Cierra los ojos y cuenta hasta diez», se dijo Stephanie para sus adentros.
A Simon le iba a dar un síncope si veía a su hija. Stephanie era consciente de que no tendría más remedio que lidiar con la situación, a pesar de que evitaba aleccionar a los niños. Ya eran mayorcitos, y en cualquier caso tampoco era su cometido. Otra cosa sería que comenzase a sentir lo contrario pasados esos días. De momento, odiaba interferir. Más aún estando de pie en camisón y con los rulos puestos cuando se suponía que debía estar lista en menos de quince minutos.
Miró con impotencia a la chica que tenía delante en el descansillo. Beth llevaba una camiseta ajustada, unos minúsculos vaqueros elásticos llenos de flecos, medias de red y botas Dr. Martens rosa fuerte. Se había peinado su pelo rubio hacia atrás y se lo había recogido en una coleta a un lado.
Stephanie inspiró hondo.
—Beth, estás increíble, pero no te van a dejar subir al tren vestida así. —Mantuvo el tono de voz lo más natural que pudo—. Exigen vestir elegante con un toque informal. Y ya sé que es una lata, pero no es justo para tu padre. Sabes que se pondrá hecho una furia.
Pensó que se había mostrado de lo más conciliadora.
Sin embargo, Beth se cruzó de brazos.
—Es lo único que tengo.
—De eso nada. Tienes vestidos preciosos.
—Todos me hacen gorda.
Stephanie suspiró.
—¿Cómo que te hacen gorda? Tienes un tipo estupendo. Mira qué piernas más espectaculares. Mataría por tener esas piernas. —Beth tenía las piernas larguísimas. No era el caso de Stephanie—. Venga, echemos un vistazo a ver si encontramos algo para que a tu padre no le dé un infarto.
Ya no le daría tiempo a arreglarse el pelo como es debido, pero era más importante ocuparse de Beth.
—Sigo sin entender por qué ha organizado este viaje. ¿A quién le gusta pasar todo el rato encerrado en un tren? ¿Por qué no hemos ido a Dubai, por ejemplo? ¿O al Caribe? Habría estado guay.
—No había tiempo para ir tan lejos.
—Ah, claro. —Beth la miró dando a entender que sabía la razón—. El café. No queréis dejar eso solo demasiado tiempo.
Stephanie no se alteró. Sospechaba que resultaba difícil asumir que tu padre finalmente había encontrado a una sustituta para tu madre y la había metido en la casa familiar, de modo que trató de justificar el tremendo egocentrismo de Beth. En el fondo, la chica era adorable, pero estaba acostumbrada a salirse con la suya sin pensar en nadie más. Eso solía pasar a menudo cuando los padres estaban divorciados, porque su reacción innata era mimar y consentir a los críos para disimular la culpa.
Dejando que otros asumieran las consecuencias. Ella no quería complicarle la existencia a Simon —no se merecía más malos rollos; ya tenía bastante con los de su ex, Tanya—, pero Beth tenía que cambiarse de ropa a toda costa.
—Beth, cielo, vamos. Por favor…
La chica puso los ojos en blanco. Stephanie notó que despedía un aroma a Marlboro Light mezclado con uno de esos perfumes intensos de estrellas del pop.
—Ni siquiera sé por qué nos lleváis —dijo Beth—. Seguramente os lo pasaríais mejor solos.
Stephanie bajó la vista a la alfombrilla de rayas que cubría todo el pasillo y contó hasta diez. Pues sí, pensó, a este paso probablemente habría sido lo mejor. Pero no iba a decirlo en voz alta.
—La idea de este viaje es pasarlo bien juntos.
—Ah, claro. Jugar a la familia feliz. Me voy a perder dos fiestas. Dos. —Beth hizo un gesto con los dedos por si Stephanie no había captado el mensaje. Llevaba descascarillado el esmalte verde chillón de las uñas.
—Tampoco te vas a morir si te las pierdes. —A Stephanie no le cabía duda de ello. Todas las fiestas de adolescentes eran la misma historia: bebida barata, vómitos, sobeteos y llantos. Ella había estado en otras tantas, y las cosas tampoco habían cambiado tanto. No obstante, entendía la desazón que atenazaba a Beth. El miedo a que algo grandioso y decisivo ocurriese a tus espaldas.
Se abrió una puerta al fondo del pasillo y Jamie salió con paso resuelto de su habitación. A diferencia de su hermana, iba bien vestido: americana de rayas y corbata roja, pantalones ceñidos negros, el pelo oscuro engominado con un aparente descuido, el look bohemio-pijo. Despedía el halo de seguridad en sí mismo de quien jamás en su vida se ha sentido fuera de lugar. Jamie poseía la combinación perfecta de cualidades necesarias para tener éxito en la vida: era listo y guay.
—Pelota —soltó Beth.
Jamie la miró de arriba abajo, impasible.
—Papá va a flipar.
Beth se atusó la coleta. A pesar de su aparente actitud desafiante, Stephanie notó el nerviosismo de la chica. Se le estaba agotando el tiempo.
—Si ni siquiera te va a ver nadie. —Incluso mientras lo decía, supo lo irritante que sonaba. La voz de la razón—. Pues no sé por qué yo no puedo ponerme lo que quiera.
—Porque no es apropiado. Por favor, Beth. —Stephanie se dio cuenta de que estaba suplicando. Se preguntó si surtiría efecto un soborno. ¿Cincuenta pavos? Valdría la pena.
—No se va a cambiar —apostilló Jamie—. Le encanta cabrear a la gente.
Beth fulminó a su hermano con la mirada y acto seguido extendió las manos.
—De acuerdo. Me cambiaré. Mientras todos estéis contentos, por mí vale.
Se fue resoplando a su habitación. Stephanie miró a Jamie, que esbozó una sonrisa de compromiso.
—Qué buena racha —comentó él.
—No sé por qué. —Stephanie se apoyó contra la pared. Se sentía agotada.
—Porque estamos tocados —le dijo Jamie—. Totalmente jodidos. Seguramente te diste cuenta desde el primer día, ¿no?
Jamie tenía razón: había llegado a esa conclusión el primer día. Aunque en teoría cientos de niños habían pasado por lo mismo que Jamie y Beth. Las familias rotas eran la norma. Pero imaginaba que eso no facilitaba las cosas cuando tus propios padres se separaban. Especialmente cuando era tu madre quien se marchaba. Era tan antinatural, abandonar a tus hijos…
Se suponía que las madres no hacían eso. Jamás.
Pero, en honor a la verdad, Beth y Jamie la habían tratado bastante bien hasta ahora. La primera vez que pasó la noche en casa de Simon se sintió francamente cohibida, al ser plenamente consciente de que estaba suplantando a Tanya, a pesar de que hacía mucho tiempo que Tanya se había marchado y de que Simon y ella llevaban divorciados casi dos años. Simon insistía en que Stephanie tenía todo el derecho a estar allí, en que él tenía todo el derecho a traerla a casa ahora que llevaban casi tres meses saliendo, pero eso no evitaba que se sintiera incómoda y que a veces todavía lo hiciera.
—Me consta que les caes bien —le dijo Simon—. Esa no es la cuestión. Date tiempo. E intenta no tomártelo como algo personal.
Eso, pensaba Stephanie, para Simon era fácil de decir. Y luego se le ocurrió la idea de que los cuatro se fueran en el Orient Express, para pasar tiempo juntos.
Volvió al dormitorio principal. Del baño emanaba una nube de vaho impregnado de la inconfundible esencia de bergamota de Simon. Le levantó el ánimo. Todavía provocaba que el corazón le diese brincos de alegría, a pesar de lo cuesta arriba que se le estaba haciendo.
Se arregló lo más rápidamente que pudo: se quitó los rulos, se maquilló y se enfundó las medias, el vestido, los zapatos de tacón a los que estaba tan poco acostumbrada. Su vida había cambiado tanto en apenas tres meses… Había sido un idilio arrollador: estimulante, vivificante y maravilloso. Y ahora aquí estaba, con el vestido de noche colgado en un portatrajes de lino transpirable, la maleta preparada y lista para subir al Orient Express. Todavía le costaba creerlo.
Puede que fuese un cuento de hadas, pero aun así había que afrontar la realidad. Desenchufó el teléfono del cargador y lo sostuvo en la mano unos instantes. Le había prometido a Simon no llamar al café. Habían hecho un pacto: cuatro días enteros sin que ninguno llamase al trabajo. Después de todo, había sido la obsesión por el trabajo lo que supuestamente había hundido el matrimonio de Simon y empujado a su mujer, Tanya, a caer en los brazos de otro hombre. Keith, un arquitecto autónomo que trabajaba desde casa, con tiempo de sobra para prestar a Tanya la atención que tanto ansiaba.
De todos modos, Stephanie se moría de ganas de comenzar el viaje. Iba a tener que hacer acopio de toda su voluntad para marcharse sin llamar. Su equipo llevaba trabajando para ella más de un año y era perfectamente capaz de resolver cualquier eventualidad —incendio, inundación, intoxicación—, pero Stephanie se sentía tan ansiosa como una madre cuando deja a su bebé por primera vez. El café lo significaba todo para ella. En él se había dejado tiempo, dinero, sangre, sudor y lágrimas y su relación anterior, razón por la que se identificó tanto con Simon al conocerse. Cuando rompieron, su exnovio le dijo que se preocupaba más por sus magdalenas que por él. En aquel entonces posiblemente fuese cierto, pero el reproche le dolió.
A estas alturas había aprendido que en la vida había cosas más importantes que la consistencia de tus dulces. Aun así, tenía tendencia innata a preocuparse.
Pulsó la marcación rápida justo cuando se abría la puerta del baño. De repente Simon emergió de entre el vaho, con una toalla liada a la cintura. A los cincuenta y dos, conservaba una espléndida figura: una espalda ancha que se iba estrechando hasta una cintura que solo mostraba un leve indicio de barriga de cuarentón, lo cual en cierto modo acentuaba si cabe su solidez y seguridad. Cortó la llamada. Sabía que tenía semblante de culpable.
Simon enarcó una ceja. Sus cejas oscuras, que perfilaban un armonioso arco sobre sus ojos color avellana, eran de las cosas que más le gustaban de él. Imaginaba que las utilizaba para producir un efecto contundente en el juzgado. Un movimiento apenas perceptible lo diría todo.
—Perdón, perdón… —Stephanie guardó el teléfono en el bolso y desenchufó el cargador de la pared. Simon dejó caer la toalla al suelo y se dirigió al armario, mirando por el rabillo del ojo con una sonrisa burlona.
—Anda. Vuelve a llamarles. Asegúrate de que los gamberros no hayan asaltado el local de madrugada. O de que no lo hayan arrasado…
—Seguro que todo está bien. —Se sintió ridícula. Simon era abogado, con tropecientos casos pendientes de vital importancia que estaba consiguiendo no supervisar. Y ella preocupándose por si dos ayudantes muy competentes habían conseguido abrir la puerta del café y encender la cafetera.
Se acercó a ella con una camisa celeste en una mano y una corbata de rayas en la otra.
—Eh… Sé que es difícil, pero tienes que desentenderte. No eres indispensable. Nadie lo es.
Ella sabía que hablaba por experiencia. Se había esforzado en cambiar de actitud para salvar su maltrecho matrimonio. Por desgracia había sido demasiado tarde.
Por suerte para ella, sin embargo.
—Estás increíble, por cierto —le dijo él—. Desde luego, no has podido hacer mejor elección.
—Para variar de los vaqueros y el delantal. —Extendió los brazos para que pudiera examinarla detenidamente.
—Sabes cómo me pone ese delantal.
—Todavía estoy a tiempo de echarlo a la maleta.
Él esbozó una sonrisa burlona.
—No. Estás bien así.
Llevaba puesto un vestido de ganchillo bajo un delicado cárdigan largo de punto: chic, discreta y nada más lejos de su estilo habitual. Simon la había acompañado para ayudarla a elegir el vestuario para el viaje, cosa que nunca había hecho con Tanya. A veces Stephanie se sentía culpable por ser ella en lugar de Tanya quien se beneficiaba del cambio que había experimentado Simon, pero era demasiado tarde para Tanya.
—Bueno —le había dicho él en tono sombrío—, ella no quería que cambiase. En el fondo, no. Era un mero pretexto para culparme por su abandono. La absolvía, ¿no? Yo me mostraba poco razonable. Estaba casado con mi trabajo. Y eso que era ella la que no dejaba de presionarme para que ganara el puñetero dinero. Vamos a ver, todo esto no se consigue —movió la mano de un lado a otro para indicar la vivienda de cuatro plantas con todos los detalles de lujo— estando en casa a las seis para cenar.
Desde que estaban juntos, los amigos que le había presentado —solo un par de ellos se habían puesto de parte de Tanya y no quisieron conocerla— exclamaban con admiración lo mucho que Stephanie le había cambiado. Pero Stephanie de ningún modo había influido deliberadamente en el cambio de Simon, ni mucho menos. Si él había adoptado otros hábitos, tal vez fuera porque había aprendido de sus errores.
—O tal vez quiera estar contigo —le había dicho—. Con Tanya, volver a casa implicaba enfrentarme a una letanía de reproches. Tenía el listón muy alto. Económica y emocionalmente.
Por lo visto, Tanya se pasaba los días de aquí para allá entre el gimnasio, la peluquería y la esteticista. Stephanie, por el contrario, se cortaba ella misma el pelo con las tijeras de la cocina y rara vez se pintaba las uñas. Cuando se tenían las manos en la masa de sol a sol, no tenía mucho sentido.
Simon también se había empeñado en que buscase un hueco para ir a la peluquería y a hacerse la manicura antes del viaje.
—No te preocupes; no quiero acicalarte para exhibirte como un trofeo —le había dicho con sorna—. Ni mucho menos. Es que creo que te mereces mimos. Te dejas la piel trabajando.
Después de años deslomándose en el trabajo, levantándose al amanecer para abrir el café y saliendo la última —no sin antes hacer la caja, pasar un paño hasta por el último rincón, fregar el suelo y lavar hasta el último plato—, Stephanie estaba descubriendo que le encantaban los detalles y el lujo.
—Podría cogerle el gusto a esto —le había dicho a Simon al tiempo que movía sus brillantes mechones de pelo y le enseñaba sus uñas color coral.
—Me alegro.
Y ahora ahí estaba, de punta en blanco, sin un pelo fuera de su sitio, lista para viajar a Venecia en el Orient Express. Ayudar a un cliente con el crucigrama de The Times formaba parte del servicio del café: Stephanie nunca había valorado su extenso vocabulario, pero acertar la respuesta del siete horizontal definitivamente había tenido su compensación. Miró a Simon y sintió un arrebato de alegría, emoción y amor. Se acercó a él y le rodeó el cuello con el brazo.
Él se acurrucó junto a ella, que percibió el roce de sus labios sobre su piel.
—No da tiempo, supongo… —susurró él.
Ella sintió que se encendía en ella una chispa familiar. Confiaba en que ese sentimiento nunca se disipase. Miró la hora con el rabillo del ojo y se apartó de él muy a su pesar. ¿Quién sabe cuándo tendrían la siguiente oportunidad?
—Venga —dijo—. Vístete. El taxi llegará de un momento a otro.
Al cabo de diez minutos, Stephanie, Simon y Jamie estaban esperando en el recibidor. Era enorme, con suelos de losas Minton que conducían a la amplia escalera. Al pie de la escalera yacía el equipaje.
Stephanie observó la escena en el espejo, que ocupaba gran parte de la pared del fondo. Si alguien le hubiese dicho que acabaría enamorándose de un abogado de mediana edad con dos hijos adolescentes, no habría dado crédito. A Stephanie, un alma libre, tan resuelta para abrirse camino en la vida, le asombró descubrir lo mucho que disfrutaba con las convenciones. Muchas de sus amigas se mostraron escépticas cuando les contó su relación, pero, como les hizo ver: «A veces, lo sabes y punto».
Y por fin hizo su aparición Beth, bajando con porte majestuoso la escalera con un vestido perfecto: azul marino con golondrinas y, vale, puede que un poco corto, pero era lo que se llevaba últimamente, a estas alturas nadie montaba un número por el largo de un vestido, y llevaba medias sin agujeros, unos zapatos de salón bajos sin arañazo alguno y el pelo recogido con un par de pasadores brillantes, y tenía un aspecto… simplemente perfecto…
Stephanie le dio un abrazo de agradecimiento.
—Estás preciosa.
Simon asintió.
—Mi niña guapa.
Beth sonrió con ironía. Era obvio que su padre no tenía ni idea del tira y afloja previo, y agradecía a Stephanie su silencio.
—Bien, ¿lleváis todo? —preguntó Simon, preparado para activar la alarma antirrobo.
Justo cuando todos cogieron el equipaje, sonó el teléfono.
—No contestes. No tenemos tiempo.
Simon comenzó a pulsar el código.
A la cuarta llamada, saltó el contestador.
Era Tanya. Su tono era bajo, ronco, y sonaba como arrastrando las palabras. Como si se acabase de despertar. O como si estuviera borracha.
—Mis niños… Posiblemente ya no os pillo. Solo quería decir que lo paséis fenomenal. Pensaré en vosotros. Ah…, por cierto, Simon: tus gafas de sol graduadas, las que te llevas a esquiar… Pensé que igual las necesitabas. Por si te preguntabas dónde estaban, te las dejaste aquí la otra noche. Te las guardo, ¿no?
El tono triunfal de su voz era patente.
Simon parecía fuera de sí mientras alargaba la mano para interrumpir el mensaje.
Stephanie lo miró.
Jamie y Beth se miraron.
Fuera, en el camino de entrada, el taxi anunció su llegada con un toque de bocina.
En el recibidor se hizo un silencio incómodo. El taxista finalmente se acercó a llamar a la puerta y resultó imposible ignorarlo, pero al menos su intervención hizo reaccionar a todos. Beth y Jamie empezaron a sacar el equipaje. Presentían que se avecinaba una crisis y adoptaron una actitud servicial.
Simon abordó a Stephanie en el umbral. Parecía avergonzado mientras se rascaba la cabeza y daba una explicación.
—Tanya quería que le ayudase con la declaración de la renta. Es la primera vez que ha tenido que hacerla sola, desde el divorcio, y, francamente, no tiene ni idea. Es una negada para los números. Y yo pensé que más me valía echarle una mano antes que afrontar las consecuencias cuando metiera la pata.
—No me tienes que dar explicaciones —repuso Stephanie. Esbozó una sonrisa que no dejaba traslucir su pesadumbre. No quería hacer un drama.
—Pues sí. No quiero que pienses que me escabullo para ver a Tanya a tus espaldas.
Stephanie no contestó. Eso era precisamente lo que había hecho.
—Sé que eso es lo que he hecho… —Simon estaba abochornado—. Pero pensé que no valía la pena mencionarlo. No quería disgustarte. Y, maldita sea, Tanya siempre se las arregla para putearme así. Cuando lo único que intentaba hacer era evitar males mayores…
Se le apagó la voz.
—En serio, no pasa nada —dijo Stephanie—. Pero la próxima vez lo mencionas, ¿vale?
—Lo sé. Lo sé. He cometido un error.
Stephanie se dio cuenta de que no era muy habitual ver a Simon aturullado.
—Entiendo que tengas que verla. No puedes borrar veinte años de matrimonio. Y, al fin y al cabo, es la madre de tus hijos.
—Eres increíble. —Simon se inclinó para besarla—. Si hubiera sido Tanya, sería la historia de nunca acabar. Me habría calentado la cabeza con el tema para los restos.
—A lo mejor por eso me quieres —replicó Stephanie en tono seco.
Simon le tocó el brazo.
—No sé qué haría sin ti.
Se dio la vuelta y fue a coger la maleta de Stephanie. Ella lo observó. No tenía motivos para desconfiar de lo que le había contado, y sin embargo no pudo evitar sentir un resquicio de duda. ¿De verdad se había pasado por allí para la renta? ¿O todavía sentía algo por su mujer y había aprovechado la ocasión para ir a verla? Tanya era despampanante, temperamental, de armas tomar. El tipo de mujer que rompía los corazones de los hombres para entretenerse. Aunque Simon argumentaba que su matrimonio estaba roto desde hacía un montón de años, Stephanie sabía que se puede querer a alguien que te haga daño. Incluso después de encontrar a una sustituta. Y «no sé qué haría sin ti» no era el tipo de cosas que se decían a alguien a quien habías entregado tu alma. Era el tipo de cosas que se decían a una asistenta de confianza.
«Basta», se dijo Stephanie para sus adentros. ¿De dónde demonios sacaba esa paranoia? Por supuesto que Simon la quería. Se lo había dicho, ¿no? Y probablemente fuera porque no tenía nada que ver con Tanya. Tanya, que iba tan provocativa, que coqueteaba descaradamente y esnifaba cocaína en las fiestas a sabiendas de que, de hacerse público algún día, hundiría la carrera de Simon, porque Tanya era, por encima de todo, egoísta.
Para Simon seguramente sería un alivio tener a su lado a una persona serena, sensata y digna de confianza. Y no era tan aburrida, se reconvino Stephanie. Montar tu propio café y tener siempre gente haciendo cola en la puerta a mediodía no era aburrido. Pensó con orgullo en el escaparate de su café —los enormes merengues cubiertos de pistacho, las tartaletas de frambuesa, los legendarios brownies—; todo apilado, sin orden ni concierto aparente, pero en realidad con las proporciones, los colores y las cantidades perfectamente calculadas para darle un aspecto absolutamente irresistible al expositor…
A Tanya, según le decía Simon, lo único que se le daba bien era gastar dinero.
Además, pensó Stephanie con una sonrisa pícara, era diez años menor que Tanya. Puede que no fuese tan glamurosa, pero no necesitaba Botox.
Hizo caso omiso de sus recelos. No estaba dispuesta a enfurruñarse. Simon le había dado explicaciones y se había disculpado, lo cual bastaba.