McGee iba a ser sometido a otra vuelta de tuerca. Cuando salté a la popa vi a tres hombres que se aproximaban por la dársena. Los cuerpos, las cabezas ensombreradas y todo su aspecto eran como hierro oscuro contra el estallido de la puesta del sol.
Uno de ellos me mostró una placa de agente de policía y un revólver, el cual mantuvo apuntado contra mí mientras los otros se dirigían al interior del barco. De pronto oí el grito de McGee. Salió por la escotilla trastabillando, con esposas azules en sus muñecas y un arma apoyada en su espalda. Me dirigió una sola mirada, llena de temor y asco.
Aunque no me esposaron, me obligaron a ir al tribunal con McGee, en el compartimiento posterior del automóvil del sheriff. Traté de hablar con él. No contestó ni una sola palabra ni miró en mi dirección. Creyó que le había traicionado y es probable que lo hiciera, sin proponérmelo.
Me senté bajo custodia fuera de la sala de interrogatorios, mientras los policías formulaban preguntas y más preguntas a McGee, con tonalidades que subían y bajaban, gruñían y adulaban, gritaban y amenazaban, prometían y negaban. Al cabo de un rato el sheriff Crane apareció, con aspecto fatigado pero importante. Se detuvo a mi lado muy sonriente, con su hinchado vientre.
—Ahora su amigo se halla en una verdadera dificultad.
—Lo ha estado durante los últimos diez años. Usted tendría que saberlo, puesto que ayudó a cocinar su culpabilidad.
Las venas de sus mejillas se encendieron, como una intrincada red de tubos infrarrojos. Se inclinó hacia mí y se puso a vomitar palabras con olor a martini.
—Podría meterlo en la cárcel por lo que acaba de decir. ¿Sabe a dónde va a ir a parar su amigo? Esta vez recorrerá todo el camino hasta la habitación verde.
—No sería el primer inocente condenado a morir en la cámara de gas.
—¿Inocente? McGee es un asesino de masas y contamos con evidencias para probarlo. Les llevó un día a mis expertos el descubrir que la bala que encontramos en el cadáver de Helen Haggerty proviene del mismo revólver con el que dieron muerte a Constance McGee, el revólver que su marido le robó a Alice Jenks, en Indian Springs.
Había tenido éxito en mi propósito de hacer caer al sheriff en una indiscreción. Traté de repetir el truco.
—Usted carece de elementos para probar que fue él quien le robó el arma. Tampoco puede demostrar que la haya disparado. ¿Dónde la guardó durante los últimos diez años?
—La ocultó en algún sitio, quizá el barco de Stevens. O, tal vez, la conservara un cómplice.
—¿De modo que luego la escondió en la cama de su hija para hacerla aparecer como culpable?
—Ése es el tipo de hombre al que pertenece.
—¡Tonterías!
—¡No le hable de esa forma al sheriff! —ordenó el agente.
—No conozco ninguna ley que prohíba el empleo de la palabra tontería. De modo incidental, le diré que no he violado ningún artículo del Código de California, cuando he ido hasta el yate para conversar con McGee. Estoy colaborando con un abogado local en esta investigación y me asiste el derecho de informarme donde puedo y mantener mis averiguaciones en secreto.
—¿Cómo supo que McGee se encontraba allí?
—Recibí un aviso confidencial.
—¿De Stevens?
—De Stevens, no. Usted y yo podríamos comerciar con nuestras respectivas informaciones, sheriff. ¿Cómo supo usted que McGee estaba allí?
—No hago tratos con sospechosos.
—¿Cuál es la sospecha? ¿El uso ilegal de la palabra tonterías?
—No me resulta chistoso. Le detuvimos con McGee. Tengo derecho a retenerle.
—Y yo tengo derecho a llamar a un abogado. Trate de pegarle un puntapié a mis derechos y verá lo que consigue. Tengo amigos en Sacramento.
Ellos no incluían al fiscal del estado ni a nadie cercano a él, pero me gustó el sonido de la frase. Al sheriff Crane, en cambio, no le agradó. Era un político a medias y, como la mayor parte de los de su clase, un hombre inseguro. Tras pensarlo un momento, dijo:
—Le permito hacer su llamada.
Entró en la sala de interrogatorios —logré echar una ojeada a McGee, que estaba encorvado y con la cara gris bajo una luz— y agregó su voz a la destemplada armonía que reinaba allí. El agente me llevó a una pequeña habitación contigua y me dejó solo con el teléfono. Llamé a Jerry Marks. Estaba a punto de partir con destino a su cita con Godwin y Dolly, pero me dijo que vendría en seguida y traería con él a Stevens, siempre que estuviera a mano.
Ambos llegaron en menos de quince minutos. Stevens me disparó una mirada, por debajo de las blancas alas rotas de su pelo. Era una mirada secreta y compleja, la cual parecía indicar que, para los demás, éramos extraños. Sospeché que el viejo abogado había aconsejado a McGee que se pusiera en contacto conmigo y, probablemente, arreglado la entrevista. Yo estaba en condiciones de utilizar los hechos de McGee en una forma en que él no podía hacerlo.
Por medio de suaves amenazas de habeas corpus, Jerry Marks logró que me dejaran marchar. Stevens se quedó con el sheriff Crane y otro policía. Obtener la libertad de su cliente sin duda habría de llevarle más tiempo.
Una luna que parecía un fruto caído en contra de la ley de la gravedad se alzaba por encima de los techos de las casas. Era enorme y ligeramente aplastada.
—Bonita —dijo Jerry, en el aparcamiento.
—A mí me parece algo así como una naranja podrida.
—La fealdad está en el ojo del espectador. Lo aprendí en las rodillas de mi madre, como decía un conocido estadista.
Jerry siempre se sentía bien cuando ponía en práctica algo de lo que había aprendido en la facultad de derecho y veía que la cosa marchaba. Anduvo hasta su coche con rapidez, subió y puso el motor en marcha.
—Llegaremos tarde a nuestra cita con Godwin.
—¿Tuvo tiempo para verificar la coartada de Bradshaw?
—Sí. Según todas las apariencias, es irrebatible.
A medida que recorríamos la ciudad, me proporcionó los detalles.
—A juzgar por la disminución de la temperatura, el tipo de coagulación de la sangre, etcétera, el médico forense ubica la muerte de Helen Haggerty no más tarde de las ocho. Desde las siete hasta las nueve y media el decano Bradshaw permaneció sentado, o de pie, o hablando, frente a un centenar de testigos. Conversé con tres de ellos, escogidos más o menos al azar, y todos se mostraron de acuerdo en que no abandonó la mesa de los oradores durante ese lapso, lo cual le pone a cubierto de toda sospecha.
—En apariencia, sí.
—Parece disgustado, Lew.
—En parte, pero también siento alivio. En cierto modo, Bradshaw me gusta. Pero abrigaba la casi certeza de que era nuestro hombre.
En los minutos que nos quedaron antes de llegar al sanatorio le conté en forma sintética lo que me había dicho McGee y lo que le había sonsacado al sheriff. Jerry silbó, pero se abstuvo de hacer comentarios.
El doctor Godwin nos abrió la puerta. Llevaba una chaqueta blanca muy limpia y tenía una expresión agraviada.
—Ha llegado tarde, señor Marks. Estaba a punto de abandonar el asunto.
—Hemos sufrido un pequeño inconveniente. Han arrestado a McGee a eso de las siete. El señor Archer estaba con él y también le detuvieron.
Godwin se volvió hacia mí.
—¿Usted estaba con McGee?
—Envió a alguien a buscarme y conversamos. Deseo comparar su historia con la de su hija.
—Me temo que usted no habrá de… participar en esta sesión —observó Godwin con cierto embarazo—. Ya le señalé antes que usted carece de inmunidad profesional.
—La tengo, si actúo de acuerdo con las instrucciones del señor Marks, lo cual es cierto.
—El señor Archer es correcto en ambos sentidos —intervino Jerry.
Godwin nos hizo pasar de mala gana. Nosotros éramos gente de afuera, entrometidos en su sombrío reino. Yo había perdido parte de mi confianza en su despotismo benevolente, pero mantenía la idea para mí mismo.
Nos llevó a la sala de examen, donde aguardaba Dolly. Estaba sentada en el borde de una camilla almohadillada y vestía un traje blanco de hospital, sin mangas. Alex, de pie frente a ella, le sostenía las manos. Los ojos del muchacho permanecían fijos en el rostro de la chica, hambrientos y llenos de adoración, como si ella fuera la sacerdotisa o la diosa de un extraño culto de un solo fiel.
El pelo de Dolly se veía brillante y suave. Su cara, tranquila. Sólo sus ojos mostraban una hosca inquietud y un sombrío ensimismamiento. Me recorrieron de arriba abajo, pero no expresaron la menor señal de reconocimiento. El doctor Godwin le tocó el hombro y le preguntó:
—¿Está lista, Dolly?
—Supongo que sí.
Se acostó en la camilla acolchada. Alex siguió sosteniendo una de sus manos.
—Usted puede quedarse, si así lo desea, señor Kincaid. Sin embargo, todo podría ser más fácil si no lo hiciera.
—Para mí, no —arguyó la chica—. Me siento más segura cuando Alex está a mi lado. Quiero que lo sepa todo acerca… de cada cosa.
—Sí. He decidido asistir.
Godwin llenó una jeringa hipodérmica, introdujo la aguja en el brazo de Dolly y vació el líquido por debajo de la piel blanca. Luego dijo a la muchacha que contara de uno a ciento. Al llegar a noventa y seis, la tensión abandonó su cuerpo y una luz interna se encendió en su rostro, fluyendo de una manera difusa cuando el médico le dirigió la palabra.
—¿Me oye, Dolly?
—Le oigo —murmuró.
—Hable en voz más alta.
—Le oigo —repitió.
Su voz era un poco balbuceante.
—¿Quién soy yo?
—El doctor Godwin.
—¿Recuerda que, cuando era una niña, solía visitarme en mi consultorio?
—Lo recuerdo.
—¿Quién la traía?
—Mamá. Veníamos en el coche de tía Alice.
—¿Dónde vivía por entonces?
—En Indian Springs, en la casa de tía Alice.
—¿Y también mamá vivía allí?
—Mamá también estaba viviendo allí. Mamá también vivía allí.
Estaba sonrojada y hablaba como un chico borracho. El doctor Godwin se volvió hacia Jerry Marks e hizo un amplio gesto con la mano, para invitarle a intervenir. Los ojos de Jerry tenían una expresión apesadumbrada.
—¿Recuerda una cierta noche —inquirió el abogado—, en que asesinaron a su madre?
—Lo recuerdo. ¿Quién es usted?
—Jerry Marks, su abogado. No hay inconveniente en que hable conmigo
—Está bien —asintió Alex.
La chica miró a Jerry con ojos soñolientos.
—¿Qué quiere que le diga?
—Nada más que la verdad. No tiene importancia lo que yo desee, ni lo que desee ningún otro. Cuénteme lo que recuerda.
—Lo intentaré.
—¿Oyó usted el disparo?
—Lo oí.
Retorció la cara, como si lo estuviera escuchando de nuevo.
—Estoy… el ruido me asustó.
—¿Vio a alguien?
—No bajé en seguida. Me sentía aterrorizada.
—¿Vio a alguien por la ventana?
—No. Sólo escuché el sonido de un coche que partía. Antes de eso, la oí correr.
—¿A quién oyó correr? —preguntó Jerry.
—Al principio, cuando ella hablaba con mamá en la puerta, pensé que era tía Alice. Pero no podía haber sido tía Alice. Tía Alice jamás dispararía un tiro a mamá. Por otra parte, su revólver se había extraviado.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella dijo que yo lo había cogido de su habitación. Me zurró con un cepillo del pelo por robárselo.
—¿Cuándo la zurró?
—El domingo por la noche, cuando volvió de la iglesia. Mamá le dijo que no tenía derecho a pegarme. Tía Alice preguntó a mamá si ella se había apoderado del arma.
—¿Lo hizo?
—Mamá no contestó… por lo menos, mientras estuve allí. Me mandaron a la cama.
—¿Cogió usted el revólver?
—No. Nunca lo toqué. Le tenía miedo.
—¿Por qué?
—Le tenía terror a tía Alice.
Dolly estaba sonrojada y sudaba. Trató de erguirse, apoyándose en los codos. El médico volvió a acomodarla en su posición supina y ajustó la aguja. La muchacha se relajó otra vez y Jerry preguntó:
—¿Tía Alice habló con su madre en la puerta?
—En un primer momento, pensé que sí. La voz parecía la suya. Tenía una voz potente que atemorizaba. Pero no podía haber sido tía Alice.
—¿Por qué?
—Porque no.
Volvió la cabeza, en la actitud de quien escucha algo. Un mechón de pelo cayó sobre sus ojos cerrados a medias. Alex lo retiró, con un suave movimiento de su mano. Dolly continuó:
—La dama que se hallaba en la puerta dijo que lo de mamá y el señor Bradshaw tenía que ser verdad. Que ella lo sabía de labios de mi propio padre y que él se había enterado por mí. Entonces le disparó el tiro a mamá y huyó.
En la habitación se hizo un profundo silencio, sólo interrumpido por la pesada respiración de la muchacha. Una lágrima, tan espesa como la miel, se desprendió del ángulo del ojo y resbaló por la sien. Alex enjugó el hueco surcado de venas azules con su pañuelo. Jerry se inclinó sobre Dolly, al otro lado de la camilla.
—¿Por qué sostuvo que su padre había disparado un tiro a su mamá?
—Tía Alice quiso que lo hiciera. Ella no lo afirmaría nunca, pero yo podía hacerlo. Además, tenía miedo de que ella creyera que la había matado yo. Me había zurrado por coger el revólver y, sin embargo, no me apoderé de él. De modo que insistí en que había sido papá. Tía Alice me lo hizo repetir una y otra vez.
Las lágrimas se habían multiplicado Lágrimas por la niña que había sido, asustada y mentirosa, y lágrimas por la mujer que estaba comenzando a surgir. Alex le enjugó los ojos. También él parecía muy próximo a estallar en llanto.
—¿Por qué —intervine— intentó decirnos que usted había asesinado a su madre?
—¿Quién es usted?
—Un amigo de Alex, Lew Archer.
—Está bien —volvió a afirmar el muchacho.
Dolly alzó la cabeza y la dejó caer.
—He olvidado su pregunta.
—¿Por qué nos dijo que usted asesinó a su madre?
—Porque todo ocurrió por mi culpa. Le conté a papá lo de mamá y el señor Bradshaw, y allí comenzó todo.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo dijo la dama que estaba en la puerta. Ella mató a mamá, a causa de lo que papá le había contado.
—¿Sabe quién era esa mujer?
—No.
—¿Era su tía Alice?
—No.
—¿Era alguien a quien usted conocía?
—No.
—¿Su madre la conocía?
—Lo ignoro. Tal vez sí.
—¿Su madre le hablaba como si la conociera?
—La llamaba por su nombre.
—¿Qué nombre?
—Tish. Mamá la llamaba Tish. Pero estoy en condiciones de afirmar que a mamá no le gustaba. Incluso le tenía miedo.
—¿Por qué nunca habló a nadie de esto?
—Porque todo ocurrió por mi culpa.
—No es cierto —intervino Alex—. Entonces no eras más que una niña. No podías ser responsable por lo que hacían los adultos.
Godwin le hizo callar, poniéndose un dedo sobre los labios. La cabeza de Dolly rodó de un lado al otro en señal de negación.
—Yo tuve la culpa.
—Esto ya dura bastante —susurró Godwin a Jerry—. La muchacha ha experimentado alguna mejoría. Deseo gozar la oportunidad de consolidarla.
—Pero no hemos tocado siquiera el caso Haggerty,
—Hágalo con brevedad.
Godwin dijo a la joven:
—Dolly, ¿está dispuesta a hablar acerca del viernes por la noche?
—No, si usted se refiere al momento en que encontré el cadáver.
Alzó la cabeza de tal modo que sus ojos se ocultaron.
—No es necesario que entre en detalles sobre ese tema —la tranquilizó Jerry—. ¿Qué estaba haciendo allí?
—Quería hablar con Helen. A menudo subía la colina, para charlar con ella. Éramos amigas.
—¿Cómo llegaron a serlo?
—Traté de conquistar su favor —repuso, con extraña inocencia—. Al principio pensé que podía ser la dama… la mujer que había asesinado a mi madre. Por el campus corría el rumor de que ella era íntima del decano Bradshaw.
—¿Y usted había ido al campus para encontrar a esa mujer?
—Sí. Pero descubrí que no era Helen. Era nueva en la ciudad y ella misma me explicó que no la ligaba nada a Bradshaw. No tenía derecho a complicarla en esto.
—¿Y cómo la complicó?
—Le conté todo acerca de mi madre y Bradshaw, del asesinato y de la mujer en la puerta. A Helen la asesinaron porque sabía demasiado.
—Puede ser —admití—, pero ella no supo las cosas por usted.
—Las supo por mí. Se lo conté todo.
Godwin me tiró de la manga.
—No discuta con ella —me advirtió—. Se está liberando con rapidez, pero su mente todavía opera por debajo del nivel de la conciencia.
—¿Helen le formuló preguntas? —inquirí.
—Sí, me formuló preguntas.
—De modo que usted no la obligó a escucharla.
—No. Ella mostró interés en saber.
—¿Qué?
—Todo lo relacionado con el decano Bradshaw y mi madre.
—¿Le dijo por qué?
—Deseaba ayudarme en mi cruzada. Una vez que hube hablado con papá en el hotel, inicié una especie de cruzada.
Su risa falsa se trocó en un sollozo antes de abandonar su garganta.
—La única cosa que conseguí fue la muerte de mi buena amiga Helen. Y cuando encontré su cadáver…
Sus ojos se abrieron enormes. También su boca hizo lo mismo. Su cuerpo se puso rígido, como si estuviera imitando el rigor mortis. Permaneció así por espacio de unos quince o veinte segundos.
—Fue como descubrir a mamá otra vez —dijo, con una voz muy delgada.
Al punto se despertó por completo y preguntó:
—¿Está todo bien?
—Todo está bien —respondió Alex.
La ayudó a sentarse. Dolly se apoyó en su marido. Su pelo cubría el hombro del muchacho. Unos minutos más tarde, siempre sostenida por él, atravesó el pasillo en dirección a su cuarto. Andaban como marido y mujer.
Godwin cerró la puerta de la sala.
—Caballeros, espero que hayan obtenido lo que deseaban —dijo, con cierto disgusto.
—Ha hablado con mucha libertad —observó Jerry.
La experiencia le había agotado.
—No fue accidental el que así lo hiciera. La he estado preparando por espacio de tres días. El pentotal, como ya les he dicho, no representa una garantía de verdad. Si un paciente está decidido a mentir, la droga no es capaz de impedírselo.
—¿Sus palabras implican que Dolly no ha dicho la verdad?
—No, creo que la ha dicho, siempre que conozca la verdad. Ahora mi problema consiste en ampliar su conocimiento y convertirlo en algo por completo consciente. Caballeros, les ruego que me excusen.
—Un minuto, por favor —le pedí—. Usted puede concedernos un minuto, doctor. He dedicado tres días y gastado una buena cantidad de dinero de Kincaid para descubrir hechos que usted conoce a la perfección.
—¿Lo cree así, realmente? —repuso fríamente.
—Lo creo así, realmente. Usted pudo haberme ahorrado mucho trabajo, por el simple expediente de contarme los amores de Bradshaw con Constance McGee.
—Temo no haber nacido para ahorrar trabajo a los detectives. Existe un problema de ética relacionado con esta cuestión, el cual es probable que usted no entienda. En cambio, es muy posible que el señor Marks acepte mi punto de vista.
—No alcanzo a ver el problema con demasiada claridad —repuso Jerry.
Sin embargo, se interpuso entre el médico y yo, como si temiera el estallido de una disputa. Me tocó el hombro y propuso:
—Salgamos de aquí, Lew, y dejemos que el doctor Godwin se dedique a sus cosas. Él ha colaborado con toda generosidad, y usted lo sabe.
—¿Colaborado con quién? ¿Con Bradshaw?
La cara de Godwin se tornó muy pálida.
—El primero de mis deberes radica en mis pacientes.
—¿Aun cuando sean asesinos?
—Aun en ese caso. No obstante, conozco a Bradshaw íntimamente y puedo asegurarle que es incapaz de matar a nadie. Y, por cierto, no asesinó a Constance McGee. Estaba apasionadamente enamorado de ella.
—La pasión puede orientarse por dos caminos.
—Él no la mató.
—Hace un par de días usted afirmaba que lo había hecho McGee. Es probable que se equivoque otra vez, doctor.
—No, en el caso de Roy Bradshaw. Ese hombre ha vivido una existencia trágica.
—Hábleme de ella.
—Tendrá que hacerlo él mismo. Yo soy médico, no detective, señor Archer.
—¿Qué puede decirme acerca de Tish o Letitia, la mujer de la cual acaba de divorciarse? ¿La conoce?
Me observó sin hablar. En sus ojos brillaba un triste conocimiento. Por fin, dijo:
—También tendrá que interrogar a Roy a ese respecto.