No había comido nada desde el desayuno y, en el camino de regreso al centro, me detuve en un restaurante. Mientras esperaba que me trajeran un sandwich, llamé por teléfono a Arnie Walters.
Arnie había hecho el trato con Judson Foley. Era Helen Haggerty quien le había pedido que averiguara la situación económica de Bradshaw. Foley no podría jurar que ella alimentaba la idea del chantaje. No obstante, poco después de que él le vendiera la información. Helen fue dueña de una riqueza repentina y apreciable, de acuerdo con el punto de vista de Jud.
—¿Cuánto le pagó Helen a Foley?
—Según él, cincuenta dólares. Ahora se siente engañado.
—Siempre le ocurrirá lo mismo —observé—. ¿Le contó Helen el secreto de Bradshaw?
—No. En apariencia, se mostró muy cuidadosa en no hacerlo. Pero hay un factor de evidencia negativa: ella no mencionó ante Foley el matrimonio de Bradshaw ni le dijo que se disponía a obtener su divorcio. Lo cual, probablemente, significa que la información representaba dinero para ella.
—Es posible que tengas razón.
—Descubrí otro hecho, Lew. Helen Haggerty conoció a Bradshaw mucho tiempo antes de que se encontraran en Reno.
—¿Dónde y cómo?
—Foley afirma que no lo sabe y lo creo. Le ofrecí pagarle cualquier información que pudiera lograr. Cuando descubrió que no podía hacer negocio conmigo, sintió que se le partía el corazón.
Encontré a Jerry Marks en la biblioteca judicial, situada en el segundo piso de los tribunales. Varios volúmenes de expedientes escritos a máquina se apilaban en la mesa ante la cual se hallaba sentado. Había polvo en sus manos y una mancha de tizne en el costado de su nariz.
—¿Ha sacado algo en limpio, Jerry?
—He llegado a una conclusión. La acusación contra McGee fue débil. Consistió, sobre todo, en dos cosas: el mal trato de que hizo víctima a su mujer y el testimonio de la niña, que algunos jueces habrían prohibido. Me he concentrado en ese testimonio, porque voy a tener la oportunidad de interrogar a Dolly bajo los efectos del pentotal.
—¿Cuándo?
—Esta noche, a las ocho, en el sanatorio. El doctor Godwin no está libre hasta esa hora.
—Quiero asistir.
—Me conviene que lo haga, siempre que logremos persuadir a Godwin. He tenido que apelar a todos los medios para que me permitiera hacerlo, y eso que soy el abogado de la muchacha.
—Creo que Godwin oculta algo. Es necesario llevar a cabo una tarea entre este momento y las ocho. En propiedad, me corresponde a mí, pero ésta es su ciudad y usted puede realizarla con mayor rapidez. Trate de descubrir si la coartada de Bradshaw con respecto al asesinato de Helen Haggerty resiste todas las pruebas habidas y por haber.
Jerry se irguió en su asiento y, con el índice, amplió la mancha de su nariz.
—¿Cómo puedo hacerlo?
—Bradshaw pronunció un discurso en un banquete realizado el viernes por la noche. Deseo saber si hubo alguna probabilidad de que se deslizara afuera durante alguno de los otros discursos o partiera a tiempo para asesinarla. Usted tiene derecho a hacer averiguaciones con los hombres del sheriff, y el médico le dará los datos relacionados con la hora de la muerte.
—Haré lo que pueda —dijo, al tiempo que retiraba la silla.
—Otra cosa, Jerry. ¿Se sabe algo acerca de las pruebas balísticas?
—El rumor dice que aún prosiguen con ellas. El rumor no dice por qué. ¿Cree que están preparando algo?
—No. No lo creo. Los expertos no admiten hechos fraudulentos.
Le dejé entregado a la tarea de reunir sus informes y caminé hacia el centro, con destino al Pacific Hotel. Mi botones se había puesto en contacto con el chófer del taxi que condujo a la señora Deloney y, al precio de otros cinco dólares, me comunicó que las dos ancianas habían pedido habitaciones en el hotel Surf House. Compré una camisa de las que no se planchan, alguna ropa interior y calcetines, y volví a mi motel para ducharme y cambiarme la ropa. Lo necesitaba antes de emprender mi segundo enfrentamiento con la señora Deloney.
Cuando salía del baño alguien llamaba a la puerta de una manera tan suave que parecía que la puerta fuera algo frágil.
—¿Quién es?
—Madge Gerhardi. Déjeme entrar.
—Tan pronto como esté vestido.
Me llevó un poco de tiempo. Tuve que retirar los alfileres de la camisa nueva y mis manos estaban temblorosas.
—Por favor, déjeme entrar —pidió la mujer desde el otro lado de la puerta—. No quiero que me vean.
Me puse los pantalones y fui a abrir la puerta con los pies desnudos. Madge entró a toda velocidad, como si una tormenta la empujara por la espalda. Su llamativo pelo rubio se veía desordenado por el viento. Aferró mis manos con las suyas, que estaban húmedas y viscosas.
—La policía vigila mi casa. No sé si me han seguido hasta aquí o no. He venido por la playa.
—Siéntese —dije, y le señalé una silla—. Estoy seguro de que la policía no está interesada en usted. Busca a su amigo Begley-McGee.
—No le llame así. Parece que estuviera divirtiéndose a costa de él.
Fue una confesión de amor.
—¿Cómo quiere que le llame?
—Aún sigo llamándole Chuck. Un hombre tiene derecho a cambiar su apellido, después de lo que le hicieron a él y de lo que le están haciendo. De todos modos, es un escritor, y los escritores a menudo usan seudónimo.
—Muy bien. Le llamaré Chuck. Pero usted no ha venido hasta aquí para discutir acerca de su nombre.
Manoseó su boca y estiró el labio inferior de lado a lado. No llevaba lápiz labial ni ningún otro afeite, motivo por el cual parecía más joven e ingenua.
—¿Ha tenido alguna noticia de Chuck? —pregunté.
Asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible, como si pensara que una afirmación más acentuada podría significar un peligro para él.
—¿Dónde está, Madge?
—En un lugar seguro. No le diré dónde hasta que me prometa que no irá con el cuento a la policía.
—Lo prometo.
Sus ojos pálidos brillaron.
—Chuck desea hablar con usted.
—¿Le dijo acerca de qué?
—No hablé con él personalmente. Uno de sus amigos del puerto me telefoneó para comunicarme el mensaje.
—Entonces, supongo que se halla en algún lugar de las proximidades del puerto.
Me respondió con uno de sus movimientos de cabeza apenas perceptibles.
—Ya que me ha dicho tanto —observé para alentarla—, bien podría continuar con el resto. Daría lo que no tengo para mantener una entrevista con Chuck.
—Y si lo hago, ¿no llevará a la policía hasta su refugio secreto?
—No, siempre que pueda impedirlo, Madge.
Retorció la cara y se zambulló.
—En el yate del señor Stevens, el Revenant.
—¿Cómo consiguió subir a bordo?
—No estoy segura. Chuck estaba enterado de que el señor Stevens participaría en una carrera que se realizará en Balboa, durante el fin de semana. Me imagino que se trasladó hasta allí y se entregó al abogado.
Dejé a Madge en mi habitación. La pobre mujer no deseaba regresar por sus propios medios ni hacerlo en el coche conmigo. Tomé el bulevar de la costa, que llevaba al puerto. Con la sola excepción de algunos remolcadores y barcos pesqueros de atún, que se movían en la parte más alejada, las embarcaciones restantes estaban amarradas en los embarcaderos o ancladas en el largo brazo del dique. Eran los yates y cruceros privados de los marinos de fin de semana.
Como era lunes, pocos de ellos se encontraban en el mar. Sin embargo, advertí unas pocas velas blancas recortadas en el horizonte. Eran los guardacostas, que navegaban como palomas mensajeras.
Un hombre que se hallaba en la garita de cristal del capitán del puerto me señaló el yate de Stevens. Aunque se balanceaba en el extremo más alejado del embarcadero, no me resultó difícil localizarlo, debido a su mástil alto como una torre. Me acerqué al barco caminando por la dársena.
El Revenant era largo y bruñido, con un camarote bajo y de líneas aerodinámicas, y un casco especial para carreras. Su barniz era pulido y claro, sus bronces brillaban. Se mecía con suavidad y blandura, como un animal que se estremece en sus ansias de echar a correr.
Subí a bordo y golpeé la escotilla. No hubo respuesta. Sin embargo, cuando la empujé, se abrió. Descendí los escasos peldaños y avancé a través de un equipo de onda y de una cocina diminuta que olía a café quemado, hasta llegar a popa, donde estaban las literas. Una mancha de sol de forma oval, que penetraba por uno de los ojos de buey y se movía al compás del balanceo del barco, revoloteaba por el mamparo, como un alma viviente y llena de brillo. Me dirigí a ella y pregunté:
—¿McGee?
Algo se agitó en la litera superior. Una cara apareció al nivel de mis ojos. Era un rostro que convenía a la tripulación de un barco llamado Revenant. McGee se había afeitado la barba y la parte inferior de su cara se veía muy pálida, en la zona que estuviera recubierta de pelo. Parecía más viejo, más delgado y menos seguro de sí mismo.
—¿Ha venido por su propia voluntad?
—Por supuesto.
—Esto significa que usted tampoco me cree culpable.
Había quedado reducido a esta pequeña y momentánea esperanza.
—¿Quién más no le cree culpable?
—El señor Stevens.
—¿Esto es idea de él? —pregunté, con un gesto que incluía a McGee y a mí mismo.
—Él no me dijo que yo no debía hablar con usted.
—Muy bien, McGee, ¿qué está pensando?
Aún continuaba acostado, con los ojos fijos en mí. Su boca estaba retorcida y en su mirada brillaba una expresión de súplica.
—No sé por dónde comenzar. He estado viviendo con la sola compañía de mis pensamientos por espacio de diez años… Un tiempo tan largo es difícil que parezca real. Sé lo que me ocurrió, pero ignoro por qué. Diez años en la penitenciaría, sin ninguna oportunidad de hablar, en razón de que me negaba a admitir mi culpabilidad. ¿Cómo podía haberlo hecho? Me golpearon hasta dejarme inconsciente. Y ahora se disponen a hacerlo otra vez.
Se aferró al borde de pulida caoba de la litera.
—No puedo volver a San Quintín, hermano. Estuve diez años y fue una época muy dura. No existen horas más difíciles que aquellas con las que uno paga los errores de otro. ¡Dios mío! Los días se arrastran. No había bastante trabajo para todos y la mitad del tiempo no tenía nada que hacer, sino pensar.
Tras una pausa, agregó:
—Me mataré antes de que me envíen de nuevo allá.
Sus palabras significaban con exactitud eso, lo mismo que las mías cuando repliqué:
—Eso no ocurrirá, McGee. Es una promesa.
—Quisiera poder creerlo. Uno pierde la costumbre de creer en la gente. Los demás no le creen a uno y uno no cree a los demás.
—¿Quién asesinó a su mujer?
—No lo sé.
—¿Quién cree que lo hizo?
—No pienso decirlo.
—Usted se ha tomado una cantidad de molestias y enfrentado un riesgo bastante serio para que yo viniera hasta aquí, y ahora sostiene que no desea hablar. Volvamos al principio, McGee. ¿Por qué le dejó su mujer?
—Yo la dejé a ella. Cuando la mataron, hacía varios meses que vivíamos separados. Esa noche yo ni siquiera me encontraba en Indian Springs, sino aquí, en Point.
—¿Por qué la dejó?
—Porque ella me lo pidió. No nos llevábamos bien. Después que volví del servicio militar nunca nos entendimos. Constance y la niña vivieron con la hermana de mi mujer durante los años de la guerra y, después de esa época, ella ya no fue capaz de adaptarse a mí. Admito que entonces, por espacio de un tiempo, yo fui un hombre áspero y salvaje. Pero su hermana Alice provocó la intranquilidad entre nosotros.
—¿Por qué?
—Ella pensaba que nuestro matrimonio había sido un error. Sospecho que deseaba a Constance para ella sola. Por eso yo constituía un obstáculo en su camino.
—¿Se interpuso algún otro?
—No, en tanto Alice pudiera impedirlo.
Formulé la pregunta de modo más explícito:
—¿Hubo otro hombre en la vida de Constance?
—Sí. Lo hubo.
Pareció avergonzado, como si la infidelidad hubiera sido suya.
—He pensado mucho en eso a través de los años y no veo la necesidad de sacarlo de nuevo a la superficie. El muchacho no tuvo nada que ver con su muerte. Estoy seguro. Estaba enamorado locamente de ella. No habría sido capaz de herirla.
—¿Cómo lo sabe?
—Hablé con él acerca de Constance no mucho antes de que la asesinaran. La pequeña me contó lo que estaba pasando entre ambos.
—¿Usted quiere decir su hija Dolly?
—Así es. Mi mujer solía encontrarse con el muchacho todos los sábados, cuando llevaba a Dolly al consultorio del médico. Uno de mis días de visita a mi hija, el último que estuvimos juntos, ella me habló de esos encuentros. Tenía sólo once o doce años y, aunque no alcanzaba a comprender su completo significado, intuía que algo sospechoso estaba ocurriendo.
»Cada sábado por la tarde Constance y el muchacho instalaban a Dolly en un cine para que viera un programa doble y se iban a algún lugar, probablemente un motel. Constance le pidió a la niña que la encubriera, y ella lo hizo. El muchacho incluso le daba dinero para que le contara a Alice que iba al cine con su madre. Pensé que era una jugada sucia.
McGee trató de suavizar su vieja cólera, pero había sufrido tanto y pensado tanto en su problema que no fue capaz de conseguirlo. Su rostro pendía como una luna fría por encima del borde de la litera.
—Podríamos emplear su nombre —sugerí—. ¿Era Godwin?
—¡Infiernos! ¡No! Era Roy Bradshaw. Era profesor en la universidad.
Tras una pausa, agregó con una especie de orgullo lúgubre:
—Ahora es el decano.
Pensé que no lo sería durante mucho tiempo. Su cielo estaba cubierto de negros nubarrones de tormenta.
—Bradshaw era uno de los pacientes de Godwin —continuó McGee—. Él y Connie se conocieron en su consultorio. Creo que el doctor alentó el romance entre ellos.
—¿Qué le hace pensar así?
—El mismo Bradshaw me contó que Godwin les había dicho que era bueno para ambos, para su salud emocional. Es algo asombroso. Fui a casa de los Bradshaw para pedirle que dejara a Connie, aun a costa de una paliza. Sin embargo, cuando terminó de hablar, casi me convenció de que él y Connie tenían razón y de que yo estaba equivocado. Aún no sé dónde estaba lo correcto y dónde lo erróneo. Convengo en que, después del primer año, nunca la hice realmente feliz. Quizá Bradshaw lo lograra.
—¿Es por eso que usted no le mezcló en su juicio?
—Fue una de las razones. De todos modos, ¿qué habría ganado con agregar más suciedad? Sólo habría conseguido aparecer peor.
Hizo una pausa. Un tono más profundo se alzó desde un nivel más hondo de su naturaleza.
—Además, yo la amaba. Amaba a Connie. Era la única forma de que disponía para demostrar que la amaba.
—¿Usted sabía que Bradshaw estaba casado con otra mujer?
—¿Cuándo?
—Por espacio de los últimos veinte años. Se divorció hace unas pocas semanas.
McGee pareció impresionado. Había estado viviendo de ilusiones por un largo tiempo y yo amenazaba destruirlas. Retrocedió en la litera hasta casi desaparecer de la vista.
—Su nombre era Letitia Macready… Letitia Macready Bradshaw… ¿Alguna vez oyó hablar de ella?
—No. Pero… ¿cómo podía estar casado? Vivía con su madre.
—Existen toda clase de matrimonios —expliqué—. Pudo no haber visto a su mujer por espacio de años, para verla después. Pudo haberla tenido aquí, en la ciudad, a espaldas de su madre y de sus amigos. Sospecho que éste fue el caso, a juzgar por los pasos que dio para encubrir su divorcio.
McGee observó, con voz confusa y temblorosa:
—No comprendo qué tiene que ver esto conmigo.
—Tal vez mucho. Si Letitia Macready se encontraba en la ciudad hace diez años, tuvo un motivo para asesinar a su mujer, un motivo tan fuerte como el suyo.
McGee no quería pensar en Letitia. Estaba demasiado acostumbrado a pensar en sí mismo.
—Yo no tenía ningún motivo. No le habría tocado un pelo.
—Sin embargo, lo hizo una o dos veces.
Permaneció en silencio. Todo cuanto podía ver de él era su pelo gris ondulado, semejante a una peluca polvorienta, y sus grandes ojos deshonestos que trataban de ser honestos.
—La pegué un par de veces, lo admito. Después sufrí todas las torturas de los condenados. Usted tiene que entenderme. Cuando estaba bebido me convertía en un ser malo y despreciable. Por eso Connie me echó, y no la culpo. No la culpo de nada. Sólo me culpo a mí mismo.
Aspiró hondo y expulsó el aire con lentitud. Le ofrecí un cigarrillo, pero lo rechazó. Encendí uno para mí. La brillante y temblorosa mancha de luz solar saltaba en la cabecera de la litera. Pronto caería la noche.
—De modo que Bradshaw tenía esposa —murmuró McGee.
Se tomó tiempo para aceptar la idea.
—Y me dijo que estaba decidido a casarse con Connie.
—Tal vez se propuso hacerlo así y su decisión reforzó el móvil de Letitia Macready.
—¿Piensa en verdad que lo hizo ella?
—Es uno de los principales sospechosos. Bradshaw es otro. Y también debió serlo para su hija Dolly. Se inscribió en la universidad y aceptó un trabajo en la casa de Bradshaw, con el objeto de observarle. ¿Fue idea suya, McGee?
Sacudió la cabeza.
—No entiendo la participación de Dolly en todo esto —dije—. Por lo demás, ella no ha servido de mucha ayuda para explicarla.
—Lo sé —repuso McGee—. Dolly se ha enredado en una gran cantidad de mentiras desde el comienzo. Pero cuando la que miente es una niña, uno no la interpreta de la misma manera en que lo haría si se tratara de un adulto.
—Usted es un hombre que perdona.
—¡Oh, no! No lo soy. Ese domingo, en el que vi su fotografía y la de su marido en el periódico, acudí en su busca con el corazón rebosante de ira. ¿Qué derecho tenía Dolly a disfrutar de un matrimonio feliz, después de lo que me había hecho? Ese pensamiento llenaba mi mente.
—¿Se lo dijo a Dolly?
—Sí, señor. Lo hice. Pero mi cólera no se aplacó. Su aspecto me recordó el de su madre. Era como retroceder veinte años, a la época dichosa de recién casados. Cuando yo estaba en la marina y Connie esperaba a Dolly, vivimos un año realmente bueno.
Su mente se había alejado de sus preocupaciones actuales. Aunque no me sentía capaz de culparle por eso, tuve que obligarle a retornar a ellas.
—Le hizo pasar un momento difícil a su hija, el domingo pasado, ¿no es cierto?
—Admito que lo hice al principio. Le pregunté por qué había mentido respecto de mí en el tribunal. Era una pregunta justa, ¿verdad?
—Diría que sí. ¿Cuál fue la reacción de la muchacha?
—Se puso histérica y me contestó que no había mentido, que me había visto con el revólver y todo lo demás, y que había escuchado cuando discutía con su madre. Todo eso era falso y así se lo manifesté. Esa noche ni siquiera me encontraba en Indian Springs. Esta afirmación la dejó helada.
—¿Y entonces?
—Volví a preguntarle por qué había mentido —se pasó la lengua por los labios y prosiguió con una voz tranquila—: Le pregunté si había sido ella quien había disparado contra su madre, tal vez por accidente, dado que Alice dejaba el revólver por allí, al alcance de la mano. Era una pregunta terrible, pero me vi en la necesidad de formularla. Había estado rondando en mi cabeza por espacio de mucho tiempo.
—¿Tanto tiempo como desde la época de su juicio?
—Sí. Y aun antes.
—¿Fue por eso que no le permitió a Stevens que la interrogara a fondo?
—Sí. Debí de haberle dejado que siguiera adelante. Al fin, la examiné yo mismo, diez años más tarde.
—¿Cuál fue el resultado?
—Más histeria. Reía y lloraba al mismo tiempo. Jamás sentí tanta pena por nadie. Estaba tan blanca como una sábana y abundantes lágrimas manaban de sus ojos y corrían por sus mejillas. ¡Esas lágrimas parecían tan puras!
—¿Qué le contestó?
—Que no lo había hecho, como es natural.
—¿Podría haberlo hecho? ¿Sabía manejar un arma?
—Un poco. La había adiestrado de un modo rudimentario, y lo mismo hizo Alice. Por lo demás, no se necesita mucha ciencia para apretar un gatillo, sobre todo por accidente.
—¿Aún sigue pensando que las cosas pudieron ocurrir de esa manera?
—Lo ignoro. Ésa es una de las cosas principales de las que quería hablar con usted.
Esas palabras parecieron liberarle de un oscuro cautiverio. Saltó de la litera y quedó frente a mí en el estrecho pasillo. Iba vestido con un grueso jersey de marinero, pantalones azules de tela gruesa de algodón y zapatos con suela de goma.
—Usted puede hablar con Dolly —dijo—. Yo no. El señor Stevens me prohibió que lo hiciera. Pero usted puede preguntarle qué sucedió en realidad.
—Puede no saberlo.
—Comprendo. Ella estaba muy confundida el otro domingo. Dios sabe que no estoy intentando confundirla. Me limité a formularle algunas preguntas. Pero parece que ignoraba la diferencia entre lo que sucedió y lo que dijo en el tribunal.
—¿Ella admite, en forma definitiva, que la historia que contó en el tribunal es de su propia invención?
—Dolly la inventó con mucha colaboración de Alice. Puedo imaginar cómo se desarrollaron los hechos. Alice debió insinuarle: «Ésta es la forma en que ocurrió, ¿verdad? Tú viste a tu papá con el arma, ¿no es así?» Y después de un tiempo, la niña creyó que se trataba de su propia versión.
—¿De modo que Alice habría fabricado, deliberadamente, la acusación contra usted?
—Ella no lo diría con esas palabras. Sin duda, tenía la seguridad de que yo era culpable. Entonces su preocupación fundamental era que me castigaran por mi crimen. Es probable que tratara de convencer a la niña, sin sospechar que estaba elaborando evidencias fraudulentas. Por lo demás, mi querida cuñada me aborrecía.
—¿También a Connie?
—¿A Connie? La adoraba. Era más una madre que una hermana. Había catorce años de diferencia entre ambas.
—Usted me dijo que Alice deseaba a Connie para sí misma. Pienso que sus sentimientos pudieron cambiar si se enteró de sus relaciones con Bradshaw.
—No mucho. Además, ¿quién se lo iba a decir?
—Su hija, del mismo modo que se lo dijo a usted.
McGee sacudió la cabeza.
—Usted se mete en honduras —observó.
—Tengo que hacerlo. Éste es un caso de gran profundidad y todavía no logro ver el fondo. ¿Sabe si Alice alguna vez vivió en Boston?
—Creo que siempre vivió aquí. Es una hija nativa de esta tierra. Yo soy un hijo nativo y nadie me entregó nunca una medalla.
—Pero se conocen hijas nativas que han ido a Boston. ¿Alice fue actriz, o se casó con un hombre llamado Macready, o se tiñó el pelo de rojo?
—Ninguna de esas cosas parece probable en la vida de mi cuñada.
Recordé su fantástico dormitorio de color rosa y me pregunté si serían tan imposibles.
—Parecen más como… —comenzó a decir McGee y se cortó en seco.
Hubo un largo silencio lleno de expectativa. Al final me dijo:
—Si me ofreciera un cigarrillo, lo aceptaría.
Le di un cigarrillo y se lo encendí.
—¿Qué iba a decir? —inquirí.
—Nada. Estaba pensando en voz alta.
—¿En quién?
—Nadie que usted conozca. Olvídelo.
—¡Vamos, McGee! Se supone que usted debe ser honesto conmigo.
—Aún tengo derecho a mis pensamientos privados. Ellos me mantuvieron con vida en la cárcel.
—Ahora no está en la cárcel. ¿Acaso no desea permanecer fuera de ella?
—No, si alguien más ha de ser condenado.
—Usted es un tonto. ¿A quién está intentando encubrir ahora?
—A nadie.
—¿A Madge Gerhardi?
—Usted no debe estar en sus cabales.
No conseguí sacarle nada más. El prolongado peso de la prisión fuerza a los hombres a adoptar formas inusitadas. McGee se había transformado en una especie de santo retorcido.