Alrededor del mediodía entré en la oficina de Jerry Marks, cuya fachada parecía la de una tienda. Su secretaria me informó de que el lunes era el día destinado a los asuntos criminales de la semana y que, por lo tanto, el abogado había pasado toda la mañana entera en el tribunal. Era probable que almorzara en uno de los restaurantes de los alrededores del palacio de justicia. Sí, el señor Kincaid se había puesto en contacto con el señor Marks, el domingo, y le había contratado.
Les encontré juntos en el restaurante en el que Alex y yo habíamos almorzado el día en que había comenzado todo el asunto. Alex me hizo sitio en el reservado, junto a él, de cara a la parte frontal del recinto. Los negocios marchaban bien para su propietario. Había una pequeña cola en la puerta principal.
—Me alegra verles juntos —dije.
Alex mostró una de sus raras sonrisas, al comentar:
—También a mí. El señor Marks ha estado maravilloso.
Jerry agitó la mano, con un gesto despreciativo.
—En verdad, no he sido capaz de hacer nada todavía. Esta mañana he tenido que ocuparme de otro caso. Intenté sacarle algo a Gil Stevens, pero me contestó que lo mejor que podía hacer era dedicarme a leer el informe del juicio, lo cual proyecto hacer esta tarde.
Tras una pausa, al tiempo que miraba a Alex de soslayo, añadió:
—La señora Kincaid ha demostrado ser tan poco comunicativa como Stevens.
—¿De modo que ha hablado con Dolly?
El abogado bajó la voz.
—Traté de hacerlo ayer. Es necesario que sepamos dónde nos encontramos, antes de que la policía le eche el guante.
—¿Y eso va a ocurrir?
Jerry observó a la gente del tribunal que había en torno y bajó la voz aún más.
—De acuerdo con los rumores, proyectan hacerlo hoy, cuando completen las pruebas balísticas. Pero hay algo que les detiene. El sheriff y los expertos que trajo todavía continúan en la galería de tiro, en el sótano del tribunal.
—La bala puede haberse partido. Esto ocurre a menudo cuando se aloja en la cabeza. También es posible que hayan vuelto su atención hacia otro sospechoso. Vi en el periódico que andan en busca de Thomas McGee.
—Sí, lo decidieron ayer. Tal vez a estas horas se encuentre en la frontera con México.
—¿Le considera un sospechoso serio, Jerry?
—Desearía leer el informe sobre la muerte de su mujer, antes de formular una opinión. ¿Y usted?
Era una pregunta difícil de contestar. Un hecho casual me ahorró la respuesta. Dos viejas damas, una vestida de negro y la otra de un verde de moda, observaban a través del vidrio de la puerta principal. Vieron la cola de gente que aguardaba y, entonces, se retiraron. La de negro era la señora Hoffman, la madre de Helen. La otra era la viuda de Luke Deloney.
Pedí disculpas y salí con la intención de seguirlas. Habían cruzado la calle en mitad de la manzana y se dirigían hacia el centro, moviéndose en medio de luces y sombras, bajo las gigantescas yucas que bordeaban el terreno del edificio de los tribunales. Aunque parecían mantener una conversación incesante, caminaban juntas como extrañas, sin coincidir ni en el paso ni en la simpatía. La señora Deloney era con mucho la más vieja, pero tenía el paso de una amazona. La señora Hoffman trotaba con dificultad con sus pies fatigados.
Me quedé al otro lado de la calle y las seguí a prudente distancia. Mi corazón saltaba con fuerza. La llegada de la señora Deloney a California confirmaba mi creencia de que el asesinato de su marido y el de Helen estaban relacionados, y de que ella lo sabía.
Ambas mujeres caminaron dos manzanas hacia la calle principal y entraron en el primer restaurante que les salió al paso, una trampa para turistas, cuyas mesas vacías se veían a través de sus amplias ventanas de cristal. En diagonal, había un kiosco. Observé el despliegue de periódicos y revistas, compré un paquete de cigarrillos, fumé tres o cuatro, los cuales encendí con un encendedor pasado de moda y hasta compré un libro acerca de la antigua filosofía griega. Tenía un capítulo sobre Zenón, que leí mientras aguardaba de pie. Las dos ancianas se quedaron largo rato de sobremesa.
—Archer, nunca pescarás a las viejas damas —dije.
El hombre que estaba detrás del mostrador aguzó el oído.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Estaba pensando en voz alta.
—Éste es un país libre. Cuando no trabajo, me gusta hablar conmigo mismo. Aquí, en el trabajo, no sería apropiado.
Después de pronunciar tales palabras, sonrió y su diente de oro relució como una joya.
Por fin, las damas salieron del restaurante y se separaron. La señora Hoffman se marchó hacia el sur, en dirección a su hotel. La señora Deloney comenzó a caminar a largos trancos, en sentido opuesto. Ahora que no la molestaba su compañera, sus movimientos eran más rápidos. En la distancia, se la podría haber tomado por una mujer joven que se había blanqueado el pelo.
Saliendo de la calle principal, torció hacia los tribunales, y en medio de la manzana desapareció dentro de un edificio moderno de cemento y vidrio. La placa de bronce, que estaba junto a la puerta, decía: Oficina Legal de Stevens y Ogilvy. Caminé hasta la esquina, me senté en un banco de la parada de autobús y leí en mi nuevo libro el capítulo dedicado a Heráclito. Todas las cosas fluyen como un río, dice el filósofo griego, y nada permanece. Parménides, por otra parte, sostiene que nada cambia y que el cambio sólo se produce en la apariencia. Ambos puntos de vista me desanimaron.
Un taxi llegó frente a la oficina de Stevens y Ogilvy en el momento en que salía la señora Deloney. La anciana lo tomó. Antes de entrar en el edificio anoté el número de la matrícula.
Era una oficina enorme en la que se trabajaba mucho. De una hilera de cubículos situados detrás de la sala de espera llegaba el ruido de las teclas de las máquinas de escribir. Un abogado muy joven, vestido con un traje de franela, explicaba a una mujer de mediana edad, que ocupaba el escritorio del frente, la forma en que quería que mecanografiara su alegato.
Al cabo de un instante, se marchó. La mirada gris acero de la mujer tropezó con la mía y nos sonreímos. Ella dijo:
—Yo escribía alegatos a máquina cuando él era sólo una chispa en los ojos de su papá. ¿En qué puedo servirle?
—Tengo urgente necesidad de ver al señor Gil Stevens. Me llamó Archer.
Observó el cuaderno de citas del abogado y luego echó una ojeada al reloj.
—El señor Stevens debe asistir a un almuerzo dentro de diez minutos. Hoy no regresará a la oficina. Lo siento.
—Mi consulta se relaciona con un caso de asesinato.
—¡Ah! Podría lograr que le concediera cinco minutos, siempre que ello signifique algún bien.
—Quizá.
Habló por teléfono con Stevens y me hizo seña de que me dirigiera a una oficina situada más allá de los cubículos, al extremo del vestíbulo. Era amplia y suntuosa. Gil Stevens se hallaba sentado en un sillón tapizado de cuero, detrás de un escritorio de caoba flanqueado por un aparador con puertas de cristal, en el cual se exhibían trofeos náuticos. Tenía un rostro de león, con una boca grande y voluntariosa, frente muy alta, a cuyos costados pendían las alas rotas de un pelo blanco amarillento, y unos ojos de color azul pálido, que habían visto todo por lo menos una vez y que ahora echaban una segunda mirada a las cosas. Llevaba un traje de tweed y una florida corbata.
—Cierre la puerta, señor Archer, y siéntese.
Me acomodé en una silla de cuero y me dispuse a decirle cuál era el motivo de mi presencia allí. Su voz potente me interrumpió:
—Cuento sólo con escasos minutos. Sé quién es usted, señor, y creo conocer lo que anda por su mente. Usted desea discutir conmigo el caso McGee.
Le eché un anzuelo.
—Y el caso Deloney.
Alzó las cejas, de tal modo que la frente se quebró en múltiples arrugas. En determinadas circunstancias resulta imprescindible entregar alguna información, con el objeto de obtener otros datos. Le conté lo que le había ocurrido a Luke Deloney.
Se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿Sostiene usted que esa muerte está relacionada de alguna manera con el asesinato de Helen Haggerty?
—Tiene que estarlo. Helen Haggerty vivía en la casa de apartamentos de Deloney. Dijo que conocía a un testigo del hecho.
—Es extraño que ella lo mencionara.
No me hablaba a mí, sino a sí mismo. Ella era la señora Deloney. Entonces recordó mi presencia.
—¿Por qué se dirige a mí con esto?
—Pensé que le interesaría, puesto que la señora Deloney es su cliente.
—¿Lo es?
—Supuse que lo era.
—Le felicito por sus suposiciones. Me imagino que la siguió hasta aquí.
—Descubrí por casualidad que venía a esta oficina. Pero hace dos días que deseo ponerme en contacto con usted.
—¿Por qué?
—Usted defendió a Thomas McGee. La muerte de su mujer fue el segundo de tres asesinatos relacionados entre sí, los cuales comenzaron con Duke Deloney y terminaron con Helen Haggerty. Ahora están tratando de adjudicar el último a McGee o a su hija, o a ambos. Creo que McGee es inocente y que siempre lo ha sido.
—Doce de sus iguales pensaron lo contrario.
—¿Por qué lo hicieron, señor Stevens?
—No encuentro el más mínimo placer en discutir pasadas equivocaciones.
—Podría ser muy importante para el problema presente. La hija de McGee admite que mintió en el estrado de los testigos. Dice que envió a su padre a la cárcel.
—¿Eso es lo que ahora afirma? Su retracción llega un poco tarde. Debía de haberla obligado a decir la verdad, por medio de un nuevo interrogatorio, pero McGee no quiso que lo hiciera. Cometí el error de respetar sus deseos.
—¿Cuál era el motivo real que se escondía detrás de la voluntad de su cliente?
—¿Quién podría decirlo? Amor paternal, tal vez, o el sentimiento de que ya habían hecho sufrir demasiado a la niña. Diez años de prisión es un precio excesivamente elevado por semejantes delicadezas de sentimiento.
—¿Usted está convencido de que McGee es inocente?
—¡Oh, sí! La confesión de la hija borra cualquier duda posible.
Stevens sacó de un tubo de vidrio un cigarro con una marca verde, le cortó la punta y lo encendió.
—Considero lo que me acaba de decir como algo altamente confidencial.
—Por el contrario, me gustaría verlo publicado. La noticia podría ayudar a que McGee volviera. Usted probablemente sabe que ha huido.
Stevens no afirmó ni negó. Estaba sentado como una montaña, detrás de una nube de humo azul.
—Me agradaría formularle algunas preguntas —dije.
—¿Acerca de qué?
—Por un lado, el otro hombre… el hombre de quien Constance McGee estaba enamorada. Tengo entendido que desempeñó algún papel en su caso.
—Fue una alternativa hipotética.
La cara de Stevens se arrugó en una triste sonrisa.
—Pero el juez no permitió que lo presentara, excepto en mi alegato final, si no hacía subir a McGee al estrado de los testigos. Y eso no me pareció aconsejable. El otro hombre era un arma de doble filo. Implicaba tanto un motivo para mi cliente como un sospechoso en potencia. Cometí el error de buscar una solución lisa y llana.
—No alcanzo a seguir su razonamiento.
—No tiene importancia. Es sólo historia.
Agitó la mano y el humo se desparramó en torno de él, como estratos de tiempo en el recuerdo de un hombre viejo.
—¿Quién era el otro hombre?
—¡Vamos, señor Archer! Me imagino que no esperaba venir de la calle y exprimirme hasta dejarme totalmente seco. He practicado la abogacía por espacio de cuarenta años.
—¿Por qué aceptó encargarse del caso de McGee?
—Tom solía hacer algunos trabajos en mis barcos. El hombre me gustaba.
—¿No le interesa liberarlo de culpa?
—No, a expensas de otro hombre inocente.
—¿Sabe quién es el otro hombre?
—Sé quién es, siempre que Tom sea digno de crédito.
Aunque continuaba sentado sólidamente en su sillón, se iba apartando de mí, como un mago que se esfuma a través de espejos.
—Yo no divulgo los secretos que me confían. Los entierro, señor. A eso se debe el que la gente recurra a mí.
—Sería algo infernal que llegaran a encerrar otra vez a McGee en San Quintín, por el resto de su vida, o a condenarle a la cámara de gas.
—Por cierto que sí. Pero sospecho que usted está tratando de enrolarme en su causa, más que en la de Tom.
—En realidad, nosotros podríamos utilizarle.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—La hija de McGee, Dolly y su marido Alex Kincaid, Jerry Marks y yo.
—¿Y cuál es su causa?
—La solución de esos tres asesinatos.
—Usted hace que las cosas aparezcan muy simples y sin complicaciones —observó—. La vida nunca lo es. La vida siempre deja cabos sueltos y, a veces, es mejor permitir que se deshagan.
—¿Es eso lo que desea la señora Deloney?
—No hablo en representación de la señora Deloney. Ni espero hacerlo.
Tomó una hebra de tabaco con la punta de la lengua y la escupió.
—¿Vino a verle para obtener información acerca del caso McGee?
—Sin comentarios.
—Es probable que eso signifique sí. Y el hecho implica una prueba más de que el caso McGee y el asesinato de Deloney están relacionados.
—No discutiremos el tema —observó con sequedad—. En cuanto a su sugerencia de que una mis fuerzas a las suyas, debo decirle que Jerry Marks me manifestó la misma idea esta mañana. Como ya le he dicho, meditaré acerca de la propuesta. Mientras, deseo que usted y Jerry piensen en lo siguiente: puede ser que Thomas McGee y su hija ocupen posiciones contrarias en lo que respecta a este problema. En realidad, ya lo hicieron hace diez años.
—Por entonces ella era una niña, manejada por adultos.
—Lo sé.
Se puso en pie. Parecía enorme en su traje claro de tweed.
—Resulta interesante conversar con usted, pero me veo obligado a asistir a un almuerzo.
Se dirigió hacia la puerta y me hizo un gesto con su cigarro.
—Vamos.