Capítulo cuatro

Las salas de espera de los hospitales, por muy relajantes que resultaran los tonos de las paredes o por muy entretenidos que fuesen los cuadros, siempre producían la misma sensación. A estas alturas Archie ya había estado en unas cuantas como para saber que nada podía aplacar la ansiedad, aunque Jay parecía ingeniárselas para mantener el buen ánimo mientras esperaban. Siempre era Archie quien miraba la hora, quien se mordía las uñas, quien daba un respingo al oír pronunciar el nombre de Jay.

La espera de hoy estaba resultando interminable. El panel blanco anunciaba que las citas iban con treinta minutos de retraso. No lo suficiente como para salir un rato del hospital y aprovechar el tiempo en algo. Por supuesto que no. Estabas atrapado, por si se ponían al día en las horas o alguien no acudía y te adelantaban la cita. Lástima que no tuvieran tiempo de ir a tomarse una pinta, aunque seguramente no sería muy correcto que Jay se presentara delante del especialista apestando a cerveza.

Pero, a estas alturas de la película, ¿qué más daba?

Miró a su amigo. Jay estaba hojeando una revista, deteniéndose cada vez que algo llamaba su atención. Daba la impresión de encontrar un montón de cosas en las que fijar su atención. Archie no era muy dado a la lectura, y ni que decir tiene que no habría encontrado nada interesante en la pila de viejos ejemplares del National Geographic y de revistas femeninas a disposición de los pacientes. Estaba demasiado preocupado como para distraerse con fotos de osos polares y recetas de tarta de queso con arándanos.

Jay levantó la vista al notar que estaba siendo observado.

—Háblame de tu mujer ideal, Archie.

—¿Qué quieres decir?

—Tu mujer ideal. Descríbemela.

Archie puso los ojos en blanco.

—¿No estarás rellenando uno de esos cuestionarios? Si tu puntuación tiene mayoría de ces, eres un psicópata con inclinaciones narcisistas.

Jay negó con al cabeza.

—Es un concurso. Voy a apuntarte. —Entrecerró los ojos—. Solo queda una semana para la fecha tope. —Se reía de un modo que escamó a Archie, quien intentó apoyarse en el hombro de Jay para ver la página, pero este apartó la revista para impedírselo—. Venga… ¿Qué buscas en una chica?

—¿Yo? —Archie sonrió con gesto burlón—. No soy muy quisquilloso, mientras sea limpia y conserve todos los dientes.

Jay lo miró pensativo. Archie se sintió incómodo. Últimamente Jay solía comportarse así: pasaba de un estado de ánimo jocoso a serio en un abrir y cerrar de ojos. Le producía desasosiego.

—¿Qué? —inquirió Archie.

—Nunca vas a conocer a la mujer perfecta perdiendo el tiempo conmigo en salas de espera, ¿verdad?

—La mujer perfecta puede esperar —repuso Archie.

Jay siguió mirándolo fijamente.

—Te mereces a alguien especial. ¿Eres consciente de eso?

—¿No lo merece todo el mundo?

Jay arrancó con cuidado la página de la revista y la dobló.

—¿Qué tipo de concurso es? —Ahora Archie sospechaba aún más.

—A ti qué te importa.

Una enfermera salió por una puerta.

—Jay Hampton.

Los dos hombres se miraron.

—¿Quieres que entre contigo? —preguntó Archie.

Jay negó con la cabeza.

—Qué va. No tardaré. —Se levantó y se metió en el bolsillo la hoja que había arrancado de la revista.

Archie bajó la vista hacia la moqueta institucional gris y alineó sus pies con cuidado en uno de los recuadros. Tenía un mal presentimiento. Jay se mostraba optimista a toda costa; Archie estaba muerto de miedo.

Los dos se habían criado en granjas vecinas en el corazón de los Cotswolds. Hacía poco que los padres de Jay habían vendido la granja, conscientes de los duros tiempos a los que se enfrentaban los granjeros y de que sus hijos no querían heredar el negocio. Archie, por el contrario, desempeñaba el papel de hijo responsable y ayudaba a su padre en la granja familiar. A duras penas se las apañaban para mantenerla a flote vendiendo carne de cordero y de res de primera calidad, mientras su madre alquilaba los graneros, que habían rehabilitado para alquileres de vacaciones. Esta iniciativa había cosechado tal éxito que Archie había montado una empresa para asesorar a otros granjeros que quisieran seguir sus pasos y había creado una página web de vacaciones en granjas para centralizar todas las reservas. Un par de chicas le ayudaban a gestionarla desde la oficina de la granja y marchaba muy bien. Puede que Archie no fuera rico, pero tenía una casita en la granja, y un Morgan deportivo, y dos border terriers llamados Sid y Nancy… ¿Qué más podía pedir?

Entretanto, Jay había alquilado una casa con taller en el pueblo vecino, donde había montado una empresa de restauración de camas antiguas. A pesar de su licenciatura con matrícula de honor, le espantaba la idea de conseguir un trabajo como Dios manda. Podría haberse dedicado a cualquier cosa, pero quería trabajar por su cuenta, decidir a qué hora se levantaba por la mañana, organizar su propio tiempo.

—Todo el mundo necesita una cama —le dijo a Archie—. Y a todo el mundo le encanta su cama. Y a todo el mundo le encantan las camas antiguas…, las de cobre, de hierro, de madera. Ya verás. Me haré rico.

Jay era de los que tienen espíritu empresarial. Sabía perfectamente cómo venderse. Sus folletos eran lujosos, con fotos increíbles: en el límite de lo decente, pero con visos eróticos. Gracias a su atractivo, Jay resultaba idóneo para aparecer en revistas de interiorismo y suplementos dominicales, y se le daban bien las entrevistas. Una cama de Jay Hampton se había convertido en un símbolo de estatus, imprescindible para la clase media junto con velas de Jo Malone y ropa de cama de White Company. Las camas se vendían en cuanto las recuperaba de la almoneda y les imprimía su toque mágico, las pulía y les daba un recubrimiento en polvo hasta dejarlas a punto. Y tenía razón: se estaba haciendo rico. Si Archie no hubiese querido tanto a su amigo, se habría distanciado de él, pero seguían siendo uña y carne, con la de años que habían transcurrido desde el colegio. Encajaban a las mil maravillas. Eran totalmente distintos, pero se complementaban entre sí. Jay, inconformista y espontáneo. Archie, sólido y fiable.

Jay se había ido dos semanas de vacaciones a Tailandia en busca de sol y aventura y a su regreso se encontró pachucho. Cansado. Sin la energía que le caracterizaba. Padecía una tos persistente y adelgazó. A Archie le preocupaba el cambio que estaba experimentando. Pensó que igual se había pasado de la raya en Tailandia. Jay siempre actuaba con temeridad y buscaba emociones fuertes. Había hecho puenting, se había tirado al mar desde acantilados, había comido cosas inidentificables con los nativos. Archie se preguntaba si habría pillado alguna ameba, algún virus durante las vacaciones, y lo había convencido para ir al médico.

—No es fácil deshacerse de estos bichos. Podrías salir muy mal parado si no te lo haces ver.

Jay lo llamó por teléfono al cabo de una semana. Su tono era alegre.

—Tenías razón, Archie. Me pasa algo. Tengo leucemia. —Solo un temblor apenas perceptible en su voz dejó entrever que podía estar asustado—. Leucemia linfoblástica aguda, concretamente. Precisamente ahora estoy en el hospital. Necesito transfusiones de sangre, análisis, probablemente quimio…

—Mierda. ¿En qué hospital?

No fue necesario que se lo dijera dos veces. En menos de una hora Archie se plantó delante de su amigo. Los médicos actuaron con eficiencia y rapidez. Por lo visto, Jay tuvo suerte de acudir enseguida.

Su cuerpo había dejado de generar plaquetas y glóbulos rojos sanos y sus glóbulos blancos no podían protegerle de infecciones. Su estado era gravísimo. El diagnóstico no era bueno, pero estaba en el mejor lugar, en manos de los mejores médicos. El comportamiento de Jay fue admirable a lo largo de todos esos duros momentos. Se mostraba valiente y optimista y no se quejaba en absoluto; no daba muestras del menor resquicio de amargura, que a juicio de Archie tenía derecho a sentir.

Lo único que hizo Jay que Archie desaprobara fue contarle a su actual novia que una noche en Tailandia se había acostado con otra chica.

—No —dijo Archie—. Dime que no se lo has contado.

—No me dejará, a menos que piense que la he traicionado. —Jay se mostró categórico. Y no quiero que se sienta obligada a quedarse a mi lado por mi enfermedad. En mi caso, yo no querría quedarme. Es una lata. Necesita salir por ahí y encontrar a otro.

Y, claro, la chica efectivamente lo abandonó, porque se sentía con motivos después de su confesión. Y, a raíz de eso, Archie sintió que era la única persona que quedaba que entendiese de verdad a Jay y sus temores. Vio a su amigo debilitarse y apagarse a lo largo de interminables transfusiones y sesiones de quimioterapia, y le asombraba que su ánimo nunca decayera, que conservara su vivaracha mirada pese a las altas dosis de medicación y calmantes.

Jay llevaba una racha en la que parecía haber mejorado, hasta hacía cosa de un mes. Había empezado a volver a sentirse mal y padecía la persistente tos que había sufrido al principio. Además, se sentía cansado. Jay insistía en que simplemente estaba pachuchillo, y se negaba a contarles a sus padres que algo iba mal. Archie admiraba su optimismo, pero era consciente de que, llegados a un punto, el optimismo era una estupidez. Se lo llevó a rastras al médico de cabecera. Lo derivaron al especialista con carácter urgente con una rapidez alarmante.

Ahora, Archie se sentía impotente a la espera del veredicto. El reloj de pared marcaba la hora con una lentitud desesperante. Si todo salía bien, se llevaría a Jay a darse una comilona para celebrarlo.

Solo habían pasado diez minutos —aunque pareció una eternidad— cuando Jay salió de la consulta del especialista. La palidez de su rostro contrastaba con su mata de pelo oscuro.

—Bueno, Archie —dijo—. No puedo aplazarlo más. Ha llegado la hora de decírselo a mis padres.

—¿Qué pasa? —A Archie se le encogió de miedo el corazón al mirar a su amigo.

—Me tienen que hacer un trasplante —le dijo Jay. Sonrió con gesto cansino—. Un trasplante de médula ósea. Cuanto antes.

Al cabo de una semana estaban de nuevo en el hospital. Milagrosamente, habían encontrado a alguien compatible. Jay se había deteriorado en los siete días transcurridos desde la noticia, pero mantenía su inquebrantable ánimo. Le pidió a Archie que le llevara al hospital en su Morgan. La capota estaba plegada y les daba el sol mientras recorrían el camino entre las casitas de Hansel y Gretel que habían marcado su juventud. Pasaron por multitud de lugares significativos. El salón social donde se emborracharon por primera vez a base de sidra local. Los terrenos donde se organizaban las carreras de caballos campo a través en las que aprendieron lo caprichoso del mundo de las apuestas, perdiendo invariablemente. Su pub favorito, el Marlborough Arms, donde disfrutaban encerrándose ilegalmente, jugando a los dardos y ligando sin tregua con las chicas del pueblo.

Archie estaba aterrorizado. Deseaba decirle a Jay lo mucho que había significado su amistad, pero sabía que eso supondría darse por vencido, de modo que en vez de eso le ofreció un caramelo mentolado extrafuerte que sacó de la guantera. Iban a reunirse con los padres de Jay en el hospital. Archie era como un hijo para ellos, igual que lo era Jay para los padres de Archie. Le horrorizaba el momento de verles.

Jay iba tamborileando con los dedos en el salpicadero, al son de Counting Crows. La música los definía. Habían ido a verlos en directo en muchísimas ocasiones a lo largo de los años. Cada canción le recordaba a Archie los viajes en coche que habían hecho juntos, lo bien que se lo habían pasado. Se le hizo un nudo en la garganta. Fijó la vista en la carretera, que discurría sinuosa hasta el siguiente pueblo.

De repente, Jay bajó el volumen de la música.

—Tienes que prometerme una cosa —dijo—. Si no salgo de esta.

—Vas a salir de esta —afirmó Archie con rotundidad.

Jay miró el horizonte durante unos instantes. El invierno estaba empezando a dar paso a la primavera: en los campos estaban floreciendo brotes y capullos.

—Sí, bueno…, si no, ni se te ocurra enclaustrarte. Que te conozco.

—¿Qué? ¿Cómo soy? —Archie se indignó. Si bien era cierto que no era tan juerguista como Jay (puesto a elegir entre una noche tranquila en casa y una noche desenfrenada fuera, de buena gana escogía lo primero), eso no significaba que no se divirtiera.

—A veces tengo que arrancarte del sofá y sacarte a rastras de la casa pataleando y berreando…

—De eso nada. Lo que pasa es que disfruto más con mi propia compañía que tú.

—Me preocupa que te apalanques si no estoy para darte una buena patada en el culo. Que te conviertas en un ermitaño. —Archie miró de soslayo a Jay. Este tenía la vista clavada en la carretera—. Y otra cosa.

A Archie le dio un vuelco el corazón.

—¿Qué?

Volvió a mirar a Jay. Tenía una sonrisa juguetona en la comisura de los labios.

—El jersey ese…, el de los agujeros…

—¿El azul? —Archie fingió ofenderse—. ¿Qué le pasa?

—Tienes que deshacerte de él.

—Me encanta ese jersey.

—No lo vas a tirar en la vida.

—Es cómodo. Me siento cómodo con él.

—Si me muero sabiendo que vas a vagar por el mundo con ese jersey, no habré cumplido mi cometido como es debido. Dado que soy tu mejor amigo, tengo que ser yo el que te lo diga…

Archie se quedó callado un momento. Era la primera vez que uno de ellos mencionaba la posibilidad de que Jay muriese. Decidió seguirle la corriente y mantener un tono desenfadado. No era momento de deliberaciones filosóficas profundas.

—Si eso te hace feliz, lo pondré en la cesta de los perros. Para que les sirva de colchón a Sid y Nancy. —Le dio un puñetazo cariñoso en el brazo—. Tú ganas. ¿De acuerdo?

—Así me gusta. —Jay asintió, satisfecho—. Y, a propósito, te inscribí en el concurso de aquella revista. Si ganas, tienes que prometerme que irás.

—Sí, sí, sí, sí.

—Aunque sea época de parto de las ovejas…, o de siega… Que te conozco. Nada de excusas.

Fuera cual fuera el concurso, Archie estaba convencido de que no ganaría. Jamás en su vida había ganado nada.

—Claro que sí —dijo entre risas—. Lo prometo.

—Así me gusta.

No dijeron nada más.

Archie redujo una marcha y dobló la siguiente esquina a una velocidad terrorífica. El miedo le estaba dando un empuje temerario. ¿El miedo al inevitable y terrible destino que estaba seguro que se avecinaba? No tenía nada claro cómo lo afrontaría.

Afrontarlo lo afrontó, pues era su naturaleza.

Tres semanas después estaba de pie delante del altar de St. Mary’s, la pequeña iglesia donde tanto Jay como él habían sido bautizados y donde, a lo largo de los años, había asistido a infinidad de misas en Navidad con villancicos, a misas del gallo y a Domingos de Pascua. No necesitaba notas para pronunciar su panegírico. No necesitaba ningún recordatorio de lo que su amigo había significado para él. Jay, tan vital, vehemente e impulsivo, yacía ahora tan inmóvil como una estatua en un ataúd de madera de olmo. Durante un fugaz instante, Archie se preguntó si el empleado de la funeraria se habría acordado de meter todas las cosas sin las que —tal y como había acordado la familia de Jay— no podía vivir, las cosas que más le identificaban: su bufanda de cachemira rojo sangre, sus botas Panama Jack, su navaja Laguiole, su viejo iPod —se compró uno mucho antes que los demás y aún lo conservaba—. Jay siempre estaba a la última y sin embargo valoraba la durabilidad de las cosas por encima de la innovación.

Mientras hablaba, Archie observaba a todos los que se habían congregado allí, a todos los amigos y vecinos que habían formado parte de sus respectivas vidas a lo largo de los años. A su izquierda había una pandilla de compañeros de Jay de la universidad; a la derecha, el club de rugby casi al completo. Contó al menos cinco exnovias, incluida la que lo dejó plantado cuando le diagnosticaron la enfermedad, con los ojos rojos de haber pasado la noche llorando, manoseando nerviosamente con sus largos dedos un pañuelo de papel hecho trizas. Luego estaban los padres de Jay, su hermano y sus dos hermanas, una fila de primos, su anciana abuela. Y, por supuesto, los padres de Archie.

Su madre estaba preocupada por él y por el hecho de que le hubiese afectado tanto la muerte de Jay. Apenas había dormido desde aquel fatídico instante en que el especialista salió a comunicarles que el trasplante había salido mal. Algo murió en él también. La esperanza, la confianza, el optimismo, la fe… Su amigo se había llevado consigo una parte de su alma.

—Tómate el tiempo que necesites —le dijo su padre—. Yo me encargo. Tu madre puede echarme una mano con el ganado. Las casitas no están reservadas hasta después de Semana Santa. Nos las arreglaremos.

Después del funeral, todo el mundo fue a tomar algo al Marlborough Arms. El dueño había preparado una mesa de madera con salchichas envueltas en hojaldre, empanada de cerdo, queso de la zona, bizcocho con frutos secos y tarta de fruta bien untados con mantequilla, y bizcocho Victoria rebosante de mermelada y crema. Los padres de Jay se quedaron hasta las cinco y luego se marcharon a casa. Archie se encontró en la disyuntiva de si acompañarlos a su casa para cerciorarse de que estuvieran bien o si unirse a los incondicionales que tenían intención de continuar brindando por Jay durante el resto de la noche.

—Quédate aquí, cielo —le dijo la madre de Jay—. Estamos bien. Sinceramente, lo único que quiero es acostarme.

Se quedó, porque se sentía como si fuera el anfitrión. Era como el culmen de las fiestas. Durante toda la noche tuvo la sensación de que Jay iba a presentarse allí de un momento a otro, empuñar una pinta en la barra y ponerse a coquetear con la primera chica guapa que tuviese a tiro, pero no lo hizo. Cómo iba a hacerlo.

En un momento dado, Archie salió afuera. Se sentía abrumado. Había demasiadas caras del pasado, demasiados recuerdos, una mezcla de gente que únicamente se habría reunido si Jay se hubiese casado: una boda que ya nunca sería posible. Se sentó a la mesa que solían ocupar cuando salían a beber al sol, la más próxima al pasaplatos donde se servían las espumosas pintas de Honeycote, la cerveza local. Sacó el teléfono y se puso a consultar el correo para ocupar la mente en algo, algo que le distrajera de lo que estaba ocurriendo.

Frunció el ceño. Había uno de una dirección desconocida. ¿Todavía en el Mercado? ¿Qué era eso? El asunto rezaba: «Enhorabuena». Un spam, sin duda. Una venta agresiva disfrazada de premio, seguramente.

Echó un vistazo al contenido del correo. A continuación frunció el ceño y volvió a leerlo despacio.

Estimado Sr. Harbinson:

Nos complace enormemente comunicarle que ha sido uno de los dos ganadores de nuestro concurso cuyo premio es una noche en el Orient Express. Nuestro equipo, experto en compatibilidad de parejas, le ha elegido entre un considerable número de solicitantes, y su acompañante durante el viaje será Emmie Dixon, cuyo perfil adjuntamos para su conocimiento. Lo único que les pedimos, con fines publicitarios, es poder fotografiarles a la salida en la estación Victoria; a partir de ahí, el resto del viaje de su vida queda a su disposición para disfrutarlo en total privacidad…

El correo continuaba, detallando fechas, horarios y trámites del viaje.

Archie se quedó perplejo en un primer momento. Él no había participado en ningún concurso. Debía de ser un timo; sin duda, en un momento dado le pedirían los datos de su tarjeta de crédito. Después, al releerlo, le vino a la memoria aquella tarde en el hospital, en la que Jay bromeaba sobre algo de una revista.

Jay le había tendido una trampa. Jay lo había inscrito en un concurso con lo último en citas a ciegas. Y, en ese momento, Archie recordó la conversación mantenida en aquel último trayecto en coche, cuando le prometió a Jay que, si ganaba, iría. Entonces no se había tomado muy en serio la promesa. Le pareció irrelevante.

A pesar de su desesperación, a pesar de su profundo desconsuelo, a pesar de su dolor, en el rostro de Archie se dibujó lentamente una sonrisa.

—Qué cabrón —exclamó al cielo—. Qué cabronazo…