Capítulo uno

Adele Russell no era muy dada al teléfono. Por supuesto, era necesario. Un elemento esencial de la vida cotidiana. Ni se planteaba prescindir de él, pero, a diferencia de muchas de sus amigas, pasaba el menor tiempo posible al teléfono. Le gustaba el contacto directo y poder interpretar el lenguaje gestual, sobre todo a la hora de hacer negocios. Con el teléfono había tantas posibilidades de que surgieran malentendidos… Resultaba más difícil decir las cosas que uno realmente deseaba decir, y muchas podían quedarse en el tintero. Y uno rara vez se permitía el lujo de mantenerse en silencio, de ese momento para reflexionar antes de responder. Tal vez fuera una reminiscencia de los tiempos en los que una llamada de teléfono era un lujo; cuando solo se compartía la información imprescindible, a sabiendas del coste.

Adele habría preferido mantener la conversación de hoy cara a cara, pero no había tenido opción. Ya había aplazado la llamada mucho tiempo. Adele nunca había sido de las que postergaban las cosas, pero en su momento enterrar el pasado le había supuesto un esfuerzo tan denodado que se mostraba reacia a desenterrarlo. Al descolgar el auricular, se dijo a sí misma que no era cuestión de ser ambiciosa, aprovechada o interesada. Simplemente iba a reclamar lo que le pertenecía por derecho propio. Y no es que lo quisiera precisamente para ella.

Imogen. Le vino repentinamente a la cabeza la imagen de su nieta. Sintió una mezcla de orgullo, culpabilidad y preocupación. De no ser por Imogen, dejaría cerrada a cal y canto la caja de Pandora, pensó. ¿O no? Una vez más, se recordó a sí misma que tenía todo el derecho a hacer lo que estaba haciendo.

Mantuvo el dedo inmóvil un instante, con su reluciente esmalte de uñas, sobre el primer cero antes de marcar. Puede que tuviera ochenta y cuatro años, pero aún se acicalaba y conservaba su glamour. Escuchó el largo tono de la llamada internacional. Mientras esperaba a que respondieran, recordó la cantidad de veces que lo había llamado en secreto hace tantos años, con el corazón desbocado y el aire viciado de humo en la cabina de teléfono, metiendo monedas a cada pitido…

—¿Diga? —Era una voz joven, de mujer, inglesa. Segura de sí misma.

Adele repasó mentalmente las posibilidades: ¿hija, amante, segunda esposa, ama de llaves…? ¿Número equivocado?

—¿Puedo hablar con Jack Molloy?

—Enseguida. —A juzgar por el desinterés de la interlocutora, no existía implicación emocional. Entonces probablemente fuera un ama de llaves—. ¿De parte de quién?

Se trataba de una mera pregunta rutinaria, no de paranoia.

—Dígale que soy Adele Russell.

—¿Sabrá de qué se trata? —De nuevo, rutinaria, no interrogativa.

—Sí. —De eso estaba segura.

—Un momento. —Adele escuchó cómo la interlocutora soltaba el auricular. Pasos. Voces.

A continuación, a Jack.

—Adele. —Qué alegría. Ha pasado mucho tiempo.

Daba la impresión de que ni se había inmutado al recibir noticias suyas. Su tono era seco, socarrón, burlón. Como siempre. Pero al cabo de tantos años, no surtía el mismo efecto que antes. En aquel entonces se creía tan madura…, pero nada más lejos de la realidad. Cada decisión que tomó fue inmadura y egoísta, hasta el mismísimo final. Ahí fue donde realmente comenzó su proceso de madurez, cuando constató que el mundo no giraba en torno a Adele Russell y sus necesidades.

—Tenía que esperar el momento oportuno —contestó.

—Vi el obituario de William. Lo siento.

Tres líneas en el periódico. Amado esposo, padre y abuelo. Sin flores. Donativos a su asociación benéfica favorita. Adele extendió la mano sobre el escritorio y se fijó en la alianza y en el anillo de pedida. Todavía los llevaba puestos. Seguía siendo la mujer de William.

—Esta no es una llamada de cortesía —le dijo en un tono lo más formal posible—. Te llamo por La Inamorata.

Hubo una pausa mientras él procesaba la información.

—Claro —respondió. A pesar de su tono despreocupado, ella notó que lo había desarmado con su resolución—. Bueno, aquí está. He cuidado del cuadro con el mayor de los mimos. Está listo para que lo recojas. En cuanto quieras.

Adele se sintió casi por los suelos. Había previsto que discutirían.

—Bien. Enviaré a alguien a recogerlo.

—Oh. —Su voz denotaba una profunda desilusión—. Esperaba verte. Llevarte a cenar, al menos. Esto te gustaría. Giudecca…

¿Había olvidado que ella ya había estado allí? Cómo iba a olvidarlo. Por supuesto que no.

—Estoy segura. Pero me temo que ya no viajo en avión. —Todo eso la superaba últimamente. La espera, la incomodidad, los inevitables retrasos. Ya había visto bastante mundo a lo largo de los años. No sentía necesidad de ver nada más.

—Siempre cabe la alternativa del tren. El Orient Express… ¿Te acuerdas?

—Claro que sí. —Su tono sonó más cortante de lo que pretendía. Se imaginó a sí misma de pie en el andén de la Gare de l’Est de París, temblando con el vestido de lino amarillo y el guardapolvo a juego que se había comprado en la Rue Faubourg el día antes. Temblando no de frío, sino de expectación, ansiedad y remordimiento.

A Adele se le hizo un nudo en la garganta. El recuerdo era tan agridulce… Ahora no había sitio para eso, con todo lo que tenía encima. Precisamente ahora soportaba bastantes quebraderos de cabeza. La venta de Bridge House, donde había dado a luz y criado a sus hijos, la venta de la galería, que para ella significaba toda su vida, plantearse su futuro… y el de Imogen: todo le había producido un gran desasosiego. Inevitable, pero un desasosiego.

—Mandaré a alguien dentro de unas tres semanas —le dijo—. ¿Te parece bien?

La respuesta se hizo esperar unos instantes. Adele se preguntaba si Jack se iba a poner difícil después de todo. No existían documentos que apoyasen su petición. Solo una promesa.

—Venecia en abril, Adele. Sería el anfitrión perfecto. El caballero perfecto. Piénsatelo.

Sintió la punzada de ansiedad de aquel entonces. ¿Quizá no fuera tan inmune como pensaba? Siempre le hacía lo mismo: incitarla a hacer cosas que no debía. Mentalmente ya estaba en su puerta, arrastrada por la curiosidad.

¿Por qué iba a querer volver a complicarse la vida? ¿A su edad? Se estremeció ante la idea. Era mucho mejor mantenerlo en el pasado. Así controlaría la situación.

—No, Jack.

Le oyó suspirar.

—En fin, como veas. Considéralo una invitación abierta. Estaría encantado de volver a verte.

Adele se quedó mirando por la ventana que daba al río. Una fuerte corriente, alimentada por la lluvia de marzo, se rizaba entre las orillas, fluyendo con una determinación envidiable. Dar un paso hacia lo desconocido entrañaba un riesgo. A su edad, prefería saber exactamente dónde pisaba.

—Gracias, pero creo que mejor… no.

Se hizo un silencio incómodo, que por fin rompió Jack.

—Supongo que no necesito decirte lo valioso que es el cuadro ahora.

—No se trata de eso, Jack.

Su risa seguía siendo la misma.

—Me da igual. Es tuyo y puedes hacer con él lo que se te antoje. Aunque espero que no lo vendas al mejor postor.

—No te preocupes —le aseguró—. No saldrá de la familia. Se lo voy a regalar a mi nieta. Por su treinta cumpleaños.

—Bueno, espero que lo disfrute tanto como yo. —Jack parecía complacido.

—Estoy segura.

—¿Cumple treinta? No mucho más joven que tú cuando…

—Efectivamente —atajó ella. No le quedaba más remedio que ser rápida. La conversación estaba derivando hacia el sentimentalismo—. Mi asistente te llamará para ponerte al corriente de los trámites. —Estaba a punto de poner fin a la conversación y colgar, pero algo la hizo ablandarse. Ambos eran mayores. Lo más probable es que no viviesen otra década—. Estás bien, ¿verdad?

—En general, no puedo quejarme en absoluto. Aunque no tengo tanta… energía como antes.

Adele reprimió una sonrisa.

—Vaya suerte para Venecia —contestó en un tono algo cortante.

—¿Y tú, Adele?

No tenía ganas de seguir hablando con él. Se sintió abrumada por la incertidumbre de lo que podría haber sido, el sentimiento que tanto le había costado mantener a raya durante todos esos años.

—Muy bien. He disfrutado con mi negocio, y tengo a mi familia cerca. La vida me trata bien. —No le iba a dar cancha ni a entrar en detalles—. A decir verdad, debo colgar. Tengo una cita para comer.

Colgó tan rápidamente como permitían los buenos modales.

Al dejar el teléfono le temblaban las manos. Todavía surtía su efecto en ella. En realidad no había enterrado del todo el anhelo. De vez en cuando volvía a aflorar a la superficie, cuando menos lo esperaba.

¿Por qué no había aceptado su invitación? ¿Qué mal podía hacerle?

—¡No seas ridícula! —Su voz resonó en la quietud de la sala de estar.

Levantó la vista. La marina seguía ahí colgada, la marina por la que pujó el día que se conocieron. Llevaba colgada sobre el escritorio desde entonces. En todos aquellos años no había cambiado ni una pincelada. Ahí radicaba la belleza de los cuadros. Captaban un instante. Permanecían inalterables para siempre.

Eso le trajo a la memoria lo que tenía entre manos. Tenía tanto que organizar: agentes inmobiliarios, contables, abogados…, todos estaban a la espera de su decisión. Mucha gente le había aconsejado que no tomase decisiones drásticas hasta pasado algún tiempo después del luto, pero estaba segura de que a esas alturas había transcurrido el tiempo necesario. Bridge House era demasiado grande para una persona; la Russell Gallery suponía demasiada carga para ella, aunque Imogen se ocupara de gran parte de su gestión. E Imogen le había asegurado, en repetidas ocasiones, que no quería empuñar las riendas, que había llegado el momento de cambiar de aires, que nunca había tenido intención de quedarse en Shallowford tanto tiempo. Adele le propuso llegar a un acuerdo, pero Imogen insistía en que quería un cambio definitivo. No obstante, Adele se sentía culpable, motivo por el cual había decidido recuperar La Inamorata. Sería un regalo de ensueño. Imogen lo apreciaría más que nadie en el mundo, y eso en cierto modo acallaría su propia conciencia.

Recordó la conversación que acababa de mantener. ¿Cómo habría sido su vida si no se hubiese cruzado con Jack? ¿Habrían sido diferentes las cosas? Tenía la certeza de que, de no haberlo conocido, jamás habría llegado a tener el empuje y la resolución que la caracterizaban. Sin embargo, ¿habría sido más feliz, tal vez?

«No podrías haber sido más feliz», se reprochó a sí misma. «Jack fue un error de cálculo. Todo el mundo tiene derecho a cometer errores».

En eso creía a pies juntillas. Para que las cosas saliesen bien era necesario cometer errores. Y, al final, había conseguido que las cosas saliesen bien…

Se obligó a volver al presente. Ya estaba bien de torturarse. Tenía que llevar a cabo sus planes. Iba a realizar algunos cambios importantes, todos para bien. Recorrió con la vista la habitación donde había tomado la mayor parte de las decisiones importantes. Adoraba sus techos altos y las ventanas de guillotina, que miraban al río. De hecho, adoraba hasta el último rincón de Bridge House. Con su simetría perfecta, envuelta en un ladrillo rojo pálido, se levantaba —lo cual no era de extrañar— junto al puente de Shallowford; sin duda la casa más bonita de esa pequeña población con mercado. Nicky, la agente inmobiliaria y la mejor amiga de Imogen, le había dicho que se la quitarían de las manos, probablemente antes de que diese tiempo a imprimir los folletos satinados destinados a exaltar sus perfectas proporciones, el jardín vallado, la puerta principal de color rojo oscuro con el montante de medialuna.

Por un momento, a Adele le asaltaron las dudas respecto a su decisión. Echaría muchísimo de menos la casa. Sintió una punzada de resentimiento por tener que desprenderse de ella. Se recordó a sí misma que es mejor tomar decisiones difíciles mientras se controla la situación, antes de que se adelanten los acontecimientos. Decidida, desenroscó la capucha de su estilográfica y alargó la mano para coger un bloc de notas. Adele no le tenía en absoluto fobia a los ordenadores, pero todavía se concentraba mucho mejor escribiendo a mano.

Mientras redactaba la lista, le vino a la memoria una y otra vez la conversación con Jack.

El Orient Express. Sabía que todavía operaba de Londres a Venecia. Un viaje único. Posiblemente el viaje más famoso del mundo. Se puso a urdir un plan. Hizo una búsqueda en el ordenador, encontró la web que quería y echó un vistazo a la información. Antes de que le diese tiempo a cambiar de opinión, descolgó el teléfono.

—¿Hola? Sí, quería reservar un billete. A Venecia, de ida, por favor…

Mientras esperaba a que la pasasen con la persona correspondiente, posó la vista una vez más en el cuadro que colgaba sobre su escritorio. Jack tenía razón: no era mucho mayor que Imogen cuando lo compró. El día que todo empezó. Parecía ayer mismo…