CAPÍTULO XXIX

En camino hacia el tribunal para interrogar a McGee, Jerry me dejó en el puerto, donde había quedado mi automóvil. La luna estaba más alta y había recuperado su forma y color. Su luz convertía a los yates en barcos de la flota fantasma del Holandés Errante.

Regresé al motel para hablar con Madge Gerhardi. Descubrí que se había evaporado, junto con lo que quedaba de whisky en mi botella. Me senté en el borde de la cama e intenté comunicarme con ella por teléfono. No hubo respuesta.

Llamé a la casa de Bradshaw. La anciana señora Bradshaw, al parecer, había decidido tomar posiciones permanentes al lado del teléfono. Al primer sonido de la campanilla, levantó el receptor y contestó con voz temblorosa:

—¿Quién es, por favor?

—Archer. ¿Ha llegado Roy?

—No, y me siento preocupada con respecto a él, profundamente preocupada. No le he visto desde el sábado por la mañana, ni he oído una palabra de él. He llamado a sus amigos…

—Yo no lo haría, señora Bradshaw.

—Algo tengo que hacer.

—Hay circunstancias en las cuales es mejor no hacer nada. Quédese tranquila y espere.

—No puedo. Usted quiere decirme que está pasando algo muy terrible, ¿verdad?

—Creo que usted lo sabe.

—¿Tiene algo que ver con esa mujer espantosa… esa Letitia Macready?

—Sí. Tenemos que descubrir dónde se encuentra. Estoy casi seguro de que su hijo podría decírmelo, pero él ha desaparecido. Señora Bradshaw, ¿es absolutamente cierto que usted no ha visto a esa mujer desde los días de Boston?

—Sí. La vi sólo una vez, cuando vino a verme para pedir dinero.

—¿Está en condiciones de describirla?

—Pienso que ya lo hice.

—Con más detalles, por favor. Es algo muy importante.

Hizo una pausa para pensar. A través del hilo escuchaba su respiración, un ronquido débil y rítmico.

—Bien, es una mujer alta, más alta que yo, con el pelo rojo. Por entonces llevaba un peinado abultado. Tenía buena figura, casi exuberante, y, también, bonitas facciones… un tipo de mujer de aspecto descocado. Ojos verdes, de un verde oscuro y sombrío, que no me gustaron en absoluto. Llevaba muchos afeites, más apropiados para un escenario que para la calle, y vestía de un modo espantoso y recargado.

—¿Cuáles eran sus ropas?

—Después de veinte años, la cosa no parece importante, creo. Llevaba un abrigo de leopardo, por supuesto de imitación, y, debajo, algo rayado. Medias finas, con carreras. Tacones ridículos de tan altos. Una buena cantidad de pedrería falsa.

—¿Cómo hablaba?

—Como una mujer de la calle. Una mujer ávida, agresiva y sensual.

La indignación moral que temblaba en su voz no me sorprendió. La señora Bradshaw casi había perdido a Roy por esta mujer y podía perderlo todavía.

—¿Sería capaz de reconocerla, si la viera otra vez, con diferente vestimenta y, tal vez, con el pelo de distinto color?

—Creo que sí, siempre que tuviera la oportunidad de observarla con detenimiento.

—La tendrá cuando la encontremos.

Estaba pensando que el color de los ojos de una mujer no puede cambiar con tanta facilidad como el del pelo. La única mujer de ojos verdes relacionada con el caso era Laura Sutherland. Tenía buena figura y facciones bonitas, pero ninguna de sus otras características parecía coincidir con la descripción de Letitia Macready. No obstante, cabía la posibilidad de que en ella se hubiera producido un cambio. Otras mujeres se convierten en algo irreconocible en la mitad del tiempo.

—¿Conoce a Laura Sutherland, señora Bradshaw?

—De un modo superficial.

—¿Se parece a Letitia Macready?

—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió, con un tono agudo en la voz—. ¿Sospecha de Laura?

—No iría tan lejos. Pero usted no ha contestado a mi pregunta.

—No existe la menor probabilidad de que se trate de la misma mujer. Su tipo es por completo opuesto.

—¿Qué me dice de los caracteres físicos básicos?

—Creo que hay alguna semejanza —repuso, con un matiz de duda—. Roy siempre se ha sentido atraído por mujeres que son, de manera obvia, mamíferos.

Y, de manera obvia, del tipo maternal, pensé.

—Me veo obligado a formularle otra pregunta, una pregunta más personal.

—¿Sí?

Parecía dispuesta a fortalecerse contra un golpe.

—Supongo que sabe que Roy era paciente del doctor Godwin.

—¿Paciente del doctor Godwin? No lo creo. No lo habría hecho a mis espaldas.

Pese a su punto de vista a medias cínico con respecto a la personalidad de su hijo, le conocía bastante poco.

—El doctor Godwin afirma que lo fue por espacio de varios años.

—Debe existir un error. Roy no tiene la menor dificultad con su mente.

Se produjo un silencio vibrante, al final del cual preguntó con ansiedad:

—¿La tiene?

—Mi intención era averiguarlo a través de usted, pero siento mucho haber traído este tema a colación. No se preocupe, señora Bradshaw.

—¿Cómo me pide que no me preocupe, cuando mi muchacho está en peligro?

Anhelaba mantenerme en el mismo tono, y dedicado a la tarea de derramar consuelo en sus viejos y atemorizados oídos. Sin embargo, dije buenas noches y colgué el receptor. Un sospechoso había sido eliminado: Madge Gerhardi. La descripción de Letitia Macready no se adaptaba a la mujer, ni pudo adaptarse en ninguna época. Laura, en cambio, continuaba en la nómina.

El hecho de que Bradshaw se divorciara de la decana Sutherland, para casarse en seguida con ella de nuevo, no tenía ningún sentido. Pero yo contaba sólo con la palabra de Bradshaw en cuanto a su reciente matrimonio con Laura. De manera gradual estaba advirtiendo que la palabra de Roy se estiraba como una banda elástica y podía cortarse con facilidad. Busqué la dirección de la decana —vivía en las colinas de la universidad— y, cuando la estaba copiando en mi libreta, sonó el teléfono.

Era Jerry Marks. Me comunicó que McGee negaba que hubiera contado a Tish o a cualquier otra persona el asunto entre Bradshaw y su mujer. El único con el que había discutido el problema era Roy Bradshaw.

—Bradshaw pudo habérselo dicho a la mujer —sugerí—. O, tal vez, la mujer lo escuchara por casualidad.

—Es posible, pero muy difícil. McGee afirma que la conversación tuvo lugar en casa de Bradshaw

—La mujer pudo haber estado allí, en ausencia de la madre de Roy.

—¿Cree usted que ella vive por aquí?

—En algún lugar del sur de California, de todos modos. Creo que Bradshaw ha estado viviendo a medias con esa mujer y que ella es la responsable de los asesinatos de Constance McGee y Helen Haggerty. Logré sacarle a la madre de Bradshaw una descripción mejorada de Letitia Macready. Es mejor que se la transmita a la policía. ¿Tiene algo donde escribir?

—Sí. Estoy sentado ante el escritorio del sheriff.

Recité los datos de Letitia Macready, pero no dije nada sobre Laura Sutherland. Deseaba hablar con ella a solas.

College Heights era un barrio aislado, en la parte más lejana del campus. Consistía en una mezcolanza de casas de asociaciones juveniles, edificios de apartamentos, casas de dos pisos y residencias con terrenos, entre los que se intercalaban baldíos salpicados de letreros que anunciaban su venta. En una de las iluminadas casas de jóvenes un muchacho tocaba la guitarra y cantaba que aquella tierra nos pertenecía a usted y a mí.

Laura vivía en una de las mejores casas de apartamentos, un edificio con jardín construido en torno de un patio abierto con una piscina. Un hombre en mangas de camisa, sentado en una tumbona dando manotazos a los mosquitos, me indicó la puerta del apartamento de Laura y mencionó con cierta complacencia que era el propietario del edificio.

—¿Hay alguien con ella?

—No creo. Ha tenido un visitante, pero ya se ha marchado.

—¿Quién era?

El hombre clavó sus ojos en mi cara y repuso:

—Es asunto de ella, señor.

—Esperaba que fuera el decano Bradshaw, de la universidad.

—Si lo sabe, ¿por qué pregunta?

Caminé hasta la parte posterior del patio y llamé a la puerta.

Abrió la puerta apenas, pero dejó la cadena puesta. Su cara había perdido gran parte de su rosada belleza. Vestía un traje oscuro, como si estuviera de duelo.

—¿Qué desea? Es tarde.

—¿Demasiado tarde para que mantengamos una conversación, señora Bradshaw?

—No soy la señora Bradshaw —replicó, sin mucha convicción—. No estoy casada.

—Anoche Roy me dijo que estaban casados ¿Cuál de los dos está mintiendo?

—Por favor, el dueño de la casa está allí.

Quitó la cadena de la puerta y retrocedió hacia el ambiente bien iluminado.

—Entre, si es que debe hacerlo.

Cerró la puerta y volvió a colocar la cadena. La miraba a ella, en lugar de observar la habitación, pese a lo cual tuve la impresión de un lugar decorado con bastante gusto, en el cual las luces suaves acariciaban las pulidas superficies de madera y cerámica. Buscaba en su rostro las huellas de un pasado completamente distinto al presente. No había marcas visibles, ni arrugas de crueldad, ni bolsas de disipación. Sin embargo, no había paz en ellas. Me contemplaba como si yo fuera un ladrón.

—¿De qué tiene miedo?

—De nada —repuso, con una voz en la que temblaba el temor.

Trató de controlarse, poniéndose una mano sobre la garganta.

—Me molesta que usted irrumpa en mi casa y formule observaciones de carácter personal.

—Usted me invitó, es decir, más o menos.

—Sólo lo hice porque usted estaba hablando en forma muy indiscreta.

—La he llamado por su apellido de casada. ¿Cuál es su objeción a esto?

—No tengo objeción alguna —replicó, con una sonrisa descolorida—. Por el contrario, me siento muy orgullosa de ser la señora Bradshaw. Pero mi marido y yo hemos decidido mantener el asunto en secreto.

—¿Para qué no se entere Letitia Macready?

El nombre no provocó ninguna reacción particular en ella. Ya había dejado de lado la posibilidad de que Letitia Macready fuera la misma persona que Laura Sutherland. Por mucho que hubiera cuidado su cuerpo y mantenido fresca su piel, se veía con suma claridad que era demasiado joven para el papel. Cuando Roy Bradshaw se casó con Tish, Laura no podía ser más que una adolescente.

—¿Letitia qué? —preguntó.

—Letitia Macready —contesté—. También se la conoce con el nombre de Tish.

—No entiendo una sola palabra de lo que dice.

—La informaré, si así lo desea. ¿Puedo sentarme?

—Hágalo, por favor —repuso, sin excesivo entusiasmo.

Yo era el mensajero portador de malas noticias, la clase de mensajero a quien se daba muerte en los viejos días.

Me senté en una banqueta de cuero suave, con la espalda contra la pared. Ella permaneció de pie.

—Usted está enamorada de Roy Bradshaw, ¿verdad?

—Si no lo estuviera, no me habría casado con él.

—¿Cuándo se realizó la ceremonia?

—El diez de setiembre. El sábado hizo dos semanas.

El recuerdo de ese día feliz trajo un poco de color a sus mejillas.

—Roy acababa de llegar de su viaje por Europa. Decidimos ir a Reno, como consecuencia de la inspiración del momento.

—¿Estuvo con él en Reno, en alguna fecha anterior, ese mismo verano?

Frunció el entrecejo, con una expresión confundida, y negó con una sacudida de la cabeza.

—¿De quién fue la idea de ir a Reno?

—De Roy, por supuesto, pero yo me mostré de acuerdo.

Tras una pausa, agregó en un estallido de candor:

—Hacía tiempo que lo estaba esperando.

—¿Qué impedía el matrimonio?

—No había ningún impedimento, para hablar con exactitud. Lo pospusimos por varias razones. La señora Bradshaw es una madre muy posesiva y Roy no tiene nada, si se exceptúa su sueldo. Esto puede parecer mercenario…

Se detuvo un tanto embarazada y trató de pensar una manera mejor de decirlo.

—¿Qué edad tiene la madre de Roy?

—Está en algún lugar entre los sesenta y los setenta. ¿Por qué?

—Es una mujer vigorosa, a pesar de sus enfermedades. Aún puede vivir mucho tiempo.

Sus ojos relampaguearon con un atisbo de su viejo y hermoso fuego de iceberg.

—No estamos esperando que ella muera, si es eso lo que piensa. Nos limitamos a aguardar el momento psicológico. Roy cree que logrará convencerla para que adopte un punto de vista razonable respecto a… a mí. Mientras tanto…

Se detuvo y me miró con recelo.

—Pero nada de esto le interesa. Prometió hablarme de esa Letitia Macready, quienquiera que sea. ¿Tish Macready? El nombre suena como algo ficticio.

—Le aseguro que la mujer no lo es. Su marido se divorció de ella, poco antes de casarse con usted.

Se acercó a una silla y se sentó con rapidez, como si sus piernas hubieran perdido toda su fuerza.

—No lo creo. Roy nunca ha estado casado.

—Sin embargo, lo ha estado. Incluso su madre lo admitió, después de una lucha verbal. Fue un matrimonio desgraciado, contraído cuando él estudiaba en Harvard. No obstante, esperó hasta el verano pasado para ponerle término. Pasó parte de julio y todo agosto en Nevada, para establecer la residencia.

—Ahora sé que usted se equivoca. Roy estuvo en Europa todo ese tiempo.

—Supongo que tiene cartas y tarjetas postales para probarlo.

—Sí, las tengo —repuso, con una sonrisa de alivio.

—Se dirigió a otra habitación y volvió con un manojo de correspondencia, atado con una cinta roja. Removí las postales y las coloqué en orden cronológico: Torre de Londres (Londres, 18 de julio), Biblioteca Bodleian (Oxford, 21 de julio), y así sucesivamente hasta la vista de los Jardines Ingleses (Munich, 25 de agosto). Bradshaw había escrito al dorso de la última:

Querida Laura:

Ayer visité el nido de águilas de Hitler, en Berchtesgaden —un lugar hermoso que se ha convertido en algo torvo por sus asociaciones— y hoy, a manera de contraste, he cogido el autobús para Oberammergau, donde se representa la Pasión. Me sentí sacudido por la simplicidad casi bíblica de los aldeanos. Toda la zona de Baviera está salpicada de pequeñas iglesias, cuya belleza es sorprendente. ¡Cómo me habría gustado que pudieras disfrutar de todo esto conmigo! Siento mucho que tu verano te haya resultado tan solitario. Bueno, el verano pronto llegará a su término y me sentiré feliz de volver la espalda a los esplendores de Europa y regresar a casa. Todo mi amor.

Roy

Releí el increíble mensaje. Era palabra por palabra el mismo mensaje que me había mostrado la señora Bradshaw. Traté de ponerme en el lugar de Roy, para entender los motivos que le habían guiado. Pero no logré imaginar qué irremediable desacuerdo en la naturaleza de un hombre, qué hastiada burla de sí mismo, qué abuso, podían empujarle a enviar postales idénticas y falsas a su madre y a su novia.

—¿Qué ocurre? —preguntó Laura.

—Simplemente, todo.

Le devolví los documentos. Los recogió con amor.

—No intente decirme que no las escribió Roy. Están escritas con su letra y en su estilo.

—Las escribió en Reno —expliqué—, y se las mandó a un amigo o cómplice que viajaba por Europa, para que las enviara a usted.

—¿Sabe que fue así?

—Me temo que sí. ¿Es capaz de pensar en alguno de sus amigos que pudo ayudarle en esto?

Se mordisqueó el labio inferior.

—El doctor Godwin viajó por Europa el verano pasado. Él y Roy son amigos íntimos. Mi marido fue su paciente por espacio de varios años.

—¿Por qué le trató Godwin?

—En realidad, no hemos discutido el tema, pero imagino que su problema tuvo algo que ver con su excesiva… su excesiva dependencia con respecto a su madre.

Una lenta llamarada de rabia le subió desde el cuello hasta los pómulos. Quería abandonar aquel asunto.

—Pero ¿por qué dos hombres maduros colaboran en un juego tan tonto?

—No está demasiado claro. Es probable que las ambiciones profesionales de su marido hayan desempeñado su papel. Es obvio que deseaba que nadie conociera la existencia de su desdichado matrimonio previo, o de su divorcio, y se esforzó por mantener las cosas tranquilas. Envió a su madre un conjunto similar de cartas y tarjetas postales europeas. Pudo haber remitido un tercer juego a Letitia Macready.

—¿Quién es ella? ¿Dónde está?

—Creo que está aquí, en la ciudad, o estuvo el viernes por la noche. Es posible que haya permanecido aquí durante los últimos diez años. Me sorprende que su marido no le haya confiado el secreto a nadie, ni siquiera a alguien tan íntimo como usted.

Laura seguía de pie frente a mí. Levanté los ojos para observar su rostro. Sus ojos tenían una expresión dura. Sacudió la cabeza. Continué:

—Quizá el hecho no sea tan sorprendente. Es muy hábil para engañar a la gente, vivir en varios niveles y, tal vez, engañarse a sí mismo en cierta medida. Los hijos mimados a veces escogen ese camino. Necesitan sus pequeñas puertas de escape para salir del invernadero.

Al oír mis palabras, su pecho se irguió y repuso:

—No es un hijo mimado. Pudo haber tenido un problema cuando era joven, pero ahora es un hombre viril y sé que me ama. Debe existir una razón para todo esto.

Mientras decía las últimas palabras, echó una mirada a las cartas y postales que tenía en la mano.

—Estoy seguro de que la hay. Sospecho que el motivo tiene algo que ver con nuestros dos asesinatos. Tish Macready es el sospechoso principal en ambos casos.

—¿Dos asesinatos?

—En realidad, han sido tres, espaciados en un período de veintidós años: Helen Haggerty, el viernes por la noche; Constance McGee, diez años atrás; Luke Deloney, en Illinois, antes de la guerra.

—¿Deloney?

—Luke Deloney. Usted no le conoció, pero creo que Tish Macready, sí.

—¿Ese nombre está relacionado con la señora Deloney, que se aloja en Surf House?

—Ella es su viuda. ¿La conoce?

—No personalmente. Pero Roy habló por teléfono con ella poco antes de irse de aquí.

—¿Qué le dijo?

—Que iría a verla sin demora. Le pregunté quién era, pero tenía demasiada prisa para explicarme nada.

Me puse en pie.

—Le ruego me disculpe, pero debo tratar de alcanzarle antes de que abandone el hotel. He andado detrás de él todo el día, sin resultado.

—Permaneció aquí, conmigo.

Sonrió ligeramente, casi en forma involuntaria, pero sus ojos expresaban una expresión confundida.

—Por favor —rogó—, no le cuente lo que le he dicho.

—Lo intentaré, pero los acontecimientos pueden obligarme a hacerlo.

Avancé hacia la puerta e intenté abrirla. La cadena retrasó mi partida.

—Aguarde —pidió Laura, detrás de mí—. Recuerdo algo… algo que Roy escribió en un libro que me prestó.

—¿Qué escribió?

—El nombre de ella.

Se dirigió hacia la otra habitación. Su cadera golpeó contra el marco de la puerta y las cartas y tarjetas postales de Roy Bradshaw cayeron de su mano. No se detuvo para recogerlas.

Volvió con un libro abierto y me lo entregó, con los ojos ciegos. Era un tomo muy usado de los Collected Poems de Yeats, abierto en la poesía Among School Children. Los primeros cuatro versos de la cuarta estrofa estaban subrayados con lápiz. Bradshaw había escrito en el margen, junto a ellos, una sola palabra: «Tish». Leí mentalmente los cuatro versos:

Her present image floats into the mind

Did Quattrocento finger fashion it

Hollow of cheek as though it drank the wind

And took a mess of shadows for its meat?[4]

No estaba muy seguro de lo que significaban y lo dije. Laura repuso con amargura:

—Significan que Roy todavía la ama. Yeats escribía acerca de Maud Gonne, la mujer a la que amó toda la vida. Incluso puede ser que Roy me haya prestado el libro para que yo me enterara de la existencia de Tish. Él es muy sutil.

—Es probable que haya escrito ese nombre largo tiempo atrás y se haya olvidado. Si todavía la amara, no se habría divorciado de ella para casarse con usted. Aunque debo advertirle que su matrimonio puede ser ilegal.

—¿Cómo?

Era una mujer llena de convencionalismos y una probabilidad semejante la conmovía por entero.

—Pero nos casó un juez en Reno.

—Es posible que el divorcio de su marido pueda anularse —repuse—. Imagino que Tish no fue informada de la acción emprendida por Bradshaw. Y ello, de acuerdo con la ley de California, significa que Roy sigue casado con Letitia, en el caso de que ella así lo disponga.

Al tiempo que sacudía la cabeza, Laura tomó el libro de poemas de mi mano y lo arrojó, con cierta violencia, encima de una silla. Una hoja de papel se desprendió de las páginas. La recogí del suelo. Era otra poesía, escrita por Bradshaw:

To Laura

If light were dark

And dark were light,

Moon a black hole

In the blaze of night,

A aeven’s wing

As bright as tin,

Then you, my love,

Would be darker than sin[5]

Durante el desayuno había leído el mismo poema en voz alta para Arnie y Phyllis. Había sido editado veintitantos años antes, en el Blazer de Bridgeton y llevaba las iniciales G. R. B. Se hizo la luz en mi mente y Bridgeton y Pacific Point se unieron en una turbulenta sucesión de tiempo: G. R. B.: George Roy Bradshaw.

—¿Cuándo escribió esta poesía para usted, Laura?

—Durante la primavera pasada, cuando me prestó el libro de Yeats.

La dejé leyendo los versos para sí misma. Laura trataba de capturar de nuevo la primavera.