Salí a los jardines del hotel. La alta luna flotaba inmutable en el cielo y en las ornamentadas piscinas del parque español. Detrás de los postigos de la cabaña de la señora Deloney brillaba una luz más amarilla. El sonido de las voces era demasiado bajo para oírlas desde donde estaba.
Llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó ella.
—Servicio.
Servicio de detective.
—No he pedido nada.
Sin embargo, abrió. Me deslicé a su lado y me detuve contra la pared. Bradshaw estaba sentado en un sofá inglés, junto a la chimenea, en la pared opuesta. Un débil fuego llameaba en el hogar y brillaba en los accesorios de bronce.
—Hola —dijo.
—Hola, George.
Saltó de una manera visible. La señora Deloney exclamó:
—¡Fuera de aquí!
Parecía tener unos ojos azules perfectamente redondos, en una cara blanca perfectamente cuadrada, todo huesos y voluntad.
—Llamaré al detective del hotel.
—Hágalo, si desea que la suciedad se desparrame.
Cerró la puerta.
—Podríamos decírselo —sugirió Bradshaw—. De todos modos, tendremos que decírselo a alguien.
La señora Deloney hizo con la cabeza un gesto negativo tan violento que estuvo a punto de perder el equilibrio. Retrocedió un par de pasos y reunió sus fuerzas, al tiempo que nos miraba a Bradshaw y a mí como si ambos fuéramos sus enemigos.
—Lo prohíbo en forma absoluta —le dijo a Roy—. No hay nada que decir.
—Al fin y al cabo, el asunto saldrá a la luz. Es mejor que sea por obra de nuestra voluntad.
—No va a salir a la luz. ¿Por qué habría de ocurrir?
—En parte —intervine—, porque usted cometió el error de venir aquí. Ésta no es su ciudad, señora Deloney. Aquí no le será posible poner una tapadera a los acontecimientos, como logró hacerlo con tanto éxito en Bridgeton.
Me volvió su espalda erguida.
—No le haga caso, George
—Mi nombre es Roy.
—Roy —se corrigió—. Este individuo trató de engañarme ayer, en Bridgeton, pero no sabe nada. Todo cuanto debemos hacer es quedarnos tranquilos.
—¿Qué obtendremos con ello?
—Paz.
—Estoy harto de esa clase de paz —observó Bradshaw con aspereza—. He vivido metido en ella todos estos años. Usted, en cambio, permaneció al margen de los sucesos. No tiene la menor idea acerca de lo que he tenido que pasar.
Descansó la cabeza en el respaldo del sofá y levantó los ojos al cielorraso.
—Pasará por cosas mucho peores —replicó la mujer con voz dura—, si ahora se abandona.
—Por lo menos, será diferente.
—Usted es un tonto pusilánime. Pero no voy a permitirle que arruine el resto de mi vida. Si lo hace, dejará de recibir ayuda financiera de mi parte
—Puedo prescindir de ella.
Sin embargo, se mostraba muy cuidadoso de no decir nada de lo que yo quería saber. Había estado utilizando una máscara por espacio de tanto tiempo, que se le había adherido a la cara y controlaba su manera de hablar y, tal vez, sus hábitos de pensamiento. También la anciana que me volvía las espaldas actuaba para mí, como si yo fuera un auditorio.
—Ese argumento es académico, en más de un sentido —dije—. El cadáver ya no está enterrado. Sé que su hermana Letitia mató a Luke Deloney de un balazo. Sé que, más tarde, se casó con Bradshaw, en Boston. Me lo ha ratificado la madre de Roy…
—¿La madre de Roy?
Bradshaw se irguió.
—Después de todo, tengo una madre —observó, con su voz más seria y cultivada, al tiempo que clavaba sus ojos en los de la mujer—. Aún vivo con ella y debemos tomarla en consideración.
—Usted lleva una vida muy complicada —replicó la señora Deloney,
—Poseo una naturaleza muy complicada.
—Muy bien, señor Complejidad, usted tiene la pelota. Haga con ella algo.
Tras estas palabras, se dirigió hacia una silla baja, ubicada en un rincón neutral del cuarto, y se sentó.
—Creí que la pelota la tenía yo —intervine—, pero me alegro de que haya pasado a sus manos, Bradshaw. Puede comenzar por donde se iniciaron las cosas, es decir, el asesinato de Deloney. Usted era el testigo de que hablaba Helen, ¿verdad?
Asintió con un movimiento de cabeza.
—No debí de haber cargado a Helen con el peso de tal conocimiento. Pero me sentí profundamente trastornado y ella era la única amiga que tenía en el mundo.
—Excepto Letitia.
—Sí. Excepto Letitia.
—¿Cuál fue su participación en el asesinato?
—Estaba allí, simplemente. Y no fue un asesinato, hablando con propiedad. Letitia mató a Deloney en defensa propia, desde un punto de vista virtual, por accidente.
—Ésa es la conclusión a la que yo llegué.
—No es más que la verdad. Nos sorprendió juntos en la cama, en su apartamento.
—¿Acostarse juntos era habitual en ustedes?
—Fue la primera vez. Yo había escrito una poesía acerca de Letitia, la cual apareció publicada en la revista del colegio, y se la enseñé en el ascensor. La había estado observando y admirando a lo largo de toda la primavera. Aunque mucho mayor que yo, era una criatura fascinadora. Fue la primera mujer que tuve en mi vida.
Hablaba de Tish con una especie de temor reverente.
—¿Qué ocurrió en el dormitorio del apartamento de la terraza, Bradshaw?
—Nos sorprendió, como ya le dije. Sacó un arma de un cajón y me golpeó con la culata. Tish trató de detenerle. Luke la hirió en la cara. Entonces, ella puso la mano en algún lugar del revólver, se disparó el tiro y lo mató.
Se tocó el párpado del ojo derecho e hizo un gesto en dirección de la anciana. La señora Deloney nos observaba desde un rincón, a la distancia de sus años.
—La señora Deloney tapó el hecho e hizo que lo taparan. Si se tienen en cuenta las circunstancias, resulta difícil culparla de nada. O culparnos a nosotros. Fuimos a Boston, donde Tish pasó meses enteros dentro y fuera del hospital, para que le reconstruyeran el rostro. Luego nos casamos. Yo estaba muy enamorado de ella, a despecho de la diferencia de nuestras edades. Creo que los sentimientos que abrigaba por mi propia madre me prepararon para amar a Tish.
Su encubierta inteligencia se encendió en sus ojos de una manera tan cegadora que pareció casi loco. Su boca se veía torcida en una mueca.
—Fuimos a Europa en luna de miel. Mi madre contrató detectives franceses para que nos siguieran. Me vi obligado a dejar a Tish en París, para hacer las paces con mamá y comenzar mi segundo año en Harvard. Ese mismo mes estalló la guerra en Europa. Jamás volví a ver a Tish. Se puso enferma y murió antes de que yo me enterara de nada.
—No lo creo. No hubo bastante tiempo para todo eso.
—Ocurrió con mucha rapidez, como sucede siempre con las tragedias.
—No la de ustedes. Se ha estado arrastrando por espacio de veintidós años.
—No —intervino la señora Deloney—. Dice la verdad y puedo probarlo.
Se dirigió a la otra habitación y regresó con un documento doblado, que me entregó. Era un acte de décès, fechada en Burdeos el 16 de julio de 1940, en la cual se declaraba que Letitia Osborne Macready, de cuarenta y cinco años de edad, había muerto de neumonía.
Se la devolví a la señora Deloney y le pregunté:
—¿Siempre la lleva con usted, dondequiera que vaya?
—La he traído por casualidad.
—¿Por qué?
No pudo encontrar una respuesta.
—Le diré por qué. Porque su hermana está bien viva y usted teme que sea castigada por sus crímenes.
—Mi hermana no cometió ningún crimen. La muerte de mi marido fue un homicidio justificado o un accidente. El informe policial llegó a esa conclusión. De lo contrario, no se habría invalidado el caso.
—Puede ser. Pero Constance McGee y Helen Haggerty no recibieron un tiro por accidente.
—Mi hermana murió mucho antes que esas dos mujeres.
—Sus propias acciones lo niegan, señora Deloney, y ellas significan más que ese certificado de defunción falso. Por ejemplo, hoy usted visitó a Gil Stevens y trató de sonsacarle acerca del caso de McGee.
—De modo que ha traicionado mi confianza, ¿no?
—No había nada que traicionar. Usted no es cliente de Stevens. Todavía sigue representando a McGee.
—No me lo dijo.
—¿Por qué habría de decírselo? Ésta no es su ciudad.
Se volvió hacia Bradshaw, llena de confusión. Él sacudió la cabeza. Atravesé la habitación y me detuve frente a él.
—Si Tish se encuentra enterrada en Francia, ¿por qué se tomó tanto trabajo para divorciarse de ella?
—Así que también sabe lo del divorcio. Es usted un verdadero desenterrador de hechos, ¿verdad? Un excavador indio. Comienzo a preguntarme si hay algo de mi vida privada que usted no sepa.
Se sentó y levantó hacia mí unos ojos brillantes y colmados de cautela. Me sentí empujado por el colapso de sus defensas y observé:
—Su vida privada, o sus vidas privadas, constituyen algo que pertenece casi al dominio público. ¿Ha mantenido dos casas y dividido su tiempo entre su madre y su mujer?
—Es evidente que así lo he hecho —respondió, con voz neutra.
—¿Tish vive aquí, en la ciudad?
—Vivió en el área de Los Ángeles. No tengo la menor intención de decirle dónde y puedo asegurarle que jamás descubrirá el lugar. De todos modos, no vale la pena insistir en el asunto, desde que ella ya no está ahí.
—¿Dónde y cómo murió esta vez?
—No ha muerto. El certificado de defunción francés es falso, tal como usted imagina. El sábado la puse en un avión con destino a Río de Janeiro y, por ahora, se quedará allí.
La señora Deloney intervino:
—¡No me comunicó semejante cosa!
—Tenía la intención de no informar a nadie. Sin embargo, me veo obligado a hacerlo, para que el señor Archer se dé cuenta de que es inútil seguir insistiendo. Mi mujer —mi ex mujer— es vieja y está enferma, y no puede ser afectada por una extradición. He tomado las debidas precauciones para que le proporcionen asistencia médica, de carácter psiquiátrico, en una ciudad sudamericana cuyo nombre pienso reservarme.
—¿Admite que asesinó a Helen Haggerty?
—Sí. Me lo confesó cuando fui a verla a Los Ángeles, el sábado por la mañana. Le disparó el tiro a Helen y escondió el arma en la casa de la portería. En Reno me puse en contacto con Foley, sobre todo para averiguar si había sido testigo de algo. No quería que me chantajeara…
—Pensé que ya lo había hecho.
—Él no, Helen —repuso—. Ella se enteró de mi divorcio pendiente en Reno y extrajo una serie de conclusiones, que incluían el hecho de que Tish aún estaba viva. Le di una buena cantidad de dinero, y le conseguí trabajo en la universidad, con el objeto de proteger a Tish.
—Y a usted.
—Y a mí. Poseo una reputación, que debo defender, aunque no haya cometido ningún acto ilegal.
—No. Usted es muy hábil para lograr que otras personas hagan el trabajo sucio. Trajo a Helen aquí como una especie de señuelo, ¿verdad?
—Temo no entenderle.
Sin embargo, se movía con intranquilidad.
—Usted salió con Helen varias veces e hizo correr la voz de que era su prometida. No lo era, por supuesto. Usted ya se había casado con Laura y odiaba a Helen, por buenas razones.
—Lo que dice no es verdad. Nuestra relación se apoyaba en bases bastante amistosas, a despecho de las exigencias de Helen. Después de todo, se trataba de una vieja amiga y yo no podía evitar un sentimiento de simpatía hacia ella, pues pensaba que el mundo le debía alguna compensación.
—Ya sé lo que consiguió. Una bala en la cabeza. Lo mismo que Constance McGee. Lo que habría logrado Laura, si usted no se hubiera ocupado en hacer de Helen una víctima sustituta para Letitia Macready.
—Sospecho que está complicando las cosas en exceso.
—¿Para una naturaleza complicada como la suya?
Paseó la vista en torno de la habitación, como si se sintiera aprisionado en ella o en el laberinto de su propia naturaleza.
—Jamás podrá probar la menor complicidad de mi parte en la muerte de Helen. La noticia del hecho me produjo una impresión espantosa. La confesión de Tish, otra.
—¿Por qué? Usted debía saber que ella asesinó a Constance McGee.
—No me enteré de ello hasta el sábado. Admito que abrigaba ciertas sospechas. Tish era salvaje en sus celos. Por espacio de diez años viví agobiado por la horrible posibilidad, esperando y rogando que mis sospechas fueran infundadas…
—¿Por qué no se lo preguntó a ella?
—No me sentía con fuerzas para afrontar el hecho. Las cosas ya eran muy difíciles entre nosotros. Un interrogatorio habría significado admitir mi amor por Connie.
Escuchó sus palabras y, por un momento, permaneció sentado y quieto, con los ojos bajos, como si estuviera contemplando un abismo dentro de sí.
—La amaba realmente, se lo aseguro. Su muerte casi terminó conmigo.
—No obstante, la sobrevivió para amar otra vez.
—Los hombres suelen hacerlo —observó—. No pertenezco al tipo de hombre que puede vivir sin amor. Incluso amé a Tish tanto como me fue posible. Pero ella envejeció y se puso enferma.
La señora Deloney hizo un ruido como si escupiera.
Bradshaw se dirigió a ella y le dijo:
—Deseaba una mujer que pudiera darme hijos.
—Que Dios ampare a un hijo suyo. Es probable que le abandonara. Rompió todas las promesas que había hecho a mi hermana.
—Todos rompen sus promesas. No me propuse enamorarme de Connie. El hecho ocurrió, simplemente. La conocí en la sala de espera de un médico, casi por casualidad. No obstante, no volví la espalda a su hermana. Nunca lo hice. Me esforcé por ella mucho más que ella por mí.
La señora Deloney hizo un gesto de desprecio, con la arrogancia de una segunda generación de aristócratas.
—Mi hermana le sacó del arroyo. ¿Quién era usted? Un muchacho que llevaba el ascensor.
—Era un estudiante universitario y ascensorista por mi propia decisión.
—Muy verosímil.
Brandshaw se inclinó hacia la señora Deloney y clavó los brillantes ojos en los de ella.
—Contaba con recursos familiares que me habrían permitido cambiar mi situación, si así lo hubiera decidido.
—¡Ah, sí! Su preciosa madre.
—Tenga cuidado con lo que dice acerca de mi madre.
Había un filo agudo en sus palabras, la calidad de una fría amenaza, y esto silenció a la anciana. Ése fue uno de los momentos en los cuales sentí que ambos estaban jugando un juego tan complejo como el ajedrez, un juego de potencias en un tablero oculto. Debí haberles obligado a ser sinceros. Pero yo estaba empeñado en aclarar mi caso y, mientras Bradshaw continuara hablando en forma voluntaria, no me preocupaban las aparentes salidas tangenciales.
—No acabo de entender el asunto del revólver —dije—. La policía ha llegado a la conclusión de que Connie McGee y Helen Haggerty fueron asesinadas con la misma arma, la que pertenecía a la hermana de Constance, Alice. ¿Cómo consiguió Tish apoderarse de ella?
—Lo ignoro.
—Sin embargo, debe de tener alguna idea al respecto. ¿Acaso se la dio Alice Jenks?
—Pudo haberlo hecho.
—Lo que acaba de decir es una tontería, Bradshaw, y usted lo sabe. Alguien robó el revólver de la casa de Alice. ¿Quién fue?
Colocó sus dedos en forma de torre y admiró su simetría. Luego contestó:
—Estoy dispuesto a decírselo, siempre que la señora Deloney abandone esta habitación.
—¿Por qué habría de hacerlo? —protestó la anciana, desde su rincón—. Estoy en condiciones de oír cualquier cosa que mi hermana haya podido hacer.
—No pretendo proteger su sensibilidad —replicó Bradshaw—, sino la mía.
La señora Deloney vaciló. El instante se transformó en una pugna de voluntades. Por fin, Bradshaw se puso de pie y abrió una puerta inferior. A través de la abertura, y al otro lado de un pequeño vestíbulo íntimo, vi un dormitorio amueblado con un gusto insípido. En la mesita de noche descansaban un teléfono de marfil y, enmarcada en cuero, la fotografía de un caballero de bigote blanco, que me pareció vagamente familiar.
La señora Deloney marchó hacia el dormitorio, igual que un soldado recalcitrante que recibe órdenes. Bradshaw cerró la puerta con violencia a sus espaldas.
—Estoy empezando a odiar a las mujeres viejas —exclamó, con rabia.
—Estaba dispuesto a hablarme del arma.
—Lo estaba, ¿verdad?
Regresó al sofá.
—No es una historia agradable. Nada de esto lo es. Voy a contarle el asunto por entero, en la esperanza de que se sienta totalmente satisfecho.
—¿Y no haga intervenir a las autoridades?
—¿Acaso no se da cuenta de que no se ganará nada con semejante intervención? Su única consecuencia sería envenenar la ciudad, destrozar la posición de la universidad, en cuya construcción he trabajado por espacio de largos años, y arruinar más de una vida.
—¿En especial la suya y la de Laura?
—En especial la mía y la de Laura. Dios sabe lo que ella ha esperado por mí. E, incluso, yo merezco algo más de lo que he tenido. He vivido toda mi vida adulta arrastrando las consecuencias de una complicación neurótica, que adquirí cuando todavía era un niño.
—¿Por eso le trataba Godwin?
—Necesitaba algún apoyo. No era fácil entenderse con Tish. En determinadas ocasiones me sacaba fuera de quicio con su violencia animal y sus exigencias. Ahora, este problema ha llegado a su término.
Sus ojos convirtieron la afirmación en una pregunta y un ruego.
—No puedo formular ninguna promesa —observé—. Una vez que conozca toda la historia, pensaremos el próximo paso. ¿Cómo obtuvo Letitia el revólver de Alice?
—Connie lo sacó de la habitación de su hermana y me lo entregó. En cierto modo, abrigábamos la salvaje idea de utilizarlo para cortar el nudo gordiano.
—¿Quiere decir matando a Tish?
—Era pura fantasía —contestó—. Folie a deux. Connie y yo jamás nos habríamos atrevido a llevar adelante el proyecto, por muy desesperados que estuviéramos. Usted nunca podrá concebir la agonía que significó para mí el dividirme entre dos mujeres, la una vieja y rapaz, la otra joven y apasionada. Jim Godwin me advirtió, por entonces, que corría el peligro de enfrentarme con una muerte espiritual.
—Y se sabe que para evitarla el asesinato es un camino seguro.
—Jamás lo habría hecho. No habría podido. Jim me lo hizo ver con claridad. No soy un hombre violento.
Pero ahora había en su interior una violencia que presionaba contra los temores convencionales que oprimían su naturaleza y le mantenían tranquilo, casi formal, ante mis ojos. Advertí la rabia asesina que sentía por mí. Lo estaba obligando a sacar a la luz todos sus secretos.
—¿Qué ocurrió con el revólver que Connie robó para usted?
—Lo escondí en un lugar que consideré seguro, pero Tish debió encontrarlo.
—¿En su casa?
—En la casa de mi madre. A veces la llevaba allí, cuando mi madre salía.
—¿Estaba el día en que McGee le visitó?
—Sí.
Fijó sus ojos en los míos, antes de proseguir:
—Me sorprende que usted sepa lo que ocurrió ese día. Usted es un hombre muy concienzudo. Ése fue el día en que culminaron todas las cosas. Tish debió encontrar el revólver en mi escritorio, en la caja cerrada con llave donde lo había escondido. Antes de esto, sin duda, escuchó a McGee cuando me acusaba de estar interesado en su mujer. Entonces se apoderó del arma y la volvió contra Constance. Creo que hubo cierta justicia poética en toda esta tragedia.
Bradshaw podría haber estado hablando acerca de un acontecimiento del pasado de algún otro, la muerte de un personaje de la historia o de la ficción. Ya no se preocupaba por el significado de su propia vida. Quizá esto fuera lo que el doctor Godwin entendía por muerte espiritual.
—¿Aún sigue manteniendo que ignoraba que Tish había asesinado a Constance McGee, y que sólo lo supo el sábado, cuando ella confesó ante usted su delito?
—Supongo que no me permití a mí mismo la comprobación de mis sospechas. De acuerdo con mis conocimientos, el revólver simplemente había desaparecido. Pudo haberlo cogido McGee, cuando estuvo en la casa. La acusación oficial contra él era muy sólida.
—Usted sabe muy bien que esta acusación fue atada con viejos trozos de cuerda. Thomas McGee y su hija constituyen mi preocupación fundamental. No me sentiré satisfecho hasta que no sean absueltos de toda culpa.
—Sin duda esa tarea puede llevarse a cabo, sin necesidad de arrastrar a Letitia desde Brasil.
—Cuento sólo con su palabra respecto a ese asunto —repliqué—. Incluso la señora Deloney se sorprendió al oír la noticia de ese viaje.
—¡Cielos! ¿De modo que no me cree? Hablando en forma literal, ha desnudado mis entrañas.
—No lo habría hecho si no hubiera tenido una razón. Opino que es un mentiroso, Bradshaw, uno de esos virtuosos que utilizan hechos y sentimientos reales para lograr que sus historias resulten plausibles. Pero en la que acaba de crear existe una imposibilidad básica. Si Tish se encontrara a salvo en Brasil, ésa sería la última cosa que usted me diría. Creo que ella está escondida aquí, en California.
—Está equivocado.
Sus ojos se alzaron para encontrar los míos, tan cándidos y serios como sólo pueden serlo los de un actor. El sonido del teléfono detrás de la puerta cerrada del dormitorio interrumpió nuestra contienda visual. Bradshaw se movió en dirección al sonido. Me puse de pie de un salto y caminé con mayor rapidez. Empujé a Roy con el hombro contra el marco de la puerta y levanté el receptor, antes de que hubiera llamado una tercera vez.
—¡Hola!
—¿Eres tú, querido?
Era la voz de Laura, que continuó:
—Roy, estoy asustada. Ella lo sabe todo acerca de nosotros. Me ha llamado hace apenas un minuto y me ha dicho que se disponía a venir hasta aquí.
—Mantenga la puerta cerrada con llave y con cadena. Y lo mejor es que llame a la policía.
—Usted no es Roy. ¿Quién es?
Bradshaw estaba detrás de mí. Me volví a tiempo para ver el relámpago de bronce, cuando el atizador que esgrimía en su puño cerrado cayó sobre mi cabeza.