A Riley le encantaba Harrod’s. Le encantaba desde el día que lo enviaron allí como ayudante de un joven fotógrafo a recoger un gorro de piel de leopardo para una sesión fotográfica. Le encandiló entonces y todavía lo hacía. No había nada parecido en la deprimente ciudad del norte de Inglaterra donde se había criado. Al cruzar el umbral por primera vez, algo en su fuero interno le dijo que tal vez esa opulencia descarada estaba mal, habiendo como había gente que a duras penas se ganaba el pan, pero el Riley de diecisiete años sabía de antemano que iba a internarse en un mundo que rendía culto al exceso, el consumo y el glamour. No podía impedir eso. Lo único que podía hacer era emplearse a fondo en el trabajo y pagar sus impuestos. Y mandar dinero a su madre, lo cual hizo hasta que murió.
A estas alturas, podía permitirse ir a Harrod’s cuando le apeteciera, lo cual hacía siempre que tenía que comprar un regalo, como hoy.
Se movía con desenvoltura entre la multitud de clientes. Ya nadie lo reconocía. Era un hombre de complexión delgada —de aspecto travieso, casi— y ojos oscuros y vivarachos. Un hombre atractivo también, pero con una edad en la que era plenamente consciente de que la mayoría de la gente se hace invisible, independientemente de la fama que haya tenido en su momento. No obstante, se conservaba bien. Llevaba vaqueros con una camisa sin cuello y una cazadora de cuero marrón oscuro vieja y curtida que se amoldaba a su enjuta figura. Tenía un peculiar cabello entrecano, largo hasta el cuello, que se seguía cortando en el barbero italiano que frecuentaba desde hacía como mínimo cuarenta años. Riley era un animal de costumbres, desde el café exprés que calentaba en el fogón por la mañana hasta la copita de coñac que se bebía por la noche antes de acostarse.
Cuando Sylvie lo acompañaba, había cuchicheos, golpes con el codo y miradas. Incluso bien entrada en los sesenta, hacía que la gente se detuviera en seco. No es que tuviera algo. Es que lo tenía todo. Un aura innata indescriptible e inimitable, una combinación de belleza, confianza en sí misma y estilo que inclinaba la balanza entre el mero estrellato y el hecho de ser una diva.
Riley lo percibió el primer día que se cruzó con ella, hacía ahora cincuenta años. Le habían encargado la foto de portada de una nueva revista, un suplemento para un periódico dominical. Era un encargo de prestigio para un joven fotógrafo, y le habían presionado para que buscase una idea fresca y rompedora.
La vio en el metro, un diablillo aparentemente de armas tomar, con un pichi de colegiala, un desgreñado corte de pelo a lo paje y botas de caña alta blancas. Tenía los pies apoyados sobre el asiento de enfrente; estaba fumando un cigarrillo mientras leía una revista con una lánguida indiferencia. Él se agachó y chasqueó los dedos delante de su cara, y cuando levantó la vista supo que había descubierto a una nueva estrella. Lo atravesó con la mirada, enmarcada por unas cejas oscuras y rectas que hacían su expresión aún más rotunda.
—¿Te puedo hacer una foto? —le preguntó—. Soy fotógrafo.
Señaló la Leica que siempre llevaba consigo, incluso aunque no estuviese trabajando.
Ella enarcó una ceja.
—Si me pagas —contestó, encogiéndose de hombros con su característico mohín—. Haré lo que quieras por dinero.
—¿Francesa? —preguntó él al reconocer su acento, al tiempo que hurgaba en el bolsillo para sacar un billete de diez chelines.
—¿Griego? —Se metió el dinero en el bolsillo con una sonrisa pícara que la iluminó como el fogonazo de un flas.
Él sonrió con ironía mientras le ponía el carrete a la cámara.
—¿Eres francesa?
—Oui —respondió, con un sarcasmo exagerado.
—Ponte de pie en el asiento —le pidió, y ella se subió de un brinco, se apoyó contra la ventana y extendió los brazos y las piernas contra el mugriento cristal. Echó la cabeza hacia atrás, levantó una pierna imitando a un flamenco y volvió la cara hacia él, haciendo una mueca.
Él sintió una fuerte sacudida en el estómago. Nunca había conocido a una chica con tanto descaro, con tanta perspicacia innata para intuir lo que se esperaba de ella. Casi todas las modelos necesitaban entrar en materia, relajarse, unas cuantas directrices, para estar en la misma onda que él.
—¿A qué te dedicas?
—Soy actriz —mintió con gracia, haciendo gala de sus recursos.
No obstante, Riley no la creyó. Conocía prácticamente a todas las aspirantes a actriz de Londres.
—No te molestes en tratar de engañarme, cariño. —Siguió haciendo fotos con cara de póquer—. Me podías decir la verdad, para variar.
Ella se cruzó de brazos con gesto desafiante y seguidamente claudicó con una risotada.
—Vale —dijo—. Tú ganas. —Volvió a sentarse de un salto.
Sus padres eran diplomáticos. Estaba aprendiendo buenos modales en un colegio femenino de lo más refinado de Kensington, pero lo odiaba. Se pasaba casi todo el día en el metro o en cafés, observando a la gente, leyendo, tomando una taza de café detrás de otra, fumando.
Riley terminó un carrete entero entre Bayswater y Embankment. Ella saltaba de un lado a otro del vagón como si tal cosa, improvisando, experimentando, cautivando a los pasajeros que subían y bajaban. Ponía una cara diferente en cada toma. Caprichosa, vivaracha, seductora, pícara…, y cuando se despatarró sobre el asiento con los brazos sobre la cabeza, los ojos entornados y los labios carnosos ligeramente entreabiertos, Riley sintió algo en su interior que le asustó. Esta chica iba a definirle en muchos aspectos. Esta chica era su futuro.
Se apearon y caminaron hacia el Strand; él la invitó a sopa de rabo de buey en un sórdido café y la escuchó mientras le hablaba de sus horrorosas compañeras de clase y de que lo único que les interesaba era encontrar un marido rico.
—Y tú ¿qué buscas? —inquirió Riley, mientras pensaba que podría hacer lo que se propusiera y se preguntaba si sería consciente de ello.
Ella se encogió de hombros.
—Solo quiero ser yo misma. Para siempre.
Él frunció el ceño al caer en la cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Sylvie. Sylvie Chagall.
Sylvie Chagall. Mientras compartían una jarra de té, Riley le dijo que su nombre no tardaría en ser conocido en el mundo entero. Ella asintió, como si tal cosa.
Le llevó una única foto al director de la revista. Era de Sylvie, sentada en el metro, riendo, con las piernas despatarradas, al lado de un adusto caballero con bombín y semblante impasible. La foto parecía representar el Londres del pasado y el Londres del futuro: los albores de una nueva era.
Al cabo de tres semanas, Sylvie apareció en la portada del primer número de la revista. Al cabo de seis meses tenía el mundo a sus pies. Al cabo de un año estaba en Venecia, rodando una película con un famoso director italiano que le había dado un papel en Fascinación, la historia de un hombre obsesionado con la mejor amiga de su hija. Riley era el fotógrafo oficial. En ningún momento se sintió como su carabina. Si alguien era capaz de cuidar de sí misma, esa era Sylvie.
Una noche, tarde, en el inmenso y suntuoso palazzo alquilado para alojar a lo más granado del reparto y el equipo, Sylvie fue a la habitación de Riley. Ese día había cumplido dieciocho años y lo habían celebrado todos en un pequeño restaurante del Dorsoduro; el personal no dejó de servirles platos y copas hasta saciarlos de suculenta comida y recio vino tinto. Sylvie, tan segura de sí, tan ajena a su inminente estrellato, ejerció de anfitriona con un desparpajo asombroso, a pesar de que el resto del equipo de rodaje le llevaba varios años de diferencia. Riley le hizo una foto soplando las velas de la melosa tarta que el propietario había preparado especialmente para la ocasión, y le pareció la persona más hermosa que jamás había visto.
Y ahora ahí estaba, metida en su cama.
—Quiero que seas el primero, Riley —le susurró mientras se colocaba encima de él. Estaba desnuda—. Sé que irás con cuidado.
Llevaban siendo amantes todos esos años, casi cinco décadas. Los dos compartían el éxito en sus respectivas profesiones, por lo que ninguno se sentía amenazado por el otro. Ambos eran independientes. Viajaban por trabajo por todo el mundo, pero no coincidían en los tiempos. Resultaba imposible coordinar sus agendas para vivir juntos, de modo que nunca lo habían intentado. Él tenía un apartamento en Londres; ella se había afincado en su París natal. A lo largo del año se veían cuando convenían, a menudo en fiestas en casas de amigos comunes: un riad en Marrakech, un yate en el sur de Francia, un ático en Nueva York.
Ambos habían tenido amantes con el paso de los años. Era la época que les había tocado vivir. Ninguno lo consideraba una traición. Ni se les pasaba por la cabeza hacerse daño. El uno siempre podía contar con el otro, en cualquier momento, en cualquier lugar. Cuando Sylvie contrajo neumonía doble mientras rodaba en la nieve en Praga durante un invierno, Riley se plantó junto a su cama en un santiamén. Cuando murió la madre de Riley, Sylvie asistió al funeral, glamurosa con su abrigo negro y gafas oscuras, y no le soltó la mano ni un instante; él lo sobrellevó porque estaba con ella. Su Sylvie.
Y ahora puede que se hallasen en el otoño de su vida, pero ambos seguían trabajando. Los dos estaban tremendamente solicitados. Su bagaje y reputación suplían cualquier posible prejuicio a causa de su edad. Podían elegir y escoger para quién y cuándo trabajar, pero ambos estaban desbordados en una época en la que la mayoría de la gente deseaba aflojar el ritmo y relajarse. Ninguno concebía la vida sin trabajar. Eso los definía.
Lo único que era sagrado era su viaje anual a Venecia por el cumpleaños de Sylvie, la vuelta al escenario de la película que había cimentado su relación. Incluso a estas alturas, Fascinación era un clásico de culto entre los cinéfilos, y la historia de su romance en plató, una leyenda. Y en los últimos tiempos, como les encantaba pasar veinticuatro horas en su burbuja y ser ellos mismos, nada más que ellos mismos, realizaban el trayecto en el Orient Express. Riley salía de Londres y Sylvie subía en París, y celebraban su cumpleaños a bordo.
Y esa mañana Riley había ido a Harrod’s a comprarle a Sylvie su regalo de cumpleaños. Todos los años le compraba lo mismo: un pañuelo de seda. Sylvie siempre llevaba uno encima: colgado al cuello, anudado al bolso, liado a la cabeza, siempre con ese natural estilo chic francés. Riley sonrió al recordar el día que ella le vendó los ojos con uno y se lo anudó detrás de la cabeza. Olía a ella. Sylvie no hizo otra cosa que besarle mientras tenía los ojos vendados, acariciándole con sus labios, como si de una pluma se tratase, el lóbulo de la oreja, la clavícula, el tórax…
Cruzó la sección de perfumería, impregnada de intensos aromas, y a continuación la de bolsos, con sus colores acaramelados, hasta llegar al mostrador de pañuelos. Comprobó que la encantadora dependienta no tenía ni idea de quién era. Los jóvenes de hoy no lo conocían, pero le traía sin cuidado. Había tenido su momento.
—¿Es para alguien especial? —preguntó ella. A Riley le pareció extraña la pregunta. ¿Es que tenía algún cajón con pañuelos para gente que no lo fuera?
—Ya lo creo —contestó—. Para alguien muy especial. —A ella pareció complacerle su respuesta y empezó a sacar una selección, que extendió sobre el mostrador de cristal para que los viese.
Le encantaba la sensación que le producía acariciar la seda. Le encantaban los colores y los motivos. Con su particular gusto, realizó una rápida selección de pañuelos, haciendo una paulatina criba; fue apartando los descartados hacia la dependienta al tiempo que negaba con la cabeza. En todo momento tuvo en mente a Sylvie, imaginando su expresión al abrir la caja. Nunca habían creído en gestos de derroche exagerado. Un pañuelo era lo que ella quería, lo que esperaba y lo que le regalaría. No obstante, tenía que acertar de pleno.
—Este —dijo sin vacilar, asintiendo. A veces la elección estaba clara, y hoy era uno de esos días. Emilio Pucci. Los colores eran tenues pero llamativos; los motivos, atrevidos e intrincados. Pagó rápidamente y observó satisfecho cómo la dependienta doblaba el pañuelo, lo envolvía en papel de seda y lo metía con cuidado en una caja especial.
Nunca le compraba tarjetas de felicitación. Siempre recurría a alguna vieja foto, una que tuviese un significado especial para ambos; después le hacía unos retoques en el ordenador y la personalizaba, añadiéndole una consigna o un mensaje. Luego la imprimía, la coloreaba a mano y la firmaba con un Rotring de punta fina: Riley, y un solo beso. Sylvie guardaba las tarjetas en una caja de zapatos. Las conservaba todas. Desde la primera, retocada con Letraset. Un montón, casi cincuenta, calculaba él.
Cogió la bolsa y se dirigió tranquilamente hacia la salida de los grandes almacenes, deteniéndose en la sección de alimentación para comprar un trozo de empanada de carne de caza y chutney de grosella para picar a mediodía. Nunca había sido un gran comilón, pero sí exigente con la comida. Consideraba absurdo cargarse de un exceso de calorías. Ahora muchos de sus amigos sufrían las consecuencias de haber sucumbido a la glotonería. Estaban irreconocibles, comparándolos a cuando tenían veinte años, mientras que él estaba bastante seguro de que su aspecto conservaba muy bien el aire de su juventud.
Salió de los grandes almacenes y se internó en el bullicio de Brompton Road, abriéndose paso a empujones entre el gentío de la acera hasta llegar al bordillo. Últimamente Riley no conducía. No merecía la pena el gasto, ni el rollo de estar pendiente del límite de velocidad o de lo que bebía, ni tener que pelearse por una plaza de aparcamiento. Si hacía buen tiempo y a donde iba se encontraba en el radio de la línea de metro Circle Line, caminaba. Recorría de buen grado hasta ocho o nueve kilómetros para ir a una reunión o un almuerzo y volvía a pie. Así se mantenía en forma, y en la mayoría de los casos cruzaba los parques, incluso si esto significaba dar un pequeño rodeo. No obstante, si el tiempo no era agradable, cogía un taxi. Hoy era uno de esos días. Caía una llovizna persistente, de modo que le dio el alto a uno. Un minuto después estaba sentado en el asiento trasero, rumbo a casa.
Iban doblando a toda velocidad Hyde Park Corner cuando Riley vio que un coche se les metía por delante. El conductor o era un optimista o un idiota. El taxi no tuvo ninguna posibilidad de frenar a tiempo. No vio pasar su vida en un flas. Solo vio su cara, tal como era la primera vez que se cruzó con ella, con el ceño fruncido mientras leía una revista.
—Sylvie —dijo en voz alta, y acto seguido oyó el terrible choque de metal contra metal y la bolsa se le escurrió de entre los dedos.