La señora Deloney golpeaba mi cara con una toalla mojada. Le dije que dejara de hacerlo. La primera cosa que vi, cuando me puse de pie, fue la fotografía enmarcada en cuero, junto al teléfono. Mi vista empañada me dijo que era el retrato del caballero anciano de ojos negros cuya réplica pendía encima de la chimenea de la salita de la señora Bradshaw.
—¿Qué hace aquí la fotografía del padre de Bradshaw?
—Ocurre que es mi propio padre, el senador Osborne.
—De modo que la señora Bradshaw también es una virtuosa.
La señora Deloney me miró como si el golpe del atizador me hubiera transformado en un imbécil. Por suerte, el tal golpe sólo había sido de refilón y había perdido el sentido sólo unos pocos segundos. Cuando llegué al aparcamiento del hotel, Roy Bradshaw partía en su coche.
Las luces de su automóvil subían colina arriba, en dirección contraria a la del mar. Lo seguí hacia Foothill Drive y lo alcancé mucho antes de que llegara a su casa. Me facilitó las cosas frenando de manera repentina. Su coche se deslizó de lado y se detuvo en medio de una serie de estremecimientos, al otro lado de la carretera.
No fue a mí a quien trató de detener. Otro automóvil se acercaba. Pude ver los faros que se aproximaban bajo los árboles, como enormes y locos ojos, y su luz dibujó la silueta de Roy Bradshaw. Me pareció que, con manos torpes, intentaba desatar su cinturón de seguridad. Reconocí el Rolls de la señora Bradshaw un segundo antes de que, con un chirrido de frenos, se estrellara contra el coche más pequeño.
Aparqué fuera de la carretera, dejé encendida una luz roja intermitente y subí corriendo la colina hacia el lugar del impacto. Mis pasos sonaban ruidosos y pesados en medio del silencio que se produjo después del choque. La nariz arrugada del Rolls se hallaba hundida por completo en el costado del otro automóvil. Bradshaw yacía en el asiento del conductor. La sangre que manaba en abundancia de su frente, su nariz y la comisura de sus labios corría por su cara.
Abrí la portezuela que no había sufrido daño y desabroché el cinturón de seguridad. Cayó fláccido en mis brazos. Lo acosté en la carretera. Las líneas irregulares de sangre que recorrían su rostro se asemejaban a grietas producidas en una máscara, a través de las cuales asomaban los tejidos vivos. Pero el hombre estaba muerto. Allí estaba, sin pulso y sin respiración, bajo las sombras angulosas de las ramas de los árboles.
La anciana señora Bradshaw había saltado de su asiento protegido. Al parecer, se encontraba ilesa. Recuerdo que en ese momento pensé que ella era una fuerza elemental, a la que nada podía matar.
—Es Roy, ¿no es cierto? ¿Está bien?
—En cierto sentido sí. Él deseaba morir. Pues bien, está muerto.
—¿Qué quiere decir?
—Me temo que le haya asesinado también a él.
—Pero yo no tenía la intención de hacerle daño. No habría de herir a mi propio hijo, el hijo de mi vientre.
En su voz temblaba el dolor maternal. Creo que ella creía a medias que era su madre, tanto tiempo había desempeñado el papel. La realidad se había empañado, lo mismo que los campos iluminados por la luna en el contorno.
Se arrojó sobre el hombre muerto y lo estrechó entre sus brazos, como si su viejo cuerpo pudiera de algún modo volverle al calor de la vida y rehacer su amor por ella. Le arrullaba y murmuraba ternezas a su oído, diciéndole que era un niño malo que se fingía enfermo, sólo para asustarla. Por fin le sacudió con violencia y le ordenó:
—¡Despierta! Soy mamá.
Como me había dicho en una ocasión, la noche no constituía su mejor momento. Pero en ella existía una doble naturaleza que hacía juego con la de Roy y, en su frenética locura, dejaba escapar un elemento teatral.
—¡Déjele tranquilo! —exclamé—. Y ahórrese la farsa de la maternidad. La situación es de por sí bastante fea, sin necesidad de añadirle esto.
Adoptó una actitud furtiva y cautelosa y, al tiempo que alzaba los ojos para mirarme, preguntó:
—¿La farsa de la maternidad?
—Roy Bradshaw no era su hijo. Ustedes dos han representado una comedia bastante buena. El doctor Godwin diría que esto se adaptaba a sus necesidades neuróticas. Pero la función ha acabado.
Se puso de pie en un estallido de ira tan violento que la acercó a mí. Pude oler su perfume a lavanda y sentir su fuerza.
—Soy su madre. Tengo la partida de nacimiento para demostrarlo.
—Apuesto a que la tiene. Su hermana me mostró un certificado de defunción, el cual prueba que usted murió en Francia, en 1940. Con el dinero que posee está en condiciones de documentar cualquier cosa. Sin embargo, no puede alterar los hechos por el expediente de cambiarlos en el papel. Roy se casó con usted, en Boston, después de que usted hubo asesinado a Deloney. Más tarde, él se enamoró de Constance McGee y usted la mató. Roy vivió en su compañía por espacio de otros diez años, si es que a eso se le puede llamar vivir, agobiado por el miedo de que usted volviera a cometer otro asesinato, en el caso de que él se atreviera a enamorarse de nuevo. Por fin osó hacerlo con Laura Sutherland. Se las ingenió para convencerla a usted de que el objeto de sus sentimientos era Helen Haggerty. Y usted recorrió el camino de su casa el viernes por la noche y le disparó un tiro. Todos estos son hechos que ni usted ni nadie puede cambiar
Un profundo silencio cayó entre nosotros, sutil y helado, como es sutil y helada la luz de la luna. Al final, la mujer habló:
—Lo único que hice fue proteger mis derechos. Roy me debía, al menos, fidelidad. Le entregué dinero y le proporcioné antecedentes. Le envié a Harvard. Hice que todos sus sueños se transformaran en realidad.
Ambos bajamos la vista para contemplar al hombre, ya sin sueños, que yacía en la carretera.
—¿Está dispuesta a acompañarme a la ciudad, con el objeto de hacer una declaración formal acerca del modo en que defendió sus derechos a través de los años? El pobre Tom McGee ha vuelto a la cárcel. Todavía está pagando sus delitos, Letitia Macready.
Se irguió.
—No le permitiré que utilice semejante lenguaje conmigo. No soy una criminal.
—Usted se dirigía a la casa de Laura Sutherland, ¿no es así? ¿Qué es lo que proyectaba hacer con ella, vieja?
Se cubrió la parte inferior del rostro con la mano. Pensé que se sentía enferma o agobiada por la vergüenza. No obstante, dijo:
—No debe llamarme vieja. No lo soy. No mire mi cara, observe mis ojos. Si lo hace, descubrirá cuán joven soy aún.
Era verdad, en cierta manera. No podía ver sus ojos con demasiada claridad, pero sabía que eran brillantes, negros, y plenos de vida. Todavía se mostraba ávida, como una legendaria Letitia, esa fantástica proyección de sí misma, cubierta de piel de leopardo de imitación, que había usado para esconder su personalidad.
Levantó una mano hasta su poderosa mandíbula y ofreció:
—Le daré dinero.
—Roy aceptó su dinero. Mire lo que le ha ocurrido.
Giró en redondo de manera brusca y comenzó a andar hacia su automóvil. Imaginé lo que revoloteaba por su mente: otro asesinato, otra sombra con la que nutrirse. Me adelanté y llegué antes que ella hasta la puerta abierta del Rolls. Su cartera de cuero negro estaba en el suelo, donde cayera en el momento de la colisión. Dentro encontré el revólver nuevo que había decidido utilizar contra la última mujer de Roy.
—Deme eso.
Habló con la autoridad propia de la hija de un senador y con la autoridad más terrible de una mujer que ha asesinado a dos hombres y a dos mujeres.
—Se acabaron las armas para usted —le dije.
Se acabó absolutamente todo, Letitia.