Arnie me acompañó en su coche hasta Lakeview Inn, un correcto edificio, enorme y macizo, de estilo californiano, que debió de construirse en los primeros años del siglo. Generaciones de veraneantes habían atravesado el vestíbulo y pisoteado algo del encanto propio del mundo antiguo que alguna vez hubo de tener. No me pareció el lugar más apropiado para que Bradshaw se alojara en él.
Sin embargo, Roy Bradshaw se encontraba allí, según me informó el empleado nocturno. Sacó del bolsillo de su chaqueta un reloj de ferroviario y lo consultó.
—Aunque es bastante tarde. Deben estar durmiendo.
—¿Ellos?
—Él y su mujer. Si lo desea, puedo subir y llamarles. Nunca colocamos teléfonos en las habitaciones.
—Iré yo. Soy amigo del doctor Bradshaw.
—No sabía que era doctor.
—Doctor en filosofía —aclaré—. ¿Cuál es el número de su habitación?
—Treinta y uno, en el último piso.
Pareció aliviado de no tener que subir la escalera.
Dejé a Arnie con él y subí hasta el tercer piso. La luz brillaba a través del montante de la habitación treinta y uno y pude escuchar el indistinto murmullo de voces. Llamé. Se produjo un silencio, seguido de un ruido de pies que se movían descalzos con zapatillas.
Roy Bradshaw habló a través de la puerta cerrada:
—¿Quién es?
—Archer.
Vaciló. Alguien que dormía en el cuarto del otro lado del pasillo, quizá molesto por nuestras voces, comenzó a roncar. Bradshaw preguntó:
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—Necesito hablar con usted.
—¿No puede esperar hasta mañana?
Su voz demostraba impaciencia y había perdido, de manera esporádica, su acento de Harvard.
—No. No puedo. Necesito que me aconseje lo que debo hacer con Judson Foley.
—Muy bien. Me vestiré.
Esperé en el pasillo estrecho y mal iluminado. Flotaba en él el aroma ligeramente acre que los edificios viejos parecen absorber de la gente que pasa por ellos noche tras noche, el olor de la vida pasajera. El hombre que roncaba intercalaba terribles quejidos. Una mujer le dijo que se volviera y, entonces, se apaciguó.
Escuché un rápido intercambio de voces en la habitación de Bradshaw. La de la mujer parecía pedir algo, que Roy negaba. Durante un instante creí reconocer la voz femenina, pero no lograba estar seguro.
Tuve la certeza cuando, por fin, Bradshaw abrió la puerta. Trató de impedir que la viera, pero logré echar una ojeada a Laura Sutherland. Estaba sentada en el borde de la cama deshecha, muy erguida, y vestía una bata de corte severo, de Paisley. El pelo le acariciaba los hombros y se la veía muy rosada y hermosa.
Bradshaw cerró la puerta de golpe.
—De modo que ahora lo sabe —dijo.
Se había puesto pantalones y un jersey negro de cuello alto, vestimenta que le proporcionaba un aspecto juvenil más marcado que nunca. A despecho de la tensión que sin duda experimentaba, parecía muy feliz.
—No sé lo que sé —repuse.
—No se trata de una unión ilícita, créame. Laura y yo nos hemos casado hace un tiempo. Por el momento hemos acordado mantener en secreto nuestro matrimonio. Por lo tanto, le ruego que mantenga la reserva correspondiente.
No le prometí si lo haría o no. En cambio, pregunté:
—¿Por qué tanto secreto?
—Nos asisten razones poderosas. En primer lugar, según los reglamentos de nuestra universidad, Laura tendría que renunciar a su cargo. Por supuesto, está decidida a hacerlo, aunque no todavía. En segundo lugar, es necesario tomar en consideración el problema de mi madre. Ignoro qué efecto le producirá el conocimiento de nuestra unión.
—Limítese a comunicarle el hecho. No tema, sobrevivirá.
—Es fácil decirlo. Pero no es posible hacerlo.
Pensé que la circunstancia que lo hacía imposible era el dinero de mamá. Disponer de una fortuna y contar con la perspectiva futura de heredarla son hábitos difíciles de romper para un hombre que entra en la edad mediana. Sin embargo, sentí una cierta admiración secreta por Roy Bradshaw. Había más vida en él de la que pudiera sospecharse.
Bajamos al vestíbulo, donde Arnie estaba jugando al rummy con el empleado. El bar era una caverna tenebrosa con astas de ciervo en las paredes, en lugar de estalactitas, y clientes, en lugar de estalagmitas. Uno de ellos, un individuo del lugar que llevaba una gorra y un chaquetón, y que iba cargado con un paquete, quiso invitarnos con un trago. El encargado del bar le advirtió que era hora de regresar a casa. De modo sorprendente, el hombre obedeció y, detrás de él, todos los demás desfilaron hacia la salida.
Nos sentamos ante el mostrador. Bradshaw pidió para él un bourbon doble e insistió en pedir lo mismo para mí, aunque yo no lo necesitaba. Había una cierta agresividad en su insistencia. No me había perdonado por haber descubierto su secreto, o por haberle arrastrado fuera de la cama de su mujer.
—Bien —dijo—. ¿Qué pasa con Judson Foley?
—Me contó que usted le reconoció el viernes por la noche.
—Tuve la intuición de que era él.
Bradshaw había recuperado su acento y lo utilizaba como una especie de máscara vocal.
—¿Por qué no me lo comunicó? Me pudo haber ahorrado una buena dosis de trabajo y de gastos.
Me miró con expresión solemne, por encima de su vaso.
—Tenía que asegurarme, pues estaba bastante lejos de abrigar la certeza. No es posible acusar a un hombre y poner a la policía sobre su pista, hasta que no se está seguro por completo.
—¿De modo que vino hasta aquí para ello?
—El hecho ocurrió fuera de mis previsiones. Hay épocas en la vida de un hombre en las cuales todo parece ubicarse en el lugar debido. ¿Se ha dado cuenta alguna vez de esta verdad?
Un momentáneo relámpago de gozo estalló a través de su ansiedad.
—Laura y yo habíamos proyectado robar un fin de semana para pasarlo aquí, y la conferencia nos proporcionó la oportunidad. Foley sólo significó un problema tangencial, aunque, por supuesto, muy importante. Le he visto esta mañana y le he interrogado muy cuidadosamente. Me pareció inocente, sin duda alguna.
—¿Inocente de qué?
—Del asesinato de Helen. Foley fue a casa de Helen para darle la protección de que era capaz, pero la pobre estaba más allá de toda protección cuando él llegó. Perdió el control de sus nervios y huyó.
—¿Qué temía?
—Una acusación falsa, lo que él llama un cargo fabricado. Ha tenido algunos problemas con la ley en el pasado.
—¿Cómo lo sabe?
—Él me lo contó.
Tras una pausa, agregó con una sonrisa de vanidosa satisfacción:
—Poseo cierta capacidad para inspirar confianza a esos… ¡ah!… esos tipos un poco al margen de la ley. El hombre se mostró muy franco conmigo y, de acuerdo con mi meditada opinión, no tiene nada que ver con el asesinato de Helen.
—Es probable que tenga razón. No obstante, me gustaría saber algo más sobre su persona.
—Le conozco muy poco. Era amigo de Helen. Le vi una o dos veces con ella.
—En Reno.
—Así es. Pasé en Nevada una parte del verano. Se trata de otro hecho de mi vida íntima que no estoy dispuesto a publicar.
Añadió, en forma vaga:
—Todo hombre tiene derecho a un poco de vida privada, me parece.
—¿Quiere decir que estuvo aquí con Laura?
Bradshaw bajó los ojos.
—Me acompañó durante un corto período de tiempo. No habíamos pensado en casarnos. Fue una decisión importante. Significaba el final de la carrera de Laura y también el final de mi vida con… mi madre.
Dijo las últimas palabras con tono débil.
—Puedo entender las razones que le obligaron a mantener el secreto. Sin embargo, hubiera preferido que me informara acerca de su encuentro en Reno, con Helen y Foley, el mes pasado.
—Debí hacerlo. Le pido disculpas. Lo que ocurre es que uno adquiere el hábito del secreto.
Continuó, con una voz clara y apasionada:
—Estoy profundamente enamorado de Laura. Tengo celos de cualquier cosa que amenace perturbar nuestro idilio.
Sus frases eran formales y pasadas de moda, pero el sentimiento que se ocultaba detrás de ellas parecía real.
—¿De qué tipo era la relación que existía entre Helen y Foley?
—Diría que eran amigos, nada más. Para hablar con franqueza, me sentí un tanto sorprendido ante la elección de la profesora Haggerty. Pero él era más joven que ella y supongo que ésta fue la base de la atracción. Usted sabe que los compañeros presentables constituyen un premio en Reno. Yo mismo pasé ratos bastante malos, entregado al intento de rechazar los asaltos de varias hembras voraces.
—¿Entre ellas estaba incluida Helen?
—Debo decir que sí.
A través de la penumbra creí discernir un ligero rubor en sus mejillas.
—Por supuesto, ella no sabía nada acerca de mi… mi asunto con Laura. Lo he mantenido en secreto para todo el mundo.
—¿Se debe a ello el que usted no quiera que Foley vuelva para ser interrogado?
—No lo explicaría de esa forma.
—Se lo pregunto.
—Bueno, supongo que en parte es así.
Se produjo un largo silencio, al cabo del cual agregó:
—Pero si usted cree que es necesario, no abrigo la intención de discutir. En realidad, Laura y yo no tenemos nada que esconder.
El encargado del bar nos interrumpió:
—Basta de bebidas, caballeros. Ha llegado la hora de cerrar.
Terminamos el contenido de nuestras copas. En el vestíbulo, Bradshaw cambió conmigo un rápido apretón de manos, al tiempo que murmuraba algo acerca de que debía regresar junto a su mujer. Vi que subía la escalera de dos en dos, y de puntillas.
Esperé que Arnie terminara la partida. Una de las cualidades que hacían de él un detective de primera clase era su habilidad para comportarse con naturalidad con cualquier tipo de gente, encajar en cualquier situación y entablar conversaciones fáciles. Antes de abandonar el hotel estrechó la mano del empleado.
—La mujer con la que se registró tu amigo —me dijo en el automóvil— es una chica guapa y morena, bien formada, y que habla como un libro.
—Es su esposa.
—No me habías dicho que Bradshaw estaba casado.
En su voz sonaba un matiz de irritación.
—Acabo de descubrirlo. El matrimonio es sub rosa. El pobre pordiosero tiene una madre dominante en el fondo del cuadro. La vieja dama tiene mucho dinero y creo que él teme que lo desherede.
—Lo mejor es que aclare las cosas y acepte las consecuencias.
—Es lo que le aconsejé.
Arnie puso el motor en marcha y, a medida que corríamos por el oeste y el sur, a lo largo de la costa del lago, me contó una larga historia acerca de un cliente cuyo caso había llevado para Pinkerton, en San Francisco, antes de la guerra. Se trataba de una viuda bien provista de dinero, de sesenta años más o menos, que vivía en Hillsborough con su hijo, un hombre en los treinta. El hijo llegaba a su casa hacia medianoche, muy rara vez antes, y la madre quiso averiguar qué hacía durante el tiempo que pasaba afuera. Se descubrió que se había casado, cinco años antes, con una ex camarera, a la que mantenía, junto con tres hijos pequeños, en una casa situada en la zona sur de San Francisco.
Arnie aparentaba pensar que éste era el fin de la historia.
—¿Qué le ocurrió a esa gente? —le pregunté.
—La vieja señora se encariñó con sus tres nietecitos y se ocupó de ellos y de su nuera. Todos vivieron muy felices con el dinero de la viuda.
—Es una lástima que Bradshaw no se haya casado hace bastante tiempo como para tener hijos.
Anduvimos en silencio durante un rato. La carretera abandonó la costa y se internó en el túnel que formaban los árboles, a manera de noche coagulada en un verde suave. Seguía pensando en Bradshaw y en su insospechada masculinidad.
—Me gustaría investigar a Bradshaw, Arnie.
—¿Su matrimonio le ha elevado a la categoría de sospechoso?
—No en mi versión. De todos modos, todavía no. Pero me sorprendió el hecho de que conociera a Helen Haggerty en Reno el verano pasado. Deseo saber con exactitud qué estaba haciendo en Reno durante el mes de agosto. Le contó a Judson Foley que se hallaba entregado a una labor de investigación en la Universidad de Nevada, pero no veo en esto el menor viso de verdad.
—¿Por qué?
—Bradshaw obtuvo su doctorado en Harvard y, por lo general, realiza sus investigaciones allí o en Berkeley o Stanford. Deseo que también averigües algo sobre Foley. Si puedes, trata de descubrir por qué le despidieron del Solitaire.
—No será muy difícil. El jefe de su servicio de seguridad es un viejo amigo mío.
Echó una ojeada a su reloj, a la luz del tablero de instrumentos.
—Podríamos ir ahora, pero es probable que no le encontremos a una hora tan tardía, un domingo.
—Lo haremos mañana.
Phyllis nos aguardaba con comida y bebida. Permanecimos en la cocina hasta altas horas de la noche y, mientras nos embriagábamos ligeramente con cerveza, compartimos recuerdos y cansancio. En un momento dado, la conversación completó el círculo y volvió al tema de Helen y su muerte. A las tres de la mañana me puse a leer en voz alta la traducción de la poesía sobre los violines y los vientos otoñales aparecida en la revista Bridgeton Blazer.
—Es terriblemente triste —observó Phyllis—. Debió ser una adolescente notable, aunque se trate sólo de una traducción.
—Ésa es la palabra que empleó su padre para describirla. Notable. Él también lo es, a su manera.
Traté de hablarles del viejo policía borracho, burdo y con el corazón destrozado, que había sido el padre de Helen. Pero, de pronto, sonaron las tres y media y Phyllis se durmió, su cabeza descansaba entre las botellas, sobre la mesa de la cocina, como una dalia desgreñada. Arnie comenzó a reunir las bebidas, con sumo cuidado, para no despertar a su mujer demasiado pronto.
Ya solo en la habitación de huéspedes, me asaltó una de esas intuiciones que se producen a veces cuando uno está muy cansado o muy tenso emocionalmente. Me convencí de que Hoffman me había entregado el Blazer por alguna razón. En la revista había algo que él deseaba que yo viera.
Vestido sólo con la ropa interior, me senté en el borde de la cama con olor a limpio y leí la corta revista hasta que mis ojos estuvieron agotados. Aprendí una buena cantidad de cosas sobre las actividades estudiantiles en el Bridgeton City College, veintidós años atrás, pero no encontré nada que se relacionara con mi caso.
Sin embargo, descubrí otro poema que me gustó. Estaba firmado con las iniciales G.R.B. y decía:
If light were dark
And dark were light,
Moon a black hole
In the blaze of night.
A raven’s wing
As bright as tin,
Then you, my love,
Would be darker than sin.[3]