El caso es —dijo Archie— que estoy aquí de manera un poco fraudulenta. Mi amigo me apuntó a este concurso. Creo que su idea era gastarme una broma. Rellenó el formulario y lo mandó en mi nombre. Tenía un sentido del humor bastante retorcido.
El convoy inglés avanzaba sinuosamente por las afueras de Londres, dejando atrás bulliciosas calles, jardines traseros y pequeños huertos de camino a la costa este. De vez en cuando, alguien del mundo exterior saludaba con la mano a su paso, emocionado por su esplendor, con una palpable envidia. Nunca defraudaba a la hora de provocar reacciones.
Archie dejó su copa sobre el impecable mantel y miró absorto las burbujas ascendentes.
Emmie se quedó en silencio unos instantes.
—¿Tenía?
Archie asintió. Se aclaró la garganta. De repente se le había hecho un nudo.
—Sí. Él… murió hace un par de semanas.
Emmie se quedó impactada.
—Lo siento mucho.
—No pasa nada. Llevaba tiempo enfermo, así que en cierto modo fue… —¿Esperado? ¿Un alivio? Archie miró por la ventana, incapaz de encontrar las palabras. Decidió no buscarlas. Negó con la cabeza—. El caso es que le prometí que si ganaba el concurso, haría el viaje. Pero no busco… —Parecía incómodo—. No pretendo encontrar… Hum…
Dios, qué situación más embarazosa. No quería ofenderla. Ella tenía la mirada clavada en él y él no tenía ni idea de lo que estaría pensando. ¿Se enfadaría? ¿Le diría que había incumplido las reglas del concurso? ¿Haría que lo echasen del tren? ¿Lo escoltaría un guardia de seguridad y se encontraría luego su historia aireada en los periódicos? Los de Todavía en el Mercado eran muy dados a la publicidad, de eso no cabía duda, así que imaginaba que filtrarían el lamentable episodio para conseguir cobertura mediática. Debería haber mantenido la boca cerrada.
—No busco una relación —logró decir por fin—. Y siento muchísimo si te sientes estafada. De hecho, no debería haber venido, pero, como te decía, hice una promesa.
Ante su sorpresa, ella soltó una carcajada.
—No tienes ni idea de lo aliviada que me siento —le dijo—. Me encuentro exactamente en la misma situación. Mi hermana me apuntó a este concurso. Casi la mato al enterarme de lo que había hecho, pero cuando gané no pude resistirme. No me podía permitir irme de vacaciones. Y, desde luego, mucho menos en el Orient Express.
—¿En serio?
—De verdad. Simplemente pensé… ¿qué demonios? Iré por el viaje en sí. Rezaba para que no resultases ser un horror.
¿Un horror? Desde luego no se había mostrado muy divertido que digamos. Archie empezó a sentirse culpable por haber mantenido una actitud tan distante.
—Espero no serlo.
—¡No! No, qué va. Para nada.
Archie la miró. ¿Sería un mero cumplido? La verdad es que, ahora que sabía que ella no iba con pretensiones románticas, debería tener la gentileza de mostrarse un poco más comunicativo. Rellenó sendas copas de champán. Estaba funcionando: se estaba distendiendo el ambiente y su dolor de cabeza, en lugar de empeorar, remitía.
Consiguió esbozar una sonrisa.
—Bueno, está claro que con esto se acabó la tensión. Tal vez podamos relajarnos un poco, ahora que sabemos que no esperamos encontrar el amor verdadero. O, Dios nos libre, campanadas de boda. Que, según creo, es lo que Patricia anhelaba.
—Pero, en serio —dijo Emmie—, ¿qué posibilidades hay? De encontrar el amor verdadero en una página web, me refiero…
—Todo este rollo es un espanto —afirmó Archie.
—Pues sí —convino Emmie—. Pero la gente no puede evitar meterse en la vida de otros. No entienden cómo es posible que seas feliz estando soltero.
—Totalmente.
—O sea, a mí me encanta estar sola. No quiero atar mi vida a otra persona.
—Yo tampoco.
Por un momento se produjo un silencio incómodo mientras se sonreían mutuamente, ambos plenamente conscientes de la extraña situación. Entonces Emmie bajó la vista.
—Nunca más —dijo ella casi en un hilo de voz. Archie creyó distinguir el brillo argénteo de una lágrima asomando en la comisura de uno de sus ojos—. Caray. —Forzó la voz tratando de no llorar—. Me prometí a mí misma que no lo mencionaría.
Las mujeres emotivas siempre ponían muy nervioso a Archie. Nunca estaba seguro de qué decir y, en vez de ayudar, acababa empeorando las cosas. Él solía ser muy práctico y nunca captaba del todo los matices de lo que fuera que las hubiese disgustado. Se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa sonriendo educadamente, con la esperanza de que cambiase de tema.
Emmie cogió su copa.
—Pero es lo que hay. —Se inclinó hacia delante en actitud confidencial—. No se puede confiar en alguien al que le gusta apostar.
Archie se quedó un poco desconcertado.
—Bueno —dijo—. No sé. En fin, a mí me gusta probar suerte de vez en cuando tanto como al que más. El día del Derby. Y en la Copa de Oro de Cheltenham.
—Eso es probar suerte —afirmó Emmie con desánimo—. Y otra cosa es jugarse los ahorros de toda una vida de otra persona en un santiamén.
—Ah —dijo Archie.
Antes de que Emmie pudiese revelarle algo más, el mayordomo abrió lentamente la puerta del compartimento y entró con brioche de setas silvestres. Esperaron educadamente mientras lo servía y vertía humeante café recién hecho en sendas tazas. A estas alturas, los descuidados retazos de las afueras de Londres habían quedado atrás y el tren avanzaba por el paisaje calizo de los North Downs.
La puerta se cerró suavemente y Archie cogió la lechera de plata.
—¿Leche? —preguntó.
Emmie asintió.
—No me habría sentado tan mal —le explicó ella— si Charlie no hubiera sido tan divertido.
Archie le sirvió un poco de leche. Le apeteciese o no, iba a tragarse la historia de su vida.
—Será mejor que me lo cuentes todo —dijo—. Desde el principio.
El sombrío mes de noviembre se encontraba en su plenitud. El helor de la tierra se calaba por las suelas de las botas de borrego de Emmie y se le estaban entumeciendo los dedos de los pies. Una carpa en la carrera de caballos más importante del país le había parecido una idea apetecible, pero nada la había preparado para el frío. La afluencia de clientes era constante, muy constante, lo cual compensaba con creces el coste de su diminuta carpa. Pero una carpa de lona de metro y medio por tres con el frontal abierto la dejaba a merced de los elementos. El comentarista repetía sin cesar que la pista se hallaba en buen estado, a pesar de que la escarcha matinal se estaba derritiendo, pero permanecer quieta de pie a temperaturas gélidas estaba comenzando a resultar insoportable. Tenía los dedos tan fríos que apenas podía contar el cambio.
A su alrededor había varias mesas de madera colocadas en forma de U y cubiertas de sombreros. Sombreros de todo tipo, forma y color que había adornado con plumas, lazos, lentejuelas, piel, encaje, broches vintage: cualquier cosa que cayera en sus manos. Al parecer, los aficionados a las carreras eran extravertidos y amantes de los sombreros por naturaleza, y los sombreros se estaban vendiendo como rosquillas. Había despachado más de veinte y mucha gente se había llevado su tarjeta, donde anunciaba sombreros de señora por encargo. Esta gente era su mercado potencial, eso seguro. A lo mejor, después de años siendo una simple dependienta, se encontraba un paso más cerca de hacer realidad su sueño.
—Toma. Da la impresión de que estás medio congelada. Igual con esto entras en calor. —Se dio la vuelta y se encontró a un hombre alto con un abrigo de cachemira azul marino con cuello de terciopelo sujetando un vaso de chocolate caliente. El vapor que despedía estaba impregnado de coñac. Suponía que era imprudente aceptar bebida de un completo extraño, pero después de olerlo no pudo resistirse y el calor del vaso le alivió el entumecimiento de los dedos.
—Gracias. Eres muy amable. Tengo tanto frío que creo que nunca volveré a entrar en calor.
—Tienes los labios casi azules —le dijo él—. ¿Quieres que me encargue de esto unos minutos mientras vas a la tribuna a entrar en calor? —Ella frunció el ceño. ¿Cómo iba a ausentarse por las buenas y dejar el puesto en manos de un desconocido?—. No te preocupes. No voy a echar a correr con tus sombreros. Dudo que me favorezcan —comentó con una sonrisa burlona. Tenía los ojos risueños y brillantes y un aire descarado que desarmaba automáticamente—. Y llevas encima las ganancias.
Emmie llevaba una faltriquera atada a la cintura a rebosar con el dinero que había sacado hasta entonces. No quedaba muy bien —se sentía como una vendedora ambulante—, pero Emmie no había más que una, de modo que no podía correr riesgos. Se fijó con más atención en el hombre. ¿Por qué se ofrecía a ayudarla?
—Mira —dijo él—. Estoy al tanto de la última carrera. Quiero retirarme ahora que estoy en racha. La única manera de impedir que apueste de nuevo y que pierda todo es quedarme aquí encerrado. Me harías un favor.
Eso debería haberle bastado a Emmie para saber todo lo que tenía que saber. Sin embargo, había algo en ese hombre que inspiraba confianza, y necesitaba ir al aseo desesperadamente. Sonrió.
—Diez libras de descuento si compran dos —le informó—. Vuelvo enseguida.
—Tómate tu tiempo —contestó él—. Compra algo para comer. Te recomiendo los hojaldres de salchicha.
Se abrió paso entre la multitud hasta la tribuna al tiempo que se preguntaba si estaba loca, si al volver se encontraría las tres mesas vacías. Algo le hizo pensar que no. No conseguiría guardar todos los sombreros y largarse con ellos en diez minutos; ella se había pasado más de una hora haciendo viajes desde el coche. ¿Y dónde los iba a revender?
Tenía a su alrededor un montón de gente, todos ligeramente perjudicados, pululando sin cesar entre el bar y las ventanillas de apuestas. Tuvo que esperar un siglo en la cola del baño; para cuando llegó al puesto de salchichas se habían agotado, de modo que se compró dos donuts de azúcar calientes y sintió que recuperaba las fuerzas.
Cuando volvió, el buen samaritano estaba haciendo gala de su espectacular labia engatusando a los potenciales clientes con su perorata. Ella se quedó quieta, impresionada, mientras él vendía un par de sombreros de fieltro verde decorados con plumas de faisán a —sin lugar a dudas— una madre y una hija.
—Estoy impresionada —le dijo.
—Soy Charlie —repuso él, y ella se echó a reír—. Me has hecho un grandísimo favor —continuó—. Iba a apostar por Gipsy y cayó en la cuarta valla. Así que he sacado pasta: cuatrocientas libras, para ser exactos. Y he vendido cinco sombreros. —Daba la impresión de que no cabía en sí de orgullo.
—No sé cómo agradecértelo.
—Pues yo sí —dijo él—. Cenando conmigo.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Tengo un buen presentimiento —contestó él, y ella se sonrojó más de lo que estaba como consecuencia del aire frío. Era encantador, de eso no cabía duda, y tenía ese brillo en la mirada, y, a juzgar por su abrigo de cachemira y sus zapatos de ante punteados, era de clase acomodada. No es que Emmie fuese precisamente de las que iban por el dinero, pero de alguna manera le confortaba el hecho de que tuviera cierto refinamiento.
La ayudó a embalar los sombreros que no había vendido, a desmontar las mesas de caballete y a meterlo todo en el maletero del coche; acto seguido se la llevó a un pub con tejado de paja donde consiguió una mesa junto a la chimenea. Emmie era consciente de que solo llevaba vaqueros y varias capas de camisetas y jerseys, pero se las apañó para encontrar en el bolso una barra de brillo de labios y le quitó un broche a uno de sus sombreros para ponérselo. No se trataba del conjunto ideal para una primera cita, pero era lo mejor que podía conseguir, y él la había visto en su peor estado, así que obviamente no le importaba.
Charlie era perito tasador —«Mortalmente aburrido; me tiro todo el día de acá para allá con el metro localizando humedades en las paredes»—, y la hacía reír. Se pasó toda la noche pendiente de ella, insistiendo en que se terminara las patatas fritas y que luego tomara pudin de caramelo tostado, pues era la especialidad de la casa.
—Cómo no iba a enamorarme de él —le dijo Emmie a Archie llegados a este punto—. Parecía demasiado bueno para ser cierto. Era mi príncipe azul. Todo lo que necesitaba. Era amable, cariñoso, comprensivo, divertido…
—Y un jugador —puntualizó Archie.
—Es muy fácil de ocultar. No es como ser alcohólico, que se sabe si alguien ha bebido. A veces me daba cuenta por su estado de ánimo de si había ganado o perdido, claro, pero de lo que no tenía ni idea era de la cantidad de dinero que apostaba. Miles. Miles y miles de libras.
—¡Uf! —Lo máximo que Archie había apostado en su vida eran cincuenta pavos.
Emmie bajó la vista hacia su regazo.
—No supe ver las señales de advertencia. Confiaba ciegamente en él. Me ayudaba con el negocio. Bueno, cómo no: quería trincar la pasta. Y, para ser justos, gracias a su ayuda me fue muy bien. Me ayudó a pedir un préstamo, y una subvención, y a encontrar un taller, y se encargó de toda la publicidad: tenía un montón de contactos entre la gente bien y empezaron a encargarme sombreros. Hizo que les cobrara como es debido —cientos de libras—, y ellos, encantados de pagar… Y, de repente, empecé a conseguir beneficios, y bastantes.
—Evidentemente, tienes talento.
—Sí. Para dar con un estafador. —El tono de Emmie revelaba una amargura que no le pegaba—. Un día descubrí que me había vaciado la cuenta. Fui tan estúpida que lo autoricé como signatario. Resulta que un mozo de cuadra le había dado un soplo. Era una apuesta segura.
—Eso no existe.
—No. Sobre todo en este caso. El caballo ni siquiera consiguió salir del cajón de salida. —Emmie hizo una pausa. Le costaba contar esa parte de la historia—. Y yo perdí once mil libras que había ganado con el sudor de mi frente y que tenía reservadas para una tienda.
—Vaya. —Desde luego, la reacción de Archie dejó mucho que desear, pero no se le ocurrió nada mejor que decir—. Seguro que no fue premeditado. Seguro que fue una de esas cosas que pasan. Que ese día fue incapaz de resistir la tentación. Eso les ocurre a los adictos.
Lo dijo como si lo supiera de buena tinta, lo cual no era así.
—El caso es que lo perdí todo. Mi dinero. Y a él. Ni que decir tiene, me hizo toda clase de promesas de que no volvería a ocurrir, pero había perdido la confianza en él. ¿Cómo le iba a dar otra oportunidad?
—Claro que no. —Archie se mostró rotundo—. Demasiada responsabilidad para ti y demasiada tentación para él. Hiciste lo correcto. Me da la impresión de que era un truhán.
¿Un truhán? ¿De dónde salía esa palabra? ¿Por qué de repente se había puesto a hablar como Bertie Wooster? Porque Emmie estaba ahí sentada como si hubiese salido de las páginas de P. G. Woodhouse, ese era el porqué. Daba la impresión de que iba a pasar un fin de semana de fiesta en una casa de campo. Se imaginó un Rolls Royce Silver Shadow deteniéndose delante de la estación y a un elegante amigo saliendo de un brinco del coche para recogerla con un perro real de Egipto sujeto de la correa.
—¿Un truhán? —Se echó a reír, lo cual era buena señal—. En fin, oye… Lo siento. Creo que necesitaba soltar todo esto.
—No pasa nada. Lo entiendo. Hemos matado el tiempo.
Se hizo un silencio embarazoso. Emmie carraspeó.
—¿Echas…, echas de menos a tu amigo?
—Sí. Sí, supongo que sí. —Archie bajó la vista—. Lo siento, no creo que vaya a ser una compañía muy grata en este viaje.
—No importa.
Sin pensarlo, Emmie se inclinó hacia delante y posó sus manos sobre las de él. Archie se quedó helado. Se dio cuenta de que este era el primer contacto físico que tenía con alguien desde la muerte de Jay, aparte de alguna que otra palmada en la espalda o un apretón de manos. Como albacea del testamento de Jay y la persona a quien había encomendado todo, habían sido semanas de papeleo, abogados, contables, burocracia, decisiones, firmas, formalidades…
Pero Archie no estaba acostumbrado al contacto cercano y se sintió un poco violento. Apartó suavemente las manos, se aclaró la garganta y cogió su copa.
—De todas formas, creo que ambos nos merecemos hacer lo posible por disfrutar de este viaje. Aunque las circunstancias no sean ideales para ninguno de los dos.
—Totalmente —dijo Emmie—. Es el viaje de nuestra vida. Olvidemos el pasado de momento y aprovechémoslo al máximo.
Al tiempo que el tren avanzaba serpenteando por la campiña de Kent, donde comenzaban a brotar las flores y los corderos retozaban en los campos, brindaron sobre la mesa.