Caminé por la calle principal hasta el Pacific Hotel, donde pregunté por la señora Hoffman. Me comunicaron que se había marchado, sin dejar ninguna dirección. El botones que le llevó la maleta me informó que había tomado un taxi, junto con otra vieja dama vestida con un abrigo verde. Le di cinco dólares y la dirección de mi motel y le prometí que se ganaría otro tanto en el caso de que descubriera el destino de ambas.
Eran las dos pasadas y mi instinto me dijo que ése sería el día crucial. Me sentí separado por completo de lo que estaba ocurriendo en las oficinas privadas de tribunales, en la galería de tiro, en el laboratorio donde se realizaban las pruebas balísticas e, inclusive, detrás de la puerta cerrada del sanatorio. El tiempo se deslizaba y fluía delante de mí, como el río de Heráclito, en tanto yo me dedicaba a verificar las idas y venidas de dos viejas damas.
Me dirigí a las cabinas telefónicas situadas detrás del vestíbulo del hotel y llamé a Godwin. El médico se encontraba junto a un paciente y no estaría disponible hasta las tres menos diez. Intenté ponerme en comunicación con Jerry Marks. Su secretaria me dijo que aún no había regresado. Entonces telefoneé a la agencia Walters, en Reno. Arnie contestó:
—Muy oportuno, Lew. He averiguado algo acerca de tu muchacho.
—¿Cuál de los dos? ¿Bradshaw o Foley?
—En cierto sentido, de ambos. Querías saber por qué Foley perdió su empleo en el Solitaire. La respuesta es que aprovechó su posición en la caja para enterarse de las posibilidades económicas de Bradshaw.
—¿Cómo lo hizo?
—Tú sabes que los casinos realizan ciertas verificaciones cuando un cliente abre una cuenta. Piden informes al banco del candidato y logran una cifra aproximada de su saldo bancario, así como de sus entradas y salidas. De acuerdo con ello determinan el límite del crédito. «Por debajo de tres» significa una cuenta bancaria de tres cifras y, tal vez, un máximo de doscientos dólares de crédito. «Por encima de cuatro» podría ser de siete u ocho mil dólares y, «por encima de cinco», de veinte o treinta mil. De paso, esta última es la posición de Bradshaw.
—¿Es jugador?
—No. Y ése es el problema. Jamás abrió una cuenta en el Solitaire ni en ningún otro casino que yo conozca, a pesar de lo cual Foley llevó a cabo la encuesta pertinente. Le pescaron y le pusieron de patitas en la calle.
—Eso huele a posible chantaje, Arnie.
—Más que posible —repuso—. Foley admite alguna actividad en esa línea de delitos.
—¿Qué más admite?
—Nada más, todavía. Sostiene que buscó esa información para un amigo.
—¿Helen Haggerty?
—No lo confiesa. Guarda reserva, en la esperanza de hacer un trato.
—Sigue adelante, Arnie. Resultó con más heridas que yo. Deseo retirar la denuncia.
—Puede no ser necesario, Lew.
—Llega a un acuerdo. Si se trata de chantaje, como creo, el problema es saber cuál es la razón de que Bradshaw pueda ser víctima de Foley.
—Podría ser su divorcio —observó Arnie con blandura—. Tú estabas interesado en descubrir qué hizo Bradshaw en Reno, entre mediados de julio y fines de agosto. La respuesta se halla en los registros del tribunal. Realizó los trámites para obtener su divorcio de una mujer llamada Letitia O. Macready.
—¿Letitia qué?
—Macready.
Deletreó el apellido.
—No he conseguido ninguna información sobre la mujer. Según el abogado que se ocupó del divorcio, Bradshaw ignoraba dónde vivía. Su última dirección conocida era en Boston. La comunicación oficial del procedimiento volvió de allí con la siguiente nota: «Ha cambiado de domicilio».
—¿Está Bradshaw todavía en Tahoe?
—Él y su mujer abandonaron el hotel esta mañana, para regresar a Pacific Point. De modo que ahora el recién nacido es tuyo.
—Recién nacido no es la palabra que puede aplicarse a Bradshaw. Me pregunto si su madre sabrá algo acerca de este primer matrimonio.
—Siempre cabe la posibilidad de preguntárselo.
Decidí intentarlo y hablar con Bradshaw primero. Busqué mi coche en el aparcamiento de los tribunales y me dirigí a la universidad. Los estudiantes que andaban por la alameda y los pasillos, en particular las chicas, mostraban un aspecto mortecino. La amenaza de la muerte y el juicio habían invadido el campus. Me sentí un poco como su representante.
La rubia secretaria que ocupaba la oficina junto al despacho del decano parecía tensa, como si por obra de su exclusiva voluntad se mantuvieran ella misma y toda la institución.
—El decano Bradshaw no está.
—¿No ha regresado de su fin de semana aún?
—Por supuesto que sí.
Con un matiz defensivo en la voz, agregó:
—El decano Bradshaw estuvo aquí esta mañana por espacio de una hora.
—¿Dónde se encuentra en este momento?
—No lo sé. Supongo que ha vuelto a su casa.
—Parece usted un tanto preocupada por él.
Me respondió con un violento tecleo de su máquina de escribir. Crucé el vestíbulo para ir a la oficina de Laura Sutherland. La secretaria me comunicó que no había estado en todo el día. Había telefoneado a mitad de la mañana para informar que tenía algo que hacer. Esperé que no fuera nada serio, nada como la muerte y el juicio.
Me trasladé en mi automóvil hasta Foothill, con destino a la casa de Bradshaw. El viento susurraba entre los árboles. La niebla se había disipado por completo y el cielo de la tarde era de un azul tan brillante que hería los ojos. Las montañas que se erguían contra ese fondo luminoso eran visibles en cada una de sus grietas y arrugas.
Estaba más consciente de estas cosas que de costumbre, aun cuando me sintiera muy alejado de ellas. Creo que experimentaba cierta simpatía por Roy Bradshaw y su nueva mujer, y temía verme defraudado. Pasé por delante de la puerta sin verla y me vi obligado a retroceder. Respiré con alivio cuando la criada española, María, me dijo que Roy no estaba y que no había aparecido por allí en todo el día.
La señora Bradshaw me llamó desde lo alto de la escalera, con una voz penetrante y destemplada.
—¿Es usted, señor Archer? Deseo conversar con usted.
Bajó. Llevaba una bata acolchada y zapatillas. El fin de semana la había envejecido. Se la veía muy vieja y ojerosa.
—Mi hijo no ha estado aquí por espacio de tres días —se quejó— y ni siquiera me ha telefoneado una vez. ¿Qué cree usted que puede haberle ocurrido?
—Me gustaría discutir este problema con usted, pero en privado.
María, que había estado escuchando con todo su cuerpo, se retiró con un balanceo de caderas que expresaba su enojo. La señora Bradshaw me condujo a una habitación en la que no había estado antes, una pequeña sala que se abría a un patio situado al costado de la casa. Sus muebles eran informales y antiguos. Trajeron a mi memoria la imagen del cuarto en el que había visitado a la señora Deloney.
Un cuadro pintado al óleo, sobre la chimenea, dominaba la habitación. Era el retrato de gran tamaño, casi de tamaño natural, de un caballero elegante, con grandes bigotes blancos, y levita. Los ojos negros del hombre me siguieron a través del cuarto, hasta el sillón que me había indicado la señora Bradshaw. Ella se sentó en una mecedora tapizada, con sus pies calzados con chinelas sobre un pequeño escabel de petit point.
—Me he portado como una vieja egoísta —dijo de manera inesperada—. He estado pensando acerca del asunto y he decidido pagar sus gastos. No me gusta lo que están haciendo a esa muchacha.
—Es probable que usted sepa mucho más de esto que yo.
—Es probable. Cuento con algunos amigos en esta ciudad.
Ni siquiera disfrazó la respuesta.
—Aprecio la oferta en lo que vale —repuse—, pero ocurre que alguien se ocupa de mis gastos. El marido de Dolly ha vuelto.
—¿De veras? ¡Cómo me alegra la noticia!
Trató de mostrarse entusiasmada, pero fracasó.
—Estoy muy preocupada con respecto a Roy.
—Yo también, señora Bradshaw.
Decidí contarle lo que sabía, o al menos parte. De todos modos, no tardaría en conocer su matrimonio, es decir, sus matrimonios.
—No tiene nada que temer en lo que se refiere a su seguridad física. Le vi anoche, en Reno, y se encontraba en buenas condiciones. Hoy ha vuelto a la universidad.
—Entonces, su secretaria me ha mentido. Ignoro lo que están tratando de hacer conmigo o lo que trama mi hijo. ¿Qué hacía en Reno, en realidad?
—Asistió a una conferencia, como le dijo. También fue allí para averiguar algo sobre un sospechoso del asesinato de Helen Haggerty.
—Después de todo, debe estar enamorado de ella, para dar semejantes pasos.
—Roy tenía algo que ver con Helen Haggerty, pero no creo que fuera nada romántico.
—¿Qué era, entonces?
—Asuntos financieros. Supongo que él le entregaba dinero. Además, su hijo le consiguió el empleo en la universidad, a través de Laura Sutherland. Para decirlo de modo liso y llano, Helen Haggerty hizo de Roy objeto de chantaje. Quizá ella le diera otro nombre, pero lo cierto es que utilizó a un amigo deshonesto de Reno para que investigara la cuenta bancaria de su hijo, antes de instalarse aquí. Roy se trasladó a Reno para hablar con ese individuo.
La señora Bradshaw no estalló en un acceso de cólera, como temí que lo hiciera. Se limitó a preguntar, con un tono grave:
—¿Ésos son hechos reales, señor Archer, o producto de su imaginación?
—Me agradaría que lo fueran. La verdad es otra.
—Pero ¿cómo pudo Roy transformarse en víctima de un chantaje? Ha llevado una vida sin mácula, una vida dedicada al trabajo. Soy su madre. Tengo que saberlo.
—Puede ser. Pero las normas varían de acuerdo con las personas. El administrador de un establecimiento educativo que se está afianzando ha de ser blanco como un lirio. Un matrimonio desgraciado, por ejemplo, podría reducir mucho las posibilidades de alcanzar el rectorado de esa universidad de la que usted me habló.
—¿Un matrimonio desgraciado? Pero Roy nunca se ha casado.
—Me temo que sí —repliqué—. ¿El nombre de Letitia Macready significa algo para usted?
—No.
Mentía. El nombre trazó una red de líneas por su rostro, redujo sus ojos a dos brillantes puntos negros y frunció su boca. Pensé que no sólo lo conocía, sino que lo odiaba. Inclusive, quizá tuviera miedo de Letitia Macready.
—Sin embargo, ese nombre debería significar algo para usted, señora Bradshaw. Su dueña fue su nuera.
—Usted está loco. Mi hijo jamás se casó.
Dijo estas palabras con tal energía y seguridad que por un instante me asaltó la duda. No es que pensara que Arnie había cometido un error —rara vez le sucedía—, pero bien pudiera haber dos Roy Bradshaw. No, Arnie había hablado con el abogado de Roy en Reno y tuvo que haber llevado a cabo una identificación positiva.
—Uno ha de estar casado —argüí— para pedir el divorcio. Roy obtuvo su divorcio en Reno, hace unas pocas semanas. Para ello estableció residencia en Nevada desde mediados de julio hasta fines de agosto.
—Ahora tengo la certeza de que usted está loco. Por esa fecha mi hijo se encontraba en Europa y puedo probarlo.
Se puso en pie, con piernas inseguras y cansadas, y se acercó a un pequeño escritorio del siglo XVIII, que estaba arrimado a una de las paredes. Volvió con un manojo de cartas y tarjetas postales en sus manos temblorosas.
—Son de él. Puede usted comprobar que se hallaba en Europa.
Observé las tarjetas postales. Había alrededor de quince, dispuestas en orden: la Torre de Londres (fechada el 18 de julio en Londres), la biblioteca Bodleian (Oxford, 21 de julio), la catedral de York (York, 25 de julio), el castillo de Edimburgo (Edimgurgo, 29 de julio), el Giant’s Causeway (Londonderry, 3 de agosto), el teatro Abbey (Dublín, 6 de agosto), Land’s End (St. Ives, 8 de agosto), el Arco de Triunfo (París, 12 de agosto), y así sucesivamente, a través de Suiza, Alemania e Italia. Leí la postal de Munich (una vista de los Jardines Ingleses), fechada el 25 de agosto:
Querida mamá:
Ayer visité el nido de águilas de Hitler, en Berchtesgaden —un lugar hermoso que se ha convertido en algo torvo por sus asociaciones— y hoy, a manera de contraste, he cogido el autobús para Oberammergau, donde se representa la Pasión. Me sentí sacudido por la simplicidad casi bíblica de los aldeanos. Toda la zona de Baviera está salpicada de pequeñas iglesias, cuya belleza es sorprendente. ¡Cómo me habría gustado que pudieras disfrutar de todo esto conmigo! Siento mucho que tu acompañante de verano ofrezca ciertos aspectos espinosos. Bueno, el verano pronto llegará a su término y me consideraré feliz de volver la espalda a los esplendores de Europa y regresar a casa. Todo mi amor.
Roy
Me dirigí a la señora Bradshaw y le pregunté:
—¿Es ésta la letra de su hijo?
—Sí. No hay error posible. Sé que escribió estas postales y también estas cartas.
Enarboló varias cartas y las agitó por debajo de mi nariz. Miré las fechas: Londres, 19 de julio; Dublín, 7 de agosto; Ginebra, 15 de agosto; Roma, 20 de agosto; Berlín, 27 de agosto; Amsterdam, 30 de agosto. Comencé a leer la última (Querida mamá: Sólo una nota a toda prisa, la cual puede que llegue después que yo, para decirte cuánto me agradó tu carta sobre los mirlos…), pero la señora Bradshaw me la arrancó de la mano.
—Por favor, no lea las cartas. Mi hijo y yo estamos muy unidos y no le gustaría enseñar nuestra correspondencia a un extraño.
Reunió todas las postales y las cartas y las encerró en el escritorio.
—Creo haber demostrado mi punto de vista. Roy no pudo haber estado en Nevada en la época en que usted afirma.
Pese a su seguridad, el tono de su voz era inquisitivo.
—Mientras su hijo permaneció ausente, ¿usted le escribió?
—Lo hice. Es decir, dicté mis cartas a la señorita… no me acuerdo de su nombre, excepto en una o dos oportunidades en que mi artritis me permitió escribir. Durante el verano tuve una enfermera-dama de compañía. Se llamaba señorita Wadley. Era una de esas mujeres centradas en sí mismas por completo…
La interrumpí:
—¿Escribió una carta sobre los mirlos?
—Sí. Sufrimos una verdadera invasión el mes pasado. Más que una carta fue un cuento fantástico acerca de unos mirlos horneados en un pastel.
—¿Dónde envió la carta de los mirlos?
—¿Dónde? Creo que a Roma, a American Express en Roma. Antes de partir, Roy me entregó su itinerario.
—De acuerdo con él, tenía que estar en Roma el 20 de agosto. La carta de los mirlos fue contestada desde Amsterdam, el 30 del mismo mes.
—Está usted dotado de una memoria impresionante, señor Archer, pero no alcanzo a ver qué deduce de ello.
—Nada más que esto. Entre la recepción y la respuesta transcurrió un lapso de diez días, tiempo suficiente para que un cómplice recogiera la carta de Roma, la enviara por avión a Reno, recibiera, también por avión, la respuesta en Amsterdam, y se la mandara a usted aquí.
—No lo creo.
—No obstante, lo ha creído a medias.
—¿Por qué se tomaría tanto trabajo para engañar a su madre?
—Porque se sentía avergonzado de lo que estaba haciendo —su divorció de Letitia Macready— y no deseaba que usted, ni nadie, lo supiera. ¿Había estado antes en Europa?
—Por supuesto. Le llevé allí poco tiempo después de la guerra, cuando asistía a la escuela de graduados en Harvard.
—¿Y visitaron los mismos lugares?
—Sí. Lo hicimos. No fuimos a Alemania, pero sí a la mayor parte de los otros países.
—De modo que no le habría resultado difícil preparar las cartas. En cuanto a las postales, su cómplice debe de haberlas comprado en Europa para enviárselas a su hijo.
—Me disgusta el empleo de la palabra cómplice en relación con Roy. Después de todo, no existe nada criminal en esta… esta impostura. Es un asunto puramente personal.
—Así lo espero, señora Bradshaw.
Debía saber lo que yo quería decir. Su cara realizó todos los gestos de un dolor que se absorbe. Me volvió la espalda y se acercó a la ventana. Varios mirlos de ojos blancos andaban sobre las baldosas del patio. No creo que los viera. Una de sus manos se enredó con aspereza en su pelo, una y otra vez, hasta que su cabeza se transformó en algo parecido a un campo de cardos desmelenados. Cuando por fin giró en redondo, sus ojos estaban medio cerrados y su cara tenía una expresión atormentada.
—Quiero rogarle que mantenga todo esto en secreto, señor Archer.
Roy Bradshaw había empleado un lenguaje similar la noche anterior, refiriéndose a su matrimonio con Laura.
—Puedo intentarlo.
—Por favor, hágalo. Sería trágico que la carrera de Roy quedara arruinada a causa de una indiscreción juvenil. Porque sólo se trata de eso, usted lo sabe… una indiscreción juvenil. Si su padre hubiera vivido el tiempo suficiente para proporcionarle la guía paterna, eso jamás habría ocurrido.
Hizo un gesto en dirección al retrato que pendía por encima de la chimenea.
—¿Por «eso» usted entiende lo de Letitia Macready?
—Sí.
—¿De modo que la conoce?
—La conozco.
Como si el admitirlo la hubiera agotado, se dejó caer en la mecedora y apoyó la cabeza en el alto respaldo acolchado. Su garganta parecía muy vulnerable.
—La señorita Macready vino a verme una vez —dijo—. Fue antes de que dejáramos Boston, durante la guerra. Quería dinero.
—¿Chantaje?
—La cosa llegó a eso. Me pidió que le financiara un divorcio en Nevada. Ella encontró a Roy en Scollay Square y, con engaños, le obligó a casarse. Su posición podía haber hecho naufragar el futuro de mi hijo. Le di dos mil dólares. Los gastó en su propio beneficio y jamás se molestó en obtener el divorcio.
Suspiró al agregar:
—¡Pobre Roy!
—¿Llegó él a saber que usted conocía todo lo relacionado con Letitia?
—Nunca se lo dije. Pensé que, al entregarle el dinero a esa mujer, ponía fin a la amenaza. Quise que el doloroso asunto terminara y fuera olvidado, sin recriminaciones entre mi hijo y yo. Pero, en apariencia, ella ha estado persiguiendo a Roy todos estos años.
—¿Persiguiéndolo en persona?
—¿Quién sabe? Creí que entendía a mi hijo y que estaba al tanto de todos los detalles de su vida. Ahora resulta que no era así.
—¿Qué clase de mujer es Letitia Macready?
—La vi una sola vez, cuando me visitó en mi casa en Belmont. Me formé la opinión más desfavorable. Pretendía ser una actriz, por el momento sin contrato, pero se vestía y hablaba como un miembro de una profesión más antigua que ésa.
Su voz adquirió ásperas tonalidades a causa de la ironía.
—Debo reconocer que esa tunante de pelo rojo era elegante, en un estilo crudo. Pero resultaba extremadamente inapropiada para Roy y ella lo sabía. Mi hijo era un chico inocente, apenas en la adolescencia. Ella, en cambio, era una mujer de mucha experiencia.
—¿Qué edad tenía?
—Era mucho mayor que Roy. Por lo menos, treinta.
—De modo que ahora estará orillando los cincuenta.
—Como mínimo.
—¿Alguna vez la vio en California?
Sacudió la cabeza con tanta violencia que su cara pareció suelta y bamboleante.
—¿Y Roy?
—Jamás la mencionó ante mí. Hemos vivido juntos en el entendimiento de que Letitia Macready nunca existió. Le ruego que no le diga a mi hijo lo que acabo de contarle. Destruiría toda la confianza que nos une.
—Puede haber alguna consideración más importante que ésa, señora Bradshaw.
—¿Cuál?
—El cuello de su hijo.
Se irguió, con los gruesos tobillos cruzados, más atontada que impasible. Su enorme cuerpo asexuado acentuó su semejanza con un Buda en decadencia. Tras un instante de silencio, sugirió con voz tranquila:
—Supongo que no estará pensando que mi hijo es sospechoso de asesinato.
Expresé algunas vagas frases de consuelo. Los ojos del hombre del retrato me siguieron al partir. Me alegró el hecho de que su padre no estuviera vivo, en vista de lo que quizá me viera obligado a hacerle a Roy Bradshaw.