Mientras atravesaba el vestíbulo del Surf House, vi a la madre de Helen, que estaba sentada en un rincón alejado. Se encontraba tan sumida en sus pensamientos que no levantó la vista hasta que hablé:
—Es tarde para permanecer aquí, señora Hoffman.
—No me queda mucha elección —repuso, con cierto resentimiento—. Se supone que comparto una cabaña con la señora Deloney y fue idea exclusiva de ella. Pero me puso de patitas en la calle para recibir a su amigo en privado.
—¿Se refiere usted a Roy Bradshaw?
—Así se ha bautizado ahora. Conocí a George Bradshaw cuando se alegraba de que le proporcionaran una comida caliente y, más de una vez, se la serví en mi propia cocina.
Acerqué una silla y dije:
—Todo esto se suma a una coincidencia interesante.
—Lo mismo creo yo. Pero se supone que no debo hablar acerca de ese tema.
—¿Quién dice?
—La señora Deloney.
—¿Ella le ordena lo que tiene que hacer?
—No, pero fue un gesto bondadoso de su parte al sacarme de aquella horrible habitación del Pacific Hotel y…
Hizo una pausa y quedó pensativa.
—¿Dejarla aquí, en el vestíbulo? —completé.
—Es sólo por un momento.
—Así es la vida. ¿Usted y su marido han de seguir recibiendo órdenes de gente como los Deloney, hasta el día de su muerte? Usted sabe muy bien que no consigue nada con eso, excepto el privilegio de sentirse manoseada.
—Nadie manosea a Earl —replicó, a la defensiva—. Le ruego que deje a mi marido tranquilo.
—¿Ha tenido noticias de él?
—No, y estoy preocupada. Llamé por teléfono a casa dos noches seguidas y no contestó nadie. Me temo que esté bebiendo.
—Está en el hospital.
—¿Enfermo?
—Se puso enfermo de tanto beber whisky.
—¿Cómo lo sabe?
—Le ayudé a ir al hospital. Ayer por la mañana estuve en Bridgeton. Su marido habló conmigo, con bastante franqueza al final. Admitió que Luke Deloney había sido asesinado, pero que él había recibido órdenes de arriba para hacer que la cosa pasara por un accidente.
Sus ojos recorrieron el vestíbulo, asustados y avergonzados. No había nadie a la vista, con la sola excepción del empleado nocturno y una pareja que no parecía casada y que estaba reservando una habitación. Pero la señora Hoffman estaba tan nerviosa como un grillo entre una multitud.
—Podría contarme lo que usted sabe —propuse—. Permítame que la invite a un café.
—No, gracias. Si tomo café me quedaré despierta toda la noche.
—Una taza de chocolate, entonces.
—Eso me parece mejor
Nos trasladamos al bar. Varios miembros de la orquesta, vestidos con chaquetas de color malva, bebían café en el mostrador y se quejaban de la paga en la jerga de su tribu. Me senté en un reservado, frente a la señora Hoffman y a la puerta de cristal, de modo que pudiera ver a Bradshaw si atravesaba el vestíbulo.
—¿Cómo conoció a Bradshaw, señora Hoffman?
—Helen lo trajo a casa. Eran compañeros en el City College. Creo que mi hija estuvo encaprichada por él durante un tiempo, pero al muchacho no le ocurría lo mismo. Eran sólo amigos. Tenían intereses en común.
—¿Como la poesía?
—Como la poesía y el teatro. Helen decía que estaba dotado de un gran talento para un chico de su edad, pero que pasaba momentos difíciles en el colegio, a causa de sus escasas posibilidades económicas. Le conseguimos un empleo de medio día, que consistía en manejar el ascensor del edificio de apartamentos en el cual vivíamos. Ganaba sólo cinco dólares a la semana, pero se sentía feliz. Estaba flaco como un esqueleto y más pobre que una rata, cuando le conocimos. Pretendía pertenecer a una familia muy rica de Boston y afirmaba que había abandonado Harvard para valerse por sí mismo. En esa época no tomé en serio sus afirmaciones. Pensé que tal vez se avergonzaba de los suyos y que, en compensación, se daba ínfulas de grandeza. Ahora creo que, después de todo, debía ser verdad. Dicen que su madre está cargada de dinero.
Me lanzó una mirada interrogativa.
—Así es. La conozco.
—¿Por qué un muchacho tan joven renunciaría a tanta riqueza? He pasado la mayor parte de mi vida intentando que un poco de ella se me pegara a los dedos.
—Por lo general, el dinero tiene cuerdas atadas a él.
No intenté una explicación más completa. La camarera trajo el chocolate para la señora Hoffman y el café para mí. Una vez que se hubo retirado, pregunté:
—¿Alguna vez conoció a una mujer llamada Macready? Letitia Macready.
La mano de la señora Hoffman sacudió la taza y unas gotas de líquido castaño oscuro se derramaron en el platillo. Tuve una clara conciencia de que su pelo estaba teñido y de que ella pudo haber sido alguna vez una mujer elegante, con una buena figura y un gusto llamativo en materia de ropas. Pero no era posible que se tratara de Tish Macready. Había estado casada con Earl Hoffman por espacio de más de cuarenta años.
La señora Hoffman colocó una servilleta de papel doblada debajo de la taza para que absorbiera el chocolate derramado.
—La conocí apenas. Cosa de saludo y basta.
—¿En Bridgeton?
—Se supone que no debo hablar de Letitia. La señora Deloney…
—Su hija yace en un cajón refrigerado y todo cuanto usted sabe hacer es referirse a la señora Deloney.
Inclinó la cabeza hacia la brillante mesa de formica.
—Le tengo miedo —confesó—. Me asusta lo que pueda hacer a mi marido.
—Preocúpese por lo que ya le han hecho. Ella y sus compinches políticos le obligaron a sellar el caso Deloney y eso le ha estado royendo las entrañas desde entonces.
—Lo sé. Fue la primera vez que Earl traicionó su trabajo, en forma deliberada.
—¿Admite eso?
—Debo admitirlo. Earl jamás lo dijo con tantas palabras, pero yo lo sabía y Helen también. Ése es el motivo por el cual abandonó nuestra casa.
Y quizá fuera la causa de que, a la larga, Helen no lograra seguir siendo honesta.
—Earl tenía un gran respeto por Luke Deloney —continuó la mujer—, aun cuando Luke mostraba a menudo sus fallos humanos. Él nos hizo mucho bien. Su muerte golpeó a Earl con mucha dureza y, poco tiempo después, comenzó a beber, quiero decir en forma incontrolada y repetida. Estoy preocupada por Earl —extendió el brazo por encima de la mesa y me tocó el dorso de la mano con la punta de sus dedos—. ¿Cree usted que se curará?
—No, si insiste en seguir bebiendo. Pero sobrevivirá a esta borrachera. De todos modos, estoy seguro de que alguien le cuida, pero a Helen no.
—¿Helen? ¿Quién puede hacer algo por Helen ya?
—Usted, si me dice la verdad. Su muerte merece por lo menos una explicación.
—Ignoro quién la asesinó. Si lo supiera, gritaría su nombre desde los tejados. Pensé que la policía andaba detrás de ese McGee, que mató a su mujer.
—McGee ha sido declarado inocente. Tish Macready asesinó a Constance McGee y, con toda probabilidad, a Helen.
Sacudió la cabeza con solemnidad.
—Usted está equivocado, señor. Lo que dice no es posible. Tish Macready, es decir, Tish Osborne, murió mucho tiempo antes de que ocurrieran esas tragedias. Admito que corrieron rumores acerca de ella cuando murió Luke Deloney, pero por esa época ella sufría su propia tragedia, pobrecita.
—Usted ha hablado de Tish Osborne.
—Así es. Ella era una de las hijas del senador Osborne, la hermana de la señora Deloney. La otra noche, cuando veníamos hacía aquí desde el aeropuerto, le conté cómo solían ambas conducir sus sabuesos.
Su boca dibujó una sonrisa leve y nostálgica, como si hubiera aferrado un relámpago de chaquetas rojas, que llegaba desde su infancia.
—¿Qué rumores corrieron acerca de Tish, señora Hoffman?
—Que ella se entendía con Luke Deloney en los días anteriores a su muerte. Algunos afirmaron incluso que Tish le había disparado el tiro, pero yo jamás lo creí.
—¿Tenía algún lío amoroso con Deloney?
—Solía pasar algún tiempo en el apartamento de Luke. Eso no era un secreto para nadie. Cuando Luke y su mujer se separaron, Tish desempeñaba las funciones de dueña de casa no oficial. Nunca medité mucho sobre el asunto. Letitia ya se había divorciado de Val Macready. Después de todo, era la cuñada de Deloney y supongo que tenía derecho a ir a su apartamento.
—¿Su pelo era rojo?
—Diría castaño rojizo. Una hermosa cabellera castaña rojiza.
Con expresión ausente, acarició sus rizos teñidos.
—Tish Osborne tenía mucha vida. Sentí una profunda pena cuando supe que había muerto.
—¿Qué le ocurrió?
—No lo sé con exactitud. Murió en Europa, cuando los nazis invadieron Francia. La señora Deloney no se consoló jamás. Todavía hoy me ha hablado de la muerte de su hermana.
Algo que parecía una araña de húmedas patas trepó a la parte posterior de mi cuello sobre los pelos cortos, y los erizó. El fantasma de Tish o una mujer (¿o un hombre?), que utilizaba el nombre de la muerta, había llegado hasta la puerta de la casa en Indian Springs, más de diez años después de que los alemanes invadieran Francia.
—¿Está segura de que Letitia ha muerto, señora Hoffman?
Asintió con un movimiento de cabeza y dijo:
—Hubo una profusión de artículos en los periódicos, incluso en los de Chicago. Tish Osborne era la beldad de Bridgeton en su época. Recuerdo que, en los primeros años de la década de los veinte, sus fiestas eran famosas. El hombre con el que se casó, Val Macready, tenía mucho dinero por parte de madre.
—¿Vive todavía?
—De acuerdo con lo último que oí de él, se casó con una inglesa durante la guerra y vivía en Gran Bretaña. No era un muchacho nativo de Bridgeton y no llegué a conocerle. Me limitaba a leer las páginas sociales y las esquelas fúnebres.
Bebió su chocolate. Su aspecto, su actitud de persona encerrada en sí misma, parecían decirme que ella había sobrevivido. Su hija Helen había sido más brillante; Tish Osborne, más rica, pero ella era la única que había sobrevivido. También sobreviviría a Earl y es probable que transformara en un santuario el estudio donde su marido guardaba las bebidas, en el escritorio de tapa corrediza.
Bueno, ya había pescado a una de las damas. La otra sería más tenaz.
—¿Por qué vino la señora Deloney a esta ciudad?
—Supongo que fue un capricho de mujer rica. Dijo que deseaba ayudarme en estos momentos de dolor.
—¿Eran ustedes amigas íntimas?
—Apenas la conocía. Earl estaba más cerca de ella que yo.
—¿Y Helen?
—No. Dudo de que se hayan encontrado alguna vez.
—La señora Deloney anduvo un largo camino para ayudar a una persona casi desconocida. ¿Le ha prestado alguna colaboración, aparte del cambio de hotel?
—Me invitó a almorzar y a comer. No quise que pagara, pero insistió en hacerlo.
—¿Qué le exigió a cambio por el pago de la habitación y los alimentos?
—Nada.
—¿Le pidió que no hablara acerca de su hermana Tish?
—Eso es verdad, lo hizo. Yo no debía comentar lo que se dijo acerca de las relaciones de Letitia con Luke, ni los rumores que corrieron sobre la muerte de Deloney. Se muestra muy sensible con respecto a la reputación de su hermana.
—Sensible de una manera anormal, si es cierto que Tish ha muerto hace más de veinte años. ¿A quién se supone que usted no debía mencionar esos hechos?
—A nadie, en especial a usted.
La señora Hoffman ahogó su risilla nerviosa en el resto del chocolate.