalmente distintas a las de su madre. Desde luego había conseguido que en varias ocasiones Beth se parara a pensar en su actitud, en sus aspiraciones. Cuando se comparaba a las dos, lo único que se le daba bien a su madre era gastar el dinero que ganaba su padre, mientras que Stephanie había montado el negocio del café desde cero. Por eso era digna de admiración.

Beth se estaba mordisqueando la uña del pulgar como si fuese el único alimento que iba a conseguir en los siguientes días. Jamie le dio una palmadita en la espalda. Beth y su madre estaban unidas, aunque riñeran cada dos por tres.

—Todo va a salir bien —le dijo él—. Stephanie es sensata. No es la típica madrastra malvada.

—Lo sé. Es guay. En general —repuso Beth—. Pero resulta raro. Es que ahora Stephanie se muda a casa… y nos vamos todos juntos de vacaciones, y hala… Mamá nunca volverá.

—De todas formas no iba a volver. —Jamie estaba seguro de eso—. Y míralo por el lado bueno: al menos Stephanie sabe cocinar.

Se echaron a reír. La ineptitud de su madre en la cocina era legendaria. Simplemente no le interesaba ni la comida ni el proceso de la cocina a la mesa. Stephanie, por el contrario, convertía en una aventura gastronómica hasta las tostadas de judías con tomate. Las servía con pan de masa fermentada restregado con ajo, guarnición de tomates asados y queso Taleggio fundido por encima.

Eso sí, su madre era consciente de que era una negada.

«Soy un modelo de madre pésimo para ti, cariño», solía decirle a Beth, aunque nunca parecía lamentarlo. «Todas esas madres del instituto, con sus ventas de joyas online y sus cadenas de ropa ecológica de bebé… Debes de estar tan decepcionada conmigo…».

El problema era que su madre era perezosa y tenía la capacidad de atención de un mosquito. Sin embargo, era divertida, mucho más que la mayoría de las madres, y la ética de trabajo de su padre compensaba con creces su carencia en ese sentido.

Lo cual le recordó a Jamie el aro por el que todavía tenía que pasar. Ya lo había retrasado bastante; a fin de cuentas, se había enterado hacía más de tres días. Iba a tener que enfrentarse a ello esa noche.